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Vol. 39, N°.58, enero – junio, 2019
ISSN: 1409-3928 / e-ISSN 2215-2997
www.revistas.una.ac.cr/abra
DOI: doi.org/10.15359/abra.39-58.1


Estado del bienestar y justicia distributiva en América Latina. Un análisis crítico

The Welfare State and distributive justice in Latin America.
A critical analysis

Andreas Christian Hangartner

Facultad de Humanidades y Educación en Universidad de los Andes, Venezuela

a.plaschy@gmail.com

Rafael Gustavo Miranda Delgado

Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales
Universidad de los Andes, Venezuela

rafaelgustavomd@hotmail.com

Recibido: 28/06/2018 • Aceptado: 15/03/2019

RESUMEN

El Estado de bienestar es un elemento fundamental para alcanzar los objetivos universales de mayor estima: derechos humanos, democracia y cohesión social. En América Latina, el Estado de bienestar propiamente dicho es inexistente o precario. El objetivo de este artículo es evaluar los efectos que tienen las políticas gubernamentales de distribución de beneficios y cargas económicas en el Estado de bienestar de América Latina. El artículo es normativo y evaluativo. En el artículo se afirma que, cuando los términos contractuales de reciprocidad no expresan justicia redistributiva, como es el caso de América Latina, se generan condiciones favorables para el cuestionamiento no solo del sistema económico, sino también para el conjunto de las instituciones sociales, incluyendo la democracia.

Palabras clave: Estado del bienestar; Justicia distributiva; América Latina; Economía normativa; Estructura tributaria.

ABSTRACT

The welfare state is a key element in achieving the most highly valued of universal goals: human rights, democracy and social cohesion. In Latin America the welfare state as such is nonexistent or precarious. This paper seeks to evaluate the effects of government policies for benefit sharing and economic burdens on the welfare state in Latin America. It is normative and evaluative, and concludes that if the contractual terms of reciprocity do not address distributive justice, as is the case in Latin America, then not only the economic system but also the entirety of social institutions, including democracy, may come into question.

Keywords: Welfare state; distributive justice; Latin America; normative economy; tax structure.

INTRODUCTION

El Estado del bienestar es un elemento fundamental para alcanzar los objetivos universales de mayor estima: derechos humanos, democracia y cohesión social. En América Latina, el Estado del bienestar propiamente dicho es inexistente o precario. Esto ha tenido como consecuencia que la región sea la más desigual del mundo en materia de ingresos; que la pobreza persista y que, para un grupo significativo de la población, la cobertura de las necesidades más básicas no esté garantizada; y que la clase media sufra de vulnerabilidad y cuestione las estructuras económicas y de economía política. Por ello, el objetivo de este artículo es evaluar los efectos que tienen las políticas gubernamentales de distribución de beneficios y cargas económicas en el Estado del bienestar de América Latina.

El artículo se enmarca en la economía crítica, ya que es de carácter normativo y evaluativo. Es normativo porque se elabora un marco analítico sobre la equidad en la política fiscal, tomando como base los principios normativos de la filosofía política y moral; y es evaluativo porque, con atención al marco analítico, se caracterizan las instituciones redistributivas en América Latina, con énfasis en la clase media. En correspondencia con lo anterior, el artículo se presenta en dos partes. En la primera, La dimensión normativa del Estado del bienestar, se analizan normativamente las condiciones del Estado del bienestar y sus implicaciones para la justicia distributiva y la legitimidad de las instituciones. En la segunda parte, Justicia redistributiva en América Latina, se realiza el análisis evaluativo de la contemporaneidad de la región. Finalmente, se presentan las conclusiones.

La dimensión normativa del Estado del bienestar

La experiencia de la crisis financiera (2008 - 2009), sus consecuencias de riesgo y vulnerabilidad y las resistentes desigualdades entre los países y dentro de cada país, son algunos de los elementos que obligan a reflexionar sobre los temas del orden económico y el papel del Estado en un mundo cada vez más interconectado y dinámico. Entre las distintas funciones que asume el gobierno, es fundamental la de redistribución de los recursos a través de los impuestos y del gasto social, modificando, de esa manera, la asignación de los ingresos derivados del mercado.

La redistribución y la intervención estatal como arreglo institucional con miras a mitigar los efectos negativos de las fuerzas del mercado, está íntimamente vinculado con el Estado del bienestar. El Estado del bienestar ha sido fundamental en el proceso de modernización económica, social y política. Contraria a la concepción del Estado mínimo (véase Nozick, 1988), cuya función queda delimitada en velar por las reglas y marcos dentro de los que se articulaban las fuerzas sociales y económicas, el Estado del bienestar asume una función mediadora entre economía, democracia y mundo social. Como advierte Polanyi (1992), el Estado moderno esta intrínsecamente unido a la economía de mercado, y fue esta la que trajo abundancia material y destruyó el antiguo orden cultural, social y político básico, representando la gran transformación. También advierte que esta sociedad de mercado es incompatible con una sociedad integrada, por lo que se necesita crear controles políticos y sociales a las dinámicas del mercado, que permitan una redistribución económica de gran alcance y una mayor creatividad cultural.

