Revista de Historia
N.º 78 • ISSN: 1012-9790
DOI: http://dx.doi.org/10.15359/rh.78.1
Julio - Diciembre 2018

JOSEP FONTANA, IN MEMÓRIAM

Carlos Martínez Shaw*

Cuando, pocas horas después de su fallecimiento, me pidieron para una revista digital una semblanza de Josep Fontana, se me ocurrió empezar ofreciéndole mi homenaje personal y escribí lo siguiente: “Dejando al margen mi profundo sentimiento de orfandad por la desaparición de quien considero uno de mis maestros en el campo de la historia y uno de mis referentes en el campo del ejercicio cívico y del compromiso político, quiero dedicar unas palabras a subrayar la significación de la obra y la trayectoria de Josep Fontana, considerado por la inmensa mayoría de nuestra intelectualidad como uno de nuestros mejores historiadores y uno de los más activos defensores de un humanismo progresista, del que daba permanente testimonio en sus escritos y en su actividad pública”.

Hoy, mis amigos de Costa Rica –la sola evocación de cuyo nombre me trae recuerdos imperecederos y hondas vivencias humanas de los días que pasé en su Universidad en compañía de mi esposa, la profesora Marina Alfonso, gracias a la generosidad de José Daniel Gil Zúñiga, uno de mis acreedores preferentes en aquel hermoso país– me piden que amplíe aquella nota para dar una visión más completa de su personalidad y su obra, entreverada con la propia experiencia de mi trato personal con el historiador catalán.

Josep Fontana se forma bajo el magisterio de Ferran Soldevila y de Jaume Vicens Vives –a los que profesará siempre una lealtad sin fisuras–. Sin embargo, al mismo tiempo, se abre a una pluralidad de influencias que también le marcarán de manera profunda durante todo el resto de su vida. El pensamiento marxista –Marx y Engels, naturalmente, pero además el gran Antonio Gramsci– conformará su actividad científica, y asimismo su militancia social y política. A esos nombres ilustres irá uniendo otros de acreditados historiadores de sensibilidad similar, como, sin afán de exhaustividad, los de Eric John Hobsbawm, Edward Palmer Thompson y, muy particularmente, Pierre Vilar, con quien compartió la adscripción al marxismo, el gusto por la teoría de la historia y la convivencia de muchos años en Cataluña.

No es este el lugar de presentar un currículum vítae de Josep Fontana y ni siquiera de confeccionar la lista de sus publicaciones, tarea esta última que resulta ser misión imposible por la magnitud de su obra escrita, que suma más de treinta libros e infinidad de otros artículos, prólogos o conferencias entregadas después a la imprenta. Digamos tan solo que impartió su docencia como profesor de Historia Contemporánea y catedrático de Historia Económica en las universidades de Barcelona, Valencia y Autónoma de Barcelona. Posteriormente, fundó el Instituto Universitario de Historia “Jaume Vicens Vives” de la Universidad “Pompeu Fabra” de Barcelona, que dirigió hasta el momento de su jubilación, a los setenta años –es decir, en 2001–. Mientras tanto, fue asiduo colaborador de revistas historiográficas de signo progresistas nacidas en Barcelona en la década de 1970, como fueron Recerques (1970) o L’Avenç (1976), llegando finalmente a integrarse en el comité editorial de otra revista de pensamiento como fue Sin Permiso (2006). Bien arraigado en su tierra natal, mantuvo una relación muy cordial con sus colegas del resto de España, aunque no siempre con el Estado español, del que acabó divorciándose en la última década de su vida –quizás desde 2007–, cuando, sin abandonar sus postulados sociales y políticos –siempre puestos en primer lugar–, cada vez se sintió más inclinado a pensar que la realización de esos principios sería mucho más fácil en una Cataluña independiente que en una España que veía cada vez más escorada a la derecha, más adicta a un centralismo sin fisuras y más lastrada por una corrupción sistémica. Esta posición nacionalista, e incluso tendencialmente independentista, la defendió en forma vehemente desde muy diversas tribunas y le concitó no pocas críticas incluso de sus colegas más próximos que no podían compartir dicho punto de vista.

