Revista Latinoamericana de Derechos Humanos
Volumen 29 (2), II Semestre 2018, EISSN: 2215-4221
Doi: http://dx.doi.org/10.15359/rldh.29-2.2

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Los derechos fundamentales epistémicos y comunicativos en la era de la posverdad

Epistemic, Communicative, and Fundamental Rights in the Post-truth Era

Direitos epistêmicos e comunicativos fundamentais na era da post-verdade


Juan Antonio González de Requena Farré1

Resumen

Este artículo pretende introducir una concepción dialógica de los derechos humanos, para la cual resultan fundamentales los derechos epistémicos y comunicativos. A partir de un análisis de las vulneraciones contemporáneas a las capacidades epistémicas y comunicativas, y mediante un examen de las limitaciones de la concepción liberal de la libertad de opinión y expresión, este trabajo argumenta la autonomía y vigencia normativa del derecho a la verdad y del derecho al olvido. Se trata de derechos epistémicos y comunicativos fundamentales que desbordan las típicas clasificaciones de los derechos humanos en derechos civiles, sociales y políticos.

Palabras clave: Derechos fundamentales, posverdad, derecho a la verdad, derecho al olvido


Abstract

This article aims to introduce a dialogical conception of human rights, for which epistemic and communicative rights are fundamental. Based on an analysis of contemporary violations of epistemic and communicative capacities, and through an examination of the limitations of the liberal conception of freedom of opinion and expression, this paper argues about the autonomy and normative validity of the right to truth and the right to oblivion. These are fundamental epistemic and communicative rights that go beyond the typical classifications of human rights into civil, social and political rights.

Keywords: Fundamental rights, post-truth, right to truth, right to oblivion


Resumo

Este artigo visa introduzir uma concepção dialógica de direitos humanos, para a qual os direitos epistêmicos e comunicativos são fundamentais. A partir de uma análise das violações contemporâneas das capacidades epistêmicas e comunicativas, e através do exame das limitações da concepção liberal de liberdade de opinião e expressão, este artigo discute a autonomia e a validade normativa do direito à verdade e à liberdade, direito ao esquecimento. Estes são direitos epistêmicos e comunicativos fundamentais que vão além das classificações típicas dos direitos humanos nos direitos civis, sociais e políticos.

Palavras chave: Direitos fundamentais, post-verdade, direito à verdade, direito ao esquecimento.

Una perspectiva dialógica de los derechos humanos

Aunque tradicionalmente predominaron las fundamentaciones religiosas o metafísicas de los derechos humanos –al alero de alguna concepción comprehensiva de la naturaleza humana o de la vida buena–, en el pensamiento contemporáneo se han planteado diversas aproximaciones a los derechos fundamentales, que reinterpretan su nexo con el humanismo jurídico. Para concebir los derechos humanos como algo distinto de hechos morales preexistentes o derechos subjetivos naturales de la persona en tanto que humana, se han remarcado de distintas maneras la interacción comunicativa y la vinculación discursiva sobre las cuales se sustentan los procesos de socialización y subjetivación de los individuos.

En este orden de ideas, Lyotard (1998) ha enfatizado la condición dialógica en que forjamos nuestra comunidad de discurso, de modo que el derecho a la interlocución se perfila como un derecho humano fundamental. Según Lyotard, la condición humana se asocia a la presencia de la alteridad, al hecho de ser en relación con otro u otra y a la diferencia que cada quien lleva inscrita respecto a la figura del otro ser. Esa exposición a la alteridad por parte del nosotros humano se da en la interlocución: el nosotros humano sería el resultado de la interlocución, en virtud de la cual la figura del otro ser se nos hace presente como potencial interlocutor. Para Lyotard, en la interlocución, siempre somos semejantes y diferentes a un tiempo, pues nos intercambiamos y reconocemos como un yo y un . Así, el espacio público presupone el derecho a la interlocución, y la condición de ciudadanía la tendría el individuo con un derecho reconocido a dirigirse a los otros sujetos (Lyotard, 1998).

Según Lyotard, lo propio de la civilidad republicana consistiría en que universaliza la posibilidad de dirigirse al otro ser, en vez de bloquearla en nombre de alguna identidad nacional o comunidad del pueblo. La comunidad discursiva de la interlocución implica, además, la reciprocidad; esto es, el respeto a la alteridad, la paridad e igual libertad y, en suma, la justicia. En todo caso, la interlocución se legitima en la medida en que anuncia o enseña algo diferente, en vez de reforzar el consenso establecido o forzado, y su legitimidad radica en el reconocimiento del derecho ciudadano a dirigirse a otras personas. Por eso, la capacidad de interlocución, en el marco de legitimidad de la comunidad de diálogo, sería el derecho humano más fundamental; se trata de un derecho que hay que cultivar y cautelar, pues no se da naturalmente y siempre corre el riesgo de dar paso a la exclusión de la comunidad de discurso, a la negación del derecho a hablar y a la abyección (Lyotard, 1998).

Por su parte, Habermas ha argumentado que los derechos fundamentales se asocian a los supuestos normativos implícitos en cualquier discurso orientado al entendimiento, y permiten institucionalizar las condiciones comunicativas para la formación de la opinión y la voluntad política racionales. De ese modo, la autonomía individual y la autodeterminación pública se integrarían en un sistema de derechos fundamentales que garantiza la legitimidad del Estado democrático de derecho, en virtud del marco de validez normativa del discurso racional. En opinión de Habermas, el derecho no solo exige una aceptación de hecho, sino que pretende constituirse como digno de reconocimiento y obtener legitimación (Habermas, 2000b).

Ahora bien, con la racionalización moderna del mundo de vida, ya no se puede apelar a la tradición cultural o la eticidad compartida para disponer de alguna visión metafísica o religiosa del mundo, comprehensiva y ajena a la crítica, de la cual se pudieran derivar órdenes legítimos y orientaciones prácticas compartidas. El discurso de la eticidad y la moralidad moderna aparece atravesado por un nuevo subjetivismo, por la reflexividad y la capacidad de juicio autónomo, de modo que se tornan centrales los ideales modernos de autorrealización y autodeterminación, y la legitimación del derecho solo puede concebirse a partir de estos referentes éticos y morales postradicionales en tensión (Habermas, 2000a).