Se entiende el Estado del bienestar como un fenómeno institucional para corregir las fallas de mercado, fuerzas económicas y políticas que causan desigualdades en las sociedades. El Estado del bienestar es fundamental para la cohesión social y la democracia. Las políticas del bienestar entienden que, más allá del mercado, existen otras fuerzas ordenadoras de las relaciones sociales que permiten un horizonte de sentido ético. A través de los mecanismos redistributivos, el Estado del bienestar procura superar las divisiones sociales insalvables, tanto en su dimensión económica, como también en lo político e ideológico.

El Estado no tiene un rol exclusivo, pero si prioritario, en la arquitectura de los regímenes de bienestar, ya que es el único actor con autoridad y carácter legalmente vinculante para la extracción y distribución de recursos y la regulación de acciones. Su economía política busca un diseño donde la distribución de la riqueza y el riesgo sea éticamente sostenible; donde las familias, comunidades o sociedad civil, empoderadas con derechos, puedan disfrutar de un régimen de bienestar que responda a sus necesidades. Un Estado del bienestar que garantice los derechos humanos potencia un contrato social ético que armoniza las libertades individuales con la justicia social. Para la sostenibilidad de las políticas del bienestar es esencial la aceptación y el reconocimiento popular del Estado del bienestar como justo (Sassen y Esping-Andersen, 2005; Rosanvallon, 1995; Esping-Andersen, 1996; Esping-Andersen, 1990; Miranda, 2016; Picó, 1999).

Mau (2003) hace mención de una serie de investigaciones que sostienen que existe una correlación entre la expansión de las políticas del bienestar y el apoyo al Estado del bienestar. Es decir, con la ampliación de las actividades del Estado del bienestar, los ciudadanos desarrollan actitudes positivas hacia este. Las instituciones del Estado del bienestar reciben un mayor grado de aceptación y apoyo por parte de los ciudadanos si incorporan a las políticas diversos sectores de la sociedad; es decir, la legitimidad del arreglo institucional del bienestar incrementa si la justicia distributiva y las políticas sociales tienen un enfoque universalista, mientras más sectores de la sociedad se benefician del Estado del bienestar, menos oposición se crearía hacia las intervenciones estatales para reducir las desigualdades.

En la legitimidad de la acción estatal para la consolidación de los programas de políticas sociales y las estructuras y procesos (re)distributivos, es fundamental el rol de la clase media. Cuando las clases medias se benefician de los programas del Estado del bienestar, apoyarán a estas instituciones con sus recursos políticos, incluso en periodos de declive económico. Por lo tanto, para la sostenibilidad del Estado del bienestar resulta crucial la incorporación de los sectores de la clase media a las políticas sociales, dado que su legitimidad se fundamenta más con las transferencias dirigidas a la comunidad de trabajadores y asalariados, que con los beneficios que van dirigidos exclusivamente a los pobres. Esto es especialmente relevante en la contemporaneidad, donde las amenazas al Estado del bienestar no son solo endógenas, sino que también son exógenas, especialmente, entre la desvinculación existente entre las instituciones nacionales y el cambio exógeno, entre la pérdida de confianza en arreglos nacionales y la altamente competitiva economía contemporánea (Lloyd, 2013; Esping-Andersen, 1999; Mau, 2003).

Así pues, la legitimidad del Estado del bienestar depende de su capacidad de justificar los arreglos institucionales y los resultados políticos. Offe (1984) ha observado que el sistema político-administrativo no solo está conectado con el sistema económico, sino también con un sistema normativo a través de expectativas, demandas y peticiones. El Estado del bienestar y sus servicios se pueden concebir como respuestas institucionales a las demandas, que refuerzan la aceptación de las reglas legitimadoras y aseguran la lealtad de masas a través de la satisfacción de las demandas.

Por otro lado, si el Estado del bienestar no es capaz de responder a las demandas de los ciudadanos, estos empiezan a percibir una realidad social distinta a sus expectativas, lleva a un desencanto, al declive de lealtades y apoyo político y la emergencia de sentimientos y actitudes negativas hacia el Estado del bienestar. Sin embargo, si bien esta visión individualista del homo economicus ha estado en el centro de la teoría y del debate político, los estudios empíricos también evidencian muestras de solidaridad en las sociedades.