No obstante, hay que matizar algo este sentimiento, para lo cual lo mejor es leer el clarificador artículo que le dedicó el pasado 29 de septiembre su amigo Gonzalo Pontón desde las páginas de Babelia del diario El País. Primero, se deshace el malentendido del protagonismo de Josep Fontana en el desafortunado simposio de malhadado título Espanya contra Catalunya: una mirada histórica, de 2013, ya que nunca le concedió un respaldo incondicional a pesar de su comprobada participación este. Segundo, se define el catalanismo del historiador, basado en la conciencia de que Cataluña es una nación –sin Estado– que posee una identidad colectiva y una lengua y una cultura diferenciada. Pero también se establece con argumentos incontrovertibles que si bien pudo haber una inclinación independentista en sus últimos años, al mismo tiempo existió la clara conciencia del historiador, por una parte, de que las clases dirigentes catalanas no estaban libres de graves culpas políticas y, por otra parte, de que una declaración unilateral de independencia tuviera alguna opción real en el actual contexto político, catalán, español e internacional.

Sin haber sido un gran viajero académico, Josep Fontana visitó repetidas veces Iberoamérica, cuyo conocimiento le causó una profunda impresión. Fue profesor invitado en México, Colombia, Ecuador, Perú, Brasil, Chile y Argentina, donde le nombraron Doctor Honoris Causa por la Universidad Nacional del Comahue. Doctorado Honoris Causa que también obtuvo en España, tanto dentro como fuera de Cataluña –por este orden: Universidad “Rovira i Virgili” de Tarragona, Valladolid y Gerona o Girona–. Alusión que puede dar paso a la lista de los demás reconocimientos recibidos, de los que aquí solo señalamos los dos más relevantes, la Creu de Sant Jordi (2006) y el Premi Nacional a la Trajectòria Professional (2007).

En su obra escrita como profesional de la historia, pueden distinguirse al menos tres o cuatro vertientes. La primera de ellas está relacionada con sus investigaciones iniciales, cuando optaba por insertarse dentro del sistema universitario español, lo que consiguió con la brillantez que era de esperar, aunque lo hizo en la rama de Historia Económica, un área que empezaba a surgir y, por lo tanto, no padecía del lastre del conservadurismo de otras de las especialidades académicas más consagradas por la tradición. Así, en 1971 publica en Ariel su primer libro fundamental, La quiebra de la Monarquía Absoluta (1814-1820), obra donde combina el análisis político con el económico y, especialmente, con el hacendístico. Una combinación que retomará dos años más tarde con la publicación en 1973, en Ariel Quincenal, del volumen Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX, después con La crisis del Antiguo Régimen (1808-1833) de 1983 y, sobre todo, a partir del apoyo obtenido por parte del Instituto de Estudios Fiscales, con otras dos de sus obras mayores, las tituladas respectivamente Hacienda Pública Española (1989) y Hacienda y Estado, 1823-1833 (2001), que le convirtieron, en las autorizadas palabras de Ricardo Robledo, en el mejor analista de la hacienda pública en nuestro país, además de contribuir a la mejor comprensión del proceso de crecimiento de la economía española entre 1750 y 1850. Dentro de la misma familia deben mencionarse, entre otros muchos escritos, La fi de l’Antic Règim: la industrialització (1767-1868) de 1988, vital para comprender el modelo de desarrollo industrial catalán, ya perfilado por Pierre Vilar en su obra magna y en su aleccionador trabajo epilogal “La Catalunya industrial: reflexions sobre una arrencada y sobre un destí” –Recerques, 1974– y, finalmente, la redacción del volumen sexto –La época del liberalismo– de la espléndida Historia de España coeditada por Crítica y Marcial Pons.

Y tal vez aquí habría que destacar algunos títulos sobre la época franquista, como su colaboración con Jordi Nadal –“Spain, 1914-1970”– de 1976 o la edición de España bajo el franquismo de 1986 o, para terminar, España bajo el franquismo, publicada por Crítica en 2000. Y tampoco podemos cerrar este capítulo sin explicar un hecho insólito. Estas obras, junto con una crítica inmisericorde –aparecida en la revista Moneda y Crédito– a la edición del Censo de frutos y manufacturas de 1799 realizada por el padre Federico Suárez Verdaguer desencadenó las iras del Opus Dei, la conocida organización integrista de la Iglesia Católica, que, dentro del más absoluto anacronismo, mantenía una suerte de índice de libros prohibidos –que requerían un permiso especial para su consulta–, en cuyo particular infierno cayeron algunas de las obras del historiador barcelonés.