La primacía del derecho subjetivo en la modernidad implica, precisamente, una separación del derecho y la moral: ya no existen obligaciones morales y deberes recíprocos, sino restricciones legales a las opciones y preferencias de un sujeto que, dentro de ese ámbito legalmente definido, puede ejercer su libertad y hacer todo cuanto no esté prohibido. Por eso, el derecho subjetivo moderno se ve enfrentado a la exigencia de legitimación normativa de la validez de la norma jurídica, más allá de la obligación de hacer algo ordenado coercitivamente (Habermas, 2000b). La doble respuesta del derecho moderno a la justificación postradicional de la validez normativa se encuentra tanto en el principio de soberanía popular como en los derechos humanos: la soberanía popular establece un procedimiento democrático para la legitimación y, por tanto, garantiza la autodeterminación pública y la autorrealización ética; por otro lado, los derechos humanos garantizan a los individuos la opción de realizar autónomamente su plan de vida y libertad privada y, de ese modo, contribuyen a la legitimación del derecho (Habermas, 2000a; 2000b).

Según Habermas, la tensión entre autodeterminación pública y autonomía privada se resuelve cuando comprendemos el marco normativo comunicativo de su conexión interna y presuposición mutua: el nexo entre soberanía popular y derechos humanos no radica en la forma general de la legalidad, sino en el modo discursivo de ejercicio de la autonomía política, es decir, en la legitimación asociada a la formación discursiva de la opinión y la voluntad políticas, a través del lenguaje orientado al entendimiento y la convergencia racional de los interlocutores e interlocutoras, sin coerción. En ese sentido, los derechos fundamentales institucionalizan jurídicamente las condiciones de una comunicación discursiva que permite la formación racional de la opinión y la voluntad, y así dan forma jurídica a la soberanía popular (Habermas, 2000a).

Esta compenetración de la autonomía privada y la autodeterminación pública no se da como un derecho natural, sino que depende del entrelazamiento de la regulación jurídica positiva y del principio discursivo de legitimación, según el cual son válidas las normas a las que las potenciales personas afectadas asienten como participantes en discursos racionales, con todos los supuestos normativos que ello implica (relaciones simétricas entre participantes, reconocimiento mutuo, disposición reflexiva a considerar las razones ajenas, etc.) (Habermas, 2000a). En fin, Habermas concibe los derechos fundamentales como construcciones que conciernen tanto a la legitimación neutral a través de la autolegislación pública cuanto a las condiciones de formación discursiva de la opinión y voluntad racional, así como a la institucionalización jurídica de esas condiciones comunicativas, de manera que resultaría innecesaria la fundamentación religiosa o metafísica de los derechos humanos (Habermas, 2000b).

Las virtudes epistémicas y comunicativas

En el marco de una autocomprensión comunicativa y discursiva de la iniciativa moral y la agencia colectiva, algunas voces de la filosofía contemporánea han reivindicado las virtudes comunicativas y epistémicas que hacen posible sostener las expectativas comunicativas de confiabilidad, la comprensión mutua y la cooperación conversacional. En la medida en que se reconoce un nexo entre la comunicación discursiva y la agencia moral, resultaría imperativo cultivar las virtudes de la sinceridad comunicativa y de la precisión epistémica, que conjuntamente dan forma a la disposición a la veracidad en la vida privada y pública.

Bernard Williams (1996) destacó dos tipos de virtud epistémicas que se presentan en nuestras prácticas sociales: por un lado, la sinceridad consiste en que la gente diga lo que cree que es verdadero; por otro lado, la precisión o exactitud epistémica (accuracy) implica el cuidado y la fiabilidad al descubrir y alcanzar la verdad. Así como la sinceridad resulta fundamental para la transmisión y preservación de la verdad, la precisión y exactitud son requisitos para el descubrimiento de la verdad. Según Williams (1996), tanto los individuos como los colectivos participan de la virtud de la veracidad (truthfulness), que combina las virtudes epistémicas de la sinceridad y la precisión; así pues, la persona veraz dice lo que cree y se preocupa de que sus creencias sean verdaderas. En cuanto a la virtud de la precisión y la exactitud, esta comprende la voluntad de quien investiga, o sea, el deseo intencional, actitudes y escrupulosidad, que le permiten resistir el autoengaño y la racionalización de la esperanza; pero también involucra que los métodos epistémicos de investigación posibiliten la formación de creencias verdaderas (Williams, 1996).

La disposición a la sinceridad se ve matizada por la confianza y confiabilidad que rigen en las relaciones sociales, y pueden variar de acuerdo con las circunstancias históricas. De esa manera, la disposición epistémica a expresarse con sinceridad concierne al mantenimiento y desarrollo de relaciones con otros sujetos, con distintos grados de confianza; y es que, para Williams, las expectativas de los interlocutores y las interlocutoras no son las mismas en un contexto de cooperación conversacional, en contextos agonísticos de competencia regulada, en contextos de engaño estratégico, en culturas de la vergüenza y del honor, etc. (Williams, 2002).

Seana Shiffrin (2014) también ha remarcado la importancia de la comunicación sincera y la precisión epistémica, y considera una prioridad moral sustantiva la protección de la confiabilidad comunicativa y la condena de la mentira engañosa, para así preservar las condiciones de la agencia moral y la relación ética. Desde esa perspectiva, resulta condenable el engaño comunicativo, ya que viola el deber de no causar, permitir o reforzar la imprecisión epistémica ajena. Asimismo, la mentira es intrínsecamente incorrecta, al operar desde una máxima que, si se universalizara, nos privaría de acceso confiable a la verdad y frustraría el logro de metas morales asociadas a la comprensión mutua y la cooperación (Shiffrin, 2014).

