istmica

ISSN 1023-0890

EISSN 2215-471X

Número 24 • Julio-diciembre 2019

Recibido: 01/01/19 • Corregido: 15/04/19 • Aceptado: 09/05/19/18

DOI: https://doi.org/10.15359/istmica.24.2

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Sobre la condición migrante de la literatura caribeña: geoestéticas de resistencia, entre el turismo y la soberanía

Resumen:

El artículo analiza algunas problemáticas centrales de la literatura caribeña, en particular de expresión francófona y anglófona, relacionadas, por un lado, con la falta de desarrollo y el funcionamiento colonial de sus sistemas literarios, y, por el otro, con el problema social, económico y político de la emigración en las Antillas. Como propongo, es la misma condición migrante de la literatura caribeña, en tanto sistema atravesado por el desplazamiento masivo de sus productores, la que en gran parte determina sus motivaciones e intereses, enfocados a la identidad regional (y a la cultura regionalista) de modo recurrente. El artículo indaga, entre otros lugares-comunes (Glissant) del discurso literario caribeño, su estética geográficamente marcada que es enunciada aun desde un locus migrante (distante) con fines descolonizadores, los cuales se vinculan con la tradición anticolonialista, masculina y de sesgo militante del siglo pasado. Luego de una revisión de este legado a partir de dos aproximaciones críticas (Tinsley, Condé), se lee una serie de textos donde se observa la persistencia de la geoestética antillana, como A Small Place de Jamaica Kincaid, los cuales se apropian creativamente del discurso turístico desde una perspectiva geopolítica de resistencia a las dominaciones aún coloniales.

Palabras clave: literatura caribeña, geoestética, discurso turístico, A Small Place, Kincaid


Abstract:

The article analyzes some central issues in Caribbean literature, in particular of the Francophone and Anglophone areas, relating with the lack of development and the colonial functioning of their literary systems, on the one hand, and the social, economic and political problem of emigration in the Antilles, on the other. As I here propose, it is the migrant condition of Caribbean literature, as a system affected by the massive movement of its producers, that greatly determines its motivations and interests, focused on regional identity (and regionalist culture) repeatedly. The article explores, amongst other common-places (Glissant) in Caribbean literary discourse, its geographically marked aesthetics which is expressed even from a migrant (distant) locus of enunciation with decolonizing ends, linked in turn with the tradition of anti-colonialist male, militant writing of the past century. After a revision of this legacy through two critical readings (Tinsley, Condé), a series of texts is looked at where the persistence of an Antillean geo-aesthetics can be observed, such as A Small Place by Jamaica Kincaid which creatively appropriates tourism discourse from a geopolitical perspective of resistance to neocolonial domination.

Keywords: Caribbean literature, geo-aesthetics, tourism discourse, A Small Place, Kincaid

Florencia Bonfiglio

Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IDIHCS)

Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

Ciudad de La Plata, Buenos Aires, Argentina

“…es el movimiento lo que es naturalmente caribeño y no las fronteras”

(Trotz, 2017, p. 572)

Estado de la cuestión

Uno de los esfuerzos más notorios de la crítica caribeñista, en particular de aquella construida desde América Latina, es la superación de las fronteras (políticas, lingüísticas, culturales) y la integración de los fragmentos que, como sabemos, constituyen la profunda heterogeneidad de la región. Me interesa, en esta ocasión, indagar en los motivos religadores que fundan el caribeñismo, cuestionar incluso su naturalización en el discurso académico, puesto que simultáneamente observamos que, para muchos productores provenientes del archipiélago, prima aún el desconocimiento y la desconexión entre sus muy diversas experiencias intelectuales, literarias y artísticas. Intento mantener, en este sentido, cierta vigilancia ante la propia práctica de lectura integradora. La precaución se vuelve imperiosa al considerar, según lo haré en este trabajo, posicionamientos críticos de las tradiciones regionalistas y nacionalistas fundadoras en el Caribe anglófono y francófono, sostenidos, como veremos, por escritoras y críticas más contemporáneas y, por lo tanto, más alejadas de la militancia anticolonialista aun desde un discurso de resistencia, feminista o queer.

