N.º 84 • Julio - Diciembre 2021
ISSN: 1012-9790 • e-ISSN: 2215-4744
DOI: https://dx.doi.org/10.15359/rh.84.23
Licencia: CC BY NC SA 4.0

sección CUADERNOS DE MEMORIA

Impresión como Historia:
José Daniel Carmona sobre los Maleku

Impression as History:
José Daniel Carmona on the Maleku

Impressão como História:
José Daniel Carmona no Maleku

Eduardo Frajman*

Resumen: Este ensayo explora la situación del pueblo indígena Maleku en Costa Rica, a finales del siglo diecinueve. Su enfoque es impresionista, basado en la crónica de la última visita a los Maleku realizada por el Obispo Bernardo Augusto Thiel, escrita por el Presbítero José Daniel Carmona. El ensayo conecta las remembranzas de Carmona con la concepción de América desarrollada por el historiógrafo Edmundo O’Gorman.

Palabras claves: Bernardo Augusto Thiel; Edmundo O’Gorman; José Daniel Carmona; Maleku; población indígena; historia; Costa Rica.

Abstract: This essay explores de conditions of the Maleku indigenous people in Costa Rica at the end of the nineteenth century. Its focus is impressionistic, based on the chronicle of the last visit to the Maleku conducted by Bishop Bernardo Augusto Thiel, written by the priest José Daniel Carmona. The essay links Carmona’s remembrances with the conception of America developed by the historiographer Edmundo O’Gorman.

Keywords: Bernardo Augusto Thiel, Edmundo O’Gorman; José Daniel Carmona; Maleku; indigenous peoples; history; Costa Rica.

Resumo: Este ensaio explora a situação do povo indígena Maleku na Costa Rica no final do século XIX. Sua abordagem é impressionista, a partir da crônica da última visita aos Maleku do bispo Bernardo Augusto Thiel, escrita pelo padre José Daniel Carmona. O ensaio conecta as memórias de Carmona com a concepção de América desenvolvida pelo historiógrafo Edmundo O’Gorman.

Palavras chaves: Bernardo Augusto Thiel; Edmundo O’Gorman; José Daniel Carmona; maleku; população indigena; história; Costa Rica.

I

Febrero y marzo son, en teoría, temporada seca en las alturas de Alajuela. Desafortunadamente, para un sacerdote citadino preparándose a atravesar el bosque tropical, esto no constituye mayor consuelo. El calendario solo augura que no lloverá todos los días, de forma incesante, como lo hace en julio y agosto, pero aun así ha de esperarse que la precipitación se dará con la frecuencia propia de las montañas del Valle Central de Costa Rica. Incluso en los meses de relativo reposo el río Frío fluye denso y turbio desde su origen en la Cordillera Volcánica de Guanacaste, alimentado, al pasar por multitud de fluviales, arroyos y riachuelos, por el Venado, el Buenavista, el La Muerte, al excavar peñascos y formar pantanales en su camino hacia el río San Juan, al norte, en la frontera con Nicaragua.

Por buen azar o Providencia Divina, dependiendo de quién cuenta la historia, la madrugada del martes veinticinco de febrero de 1896 amaneció agradable y clara, al tiempo que el Obispo y su séquito emprendían su arriesgada expedición hacia las entrañas más recónditas de la selva del Guatuso. Alemán de nacimiento y proveniencia, Bernardo Augusto Thiel y Hoffman, Obispo de Costa Rica ya casi dos décadas, estaba por cumplir los cuarenta y seis años. De apariencia firme, labios delgados y nariz contundente, su amplia frente evidenciaba la extensiva recesión de su cabello, vestido de explorador, sombrero de ala ancha, pantalones de lona, abrigo y poncho para la lluvia, robustas botas de cuero curtido, revisaba por enésima vez el inventario con su mente calculadora y sus ojos experimentados. Con él iban León, su paje alemán, dos curas costarricenses, Ricardo Lombardo y José Daniel Carmona, jóvenes, idealistas, absolutamente abnegados al Obispo, y cinco hombres, anónimos en el relato, sin rostro o voz o significación alguna, contratados en la ciudad de Cañas para servir de criados, de cargadores y de guías.

Su destino eran los palenques del pueblo indígena Maleku, conocidos por los hispanoparlantes de la época como los indios guatusos, que sobrevivían precariamente, aferrados a su modo de vida, ocultos por entre las orillas del Frío y sus vertientes. «Los regalos que el señor Obispo les lleva, ya están comprados», relata Carmona, que sirvió como cronista de la expedición, «y las galletas con los frijoles y el arroz, el café con el dulce y el agua salada, yacen en el fondo de los sacos, al lado de la sartén, olla y manteca».1

Su misión: rescatar a los indios de sus vidas miserables, ponerlos en camino a la prosperidad material y al Paraíso espiritual. Rescatar sus cuerpos, del hambre, de la intemperie, de la pobreza, de la violencia. Rescatar sus almas, de, dice Carmona, su «vida de salvajismo»,2 «de la ignorancia y la superstición»,3 de, en otras palabras, su cultura, sus creencias y sus tradiciones y todo aquello que los conectaba a su vida de antes, su vida previa a que la civilización y la Palabra de Dios arribaran, dice Carmona, para la fortuna de todos.