La segunda vertiente se relaciona con sus reflexiones sobre la historia, la historiografía y la teoría de la historia, que han servido de obligada referencia a varias generaciones de profesionales y estudiosos, entre los que quiero contarme. Este apartado debe abrirse con un libro modesto, de divulgación, pero que significó una verdadera revolución en nuestro universo de jóvenes historiadores: se trata de La Historia, publicada por Salvat en 1973. Sus páginas nos dieron una llave para adentrarnos con un claro criterio científico en el laberinto de la historia de la historiografía y de los debates sobre las cuestiones más candentes que debían dilucidarse para otorgar solidez al quehacer del historiador. Poco después aparecía otro trabajo básico, que nos convenció de la inconsistencia de aceptar acríticamente incluso los postulados más progresistas del momento, los que constituían nuestra luz y guía, los de la segunda generación de la escuela de los Annales –a cuyos fundadores profesábamos, y aún profeso, una auténtica veneración: Lucien Febvre y Marc Bloch–. Se trataba del artículo titulado “Ascens i decadència de l’escola dels Annales” –Recerques, n. 4, 1974–, donde se señalaban las insuficiencias de los sucesores de los padres fundadores: la falta de una teoría sobre la relación entre los diversos planos de la realidad social –que el trámite de los tres tiempos, largo de la geohistoria, medio de las estructuras y corto de los acontecimientos, del celebrado Mediterráneo de Fernand Braudel no resolvía satisfactoriamente–, la fragilidad de la teoría económica que privilegiaba los intercambios sobre la producción, el carácter descriptivo de los estudios que no se integraban en una explicación global, el culto por la novedad metodológica o temática, etc.

El volumen de 1973 permitió contestarnos –solo fuera inicialmente de una manera somera– algunas preguntas que nos asediaban, como el propio estatus científico de la historia o el propio objeto de la investigación histórica. Así pudimos plantearnos seriamente la cuestión de la objetividad de la historia, mejor que nada a través de las reflexiones de Edward Hallett Carr: “Sin sus hechos el historiador carece de raíces y es huero, y los hechos sin el historiador, muertos y faltos de sentido”. Ahí ya podían apoyarse otros conceptos, como el de la causal fertility para verificar la mejor aproximación posible a un objeto, o la posibilidad de convivir con los inevitables condicionantes del historiador, pues como decía Jean-Paul Sartre, “importa saber lo que hace el hombre de lo que han hecho de él”. Seguía el laberinto de las causas, que encontraba su llave en un historiador hoy olvidado, Franco Catalano, para quien “en la historia el verdadero realismo consiste en saber que la realidad es múltiple”. Frente a la dialéctica libertad/determinismo, azar/necesidad, el autor recurría a Pierre Vilar: frente al milagro o la fatalidad, la regularidad histórica.

¿Y el protagonista de la historia? Josep Fontana descartaba a los héroes de Thomas Carlyle –a quien yo no había leído, pero cuyas semblanzas me resultaron luego insufriblemente empalagosas– y a los caricaturescos personajes denostados por el gran Voltaire: no había que hacer la crónica de “príncipes indignos de ser conocidos o de príncipes bárbaros de naciones incivilizadas”. Había que seguir la senda de autores como Pierre Goubert: Louis XIV et 20 millions de français. Había que hacer caso de Antonio Gramsci cuando escribía desde las cárceles fascistas a su hijo Delio que la historia trataba de “los hombres, tantos hombres como sean posibles, todos los hombres del mundo”. Y Josep Fontana retomará la idea en otro libro: La historia de los hombres. Finalmente, para cerrar el argumento, el autor nos obsequiaba unas líneas del famoso poema de Bertolt Brecht: “El joven Alejandro conquistó la India/¿Él solo? / César venció a los galos/ ¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero?/ Felipe II lloró al hundirse su flota/¿No lloró nadie más?”. Y yo añadía un poema de Konstantinos Kavafis que me había dejado muy impresionado: “Las noticias sobre el resultado de la batalla de Actium/han sido realmente inesperadas./ Mas no es necesario componer un discurso distinto./ Con un cambio de nombre es suficiente”. En lugar de ese final: “Habiendo liberado a los romanos del pernicioso Octavio,/ ese César paródico”, pongamos: “Habiendo liberado a los romanos del pernicioso Antonio”. Y todo lo demás queda perfecto.