Mau (2003) llama la atención sobre la evidencia empírica que da indicios sobre la sostenibilidad de la aceptación y, con ella, de la legitimidad del Estado del bienestar, aún si no todos los ciudadanos se beneficien de la redistribución de ingreso. El interés propio no es capaz de abarcar la complejidad de la naturaleza humana, por lo que a las explicaciones preferenciales se deben integrar otras formas motivacionales tales como el altruismo, códigos de honor y orientaciones a largo plazo. En este sentido, la perspectiva analítica individualista del homo economicus no es suficiente para explicar de forma satisfactoria el por qué las personas están dispuestas a contribuir al bienestar general. Esta concepción de la ética y la complejidad del ser humano deben ser incorporadas en los estudios.

Un aporte valioso a las discusiones sobre la percepción de las políticas distributivas proviene de la noción normativa sobre las instituciones. Según este enfoque, las instituciones actúan como filtro, acomodador o determinante cognitivo de los valores y actitudes morales del individuo. Sesgos institucionales de justicia, equidad y adecuación tienen una gran productividad en la formación de los juicios del individuo. Aquello que por parte de las personas es considerado justo, equitativo, legítimo en vista a la distribución de recursos, manifiesta cierta consistencia y convergencia con la práctica real de distribución, lo que, en última instancia, significa que el diseño de las instituciones políticas gobierna la noción de moralidad y justicia que prevalece en la sociedad civil. En este sentido, se debe hacer énfasis en la importancia de convenciones sociales, hábitos y rutinas que determinan la acción. Los procesos de internalización tienen la capacidad de convertir constreñimiento y reglas en preferencias individuales. Por lo tanto, las prácticas institucionales tienen la tendencia de acomodar a los individuos en un sistema dado, encubriendo arreglos institucionales alternativos (Rothstein, 1988).

Offe (1984), por su parte, señala que las instituciones tienen un mayor grado de aceptación si encarnan una plausibilidad moral que las hace no solamente comprehensivas, sino también defendible frente a posibles objeciones desde un marco de criterios de equidad y de justicia. Esa plausibilidad respalda, a su vez, la suposición del individuo acerca de la existencia de percepciones compartidas por otras personas, tratándose de una suposición que le confiere aún más fuerza a la aceptación y responsabilidad normativa de las instituciones. La proyección normativa de las instituciones encarna un gran potencial para la creación de capital social en una sociedad determinada, ya que el diseño institucional apropiado relega confianza hacia los demás ciudadanos. Las instituciones confiables implican como válidos los valores y las formas de vida que se incorporan en ellas; y una vez reconocido esto, que esta idea haga sentido a un número de personas suficientemente grande para que le den continuidad y apoyo activo a las instituciones y al cumplimento de sus reglas.

De acuerdo con este paradigma ético-institucionalista, las instituciones se conciben como generalizadoras y mediadores de relaciones de confianza. De ello se puede inferir que la reproducción de significados permite estabilizar la relación entre institución e individuo al validar las normas institucionales a un nivel social. Para dar un ejemplo ilustrativo: la voluntad del individuo en contribuir al bien común depende de la creencia de que otros ciudadanos corresponden con su parte indicada. La aceptación de las instituciones se basa en la percepción que existe una distribución justa de las cargas, que otras personas no tienen ventajas injustificadas o ilegales sobre el sistema y que no exista fraude social.

Así pues, se pueden formular tres formas de contingencias que facilitan la llegada al consenso. En primer lugar, las soluciones políticas colectivas deben estar vinculadas con normas sociales; a saber, nociones como justicia y equidad. En segundo lugar, las soluciones institucionales deben generar confianza entre los ciudadanos a que todos hagan contribuciones al bien común. En tercer lugar, que la implementación de una medida política debe estar basada en procedimientos no sesgadas y equitativas (Mau, 2003; Rothstein, 1998)

La economía moral de las instituciones se ocupa de comprender cómo los arreglos institucionales del Estado del bienestar incorporan normas y valores, y se define como la lógica duradera del apoyo social para las políticas redistributivas del bienestar, donde se reconoce el compromiso con aquellos sectores con dificultades socio-económicas. Si bien el nuevo institucionalismo ha dado aportes valiosos al entendimiento sobre la formación de apoyo a las políticas de redistribución, el enfoque de la economía moral de las instituciones insiste en que las instituciones no son solo arreglos instrumentales, sino que, sobre todo, se trata de expresiones de concepciones definidas de la moral (Mau, 2003; Rothstein, 1988).