Esta sería la quinta visita de Thiel al territorio Maleku. Fue él quien trajo la atención de los gobiernos de Costa Rica y Nicaragua hacia la explotación exterminadora que los huleros nicaragüenses habían desatado contra los indígenas, hacia la esclavización de una porción significativa de su población, y la concomitante condena al resto de su gente a la hambruna y la destitución.4 Fue Thiel el primer «hombre civilizado» que exitosamente estableció contacto con este pueblo guerrero y obstinado, el primero que aprendió su lengua y estudió su forma de vida. Mas, casi veinte años después de su primer contacto, no había conseguido aun convertirlos al cristianismo, ni convencerlos a vestir la ropa de los cristianos, ni hablar su lengua con más que mínimo rudimento.

El rescate, entonces, comenzado años antes, estaba por completar. Pero para lograrlo había primero que llegar a los indios, lo que conllevaba, incluso para un viajero sazonado como Thiel, extremo desafío.

Tanto más para un principiante. Desde el confort de su oficina en San José un año después, Carmona bien humoradamente se auto reprende la incapacidad de «preludiar las fatigas y trabajos, al través de montañas de eterno llover, en donde los rayos solares apenas penetran, y en donde el corazón oprimido suspira por contemplar una parte del azulado firmamento».5

El primer día, el veinticinco, fue relativamente holgado. Viajaron a caballo, siguiendo el cause del río Cañas, haciéndose paso a través de «llanuras de exuberante vegetación, en donde el venado manso y tranquilo nos observaba sin que nuestra presencia le inquietara»6. Visitaron un par de fincas cafetaleras, montadas sobre los deshechos del bosque arrasado por la vanguardia del progreso, y acamparon en un pequeño rancho de madera donde pasaron la noche, protegidos del aguacero que, inevitablemente, los visitó, de vez en cuando, durante las horas oscuras.

Al día siguiente continuaron a pie, entrecruzando la verde espesura, lidiando por mantener el equilibrio entre el lodo, las raíces, las lianas, las rocas. «Trepamos cuestas», cuenta Carmona, «bajamos colinas, huimos ante el ataque de rabiosas avispas, penetramos tupidos cañales,7 […] subimos montañas, agarrándonos de las ramas y las raíces de los árboles, poniendo nuestra planta ahí donde sólo se atreven el hulero contrabandista y el indio incivilizado».8

Cabe notar que ni en los peores momentos pierde Carmona, que de la crónica emerge como un carácter poseído simultáneamente de profunda convicción religiosa y una mente excepcionalmente curiosa y observadora, la apreciación por esos lugares apartados del mundo de los hombres, «en donde el paisaje sonríe únicamente a la mirada de Dios sus admirables atractivos».9 Exhausto, la piel carcomida por zancudos y sanguijuelas, «acalambrándose los pies al continuo contacto con el agua, rómpense los mojados vestidos al roce de las espinas, y el cuerpo se resiente al dormir sobre el duro suelo o sobre la tierra cenagosa»,10 aun entonces declama «el éxtasis del viajero, una especie de plenitud de corazón y de vida intelectual que le deja gozar pacíficamente de la canción é himno arrebatador con que la naturaleza loa a su manera al Señor».11

II

«Ni en qué patria», dice José Martí, «puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de la pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles».12

Una impresión auténtica de América, del continente americano, desde el cabo Columbia en Canadá hasta el cabo de Hornos en Chile, desde la isla de Attú en Alaska hasta la Ponta dos Seixas en Brasil, la masa terrestre que, por uno de esos improcedentes trucos de la historia, hace eterna genuflexión memorial al cartógrafo italiano Amérigo Vespucci, debe por fuerza contener a todos: al dolor y la mudez, a la pelea y la sangre, a los indios y los apóstoles.

En muchas escuelas costarricenses se serena aún a Cristóbal Colón: «Gloria eterna a Colón soberano» declama el «Himno a Colón» de Graciliano Chaverri. «De la América en puerto dichoso», se le felicita, «con cariño plantaste la cruz».13

Se habla del dolor también en las escuelas —de «nuestras repúblicas dolorosas de América»— pero menos de lo necesario, ocasional, en forma disimulada, furtivamente.

¿Qué colegial en Costa Rica conoce el nombre de Amparo Ochoa, que narra el dolor con su desgarrador gemido de angustia, de angustia por todo lo perdido, lo robado, lo exterminado? Amparo Ochoa, que se puso a costas el dolor y le dio voz a la memoria. «Montados en bestias», canta sobre el glorioso Colón y los tantos que lo siguieron, «como demonios del mal/ iban con fuego en las manos/ y cubiertos de metal». Canta sobre lo que sobrevino a estas tierras que serían América por causa de los actos de esos hombres. «Fuimos trescientos años esclavos/ y cuando nos dimos cuenta/ ya todo estaba acabado».14

Dos relatos, o macrorrelatos, o metarrelatos, de América. El uno: el glorioso Colón descubrió América, trayendo consigo la cruz, la ambición, la ciencia, la civilización, etcétera, etcétera. El otro: el malvado Colón fue la punta de la invasión que trajo consigo la violencia, la esclavitud, la peste, el despojo, la destrucción, etcétera, etcétera.