Por ende, el compromiso con nuestras virtudes epistémicas excluye la mentira engañosa, pues el mentiroso compromete la comprensión ajena con testimonios no confiables, y menosprecia la condición del interlocutor como agente racional; pero, además, quiebra la relación moral basada en la comunicación racional y las creencias racionalmente justificadas, así como malogra la condición humana y la iniciativa moral, al obrar con base en una máxima que no puede convertirse en principio público de acción. De ese modo, el compromiso con las virtudes epistémicas y comunicativas salvaguarda la agencia moral, la confiabilidad racional, la persecución común de metas morales y el vínculo social (Shiffrin, 2014).

En las últimas décadas no solo se han formulado reivindicaciones de virtudes comunicativas y epistémicas como la sinceridad o la veracidad, sino que además encontramos defensas de la importancia crítica de la discreción, tanto para la vida pública cuanto para la privada. Thomas Nagel (2002) ha llamado la atención sobre las formas actuales de tergiversación de aquellas convenciones y barreras que protegían la intimidad personal. Y es que, actualmente, a la vez que se incrementa la tolerancia con las opciones de vida privada, se sobreexponen escandalosamente las intimidades de los personajes públicos, y los públicos se creen con el derecho de saberlo todo sobre la intimidad de la gente famosa (Nagel, 2002).

Para Nagel, esa sobreexposición de detalles íntimos irrelevantes daña irreversiblemente las condiciones de trato en el espacio público. No en vano, las convenciones para la privacidad y la discreción personal cumplen una importante función en la regulación del trato interpersonal y en el control autónomo de nuestra autopresentación en público. Para Nagel, la discreción y la reserva (reticence) revelan el significado y valía civilizatoria del ocultamiento (concealment), como medio para protegernos de la intromisión ajena y convivir pacíficamente sin arriesgar nuestra autonomía personal ni la vida interna de los sujetos. De hecho, el contacto personal significativo requiere cierto resguardo respecto a la mirada general de los sujetos extraños, de manera que podamos desinhibirnos y manifestarnos selectivamente a otra persona. En suma, el trato interpersonal demanda interpretaciones a través de lo que aparece superficialmente (Nagel, 2002).

En la perspectiva de Nagel (2002), la discreción y la reserva personal no son engañosas, ya que no intentan tergiversar, sino solo introducir algo de modales, tacto, deferencia y cortesía, para limitar las opciones de que se exprese aquello que amenazaría el trato interpersonal, al generar conflicto u ofensas. Según Nagel, la perspectiva de una autoexpresión sin restricciones, la idea de publicitar hasta lo más recóndito de la intimidad personal y una tolerancia ilimitada a las distintas expresiones de lo íntimo ponen en jaque la función protectora de la discreción, y solo generan culpa o vergüenza por no poder expresarlo todo públicamente, o bien hipocresía pública y autoengaño sobre los sentimientos y opiniones personales. De hecho, a mayor inspección pública de la vida privada, más cabe esperar la acomodación hipócrita y la tergiversación de nuestra conciencia interior (Nagel, 2002).

Así pues, Nagel defiende cierta posición liberal según la cual solo se ha de someter a las exigencias y consideración públicas aquello que resulte estrictamente necesario para los requerimientos de la vida colectiva, pero no los detalles de la vida privada ni cuanto amenace el trato personal. Por eso, las virtudes comunicativas y epistémicas de la sinceridad y la veracidad han de tener como contrapunto las convenciones que protegen la privacidad y la discreción. En la medida en que la privacidad y la discreción permiten el florecimiento personal y enriquecen la convivencia pública, tal vez haya que considerarlas también virtudes comunicativas y epistémicas a proteger y cultivar actualmente como libertades fundamentales.

Transgresiones contemporáneas de las virtudes epistémicas y comunicativas

La reivindicación de las virtudes comunicativas y epistémicas resulta particularmente acuciante en la forma de vida contemporánea que –desde el siglo XX hasta la actualidad– ha estado intensamente expuesta a la fabricación de la mentira y la manipulación intensiva, por medio de la mediatización de la opinión pública o la industrialización de la propaganda y, actualmente, mediante el nuevo régimen de posverdad desplegado a través de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, de las redes sociales y de las emergentes comunidades virtuales.

Hannah Arendt (2003) observó que la capacidad de falsificación y mentira en la política contemporánea ha dado un salto cualitativo más allá de la mentira política tradicional, limitada a la ocultación o mantenimiento en secreto de los hechos, ya sea en el arte de gobernar, o bien en la diplomacia; la mentira política contemporánea se caracteriza por su explicitud plena y por procurar la destrucción y total sustitución de los hechos por una versión construida, organizada y masivamente reproducida gracias a las técnicas y medios de comunicación. Por otro lado, la mentira tradicional tenía un alcance limitado y no pretendía engañar a todo el público, pero la manipulación contemporánea se volvió ilimitada, y alcanza tal escala que implica la total reestructuración de la trama de lo factual, así como la completa acomodación de las opiniones y el autoengaño colectivo, al margen de la verdad o veracidad (Arendt, 2003).

A propósito de la ideología y la propaganda totalitaria, Arendt (1974) describió el modo en que en la sociedad totalitaria se impone la falsificación vulgar y la construcción ideológica en todos los ámbitos de la vida intelectual. Para los grupos ideólogos del totalitarismo, la propia realidad histórica se presentaba como una fachada engañosa bajo la cual se ocultaría un influjo secreto, y cundía la fascinación intelectual ante la posibilidad de que la mentira más gigantesca o la falsificación más monstruosa fueran aceptables como hechos indiscutidos, de manera que la diferencia entre verdad y falsedad se transformaba en cuestión de habilidad política para conducir a las masas. La ideología y la propaganda totalitaria no solo se caracterizaron por su desprecio absoluto de los hechos, por cierta fabricación propagandística de la realidad y por la completa organización ideológica de la trama cotidiana de la vida, sino también por la conversión de la mentira propagandística y la ficción ideológica en una realidad actuante o fuerza estructuradora (Arendt, 1974).