Hablar de la economía moral implica que las transacciones sociales se fundamentan en un conjunto de normas sociales y concepciones éticas compartidas, que se han constituido socialmente y validado intersubjetivamente. Así pues, un sistema determinado de transacciones puede ser socialmente deseable si representa la comprensión normativa que prevalece en una sociedad. Un ejemplo de este actuar, desde marcos normativos compartidos o consensuales, pudiese ser la forma en cómo se trata a los sectores débiles o vulnerables. Es un proceso donde la razón se hace pública entre los miembros de la sociedad, lo que finalmente lleva a un consenso o acuerdo sobre las transferencias de riqueza o ingreso.

Como consecuencia de estas transferencias, los vínculos sociales se institucionalizan y las relaciones sociales entre miembros y grupos de la sociedad se reconocen, conservan y balancean. Aquí, el Estado del bienestar se entiende en términos de relaciones sociales y no meras categorías sociales. En este sentido, las transferencias de bienestar entre grupos sociales, la ayuda mutua, así como el riesgo compartido, dependen en gran parte de la posibilidad de darle continuidad a las constataciones sobre estas interrelaciones (Mau, 2003; Rothstein, 1988).

Por lo tanto, la resonancia de las políticas del bienestar es una de los principales pre-requisitos para el apoyo público, particularmente para los sectores que deben contribuir con más recursos. Con una cercanía a los ideales neo contractuales, la economía moral de las instituciones del bienestar se basa en las premisas del uso público de la razón, lo que significa que debe haber buenas razones para una configuración particular de provisiones sociales, las personas se muestran más dispuestas a reconocer los arreglos institucionales. Por lo tanto, son la afirmación pública y el reconocimiento de las políticas del bienestar los que confieren un fundamento normativo a la arquitectura institucional.

La viabilidad de los procesos y estructuras de redistribución depende de su compatibilidad con determinados criterios que se articulan en la sociedad, como significancia o plausibilidad, así como de su capacidad general para tener sentido. Considerando que la redistribución de recursos sociales involucra a ganadores y perdedores y lleva a la formación de relaciones sociales, las políticas del bienestar deben integrar una comprensión clara sobre el tipo de intercambio social que se quiere implementar. En este sentido, resultan cruciales las normas de reciprocidad (Mau, 2003), porque encarnan ideas de prestar ayuda, intercambiar y mutualidad que ejercen un impacto decisivo sobre las motivaciones individuales y la forma que las personas se relacionan entre sí. Por lo tanto, las transferencias públicas deben ser concebidas como relaciones bilaterales entre el donante y el recipiente con base en las normas de la reciprocidad.

El concepto de reciprocidad, si bien pudiese contener algunos elementos de interés propio, no se puede reducir al patrón del individualismo posesivo. El sistema de relaciones recíprocas se fundamenta en las premisas morales de las personas, por lo que el interés por beneficios no se vincula con un resultado distributivo específico. Es decir, los intercambios de reciprocidad pueden convertirse en transacciones sumamente desiguales, que desde el paradigma materialista no encuentran explicaciones satisfactorias, por lo que se deben incorporar interpretaciones morales sobre lo que se considera como justo en un intercambio social.

El principio de reciprocidad resulta ser valioso porque se enfoca en una nueva comprensión de esquemas del bienestar mutuamente beneficiosos, donde las partes involucradas pueden satisfacer sus intereses, sin necesariamente tener que convertirse en maximizadores de utilidad. Al adherirse a esta concepción de reciprocidad, el Estado del bienestar pudiese ser pensado como un club de beneficios mutuos, lo que hace resurgir la noción contractual que facilita la asignación de provisiones del bienestar.

Desde estas perspectivas teóricas sobre el Estado de bienestar, fundamentada en una noción de la economía moral, se ha podido apreciar la integración de la dimensión normativa para dar cuenta del universo moral que revierte en la aceptación individual de la política distributiva del arreglo institucional. Se puede constatar que, más allá del interés personal en la obtención de los beneficios que brindan las instituciones del bienestar, hay otros factores (culturales, sociales y morales) que inciden en la aceptación y legitimidad de los arreglos institucionales de corte redistributivo provistos por el Estado del bienestar. La aceptación de los procesos y estructuras políticas de distribución por parte del ciudadano depende de la reciprocidad (dimensión contractual) y la compatibilidad con los sistemas morales de la justicia social y distributiva.

De lo desarrollado hasta aquí, se puede inferir que, en primer lugar, el Estado del bienestar es un arreglo institucional de la modernización política, económica y social donde, por medio de los mecanismos redistributivos, se trata de revertir los efectos negativos de las fuerzas económicas y políticas y, en segundo lugar, que las instituciones del bienestar son socialmente deseables y legítimas si representan la comprensión normativa (equidad, fairness, carga tributaria equilibrada) que prevalece en una sociedad determinada. Según el enfoque de la economía moral, los arreglos institucionales del Estado del bienestar incorporan normas y valores, donde además los individuos no figuran como maximizadores de la utilidad, sino como miembros de un contrato social que, por medio de esquemas recíprocos, une a los diferentes sectores de una sociedad.