Por último, ¿para qué sirve la historia? La respuesta se explayaría más ampliamente en el hermano mayor de este pequeño libro: Historia. Análisis del pasado y proyecto social, publicado en Crítica casi diez años más tarde (1982). La historia servía para conocer el pasado y actuar sobre el futuro. Una frase afortunada, que se ha hecho enormemente popular en el discurso historiográfico y en el discurso político. Su origen naturalmente se encuentra en Karl Marx –los filósofos han interpretado el mundo de muchas maneras; ahora hay que transformarlo–. Josep Fontana acudía además a otros referentes, como el economista Paul Baran: “–El científico social ha de ser– un crítico social, una persona cuya preocupación es identificar, analizar y por esa vía contribuir a superar los obstáculos que se oponen a un orden social mejor, más humano y más racional”. Y se traía del brazo al gran historiador cubano Manuel Moreno Fraginals para que nos ilustrase con un último fin de nuestra investigación: “La història com a arma” –L’Avenç, 1977–.

La incitación intelectual de estos planteamientos tuvo en mi caso la respuesta práctica de diseñar un curso de Introducción a la Historia cuyo programa impartí durante varios años en la Universidad de Barcelona –y que, con sus lógicas variantes, se sigue impartiendo en la Universidad “Pompeu Fabra” de Barcelona–. Estas repercusiones no bastaron a Josep Fontana, que siguió perfilando sus ideas y dando respuestas a las nuevas propuestas surgidas de diversos cenáculos de científicos sociales. Así, cuando el estadounidense Francis Fukuyama proclamó el fin de la historia en un divulgado libro, ya que, por un lado, la consolidación de la democracia y su aceptación generalizada como modelo político estándar y, por otro, la paralela consolidación del capitalismo como único sistema económico capaz de garantizar un continuado crecimiento de la riqueza mundial, habían conducido a esa meta terminal. Los hechos, más aún que las críticas, acabaron pronto con este constructo, pero Josep Fontana ya se había hecho eco del desafío con un nuevo libro, La historia después del fin de la historia, un mentís a la propuesta de Francis Fukuyama desde el propio título –Crítica, 1992–.

La culminación de esta segunda línea fue la publicación de La historia de los hombres, aparecida en catalán en el año 2000 y traducida al castellano por Ferran Pontón en 2001. Además de perfeccionar todo lo que había venido diciendo desde treinta años atrás, Josep Fontana se enfrentaba de nuevo a Francis Fukuyama y a la incalificable tesis de Samuel Huntington: The Clash of Civilizations? –expresión a la que por cierto le daría la vuelta el primer ministro socialista español José Luis Rodríguez Zapatero con su propuesta de “alianza de civilizaciones”–. El artículo publicado por el chamán estadounidense en 1993 había encontrado ya al nuevo enemigo: “la alianza islámico-confuciana” –algo así como la absurda formulación de la “conjura judeo-masónica” del sanguinario dictador Francisco Franco–. Del mismo modo, se hizo eco de los ataques sincronizados contra la interpretación desde la izquierda de la Revolución Francesa, afortunadamente conjurados en parte por el hecho de que la dirección de las celebraciones fuese encargada al historiador marxista Michel Vovelle.