Según Arendt (1974), la propaganda e ideología totalitarias explotaron la credulidad y el cinismo de las masas, pues garantizaban la aceptación confiada de declaraciones fantásticas o, en caso de descubrirse la mentira, la aceptación cínica de la habilidad táctica de los grupos superiores. Si la credulidad mantenía confiados a sus simpatizantes, el cinismo de los sujetos afiliados y el liderazgo conservaba un margen de acción y respetabilidad para su líder. Mientras las bases del partido totalitario preservaban un núcleo de mentiras ideológicas indesmentibles por los hechos, así como una masa móvil de elementos ideológicos que cambiaban con las exigencias del movimiento, la élite totalitaria parecía adiestrada para despreciar los hechos y para brindar la lealtad al jefe o jefa, como garantía de que la mentira y la fabricación ideológica podían imponerse a la realidad (Arendt, 1974). En última instancia, la dominación ideológica totalitaria no operaba tanto sobre las personas convencidas como sobre las que perdieron la capacidad para la experiencia y el pensamiento, “las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción (es decir, la realidad empírica) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento)” (Arendt, 1974, p. 574).

La teoría crítica contemporánea ha planteado reiteradamente la sospecha de que aquellas capacidades epistémicas que permiten la formación autónoma del ser humano y la autodeterminación social se ven amenazadas actualmente por la industria cultural y los medios de comunicación de masas. En ese sentido, Adorno y Horkheimer (1994) argumentaron que, con la consolidación de la industria cultural, asistimos a la estandarización general de las experiencias y a la consumación del esquematismo procedimental en la esfera del espíritu.

Para Adorno y Horkheimer (1994), la industria cultural reduciría las diferencias bajo la fuerza vinculante de un estilo esquemático y estandarizado, que consagra la mera repetición de lo mismo y la absolutización de la imitación; así, se impondrían el montaje en serie y la fabricación sintética con tipos formales congelados. La planificación dirigida de la industria cultural inculcaría, mediante el esquematismo, una armonía prefabricada y una falsa identidad entre lo universal y lo particular y, de ese modo, fundaría una forma de engaño de masas sin precedentes. Y es que la industria cultural liquidaría lo individual en la pseudoindividualidad de los estereotipos y en las figuras publicitadas. En la búsqueda de la integración deliberada del público consumidor, al individuo se le vende el consentimiento total, el conformismo y la dependencia, hasta el punto de una transformación regresiva de la conciencia, que la convertiría en automatismo (Adorno y Horkheimer, 1994).

Como argumentan Adorno y Horkheimer (1994), la industria cultural colonizaría íntegramente la experiencia espiritual, e impediría la formación de individuos autónomos, al limitar toda actividad pensante del sujeto espectador. Desde el esquematismo repetitivo e imitativo de la industria cultural solo se consagraría la reificación de lo existente y la obediencia conformista. En ese mismo instante, la Ilustración consumaría su regresión en ideología: el sometimiento conformista sustituiría a la conciencia autónoma y a la crítica de lo dado (Adorno y Horkheimer, 1994).

Actualmente, se puede reconocer la irrupción de un nuevo escenario cultural que parece amenazar la veracidad pública y el desarrollo de las capacidades epistémicas de la ciudadanía. Según plantea Harsin (2015), los regímenes de verdad modernos estarían dando paso a regímenes de posverdad, caracterizados por la proliferación de mercados de verdad segmentados, por el control reticular de la atención y la opinión públicas, así como por la difusión instantánea de hechos alternativos, bulos y rumores inverificables. Los regímenes modernos de la verdad se basaban en un plexo organizado de aparatos ideológicos, políticos y económicos (como los medios de comunicación, la institución universitaria, los sistemas educativos o la industria cultural), discursos y disciplinas científicas, así como criterios y posiciones de sujeto dominantes con la capacidad de arbitrar la verdad, controlar su adquisición y reproducirla masivamente (Harsin, 2015).

Para Harsin (2015), los regímenes de la posverdad surgidos en las últimas décadas se asocian a nuevos formatos de tergiversación informativa, sin posibilidad de apelar a alguna autoridad verificadora, alguna fuente epistémica fiable o una forma de organizar la veredicción y la confirmación, como ocurre con los memes virales o los rumores fugaces en internet. Por otra parte, los regímenes de posverdad se contextualizan en un nuevo paisaje de globalización de los medios y desregulación de los mercados, de manera que los medios masivos de información de la industria cultural dan paso a audiencias fragmentadas, interactivas y reticularmente dispersas, cuyos hábitos de producción y consumo de información aparecen segmentados a través de numerosos mercados informacionales y burbujas de opinión autorreferentes (Harsin, 2015).

Aunque parecen promover la autoexpresión horizontal y la generación autónoma de contenidos, los nuevos regímenes de posverdad introducen modalidades reticulares de control de la atención y la opinión pública, a través de la segmentación calculada de los mercados de la verdad y gracias a herramientas descentradas de individualización como los algoritmos predictivos y la analítica de datos en tiempo real. De esa manera, en los actuales regímenes de posverdad se induce un marcado escepticismo hacia las regulaciones epistémicas, los saberes disciplinares y las autoridades culturales, y se multiplican las pretensiones de validez y los hechos alternativos, en desmedro de la veracidad y de las opciones de verificación (Harsin, 2015).

La concepción liberal de los derechos epistémicos y comunicativos fundamentales

En los totalitarismos del siglo XX, en las dictaduras desarrollistas e, incluso, con la tolerancia represiva de la nueva sociedad de la información y la comunicación, es tal la escala de las vulneraciones a las capacidades humanas de participar en el discurso y cultivar las virtudes comunicativas y epistémicas que parece imprescindible consagrar algunos derechos fundamentales de carácter epistémico y comunicativo. Los nuevos derechos humanos epistémicos y comunicativos actualmente en juego no se dejarían reducir a los derechos liberales o civiles de libre expresión e información, tal y como aparecían recogidos en las declaraciones de derechos humanos de 1789 o de 1948.

En efecto, la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789 consagra como derecho fundamental la libertad de expresión, esto es, la “libre comunicación de pensamientos y opiniones”, de modo que todo ciudadano y ciudadana pueda “hablar, escribir e imprimir libremente” sin más traba que las limitaciones legalmente establecidas frente al abuso tipificado (Artículo 11). Asimismo, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 recoge, en su articulado, el derecho fundamental a la libre opinión y expresión, incluyendo el derecho a “no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio” (Artículo 19).