La siguiente sección se propone evaluar los procesos y estructuras políticas que afectan a la distribución de beneficios y cargas económicos en América Latina, con énfasis en la clase media. Con base en las contribuciones teóricas de la economía moral, interesa determinar hasta qué punto la actual política redistributiva e impositiva es compatible con las premisas normativas (reciprocidad, equidad, fairness, confianza).

Justicia redistributiva en América Latina

En la política fiscal se habla de una estructura tributaria eficaz en términos equitativos si el grueso de la recaudación se concentra sobre los ingresos provenientes de la renta y las propiedades (impuestos directos), y si se relega a un segundo plano aquellos provenientes del consumo (impuesto al valor agregado o IVA) y del comercio exterior (impuestos indirectos). La tributación directa amerita mayor capacidad de fiscalización, amplias bases impositivas, bajas exenciones y franquicias y formalidad de la economía. La tributación indirecta limita la progresividad del financiamiento fiscal y hace inestables las finanzas públicas, generando mayor vulnerabilidad para los ciudadanos.

Asimismo, la estructura tributaria de progresividad sobre la renta crea espacios para promover políticas redistributivas más ambiciosas y, en términos equitativos, son también más eficientes que los impuestos indirectos regresivos, que amplían las brechas y las desigualdades porque no tienen mucho efecto sobre la redistribución de los ingresos. Para evaluar la equidad de una estructura tributaria, se puede recurrir a dos perspectivas distintas: la equidad horizontal y la equidad vertical. La equidad horizontal permite enfocarse en la forma en que dos hogares idénticos son tratados por la regla tributaria. La evaluación de la equidad horizontal resulta mucho más complicada por la heterogeneidad de los hogares, que dificultan la medición y la comparación. Por su parte, la equidad vertical hace referencia a la forma en que altera la distribución del ingreso una vez que se recaudan los impuestos.

El tipo de estructura tributaria en América Latina impide la formación de políticas redistributivas con mayor eficiencia y equidad. Su sistema de recaudación depende, en gran medida, de la imposición indirecta (IVA) y no de la imposición directa (renta y propiedades) (CEPAL, 2016a; CEPAL, 2015; CEPAL, 2014; CEPAL, 2013).

En perspectiva comparada, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, 2010) ha analizado las estructuras tributarias de sus países miembros con los de América Latina, se observa una acentuada diferencia en la recaudación de impuestos directos (renta y propiedades) entre América Latina y los países de la OCDE, donde para el 2007 el porcentaje de los ingresos totales fue de: 30.5 y 42.4, respectivamente. En el caso de América Latina, los impuestos indirectos como porcentaje sobre el total de la recaudación en la región han venido en aumento; para 1997, representaban un 22.7 y para el 2007 un 35.5; mientras que, en los países de la OCDE la representaron en el 2007 un 18.9%. Conociendo las características de equidad y eficiencia que le son inherentes a las estructuras tributarias, se puede afirmar que en los países de la OCDE las políticas redistributivas son mayores que en América Latina. En América Latina no solo se recauda poco, sino que, además, se recauda mal. No solo la heterogeneidad productiva sino también la estructura tributaria hacen de América Latina la región más desigual en materia de ingresos, y de las más injustas.

La asignación de recursos deriva de dos fenómenos: el económico, referente al mercado, y el político, referente al presupuesto público. Si se compara a América Latina con Suecia, se observa que este país tiene una distribución de los ingresos de mercado muy similar a la mayoría de los países de la región, pero sus distribuciones de ingresos son muy distintas debido a la estructura de impuestos y gastos que tiene Suecia. Solo la mitad de la diferencia en desigualdad entre los países de América Latina y de la OCDE surge de las diferencias en la distribución de los ingresos del mercado, la otra mitad es explicada por la diferencia entre los Estados de bienestar (Perry, Arias, López, Maloney, y Servén , 2006).

Estos fenómenos económicos y políticos son interdependientes y generan lógicas de economía política que son fundamentales para comprender los Estados de bienestar. Las estructuras productivas son de especial interés para entender estas interdependencias.