Ambos son potencialmente útiles, dependiendo de quién y con qué motivo intenta sacarles provecho. Pero ningún relato es historia, ni lo puede nunca ser. El relato tiene pautas, principio, medio y fin. Tiene sentido, mensaje. El relato es comprensible, digerible. El relato simplifica, mitifica, solidifica. Y la historia no es la realidad, ni lo puede nunca ser. «No hay hechos en sí», dice el historiógrafo Edmundo O’Gorman, «de manera que la significación de un acontecer histórico tiene su fuente en el punto de vista inicialmente adoptado en la pregunta».15 Y la realidad no es el mundo, ni lo puede nunca ser. Incluso una descripción minuciosa de la realidad, dice el escritor Vladimir Nabokov, detallada al extremo y libre de cualquier error, observa solo un aspecto de lo que existe. Caminando por un hermoso sendero flanqueado de árboles y arbustos, dice Nabokov, un turista, un botánico y un campesino verán el mismo mundo pero describirán realidades fundamentalmente diferentes.16

¿Cómo entonces, buscar la historia, y la realidad, y el mundo? ¿Cómo entonces, por ejemplo, buscar a los Maleku, su historia, su realidad, su mundo?

Los pintores franceses que formaron el colectivo original del impresionismo —contemporáneos, por casualidad, con Thiel y con Carmona—, Pissarro y Manet, Renoir y Monet, Morisot y Cezanne, no se llamaban a sí mismos «impresionistas» sino «realistas». El impresionismo fue radical no porque introdujo nuevas técnicas para aplicar la pintura al lienzo —aunque hizo eso también, ¡y cómo!— sino porque adoptó una posición epistemológica opuesta a dos mil años de arte occidental. Los Grandes Maestros de antaño buscaban reproducir hasta lo posible el «mundo verdadero» en su arte. Las esculturas de Fidias, los retratos de Rembrandt, intentan disponer de lo trivial y contingente en la realidad y quedarse con lo esencial, lo inmutable. No, dijeron los impresionistas. La realidad es trivial. La realidad es contingente. La realidad es mutable. No existe un artista capaz de reproducir lo objetivamente esencial. Mejor una impresión sincera —el apelativo «impresionismo» fue inventado por un crítico, con la intención de insultar a estos rebeldes artistas, a partir del título de una pieza de Monet, «Impresión: Amanecer»—, que una obra maestra. Mejor una interpretación basada en un punto explícito de referencia, que un relato pretendiente a ser objetivo e inmutable.17

Puede, el que se siente interesado, conocer a los Maleku, pero solo a través de impresiones. Consideremos aquí una impresión, un aspecto, un punto de vista. No buena necesariamente, no correcta —no hay tal cosa—, no ideal —mucho menos—, pero específica y abierta y honesta.

III

Casi se ahogaron cruzando el río Arenal.

Colocaron sus provisiones y equipajes, cuenta Carmona, en «una balsa vieja y entrapada que en la margen había». El Arenal es «ancho y profundo» e hizo pensar a Carmona de una «inmensa serpiente, que con sus anillos de agua enrosca los valles y se precipita en los abismos». Les ofrecía un «paso peligroso, é impudente sería intentar cruzarlo a nado». Cruzarlo había, así que, uno por uno, Carmona en la vanguardia, se dispusieron a hacerlo flotando sobre la balsa inestable. Carmona cayó al agua, «en la mayor profundidad y donde la corriente es más fuerte», y fue arrastrado «cincuenta varas aguas abajo». Por fortuna emergió empapado, pero sin mayor daño, a no ser el sufrido por su «reloj de bolsillo, que no quiso marcar más el tiempo» Thiel cruzó también, sin otro percance que «un baño de asiento», Carmona hasta bromea, «según las formas del arte y conforme lo ordena el sistema hidroterápico». Menos suerte tuvo León, «el alemancito» sirviente del Obispo, «que nada tanto como una piedra», y cayó al agua arrastrando tras él al carguero que la acompaña, «con unas alforjas al cuello, que lo impiden nadar». Lo salvaron dos huleros que lo vieron desde la orilla y lo trajeron a cuestas hasta la seguridad. La compañía laboró el resto del día, y gran parte de la noche, «pasando juntos el resto del equipaje».18

IV

La expedición de 1896 en busca de los Maleku fue una de numerosas «visitas pastorales» que Thiel llevó a cabo entre 1880 y 1901 por toda Costa Rica.19 En su papel de Obispo siempre asumió los mandatos del prelado de la Iglesia costarricense con absoluta seriedad, y en sus viajes alrededor del país visitó parroquias regionales y efectuó misas, bautismos y comuniones por los miles. Por casi treinta años luchó incansablemente por mantener la posición central de la Iglesia católica en la sociedad costarricense. En ciertos aspectos fue una figura arquetípica del liderazgo católico en América Latina a fines del siglo diecinueve. Como muchos de sus análogos en naciones vecinas, combatió la secularización de la sociedad, el matrimonio civil, la separación entre el Estado y la Iglesia. Fue vocal y elocuente en su abogacía por los intereses eclesiásticos, lo que lo hizo persona non grata para una serie de gobiernos liberales. Entre 1884 y 1886 fue desterrado del país.