En ambas declaraciones de derechos humanos, las capacidades comunicativas y epistémicas que permiten el florecimiento humano y la ciudadanía reflexiva parecen reducirse a una libertad estrictamente individual e inherente –al margen de los procesos de socialización del sujeto y de la formación colectiva de la opinión–, así como ajena a la posibilidad de modelado ideológico de las opiniones y la conciencia, o bien a las formas de mediatización de la interacción comunicativa. Por otra parte, el derecho fundamental de opinión y expresión resulta caracterizado básicamente como una libertad negativa, que se limita a garantizar formalmente tanto un ámbito individual de conciencia como la circulación expedita de información, sin interferencia ni control.

Los argumentos liberales contra cualquier tipo de restricción a la libre expresión y opinión suelen centrarse en el derecho moral individual a ejercer el juicio personal y a abogar personalmente por opiniones o doctrinas, con el supuesto de que la libre concurrencia intelectual favorece la autorregulación y revisión de las opiniones comunes y, por ende, la verdad social. Ese planteamiento liberal en defensa de la libertad de opinión y expresión se articula paradigmáticamente en el ensayo Sobre la libertad que John Stuart Mill publicó en 1859.

Cuando John Stuart Mill (1984) defiende la libertad de opinión y expresión como una de las libertades fundamentales necesarias para el florecimiento humano, apela a la posibilidad de que las ideas silenciadas por la autoridad sean válidas –dada la falibilidad del juicio humano– y, además, considera que, aunque la opinión silenciada fuese errónea o solo parcialmente verdadera, únicamente por medio del intercambio y colisión de distintas opiniones podría alcanzarse una opinión general válida. Por otra parte, Mill estima que solo pueden mantenerse opiniones sociales fundamentadas, si tenemos la oportunidad de discutir nuestras convicciones con vigor y lealtad; de lo contrario, las opiniones comunes impuestas se tornarían dogmas vacíos e inercias intelectuales (Mill, 1984).

En suma, para poder sostener que la ley y autoridad no pueden restringir la libre expresión de cualquier tipo de opinión, Mill (1984) parece presuponer cierta moralidad de la discusión pública, basada en la expresión ponderada de las opiniones, en la precisión y la credibilidad, en la lealtad hacia la expresión ajena, en la no humillación del interlocutor y en la ausencia de tergiversación u ocultamiento engañoso. Ahora bien, puesto que los límites morales y los criterios valorativos de la discusión leal no son claros y frecuentemente se emplean de modo asimétrico para excluir las razones ajenas, Mill concluye que tampoco se ha de perseguir legalmente la discusión polémica y desleal (1984).

Quizás, las versiones modernas de la libertad personal de opinión y expresión como derecho humano fundamental resultan concebibles y asumibles en el marco de una publicidad ilustrada y de un espacio público autónomo, racionalmente regulado y neutral, con rendimientos críticos y emancipatorios; es decir, en esa esfera pública que Habermas reconstruía de modo estilizado en Historia y crítica de la opinión pública. Sin embargo, cabe sospechar que la idealización de la esfera pública liberal y burguesa –como un ámbito de legitimación transparente e incluyente– ha sido impugnada en el curso de la modernidad tardía por el intervencionismo estatal reticular, la colonización burocrática y mercantil del mundo de vida comunicativo, la industria cultural, la propaganda plebiscitaria y la manipulación de masas (Habermas, 1994).

No parece razonable apelar a la comparecencia abierta e interacción transparente de lo privado en público, o bien a la libre concurrencia de opiniones y flujos de información, cuando el mundo de vida comunicativo resulta mediatizado, propagandísticamente moldeado e informacionalmente segmentado a través del mercadeo de datos y la industria de los Big data.

En esos escenarios de la opinión pública contemporánea, la doctrina liberal de un inherente derecho a la libertad de expresión y opinión enfrenta algunos problemas decisivos. En primer lugar, la conciencia y el juicio personal pueden resultar estructuralmente moldeados e ideológicamente conformados con mecanismos de adoctrinamiento estatal o paraestatal, a través de la disciplina burocrática o la mediatización –e, incluso, espectacularización– de la interacción comunicativa, o bien mediante la individualización psicopolítica y gracias al control analítico de datos personales digitales (Han, 2014). Además, la agenda temática de discusión pública y los marcos atencionales pautados por la industria cultural podrían reproducir selectivamente la desigualdad de oportunidades para la expresión pública de ciertas versiones y discursos. Por último, la verificación social de las informaciones y opiniones puede verse imposibilitada por la fabricación masiva y difusión viral de hechos alternativos, sin tiempo suficiente para contrastar versiones.

El derecho a la verdad y el derecho al olvido

La mediatización y espectacularización de la opinión pública converge actualmente con la restricción de la agenda por parte de los intereses sectoriales que controlan la industria cultural y, además, con la segmentación de públicos y hechos alternativos en nuestro régimen de posverdad, de manera que se producen distorsiones sistemáticas no solo en la formación de una opinión común, sino también en la memoria colectiva. Junto al descarado revisionismo histórico –mediático, intelectual u oficial–, asistimos a la continua aceleración y deshistorización de la conciencia colectiva, así como a la disolución mediática o deconstrucción interesada de las tramas históricas que sostienen el presente (Baudrillard, 1991). Frecuentemente, también se impone cierto olvido oficial de las víctimas de la violencia política y la represión (a veces, paradójicamente, bajo la forma de una museificación del trauma histórico), o bien se da la multiplicación de relatos históricos alternativos autorreferentes, como narrativas fabricadas y cortadas a la medida de públicos segmentados en el mercado de la información.