Finalmente, se daba por enterado del último recién llegado, el paradigma de la historia global, que podía ser un instrumento para ofrecer un nuevo punto de vista del devenir histórico de los últimos cinco siglos o convertirse en una justificación del nuevo imperialismo del siglo XXI. Porque, y aquí entramos nosotros con nuestras interpretaciones personales que estamos seguros Josep Fontana suscribiría: “La globalización es un concepto que nace a finales del siglo XX y que, sobre todo, trata de expresar el beneficio universal que conlleva la libre circulación de recursos, bienes y capitales a escala mundial. Ahora bien, aunque se publiciten las facilidades para la comunicación y la información –a través de internet en particular–, las ventajas del dinamismo planetario de los flujos financieros o las oportunidades para consumir productos de todo el mundo, esta formulación, como contrapartida, no explicita que ello quiere decir, ante todo, la divulgación de modelos ideologizados concebidos como propaganda de los países más poderosos, la ampliación de los mercados para los países productores, la movilidad de los capitales superando las trabas del proteccionismo y de los intereses nacionales de los países menos favorecidos y la deslocalización de empresas para obtener una mano de obra más barata y con menos tradición en la defensa de los derechos laborales –por cierto, daba vergüenza escuchar al primer ministro Mariano Rajoy explicar en China que los trabajadores españoles ahora tras su “reforma laboral” les saldrían muy baratos–. Y, finalmente, esconde la imposición de las mercancías de los países productores, la imposición de las normas contractuales de las empresas multinacionales a los países receptores y la imposición de la inmovilidad a los trabajadores de los países desfavorecidos mediante la implantación de toda clase de medidas contra los inmigrantes que tratan de cruzar la frontera que separa a los países pobres de los países ricos, de tal modo que la globalización humana es la que conoce las mayores restricciones, a veces mediante la creación de un limes de civiles armados con licencia para matar, la edificación de muros de la vergüenza o el levantamiento de vallas erizadas de cuchillos”.

La tercera línea de trabajo de Josep Fontana está constituida por sus grandes frescos de historia universal, donde dejó constancia de un pensamiento en extremo riguroso y de una erudición realmente asombrosa, como se puede ver en sus dos últimos libros de gran calado: Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945 (2011) y El siglo de la revolución. Una historia del mundo desde 1914 (2017). En ellos, el historiador catalán no nos ofrece manuales de historia universal al uso, sino una interpretación fielmente asentada en hechos perfectamente comprobables de las grandes fracturas del siglo XX. La Segunda Guerra Mundial significó la derrota del fascismo y del nazismo, pero el esfuerzo realizado por las poblaciones obligó a las democracias occidentales a ofrecer a cambio un programa que llevase mayores esperanzas de prosperidad al mayor número de personas, una promesa de progreso generalizado, que se caracterizó como el estado del bienestar. Sin embargo, a partir de 1970 se produce una involución caracterizada por la pérdida de ese bienestar, de los derechos cívicos y de la calidad de la democracia. A esas alturas el proyecto salido del final de la Segunda Guerra Mundial podía ya considerarse fracasado. Es más, tal como se sentencia al final de la obra, se estaba entrando en la “era de la desigualdad”.

Esa tercera etapa enlaza con el último momento de la reflexión del autor, singularizado por su convencimiento de que el paradigma del progreso continuo de la humanidad ya no explica el devenir de la historia y de que la regresión que se venía experimentando desde hacía un cuarto de siglo había acabado por convertirse en una amenaza global en la que estamos sumidos y, lo que es peor, de la que no sabemos cómo escapar. Los hombres –la inmensa mayoría de los hombres y las mujeres– hemos perdido la batalla de la lucha de clases y estamos en manos de una entidad que se llama eufemísticamente “los mercados” pero que no es sino un formidable aparato de poder económico –y, por ende, político– capaz de imponer sus reglas –no sus leyes, porque aquellas son un triste remedo de lo que entendemos por una legalidad al servicio de la res publica– al conjunto de la sociedad, de las comunidades humanas.

A este respecto, me parece especialmente elocuente el libro que enlaza su obra de 2011 con la de 2017: El futuro es un país extraño –Pasado y Presente, 2013–, que se presenta como una reflexión sobre la crisis social de comienzos del siglo XXI. Es libro de obligada lectura, cuyo contenido resumo, por razones de comodidad, a través de la conferencia pronunciada en febrero de 2012 en León y poco antes en la sede de Comisiones Obreras de Cataluña. Primero, se retoma la idea de la obsolescencia del paradigma del progreso indefinido, cuya expresión, ya en el año 2000, se había confiado al poeta italiano Eugenio Montale –lo que me viene muy bien para subrayar el amor del historiador barcelonés por la poesía–: “Que el futuro haya de ser, ineluctablemente, mejor que el pasado y el presente es una opinión que ha atravesado indemne la ilustración, el positivismo, el historicismo idealista y el marxismo […] La historia no lo demuestra”. A partir de ahí Josep Fontana les da la palabra a algunos de los más lúcidos economistas de nuestro tiempo: Primero a Paul Krugman, que acuña el concepto de la “gran divergencia” para señalar que, ya antes de la crisis de 2008 en los Estados Unidos, el 1% de los ricos recibía el 53 % de todos los ingresos, mientras que el 47 % –menos de la mitad– se repartía entre el 99 % restante. Después a Robert Fisk, autor de un revelador artículo titulado “Los banqueros son los dictadores de Occidente”, lo que puede comprobarse fácilmente en el caso de España o en el de Grecia, vivido y analizado con toda lucidez por Yanis Varoufakis: la austeridad en el país vecino –y los famosos “recortes” en educación y sanidad, que ya no garantiza ni las vacunas para sus ciudadanos– conduce al estancamiento económico, al paro –no solo juvenil– y a la desesperación colectiva. Y todavía hay algo peor: los Estados democráticos se han hecho innecesarios para los grupos financieros, que ya pueden gobernar sin intermediarios, que pueden convertir a los políticos en piezas a su servicio, que pueden hacer del Estado una mera organización interna de la clase empresarial.