Pero no cabe duda que Thiel tenía un interés especial, intenso, en los pueblos originarios de América. En sus memorias, como cabe esperar, esto está justificado como un mandato de Dios. «Desde el momento en que la Divina Providencia me ha puesto á la cabeza de esta diócesis», dice, «he pensado seriamente á atraer á la civilización y religión a los indios salvajes que se encuentran en nuestra República».20 Imposible negar, dadas declaraciones como esta, la complicidad de Thiel en la invasión, el pillaje, el etnocidio perpetrado contra los pueblos originarios.

Por otra parte, es innegable también su pasión por comunicarse con estas gentes, por comprenderlos desde sus propios puntos de vista, desde sus propios contextos cognitivos —aunque siempre rechazando a priori cualquier contexto espiritual—. Además de sus cinco viajes al Guatuso, Thiel visitó cinco veces a los pueblos de la cordillera de Talamanca al sudeste, cuatro veces a los de Térraba y Boruca, y una a los del Chirripó. Su explícita intención era educarlos, convertirlos, pero más bien pasó la mayor parte de sus viajes siendo educado por ellos. Dedicó gran parte de su vida a ensamblar un vasto diccionario de lenguas indígenas, y una trova de documentos etnográficos invaluables para antropólogos y etnólogos hasta el día de hoy.

Existen varias crónicas, algunas elaboradas por el mismo Thiel, otras por sus asistentes, sobre las visitas pastorales. Estos documentos son de indudable utilidad para investigadores académicos. En general, tienden a la enumeración de datos empíricos, a la prosa seca y tersa de los trabajos escolásticos.

No así Carmona. A orden de Thiel tomó las notas durante la aventura de 1896, pero el volumen que produjo, tras «las repetidas instancias de algunos amigos»,21 publicado en 1898, bajo el agobiado título De San José a Guanacaste e Indios Guatusos: Descripción religiosa, política, topográfica e histórica de esos pueblos y lugares, es mucho más que una serie de notas de campo. Es una obra literaria singular, parte diario de viaje, parte crónica, parte relato autobiográfico, parte polémica político/religiosa, parte oda a la belleza de Costa Rica.

Carmona aborda cuestiones económicas —propugna, por ejemplo, «cultivar con café los fértiles terrenos del territorio de Guatuso», lo que en su opinión sería, «un acto tan humanitario para la raza indígena»22— al tiempo que rechaza el monetarismo despiadado —«el comercio es feo y la naturaleza es bella»23— y el secularismo —«sin religión no hay razón, no hay fidelidad ni nada fuera del egoísmo, la sensualidad y la ambición»24— y las fiestas populares —«las parrandas de las marimbas son otras diversiones que, como la embriaguez, son causa de la inmoralidad y corrupción»—.25 Denuncia a los enemigos de la Iglesia —«esos hombres pisoteadores de la libertad»26 que «maquinan el exterminio de la Iglesia Católica»—.27 Vitupera contra las prácticas espirituales que considera paganas —la creencia en la reencarnación28 o el espiritismo29—, aplaude el progreso tecnológico —sobre el ferrocarril: «por el vapor todos los pueblos no forman sino un solo pueblo, una sola sociedad y una sola familia»30— pero rechaza la ciencia que no calza con sus creencias —«la loca teoría de Darwin»31— e insiste que sin religión no existen ni el progreso ni la moral.32 Si alguien le hubiera señalado que el manuscrito es un documento absolutamente inflexible y fundamentalista, el autor lo hubiera tomado como elogio.

Carmona demuestra inclinaciones literarias, aunque se apresura a asegurar a sus lectores que no busca «conquistar laureles en el campo de la literatura, ni mucho menos halagar oídos románticos».33 Su prosa es de variable calidad, pero el volumen en su conjunto es bello, tembloroso con la energía del joven curioso, candente con la ferocidad del sacerdote misionario, repleto de observaciones poéticas —come unas uvas «dulces como el néctar y grandes como la esperanza»34, las hojas son «verdes como las ilusiones de la juventud»35— y humorísticas —un plato de arroz y frijoles parece «la bandera nacional», una galleta inglesa es «tan pasca y seca como el carácter de los hombres del mismo nombre»—.36 En preparación para escribirlo Carmona estudió la historia política y natural de Costa Rica, su topografía e hidrología, las varias especies de monos, aves e insectos.

Lo que se sabe de su vida en años posteriores revela un Carmona inteligente, principiado, tenaz y combativo. «Un idealista y un rebelde», lo recuerda un reporte.37 «Un rebelde incorregible», confirma otra fuente, «de carácter libre y abierto»38. Luchó junto con Thiel por mantener la influencia de la Iglesia en la sociedad, pero esa batalla la perdieron. Al parecer continuó de todas formas luchando por la dignidad de los trabajadores, sin temor a participar en los debates políticos de su época. Veterano de las guerras defensivas que lidió Costa Rica contra invasores norteamericanos en los década de los 1850, un admirador lo llama «ortodoxo del patriotismo oficiando en la iglesia laica del civismo».39 La escuela de Nandayure en Guanacaste está llamada en su honor.