Ante las formas contemporáneas de violencia política extrema, represión estatal y vulneración sistemática de los derechos fundamentales, la preservación, reconstrucción y cultivo de la memoria histórica parece una condición indispensable para evitar que se redoble simbólicamente la infamia mediante la charlatanería revisionista, los pactos de silencio oficiales, o bien el control mediático de la agenda pública. No en vano, en algunos contextos sociohistóricos de transición, tras regímenes dictatoriales que vulneraron de modo sistemático los derechos fundamentales e impusieron cínicamente doctrinas ideológicamente fabricadas, se ha reivindicado actualmente el derecho a la verdad, entendido como un tipo de derecho fundamental autónomo que permite investigar el destino de las víctimas de la represión estatal o la violencia política y, así, resulta decisivo para restaurar la paz, evitar la impunidad y mantener viva la memoria colectiva.

La reivindicación de un derecho a la verdad puede remontarse al derecho internacional humanitario y, concretamente, al reconocimiento por parte la Convención de Ginebra, en 1949, de que las familias de las víctimas de un conflicto bélico tienen derecho a conocer la suerte de sus familiares. Desde los años setenta, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha reconocido progresivamente el derecho a la verdad, al establecer la obligación de que los Estados investiguen las violaciones masivas de derechos fundamentales asociadas a la tortura, ejecución extrajudicial y desaparición forzosa; pero, además, juzguen a sus responsables, promuevan medidas de reparación y garanticen la preservación de la memoria colectiva (González-Salzberg, 2008).

Aunque inicialmente la Comisión Interamericana de Derechos Humanos resaltó la dimensión individual del derecho a la verdad –esto es, un derecho de los familiares a saber qué pasó y un derecho de la víctima a que se escuche su testimonio y se reconozca su padecimiento–, ha ido ganando terreno la interpretación del derecho a la verdad como derecho fundamental colectivo, en el cual está en juego el reconocimiento social de las violaciones de derechos humanos, la intervención del Estado para garantizar la aclaración pública de los hechos, las acciones contra los responsables, la reparación respecto a las víctimas y la preservación de la memoria, de manera que no se repitan nuevamente las formas extremas de vulneración de los derechos humanos, la violencia política y la represión estatal (Fajardo, 2012; González-Salzberg, 2008; Naqvi, 2006).

En tanto que derecho, a saber, el derecho inalienable a la verdad sobre las circunstancias y motivos de las violaciones masivas de derechos humanos se vincula a un deber estatal de recordar, para que la comunidad no olvide las formas de vulneración padecidas, así como se asocia al derecho de las víctimas y sus familiares a conocer los detalles de las violaciones y, también, incluye las garantías –aportada por el Estado– de que el derecho a saber se hará efectivo a través de las instituciones judiciales, de comisiones de verdad y de la existencia de organismos que velen por la transparencia informativa y el acceso sin restricciones a la información oficial (Newman-Pont, 2009; Perlingeiro, 2015).

El derecho a la verdad se asocia a otros derechos fundamentales: el derecho a la justicia y al reconocimiento social de la verdad; el derecho a las garantías judiciales, a un debido proceso y al conocimiento fundado de lo sucedido; el derecho a la protección judicial y el respeto a la dignidad de la persona humana; el derecho a la libertad de expresión, ante la necesidad de conocer públicamente hechos desvirtuados oficialmente; así como el derecho a la información, para tener acceso a archivos y testigos (Bernales, 2016).

Aunque existen razones relevantes para considerar que estamos ante un derecho fundamental autónomo vinculante y obligatorio, no solo se ha discutido si el derecho a la verdad resulta derivable de algunos de los derechos con los cuales se relaciona, sino que también se ha cuestionado si se trata de una forma de derecho blando y una ficción jurídica (o sea, un medio narrativo para colmar progresivamente lagunas del derecho) o es una norma imperativa con vigencia en el derecho internacional. En ese sentido, la vigencia normativa en el derecho internacional podría establecerse en la medida en que el derecho a la verdad sea considerado como derecho consuetudinario y costumbre reconocida (mediante su incorporación en distintos tratados de derechos humanos, en las legislaciones nacionales y en la puesta en marcha de comisiones de verdad, sin excepciones como las amnistías y las restricciones a la información oficial), o bien sea concebido como un principio general de derecho internacional, basado en la dignidad humana y la justicia, con el cual se compromete la comunidad de naciones (Fajardo, 2012; Naqvi, 2006; Newman-Pont, 2009).

Pese a las discusiones sobre su estatuto jurídico, el derecho a la verdad sobre violaciones graves de los derechos humanos se ha ido consolidando como un derecho autónomo e inalienable, cada vez más reconocido en tratados, resoluciones e instrumentos internacionales. Desde la premisa de que la verdad resulta fundamental para la dignidad inherente del ser humano, para el conocimiento colectivo y para la prevención histórica, el derecho a la verdad se ha vinculado a la protección, por parte del Estado, de los derechos fundamentales, así como a la investigación y reparación pública de las vulneraciones de los derechos humanos; pero también se ha asociado a los principios del Estado de derecho y a las exigencias de transparencia y responsabilidad democráticas.

Así pues, como derecho fundamental autónomo, el derecho a la verdad se validaría por sí mismo como un derecho, inalienable y no susceptible de suspensión, que trasciende lo jurisdiccional y se vincula a la memoria colectiva, a la sociedad en su conjunto e, incluso, a la comunidad internacional, ya que el conocimiento de la verdad es esencial tanto para la reparación individual y familiar cuanto para el recuerdo colectivo de los crímenes de lesa humanidad y la prevención de vulneraciones semejantes en el futuro. De ese modo, el derecho a la verdad no solo sería imprescriptible, irrenunciable, innegociable, sino que además involucraría la exposición y reconocimiento público de la verdad, la reparación integral y conmemoración de las víctimas (Bernales, 2016).

Actualmente, aparte del derecho a la verdad, parece necesario consagrar otro derecho fundamental de carácter epistémico y comunicativo: el derecho al olvido. En un contexto de desarrollo acelerado de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, en el cual los gobiernos, las empresas y otros actores sociales pueden vigilar, interceptar, recopilar y capitalizar datos personales, los derechos epistémicos y comunicativos de la ciudadanía pueden verse afectados de nuevas maneras. Concretamente, los derechos fundamentales relacionados con la privacidad están expuestos a nuevas formas de vulneración y transgresión; pero, además de la reserva personal, también se ve afectada la articulación de una agenda pública. No en vano, las libertades democráticas de expresión y de opinión presuponen la ausencia de injerencia arbitraria en la vida privada y en la esfera de la intimidad, y la formación racional de la opinión pública requiere cierta discreción para la construcción de una agenda relevante.