El crecimiento económico de América Latina ha estado basado en el patrón rentista y financiero. Su estructura productiva tiene un escaso desarrollo industrial y una desindustrialización temprana en relación con el nivel del PIB; una gran heterogeneidad productiva, con el sector primario sobredimensionado en la canasta de exportaciones, ya que en su mayoría se basan en ventajas de acceso a materias primas con escaso valor agregado y estructuras de importaciones basadas en bienes de alto contenido tecnológico donde la región es deficitaria. Esto ha provocado niveles de informalidad que configuran amplios sectores que no están insertados en los sistemas de negociaciones salariales y dificulta su organización para exigir mayores beneficios en general, adicional a la vulnerabilidad asociada a los trabajos precarios, a las actividades de subsistencia en zonas marginales, a las actividades de alta estacionalidad y a los procesos migratorios internos que aumenta la vulnerabilidad. Adicionalmente, los sistemas políticos se han organizado en torno a la captura de rentas del sector primario (Bértola, 2015).

El surgimiento del Estado del bienestar en la región se tradujo en un aumento del sector público en la economía reflejado en el aumento del gasto público y la carga tributaria. Como advierte Filgueira (1997), en América Latina las instituciones del modelo del bienestar surgen en los países más expuestos a las migraciones internacionales con economías de nuevos asentamientos como las del Cono Sur, pero en la región no existe un Estado del bienestar propiamente dicho. La expansión general del modelo de bienestar comenzó con beneficios para grupos particulares como los militares y luego a la burocracia del Estado, hasta llegar a otros grupos profesionales, con marcadas diferencias en las prestaciones. El sistema se basa en un sector formal en el que la mayoría de los ciudadanos empleados está en el sector informal; como consecuencia, se da la marginación de los servicios que prestan los Estados del bienestar a unos muy amplios grupos de trabajadores escasamente formalizados.

Mesa-Lago (2005; 1985), dentro de la generalidad de América Latina, destaca ciertas particularidades y subdivide a la región en tres grupos de países: pionero-alto, intermedio y tardío-bajo. Los países pioneros son Chile, Uruguay, Argentina, Brasil y Costa Rica. Se caracterizan por el desarrollo de la seguridad social alrededor de la década de 1920, pero de manera gradual y fragmentada. Este tipo de evolución resultó en una seguridad social estratificada, ya que esta asumió una estructura piramidal con grupos relativamente pequeños de asegurados, protegidos por subsistemas privilegiados en el ápice y el centro y la mayoría de la población con subsistemas más pobres de protección en la base.

Luego, en el grupo intermedio, se encuentran Colombia, México, Paraguay, Perú y Venezuela. Estos se distinguen por establecer la seguridad social a partir de la década de 1940. Para este momento, los países tenían un escaso desarrollo industrial y el sector rural predominaba sobre el urbano. Finalmente, en el grupo tardío-bajo se encuentran los países de Centroamérica con excepción de Costa Rica y Panamá. Estos se distinguen por ser de los países de menor desarrollo de la región; la seguridad social no aparece generalmente hasta las décadas del 1950 y el 1960 y su principal problema es extender la cobertura poblacional.

Filgueira (2005) también propone una tipología de Estados sociales, dividiendo la región en tres modelos: universalismo estratificado, regímenes duales y regímenes de exclusión. En el universalismo estratificado se encuentran Chile, Uruguay y Argentina. Se caracterizan por élites contendientes que buscan apoyo popular y que, para 1970, ya protegían a la gran mayoría de la población por medio de un sistema de seguridad social y servicios básicos de salud. Asimismo, habían logrado el acceso universal a la educación primaria y el acceso ampliado a la educación secundaria temprana a más de la mitad de la población. Aunque con una fuerte estratificación de los beneficios, las condiciones de acceso y los rangos de protección relacionados con la seguridad social.

Los regímenes duales son ejemplificados por México y Brasil y están basados en la cooptación y represión de los sectores populares por parte de las elites, un modelo populista de desarrollo y administración política. Finalmente, en los regímenes de exclusión, donde se encuentran Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Bolivia y Paraguay, se distingue por una lógica donde las élites se apropian del aparato del Estado para la extracción de rentas, sin proporcionar los bienes colectivos de contraparte o servicios sociales

Para Filgueira (2005), Costa Rica merece una mención aparte, ya que es un caso único en toda América Latina porque representa un Estado de bienestar socialdemócrata embrionario. También, es un país que se ha mantenido orientado a la exportación en combinación con la sustitución de importaciones y que basó su producción rural en un patrón de distribución de la tierra y una forma de relación económica que fue más cercano al modelo de agricultores que al modelo tradicional de élite terrateniente generalizado en América Latina. Es un país sin ejército, con una democracia ininterrumpida desde 1949. En ningún otro caso es tan clara la relevancia de la democracia como variable independiente que impulsa la expansión del estado social.

En la contemporaneidad de América Latina, el Estado duplicó su tamaño relativo en los últimos 50 años. A partir de la década del 2000, se incrementó la inversión. A mediados de la década del 2000, el gasto promedio del gobierno general alcanzaba el 25% del producto interno bruto (PIB). Esto estuvo acompañado de un incremento en las capacidades tributarias y fiscales de los Estados. Pero esta cifra apenas ronda la mitad del gasto público de los países desarrollados (42% del PIB) en el mismo período.