De orígenes humildes, Carmona nunca perdió consciencia de la contingencia de su posición. Fue introducido a Thiel por su madre, que trabajaba de ama de una casa parroquial en la Costa Rica provincial. Thiel reconoció el talento del niño y apoyó su proceso educativo en el seminario sacerdotal en San José. Hasta el fin de sus días adoró a estas dos figuras como las cruciales en su vida. De San José a Guanacaste e Indios Guatusos está dedicado a ella «con el fervor de un hijo que te adora y con el respeto de un hijo que venera».40

Es la impresión de Carmona sobre los Maleku la que, para bien y para mal, guía este ensayo.

V

Parecía, por momentos, que la expedición sería infructuosa. Las fuerzas de Thiel bordaban su límite. «Vacilaba», dice Carmona, «era agobiado por los continuos ataques de cabeza, debido á su debilidad». Pero su pujanza venció al cansancio, «empeñado en subir montañas y cerros tan encumbrados, y en descender abismos y precipicios tan profundos».41 «¡Qué imponente me era contemplar á nuestro caricativo Pastor marchando á pie, con un bordón en la mano, buscando las ovejas perdidas al través de mil trabajos y dificultades!», se maravilla Carmona. «Nadie, sino nuestro Diocesano, ha fijado su atención en estos indios que yacen en el estado más lamentable de salvajismo, sin que éstos encuentren siquiera esperanza en los que tras los nombres de filantropía, progreso y civilización atacan nuestra religión y calumnian e insultan a nuestro Jefe».42

Finalmente lo lograron. «Con cansancio en las piernas», cuenta Carmona, «bajo la eterna frescura de aquel inmenso follaje» encontraron a los primeros indios que «venían a saludar á Su Señoría, con manifestaciones de alegría y de lástima al verlo marchar a pie». «¡Zaca! ¡Pobrecito zaca!», exclamaron, al menos según el oído inexperto de Carmona. Ofrecieron a cada uno de los viajeros «un descomunal plátano maduro», pero el regalo no fue tan bienvenido por los estómagos acalambrados de los viajeros. «¡Con semejante píldora», refunfuña Carmona, «creí que aquel sería el último día de mi vida!».43

VI

Sabemos nada, nada con certidumbre, sobre la vida o la cultura Maleku antes de su fatídico primer encuentro con los hombres blancos. Etnólogos, antropólogos y geógrafos, desde el mismo Thiel hasta, en nuestros días, Roberto Castillo Vázquez de la Universidad de Costa Rica, Marc Edelman de la Universidad Urbana de Nueva York, Noemy Mejía-Marín y otros investigadores de la Universidad Nacional, han laborado arduamente para rescatar los residuos de ese modo de vida perdido para siempre.

Castillo Vázquez, basado, en parte, en la información recopilada por Thiel y Carmona, propone que los Maleku habían habitado la cuenca del río Frío, Ucúrinh en su lengua, desde tiempos precolombinos, adaptándose al clima tropical y a la topografía de la región, haciendo uso especial de los humedales que se forman al desbordarse el río o sus vertientes. Sin embargo, confiesa, «se desconoce si este grupo indígena ocupaba toda la cuenca del río Frío o solamente una fracción de esta, o si sus dominios territoriales se extendían más allá de los límites físicos de dicha cuenca».44

Sabemos, gracias a los testimonios de los Maleku, recopilados de forma minuciosa en las investigaciones de Thiel, y en las de Castillo Vázquez cien años después, que en su modo de vida tradicional cultivaban el cacao, el aguacate y el plátano, recolectaban nueces, guayabas y ñames silvestres, cazaban monos, armadillos y tepezcuintles, pescaban con arco y flecha y anzuelos de hueso.45 Sabemos que construían los muros de sus viviendas con la madera del cedro y el chilamate, y los techos con ramas de banano y pejibaye. Usaban cáscaras de jícara para almacenar agua y el achiote como carnada para sus anzuelos.46 Conocían las propiedades medicinales de cientos de plantas y yerbas, el lagartillo para el dolor de dientes, el alcotán para combatir la fiebre, el sagarundí para bajar la inflamación.47 Enterraban a los familiares muertos dentro de sus casas, para así asegurar la protección de los espíritus, y celebraban sus festivales con música de tambor.48 Poseían leyes y jerarquías sociales y religiosas, pero de ellas quedan solo rumores, recuerdos no fidedignos.