La sobreexposición a perpetuidad de la información personal en las redes electrónicas, el tráfico de esa información en los actuales mercados de datos, así como las consiguientes vulneraciones a la privacidad y la intimidad, hacen necesario consagrar un nuevo habeas data (para el amparo de los propios datos) y un nuevo derecho fundamental autónomo a ser olvidado, es decir, a la eventual eliminación de datos personales y del rastro digital en internet, para así preservar la autonomía moral y ciudadana. Y es que la información relativa al pasado puede ser importante para el desarrollo personal y para la memoria colectiva, pero el recuerdo permanente de los hechos del pasado también acarrea frecuentemente restricciones a la vida personal o social (Leturia, 2016).

En los organismos internacionales de derechos humanos y en las instituciones de la Unión Europea ha ido reforzándose la consideración del derecho al olvido como un derecho independiente relacionado con la protección de los datos personales y con la regulación del tratamiento y circulación de la información personal sin relevancia pública. Particularmente, importa cuando las bases de datos digitales, las tecnologías informáticas y el tratamiento analítico de grandes volúmenes de datos personales hacen viable la accesibilidad perpetua de la información personal obsoleta (Corral, 2017).

Se ha discutido si acaso el derecho al olvido puede considerarse un derecho autónomo o simplemente se trata de un derecho derivado de otros, como el derecho al respeto a la intimidad y a la protección de la vida privada, el derecho a la honra personal, el derecho a la autonomía informativa de cada persona (esto es, el control personal de las informaciones que circulan sobre la persona misma), o bien el derecho al desarrollo de la personalidad y la dignidad humana. No obstante, existen argumentos para defender que se trata de un derecho independiente en proceso de formación. Semejante derecho al olvido se ejercería o aplicaría no solo como una prohibición de publicar nuevamente hechos públicos del pasado personal, sino también como la eliminación o bloqueo de la información obsoleta de las bases de datos y, asimismo, como la solicitud del retiro de contenidos de plataformas de internet, o bien del borrado de los enlaces relacionados en buscadores y motores de búsqueda (Corral, 2017).

Específicamente, el derecho al olvido garantiza la privacidad y libre desarrollo personal, al hacer posible que las personas puedan retirar sus datos de la web, así como eliminar la información personal albergada en la red y de fácil recopilación mediante los motores de búsqueda o buscadores. No solo cabe asociar el derecho al olvido con los derechos a la intimidad y la protección de datos, sino también con cierto derecho a la eliminación, rectificación u oposición a datos personales que ya no estén vigentes o no resulten públicamente relevantes. Por analogía con la eliminación de antecedentes penales, se trata de evitar que se siga difundiendo de modo perpetuo aquella información personal obsoleta y sin interés para la agenda pública, que podría dañar a la persona, su reputación, su honra y su dignidad (Leturia, 2016).

En cierto modo, el derecho al olvido puede entrar en conflicto con la libertad de expresión y con la libre circulación de información y opiniones, pues el derecho individual a la ausencia de injerencias que mermen las opciones de desarrollo autónomo ha de sopesarse con la resistencia democrática ante las limitaciones a la libertad de expresión e información respecto a asuntos de interés público (Leturia, 2016; Pica, 2016; Silberleib, 2016).

En ese sentido, el derecho al olvido podría resultar limitado si se da preferencia a cierto derecho a recordar, esto es, al ejercicio de la libertad de información y opinión cuando existe un interés público legítimo, ya sea porque se trate de una autoridad pública, un delito imprescriptible de lesa humanidad, un delito susceptible de repetición o un hecho relevante para la memoria histórica de una comunidad (Corral, 2017). Sin embargo, no es razonable pensar que el derecho a ser olvidado y la protección de datos personales constituyen una forma de censura en internet, ya que, si no se pudiese ejercer ese derecho al olvido, se impondría quizás la autocensura y la restricción de la expresión personal en la red, y se limitaría así la libre interacción comunicativa, sin la cual se ve amenazada la esfera pública de una democracia (Manzanero y Pérez, 2015).

Conclusión: El lugar del derecho a la verdad y del derecho al olvido entre los derechos fundamentales

Las virtudes epistémicas y comunicativas de la veracidad, la acuciosidad o la discreción no parecen prosperar automáticamente por medio de la circulación masiva de información y de la libre concurrencia de opiniones. No en vano, cabe argumentar que la actual publicidad mediatizada y los mercados informacionales contemporáneos concretan cierto régimen de posverdad, basado en la difusión viral de rumores y en la multiplicación de las burbujas informacionales de públicos autorreferentes, en el cual se transgreden sistemáticamente las condiciones de cultivo de las virtudes epistémicas y comunicativas.

Desde ese punto de vista, los derechos fundamentales de corte epistémico y comunicativo no se dejan reducir a las libertades civiles de opinión y expresión, que se limitan a consagrar la circulación y accesibilidad de la información, así como la libre concurrencia de opiniones y doctrinas. Aunque los derechos fundamentales civiles de la libre opinión y la libre expresión sean condiciones necesarias para el florecimiento de las capacidades epistémicas y comunicativas del ser humano, no son condiciones suficientes ni bastan por sí solos. En este orden de ideas, hemos defendido la necesidad de incorporar algunos derechos epistémicos y comunicativos fundamentales, que permitan encauzar la libre circulación de la información y la libre concurrencia de opiniones y doctrinas, de modo que contribuyan a enriquecer la investigación pública y la memoria colectiva, sin sobreexponer innecesariamente detalles irrelevantes de la privacidad o la intimidad.