Dentro de la región se encuentran países como Argentina, Brasil y Uruguay, con un gasto público en torno al 30%, y otros como Guatemala y El Salvador que no superan el 15% del PIB. El sector público de América Latina tiende a ubicarse por debajo de lo que correspondería a su nivel de desarrollo. Adicionalmente, en el 2012 hubo un punto de inflexión en la tendencia reciente de la inversión pública social, incrementos cada vez menores debido a los persistentes déficits fiscales y a los menores márgenes de recaudación. América Latina, con la excepción de Brasil, se caracteriza por una baja carga impositiva y sesgada a la tributación indirecta, la productividad del impuesto (la recaudación real sobre la recaudación potencial) presenta problemas persistentes (CEPAL, 2016a; CEPAL, 2014; CEPAL, 2013; Cecchini, Filgueira, Martínez y Rossel, 2015; Cardoso y Foxley, 2009; Marcel, Guzmán y Sanginés, 2014; Jiménez, 2015).

Esto ha generado que, si bien la pobreza se ha reducido en la generalidad de América Latina, especialmente desde el año 2015, esta persista en niveles éticamente inaceptables y políticamente insostenibles debido especialmente a las desigualdades. En América Latina, las poblaciones indígenas y afrodescendientes están sobrerrepresentadas en la pobreza y en el desempleo. Estas desigualdades comienzan desde la infancia y su menor acceso a las capacidades básicas, salud y educación. La población indígena ha sido despojada de sus principales recursos como la tierra, viéndose obligada a migrar a las zonas urbanas, donde no solo queda marginada de la economía formal, sino también de los servicios básicos e infraestructuras (CEPAL, 2017; CEPAL, 2016b).

En la región, las mujeres también están sobrerrepresentadas en la pobreza y en el trabajo no remunerado. Tienen menor acceso a recursos productivos y financieros como tierra y tecnologías; y las mujeres que están insertas en el empleo tampoco tienen garantizado el acceso y la permanencia en los sistemas de seguridad social debido a la segmentación de los mercados laborales y la segregación ocupacional de género (OIT, 2016; CEPAL, 2016b; CEPAL, 2016c). Finalmente, los grupos etarios de la infancia y adolescencia están sobre representación en el estado de la pobreza respecto de otros grupos, lo que fomenta la perpetuación de este flagelo (CEPAL, 2017; CEPAL, 2016b).

Adicionalmente, la estructura tributaria en América Latina tiene una fuerte tendencia hacia la regresividad, con graves consecuencias para la clase media. Una estructura tributaria regresiva implica que los sectores medios de la distribución del ingreso tienen que realizar un esfuerzo mayor que los más ricos para financiar a los más pobres. En otras palabras, los sectores medios están financiando a los sectores más vulnerables de la sociedad. Como consecuencia, y en conocimiento de la focalización de la política social en los pobres, la clase media renuncia a una parte significativa de su ingreso (mientras que los ricos no lo hacen en la misma proporción), sin recibir nada a cambio y en un contexto de poca confiabilidad en las instituciones del Estado por la corrupción. La regresividad de las estructuras tributarias, así como la recaudación tributaria por concepto de impuestos indirectos, tiene consecuencias negativas para el sector de la clase media, que ya de por sí manifiesta un alto grado de vulnerabilidad. Esta inequidad vertical es insostenible.

La clase media es el motor para el desarrollo socioeconómico de un país. Esta ofrece trabajo especializado y productivo, impulsa el mercado doméstico y el crecimiento por su demanda de bienes y servicios. El crecimiento del ingreso y el desarrollo generalizado son consecuencia del fortalecimiento de la clase media. Asimismo, la clase media es asociada con la cohesión social, la profundización de la democracia, las mejoras de la calidad en el sector de salud y educativo, y una mayor movilidad intergeneracional.

El concepto de clase media es complejo. Aun cuando la estratificación de clases se basa en mediciones econométricas1, una aproximación más exhaustiva y profunda amerita la integración de otros criterios sociales, tales como la educación, el estatus profesional así como los patrones de consumo; pero también, la auto-identificación de ser miembro de la clase media (accesible a través de encuestas de opinión)2. Comúnmente, se ha asociado a la clase media con un tipo específico de empleo; sin embargo, en la actualidad, no existe un sector de empleo dominante de la clase media en la región, si bien los sectores de transporte, construcción y comunicaciones son relativamente más importantes como fuente de empleo para los hogares de los estratos medios que de los desfavorecidos o los acomodos, con la excepción de Perú y Uruguay.