Por dos siglos y medio los españoles merodearon por el Guatuso sin percibir la presencia de los Maleku entre la densa selva. Según Carmona fue un Padre Zepeda, en 1750, quien anunció por primera vez la existencia de los indios guatusos. Por varios años las autoridades religiosas se esforzaron en encontrar sus centros de habitación, más notablemente el fraile Tomás López.49 En 1783 se lanzó una iniciativa oficial para «la conquista» y «la civilización» de los Maleku, encabezada por el Obispo de Nicaragua y Costa Rica, Esteban Lorenzo de Tristán. La expedición, que consistía en cuatro botes cargando a doce personas, fue atacada con rocas y flechas por los indígenas mientras navegaban el río La Muerte. Tristán envió como mensajero al fraile López para negociar, pero López fue, en palabras de Castillo Vázquez, «apresado y luego de un tiempo ultimado por sus captores».50

La reputación de ferocidad nacida de este encuentro fue suficiente para amedrentar a cualquier otro potencial invasor con intereses misionarios o civilizadores. Fue la ambición por el lucro, ese pecado mortal de la civilización, la que selló el destino de los Maleku. Buscando árboles de hule —o caucho—, entraron los prospectores nicaragüenses al territorio Maleku con agresividad inesperada. «Los indios», cuenta Carmona, «defendían el árbol de cuya goma hacían su luz, y de cuya corteza sus vestido», lo que provocó escaramuzas entre indios y huleros. «En un combate en que los huleros mataron al cacique é hicieron grande mortandad, quedó decidida la suerte del pobre indio que, atemorizado por al arma de fuego, huía cobardemente ante su adversario, persiguiéndole este con perros, á guisa de caza, para venderlos en Nicaragua».51 Fueron, nota Castillo Vázquez, «el único grupo indígena en Centroamérica que fue abiertamente esclavizado al final del siglo XIX, a pesar de que la esclavitud había sido abolida en 1834».52 Castillo Vázquez estima que, de una población que contaba entre mil quinientas y dos mil personas, quedaban menos de trescientas cuando fueron enumerados por Thiel en 1896.53 «Las sepulturas recientes», dice Carmona, «que se cuentan en número de 101, conmueven el corazón de tanta víctima ante la indigencia».54

Al enterarse que el cacique había sido asesinado, Thiel decidió imponer nuevo liderazgo, en la persona de Santiago, según Carmona un «indio civilizado, cazado con perros por los huleros cuando estaba muy chiquito», pero este experimento fracasó. «La mala conducta y la tiranía del nuevo jefe», explica Carmona, «inspiró tanto horror que á su muerte prematura no quisieron admitir otro».55

Hoy en día sus descendientes viven en un territorio de alrededor de tres mil hectáreas, la Reserva Indígena de los Guatusos, establecido por el Gobierno costarricense en 1976. Muchos se han adaptado a la sociedad moderna, explica Castillo Vázquez, «trabajan en el sector de servicios como maestros de primaria, empleadas domésticas, dependientes de pulperías y negocios, conserjes, cocineras en las escuelas y comedores escolares y ayudantes de salud».56 Otros hacen su vida del turismo, vendiendo artesanías o recibiendo turistas culturales. El pueblo Maleku tiene su propia página de internet y perfil en Facebook, donde promocionan visitas a festivales tradicionales y campamentos en sus palenques.

Esto no ha sido suficiente para alterar su estación entre el «segmento más pobre y marginado de la sociedad costarricense» donde se les «excluye del desarrollo económico, los servicios sociales y la protección legal».57 Los Maleku son propietarios de nada más veinte por ciento del territorio en la Reserva y, ya que el Gobierno ha permitido la entrada a otros grupos religiosos, constituyen, nota Castillo Vázquez, «minoría en su propia reserva».58 La prevalencia del español hace cada día más dificultosa la mantención de su lengua original. La presencia de no indígenas contribuye al mestizaje. Los días de los Maleku, como entidad cultural reconocible, están contados.

VII

Nos quedan de ellos pocas impresiones, grabadas por visitantes extranjeros que no solo le atribuían poca importancia a esa cultura milenaria, sino que la consideraban pagana, diabólica, repugnante. ¿Qué más trágico para la víctima que ser recordado únicamente por su asesino?

Carmona produjo la más detallada impresión, la más atenta a la realidad y la vitalidad de los Maleku. Es la impresión de un carácter, una mente, un punto de vista específicos. No es el mundo, ni la realidad, ni la historia. Es una impresión nada más, un ojo de cerradura.

«El guatuso», dice Carmona, «respira alegría mezclada de abatimiento; su marcha es ligera; su continente franco y sereno; sus gestos lentos y perezosos, como la vida que llevan; hablan mucho y con viveza, su lenguaje es harmonioso y difícil, sus carcajadas repetidas y estrepitosas».59

«Estos indios de color cobrizo», dice, «de complexión débil, de estatura mediana y anchas espaldas, andan desnudos, cubriendo solamente las partes vergonzosas con una especie de tela hecha de la corteza del mataste […] No viven sino en grandes y espaciosos ranchos de paja, separados entre sí por largas distancias, buscando siempre las orillas de los ríos, y con grandes plantaciones de yuca, plátano y pejiballe alrededor […] Algunos, y muy pocos, hacen uso de la ropa que se les regala, pero son tan desaseados y perezosos que jamás la lavan ni la remiendan, sin duda por no saberlo hacer, ni tener jabón ni hilo».60 «Usan el pelo en desorden», agrega, y «hacen sus necesidades mayores en el agua y nunca en la tierra».61 Sus niños «no reciben nombre hasta los doce o catorce años».62