¿Qué hacer?, se pregunta Josep Fontana, a quien por primera vez vemos pesimista ante una situación concreta, como era de esperar por otra parte. Porque “la ofensiva empresarial no se limita a buscar ventajas temporales, sino que aspira a una transformación permanente del sistema político”. Y porque estamos viviendo un proceso en apariencia imparable de “renuncia a una gran parte de las conquistas que se consiguieron en dos siglos de luchas sociales”. Es decir, por muy difícil que parezca, hay que volver a una lucha que parecíamos haber ganado y que en realidad hemos perdido, hay que volver a combatir por “la mayor igualdad posible dentro de la mayor libertad posible”. También en esta ocasión, Josep Fontana le da la última palabra a otro poeta, a Paul Éluard, para que nos confirme que la batalla vale la pena: “Aunque no hubiese tenido en mi vida más que un momento de esperanza, hubiera librado ese combate. Incluso si he de perderlo, porque otros lo ganarán. Todos los otros”.

Y sabemos que las recomendaciones finales del historiador son sinceras, porque ha sido toda su vida un luchador. Primero, desde 1957 como militante del Partit Socialista Unificat de Catalunya –el partido de los comunistas catalanes–, donde cada año pude compartir con él personalmente la ceremonia de renovación de nuestros carnés –que todavía conservo– en compañía de los muchos camaradas históricos de la oposición antifranquista, y después como simpatizante y colaborador de numerosas organizaciones políticas de izquierda hasta nuestros propios días.

No puede dejar de mencionarse tampoco que a lo largo de toda su vida Josep Fontana mantuvo una continuada labor como asesor de diversas editoriales en materia de historia. En particular, su alianza con Gonzalo Pontón permitió que la Editorial Crítica se convirtiese en una ventana abierta a la mejor historiografía que se hacía aquende y allende nuestras fronteras, a través de la publicación de libros clásicos de difícil acceso o faltos de traducción castellana y de obras recientes que pronto se revelaron imprescindibles para ampliar el territorio del historiador y para ofrecer nuevos foros de debate sobre las cuestiones más candentes. Con ellos tenemos contraída una deuda impagable.

Y, last but not least, fue un militante convencido de la necesidad de promover el conocimiento de la realidad del pasado y el presente como herramienta para una toma de posición que nos permitiera no solo –siguiendo en esto a Marx– comprender el mundo, sino también contribuir a transformarlo en un sentido progresista, para que en el futuro pudiera constituir –lejos de lo que ocurre hoy–un hogar habitable para todos los hombres y todas las mujeres. En ese sentido, es más que elocuente la definición que hizo el veterano historiador Jordi Nadal –en su Elogi de Josep Fontana, de 2004–, quien le adjudicó una “vocación de misionero laico, de implicar a los mortales en la marcha del mundo”. Y esa vocación la ejerció a través de sus escritos, de sus conferencias, de sus conversaciones con los colegas y con los estudiantes, siempre dentro de la seriedad y la sobriedad que caracterizaron todos sus gestos. Hoy nos quedan su enseñanza y su ejemplo, que perdurarán en nosotros. Y, como dijo el poeta castellano Jorge Manrique en los versos dedicados a la muerte de su padre, nos servirá de harto consuelo su memoria.


* Español. Doctor en Historia, Universidad de Barcelona. Académico e investigador de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), España, y miembro de la Real Academia de Historia. Correo electrónico: cmshaw@geo.uned.es


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