Más bien, la informalidad se ha convertido en una realidad que caracteriza a numerosos hogares de la clase media. Los datos indican que en Bolivia, Brasil, Chile y México, una parte significativa de los estratos medios latinoamericanos trabaja en el sector informal. Por su parte, en el ámbito de la educación, se observa que la clase media cuenta con 8.3 años de escolaridad; es decir 3.7 años menos que los acomodados y 2.2 años más que los desfavorecidos. En torno al tema de la propiedad de la vivienda, en el sector de la clase media se manifiestan ciertas deficiencias, vinculadas con la falta de acceso a unos adecuados sistemas financieros. (OCDE, 2010; Weller, 2014; Weller, 2004).

Si bien la definición de clase media es borrosa, se puede afirmar que ha crecido en América Latina en los últimos años gracias al crecimiento económico que ha sacado de la pobreza a un número significativo de personas. Sin embargo, esta nueva clase media, y la anterior, se caracterizan por una gran vulnerabilidad, debido a la coincidencia de aplicación de políticas favorables al libre mercado de bienes y servicios; y en el ámbito financiero con la retirada del Estado tanto de las políticas de desarrollo productivo como de las políticas sociales, siendo estas últimas minimizadas y con miras exclusivas a combatir la pobreza, lo cual ha disminuido la presencia de la clase media en la agenda de las políticas.

Este crecimiento económico tampoco ha estado acompañado de un cambio estructural, por lo que las economías de la región siguen teniendo un alto grado de informalidad, lo que deriva en una mayor inestabilidad del ingreso y dificulta la posibilidad de entrar en la cobertura de protección social. De esta forma, las deficiencias en salud, educación y bienestar en general, se hacen crónicos, y la movilidad social ascendente de parte de los sectores que se sitúan en el margen inferior de la clase media (del segundo quintil) puede revertirse rápidamente frente a estas situaciones.

Así pues, se hace visible una suerte de paradoja de la clase media en América Latina: por un lado, el papel crucial para la formación del bienestar social en la región y, por el otro, la desprotección de ese mismo sector ante una agenda social que no la incluye. Seguidamente se evalúan las acciones de la economía del sector público que afectan la distribución de beneficios y cargas en la clase media de la región.

Conclusión

El Estado de bienestar, con sus esquemas distributivos que estén basados en los principios normativos (equidad, justicia, fairness), desde una perspectiva contractual y de reciprocidad, es fundamental para la cohesión social y la profundización de la democracia. En la generalidad de América Latina esto no se cumple, no hay justicia distributiva.

En América Latina, la estructura tributaria impide la formación de políticas redistributivas y tiene una fuerte tendencia hacia la regresividad. Esto explica al menos la mitad de la desigualdad de ingresos de la región, que sigue siendo la más alta del mundo y perpetúa la pobreza. La clase media también se ve afectada, ya que debe hacer un esfuerzo desproporcional para el mantenimiento del Estado social.

América Latina debe avanzar hacia un pacto fiscal que corresponda con las necesidades de los ciudadanos y que los integre a las estructuras de decisión de asignación de recursos públicos y en los procesos de rendición de cuentas, en la cual las políticas se integren en una noción contractual de reciprocidad. Esta debe caracterizarse por entender a la focalización de las políticas públicas como un instrumento y la universalización inclusiva de la clase media como el objetivo, un presupuesto público que rinda cuentas, impuestos directos y progresivos, políticas fiscales sostenibles y creíbles, por políticas redistributivas equitativas. Solo así se puede restablecer la confianza ciudadana ante las instituciones del bienestar y, de esta manera, la formación de un nuevo entendimiento contractual para la creación del bienestar general.

Cuando existen grandes disparidades en el ingreso y en los términos contractuales de reciprocidad entre los distintos sectores, no se cumplen de forma satisfactoria en las estructuras tributarias existentes (impuestos indirectos, estructura tributaria regresiva), aunado a una percepción generalizada de que el sistema de políticas distributivas no es justo y que los resultados de las políticas económicas favorecen a los sectores más privilegiados, como es el caso de América Latina. Se generan grandes frustraciones y condiciones favorables para el cuestionamiento no solo del sistema económico, sino también para el conjunto de las instituciones sociales, incluyendo la democracia. Si bien América Latina ha vivido su periodo democrático más extenso, en años y en número de países, la inestabilidad, los nuevos populismos, las destituciones presidenciales, las manifestaciones populares y la poca empatía con la democracia, pueden ser consecuencia de esta problemática.

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1 En estos modelos econométricos comúnmente se define a la clase media como ingreso en un intervalo determinado que integra a la mediana.

2 En América latina, solo el 40% de quienes se consideran a sí mismos de clase media entraría realmente en la categoría de estratos medios (OCDE, 2010).


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