«Viven a su antojo», continúa, «en la mayor confusión, sin ningún gobierno ni jefe», aunque reconoce que, aunque faltos de «esas leyes casi republicanas y relativa civilización» que exhiben otros pueblos indígenas, «no dudamos observarían sus leyes civiles, formados por la costumbre y sancionadas por el transcurso del tiempo».63

El sentimiento que domina la impresión es la lástima. Su corazón se quiebra al encontrar el palenque Margarita, «que mide 43 varas de largo por 23 de ancho», y donde «habitan 24 hombres, 13 mujeres y 17 niños de ambos sexos». El palenque es una ruina, rodeado de «sepulturas recientes, que eran 60, nos confirmaron», apestando a la putrefacción de animales, plantas, y restos humanos. «La muerte», concluye Carmona, «hace grandes estragos».64 Cuando Thiel les pregunta sobre su situación, responden —según la transcripción de Carmona— «¡batante hambre, no camitza; batante frío, no pañuelo; batante fermo!».65

No cabe duda que la reacción de Carmona frente a los indios es función de, por un lado, su comprensible ignorancia sobre una cultura que le era fundamentalmente ajena —afirma, incorrectamente, que los Maleku no eran un pueblo originario, sino una consecuencia de la conquista española,66 y que «no tienen ninguna creencia estrictamente religiosa, sino ideas vagas y extravagantes»67— y, por el otro lado, su inflexible dogmatismo religioso — mantiene, por ejemplo, que «las Escrituras Sagradas no dicen de qué hijo de Noé descienden» los aborígenes americanos—.68 Su reacción refleja la disonancia cognitiva típica de la mente curiosa envenenada por la mentalidad del colonizador. Así, explica que los Maleku «reconocen la existencia de un espíritu malo o nocivo, causa de todas sus desgracias, á quien temen, dándole el nombre de oronca ó macharo» y que adoran al Sol como divinidad —«no sé si le rinden algún culto especial, aunque es probable que lo hagan»—, e inmediatamente después asegura que «llevan una vida enteramente brutal y sensual, sin preocuparse nada por lo espiritual».69

Sin embargo, a pesar de su convicción absoluta sobre su superioridad ante los Maleku, Carmona no puede evitar la fascinación ante sus costumbres y su estilo de vida. Se maravilla por sus «gargantillas de colmillos de animales caninos, mezclado con uñas de tigres, pizotes, y ardillas»,70 de cómo pescan en sus balsas y preservan las sardinas en humo.71 Comprende, a fin de cuentas, la humanidad de los indígenas, y reconoce el imperdonable crimen que ha dejado a su paso a esa gente, a esa cultura, apagada, aplastada, decimada.

Cuenta Carmona que en una de sus últimas noches en la tierra de los Maleku, acosado por mosquitos y empapado por la lluvia, «soñé y vi desfilar ante mis ojos la gigantesca sombra de la humanidad entera, que, veloz como el relámpago, se internaba en la negra oscuridad del olvido y de la muerte, sin que el ruido de las riquezas y de los honores, y de las armas y de los ejércitos le sirviesen para librar de un salto la fosa abierta sobre la tumba de la que todo lo nivela».72

VIII

Dice O’Gorman, el historiógrafo, que América no fue descubierta sino inventada, que al ser concebida exclusivamente por las mentes de sus descubridores-inventores-invasores-destructores, «la historia y el ser de América se confunden».73

El resultado, según O’Gorman, fue trascendental no solo para América sino para Europa misma. Al inventar América, Europa se re-inventó, o quizás incluso se des-inventó. «Al dotar Europa a América con su ser», dice, «inició su propia desintegración ontológica, de manera que en la medida en que América fue realizando en su historia el ser Europeo, aniquilándose a sí misma, en esa medida la individualidad de Europa se fue disolviendo en un despliego histórico de autoliquidación».74

Al imponerse sobre América, impulsada por la convicción que la cultura europea, occidental, cristiana, estaba destinada a convertirse en la cultura universal, Europa destruyó a la(s) cultura(s) americana(s), de eso no hay duda, pero se destruyó a sí misma también, con la grata consecuencia, O’Gorman propone, de que de esa doble obliteración potencialmente ha de emerger la verdadera cultura universal. «La universalización de la Cultura del Occidente», afirma, «es el único programa de vida histórica capaz de incluir y ligar a todos los pueblos», siempre y cuando este programa es «concebido como tarea propia y no como resultado de una imposición imperialista y explotadora».75

Sería fácil descartar a José Daniel Carmona y su crónica como perniciosos descendientes de la cultura invasora y depredadora que cruzó el mar desde Europa y perpetró el mayor exterminio en la historia humana. Pero de su impresión de los Maleku se asoma un rayo de luz, de la luz que O’Gorman identifica, de la capacidad, incluso opacada por el dogmatismo, de comprender al otro como mismo, de entender la experiencia humana como una historia común, compartida, aunque siempre teniendo en cuenta que la historia no es la realidad, ni la realidad el mundo.

Bibliografía

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1 José Daniel Carmona, De San José a Guanacaste e indios guatusos (San José, Costa Rica: Tipografía de San José, 1898), 120.