Propongo, para reflexionar sobre la posible vigencia de las miradas integradoras –transnacionales e incluso transatlánticas–, un recorrido sucinto, de carácter histórico, por las constantes geoestéticas del caribeñismo con el propósito de indagar, hacia el final, en la persistencia de factores materiales –relacionados con la condición migrante de las literaturas caribeñas y con el problema mayúsculo de sus lenguas de producción y traducción hegemónicas (la consecuente incomunicación interregional)–. Compartiré, por último, una serie, representada magistralmente por A Small Place de Jamaica Kincaid, que visibiliza la continuidad de una resistencia conjunta, desplegada simbólicamente en los textos literarios, ante las miradas turísticas y neocoloniales sobre el archipiélago.

El discurso caribeño o las constantes del movimiento

En respuesta a la histórica fragmentación del espacio caribeño, y a las múltiples discontinuidades causadas por el colonialismo desde la Conquista a lo largo de los siglos, sobre una geografía naturalmente proclive a la compartimentación –el archipiélago de las Antillas–, ha sido frecuente la mirada integradora, compensatoria, de las artes y las humanidades. En particular desde el siglo XX –y como consecuencia de la independencia alcanzada por el pensamiento caribeño respecto de sus fuentes coloniales–, historiadores, sociólogos, artistas y escritores han buscado la “unidad en la diversidad”, priorizando las convergencias por sobre las diferencias, fomentando la política regionalista o los “lugares comunes”, según propusiera en uno de sus últimos textos el martiniqueño Glissant (2009), una de las voces más representativas de este Caribe multilingüe y multiétnico imaginado de modo transnacional.

Desde los años ´60 del siglo pasado, al calor de las revoluciones y los procesos de descolonización, la mirada religadora, los métodos comparados, las perspectivas globales fueron fundamentadas asimismo por las ciencias sociales y económicas: la teoría de la economía de plantación del New World Group en el espacio anglófono, en contacto con el enfoque de la dependencia latinoamericana, impulsó una muy productiva “caribeñización epistémica” en los términos de Norman Girvan a través del “estudio minucioso de la historia y de la realidad contemporánea de la región, libre de conceptualizaciones, formulaciones, teorías y dogmas importados” (2017, p. 463). Se trató también de un marxismo tercermundista que comprendió a las economías caribeñas como formas del capitalismo periférico, subdesarrollante, y que logró conceptualizar las instituciones sociales en sus relaciones de dependencia y sus mecanismos neocoloniales: en este contexto, la Plantación se transformó en una categoría rectora para el pensamiento y la imaginación antillanos.

En verdad, ya en el siglo XIX había emergido en las Antillas hispánicas –Santo Domingo, Puerto Rico, Cuba– y en la independiente Haití un discurso regional pancaribeño, anti-imperialista y (latino)americanista (entre sus más relevantes pensadores, podemos mencionar a Gregorio Luperón, Ramón Emeterio Betances, José Martí, Anténor Firmin). Esto fue así puesto que, como señalara Rama (1995) al analizar el fenómeno de la cultura letrada en Latinoamérica, en la América española y portuguesa las ciudades “no fueron meras factorías” sino focos civilizadores que establecieron instituciones intelectuales y desarrollaron discursos propios, indígenas o, mejor dicho, criollos, practicando la ‘transculturación’ a partir de la lección europea, primero bajo la evangelización y luego bajo la educación de las masas (p. 27)1. Por el contrario, en el Caribe francés, inglés y holandés, que constituyeron sociedades de plantación netas y donde predominaron el ausentismo y el anti-integracionismo, bajo un capitalismo más avanzado y poderes imperiales fuertemente centralizados (que llegaron a ocupar las islas por cortos períodos de tiempo, sin ningún tipo de proyección cultural), fue la falta de desarrollo de la vida intelectual la que explica que recién a mediados del siglo XX se formaran grupos locales que impulsaran una actividad organizada y funcional a sus intereses. Así, pues, se podría situar la emergencia de un discurso descolonizador o de una “caribeñización epistémica” cuando la mayoría de los países antillanos cambiaron su status político –alcanzando autonomía, independencia, o mejores condiciones– luego de la Segunda Guerra Mundial y más resueltamente en los años ´60 y ´70. Se perfiló entonces el desenvolvimiento de un sistema regional e interconectado de textos en diversas lenguas cuyos impulsos de integración se manifestaron en la literatura y las ciencias sociales de modo simultáneo.