El primer tipo de derecho epistémico y comunicativo que hemos considerado es el derecho a la verdad: se trata del derecho de las víctimas, los familiares, la sociedad y la comunidad internacional a saber la verdad sobre lo sucedido en el caso de violaciones graves a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, con el objetivo de lograr un conocimiento y reconocimiento público, pero también una reparación efectiva y la prevención futura. El derecho a la verdad se asocia a la accesibilidad de información y a la libre expresión y opinión, pero no se reduce a esos derechos fundamentales; no en vano, requiere la elaboración cuidadosa y selectiva de la información para hacer posible la investigación acuciosa, el conocimiento público y la preservación de la memoria colectiva. Por eso, en los informes de derechos humanos y en los organismos del derecho internacional humanitario, así como en las legislaciones nacionales y en las comisiones de verdad de los regímenes transicionales, el derecho a la verdad se ha ido consagrando como un derecho fundamental autónomo y normativamente vigente.

Por otra parte, el derecho al olvido ilustra un segundo tipo de derecho epistémico y comunicativo particularmente importante en la actual sociedad de la información y en las redes mediáticas contemporáneas: consiste en el derecho del ciudadano o ciudadana a bloquear o eliminar aquellos datos o información personales que no sean relevantes para la agenda pública y afecten la privacidad, la dignidad o la posibilidad de desarrollo personal del individuo. Aunque se vincula a otros derechos fundamentales como el derecho a la vida privada o la libertad de expresión autónoma, el derecho al olvido no se deriva estrictamente de las libertades civiles; de hecho, puede entrar en pugna con la libertad de información y expresión, e introduce una problemática público-política relativa a la regulación colectiva de las redes informacionales, las bases de datos y los motores de búsqueda. Como derecho fundamental epistémico y comunicativo que garantiza la protección de los datos personales, la discreción respecto a informaciones personales sin relevancia pública, así como la ponderación reflexiva de la atención colectiva y la agenda pública, el derecho al olvido puede considerarse un derecho independiente, y ha sido reconocido como tal en recientes informes de derechos humanos y en distintos ordenamientos jurídicos.

Los derechos fundamentales que facultan el florecimiento de las capacidades epistémicas del ser humano y de las comunidades ocupan un lugar especial entre los derechos humanos. El derecho a la verdad y el derecho al olvido no solo garantizan libertades individuales y protegen la esfera privada de la vida personal, sino que además tienen una dimensión colectiva, al relacionarse con el conocimiento público, la memoria colectiva, la atención social o la agenda pública. En esta medida, los derechos fundamentales y epistémicos guardan una relación ambivalente con el humanismo jurídico moderno, el cual concibe los derechos humanos como derechos subjetivos que expresarían posibilidades de actuación naturales o inherentes al individuo. Y es que los derechos epistémicos y comunicativos conciernen a las capacidades investigativas y dialógicas en virtud de las cuales se constituye el juicio personal y se forma reflexivamente la opinión común.

Si atendemos la distinción de Luc Ferry y Alain Renaut (1990) entre derechos-libertades (que definen posibilidades intelectuales o físicas para el individuo, y limitan negativamente la interferencia estatal en la esfera autónoma del individuo) y derechos-créditos (que establecen la facultad de obligar al Estado a brindar servicios y dar prestaciones sociales o económicas para la seguridad material de la ciudadanía), podríamos concluir que los derechos epistémicos y comunicativos atraviesan la distinción e, incluso, se vinculan a un tercer tipo de derechos: los derechos ciudadanos y políticos, ejercidos mediante la participación en el espacio público.

En la tipología de derechos fundamentales propuesta por Luigi Ferrajoli (2010) se distinguen –por su titular– los derechos humanos universales de personalidad y los derechos nacionalmente enmarcados de ciudadanía; por otro lado, se diferencian –en virtud de su contenido normativo– los derechos fundamentales que establecen primariamente expectativas negativas o positivas (prohibiciones de vulneración u obligaciones de prestación) y aquellos que estipulan garantías secundarias instrumentales, relativas a la potestad de ejercicio de la autonomía privada o política.

Según Ferrajoli, los derechos civiles (de empresa, iniciativa judicial, etc.) y los derechos políticos (de voto, participación legislativa, etc.) son derechos-poderes o derechos formales de autonomía que presuponen la capacidad de decidir y actuar; los derechos de libertad (expresión, intimidad, asociación, etc.) y los derechos sociales (educación, salud, etc.) constituyen derechos-expectativas con un contenido sustancial (Ferrajoli, 2010). Pues bien, el derecho a la verdad y el derecho al olvido no se limitan a garantizar formalmente un espacio de autonomía dentro del cual puedan ejercerse las capacidades personales y políticas, sino que también introducen expectativas sustantivas, sancionan las interferencias y obligan a prestaciones; no tienen como titular a la persona humana, sino también a la ciudadanía de un Estado.

Ese carácter bifronte, intersticial y transversal de los derechos epistémicos y comunicativos se vincula a la doble condición formal y sustantiva del diálogo social, la investigación reflexiva y la veracidad pública, en el florecimiento de las capacidades humanas. El cultivo de las virtudes epistémicas y comunicativas presupone la capacidad autónoma de los agentes, pero también expectativas, regulaciones, prestaciones y reparaciones exigibles.

De manera análoga, el derecho a la verdad o el derecho al olvido no introducen exclusivamente garantías formales o garantías sustantivas, en la medida en que esos derechos requieren una ponderación reflexiva de las garantías de ambos tipos. Por ejemplo, el derecho a la verdad garantiza la iniciativa ante tribunales y, además, el proceso justo o el libre acceso a la información; el derecho al olvido garantiza la vida privada y la intimidad, pero también la autonomía informacional. En fin, los derechos epistémicos y comunicativos garantizan tanto derechos civiles y de libertad como derechos sociales y políticos, vinculados a la preservación de la memoria colectiva y a la regulación democrática de la agenda pública; en ellos convergen las libertades personales y la formación de la opinión y la decisión común. He ahí el potencial legitimador y garantista de los derechos fundamentales epistémicos y comunicativos.

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1 Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor asociado del Instituto de Psicología de la Universidad Austral de Chile. Nacionalidad española.


Recibido: 30/4/2018 • Aceptado: 20/7/2018

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