2 Ibíd., 2.

3 Ibíd., 68.

4 Ver Roberto Castillo Vásquez, «Población indígena Maleku en Costa Rica», Anuario de Estudios Centroamericanos, n.° 31 (2005b): 117, https://revistas.ucr.ac.cr/index.php/anuario/article/view/1238.

5 Carmona, 121

6 Ibíd., 122.

7 Ibíd., 124.

8 Ibíd., 127.

9 Ibíd., 124.

10 Ibíd., 121.

11 Ibíd., 129.

12 José Martí, «Nuestra América», en: Ensayos y crónicas, coord. por J.O. Jiménez, Anaya & Mario Muchnick (Madrid, España: 1995), 119.

13 Graciliano Chaverri, «Himno a Colón», en: Construcción imaginaria de Costa Rica en textos históricos e himnos, de. Por M.I. Carvajal Araya (San José, Costa Rica: EUCR, 2011), 62-65.

14 Amparo Ochoa y Gabino Palomares, «Maldición de Malinche», https://www.suasletras.com/letra/Amparo-Ochoa/La-Maldicion-de-La-Malinche/48953.

15 Edmundo O’Gorman, La invención de América (México, D.F.: FCE, 1958), 13.

16 Vladimir Nabokov, «The Metamorphosis», en: The Story about the Story, ed. por J.C. Hallman (New York, EE. UU.: Tin House Books, 2009), 81.

17 Ver Sue Roe, The Private Lives of the Impressionists (New York, EE. UU.: Harper Perennial, 2008), 116-130.

18 Carmona, 124-126.

19 Ver María Isabel Herrera Sotillo, Monseñor Thiel en Costa Rica. Visitas pastorales, 1880-1901 (Cartago, Costa Rica: ETCR, 2009).

20 Bernardo A. Thiel, Viajes a varias partes de la República de Costa Rica, 1881-1896 (San José, Costa Rica: Tipografía Nacional, San José, 1896), 14.

21 Carmona, III.

22 Ibíd., 2.

23 Ibíd., 9.

24 Ibíd., 27.

25 Ibíd., 95.

26 Ibíd., 156.

27 Ibíd., 155.

28 Ibíd., 5.

29 Ibíd., 215.

30 Ibíd., 4

31 Ibíd., 215.

32 Ibíd., 26.

33 Ibíd., III.

34 Ibíd., 109.

35 Ibíd., 220.

36 Ibíd., 149.

37 Julio Marzus, «El Padre Carmona y una revolución eclesiástica de bolsillo», Costa Rica de Ayer y Hoy, n.° 66 (1961): 1-4.

38 Rafael Armando Rodríguez Gutiérrez, «El Padre Carmona solía lavar la sotana después de sus intervenciones políticas», Costa Rica de Ayer y Hoy, n.° 68 (1962): 18.

39 Marzus, 1.

40 Carmona, I.

41 Ibíd., 128.

42 Ibíd., 130.

43 Carmona, 134-135.

44 Roberto Castillo Vásquez, «El territorio histórico Maleku de Costa Rica», Revista Reflexiones, vol. 84, n.° 1 (2005a): 78, https://revistas.ucr.ac.cr/index.php/reflexiones/article/view/11414.

45 Roberto Castillo Vásquez, «Estrategias de subsistencia de los indígenas Maleku de Costa Rica a principios del siglo XX», Revista Reflexiones, vol. 85, n.° 1-2 (2006): 42, https://revistas.ucr.ac.cr/index.php/reflexiones/article/view/11429.

46 Ibíd., 32-33.

47 Ibíd., 44-45.

48 Ibíd., 36.

49 Carmona, 138.

50 Roberto Castillo Vázquez, «El Obispo Bernardo Augusto Thiel y los indígenas Maleku de la zona norte de Costa Rica», Revista Reflexiones, vol. 90, n.° 2 (2011): 56, https://revistas.ucr.ac.cr/index.php/reflexiones/article/view/14508.

51 Carmona, 142.

52 Roberto Castillo Vásquez, «Población indígena Maleku en Costa Rica», 117.

53 Ibíd., 129.

54 Carmona, 169.

55 Ibíd., 147.

56 Castillo Vázquez, 2005b, 116.

57 Castillo Vázquez, 2005a, 71.

58 Ibíd., 75.

59 Carmona, 149.

60 Ibíd., 146-147.

61 Carmona, 159.

62 Ibíd., 159.

63 Ibíd., 148.

64 Ibíd., 158-159.

65 Ibíd., 158.

66 Ibíd., 214.

67 Ibíd., 180.

68 Ibíd., 214.

69 Ibíd., 181.

70 Ibíd., 188.

71 Ibíd.,182-183.

72 Ibíd., 222.

73 O’Gorman, 90.

74 Ibíd., 98.

75 Ibíd., 98.


Fecha de recepción: 11/01/2021

* Doctorado en Filosofía Política, University of Maryland (UMD), College Park, Maryland, EE. UU. Profesor adjunto de Filosofía y Humanidades en Oakton Community College, Illinois, EE. UU. y College of Lake County, Illinois, EE. UU. Correo electrónico: efrajman@gmail.com
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-1448-4179.

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