Ahora bien, dada la pobreza estructural y los problemas económicos, políticos y sociales –el régimen de expulsión– de los países caribeños que, no obstante los cambios institucionales del siglo pasado, han forzado casi ininterrumpidamente a sus habitantes a la emigración en busca de mejores oportunidades –situación que, por supuesto, ha afectado también a los intelectuales y artistas–, el discurso identitario de la región, impulsado por esa “caribeñización epistémica” en parte local, ha sido construido asimismo desde el extranjero, y generalmente con proyecciones de mayor trascendencia. No solo porque en primer lugar la población migrante ha llegado en algunos casos a superar a la de los residentes2, y porque la situación exílica, diaspórica (aquí ambos adjetivos usados por su connotación de una política identitaria)3, estimula la reafirmación de la continuidad en los intelectuales y los “agentes de cultura” –como alguna vez observara Said–4, sino porque además el locus de enunciación en los países receptores resulta, una vez conquistado, más favorable: las condiciones materiales de producción y las posibilidades de difusión del discurso caribeñista, al igual que las oportunidades económicas y sociales, son en líneas generales más ventajosas en las metrópolis externas, dada, a la inversa, la precarización histórica del campo intelectual y artístico en las islas. En este sentido, es la condición migrante de la literatura caribeña, en tanto sistema literario cuyo funcionamiento está atravesado por el desplazamiento masivo de sus productores, la que en gran parte determina sus motivaciones e intereses, enfocados a la identidad regional (y a la cultura regionalista) de modo constante y recurrente. En lo que sigue, analizaré estas preocupaciones comunes teniendo en cuenta los condicionantes materiales e ideológicos de la literatura caribeña: su tendencia forzosa al movimiento y, por lo tanto, a la distancia crítica (a veces idealizada) del lugar natal, y las dificultades que enfrenta aún hoy dado el déficit de desarrollo y autonomía de las instituciones locales, en especial en los espacios de colonización no hispánica donde el surgimiento de la literatura ha sido mucho más tardío.

Geoestéticas caribeñas en busca de soberanía

Sabemos que la repetición, al igual que la Relación para Glissant (2009), es la vía de entrada al Caribe del cubano Antonio Benítez Rojo, cuyo libro La isla que se repite (1998), escrito en los Estados Unidos, ha conformado desde su aparición, hace ya tres décadas, un texto ineludible para los estudios culturales caribeños y también para lo que actualmente denominamos “estudios transatlánticos”. En algunos trabajos anteriores he analizado precisamente la propuesta del escritor en el exilio vinculada con otros ensayos sobre la literatura y la cultura antillanas, y apuntado el denso tejido de interrelaciones y redes intelectuales proyectadas5. A partir de su obra, en diálogo con la de Glissant –su Antillanité emplazada sobre la Relación–, o con la del barbadense Kamau Brathwaite, cuya lectura de la unidad submarina del Caribe ha sido también clave para el pensamiento contemporáneo de la región, la literatura caribeña se ha constituido como un entramado de símbolos, figuras, argumentos y mitos compartidos.

En el caso particular de lo que he indagado como un subgénero per se, el del “ensayo caribeño” en tanto textualidad emparentada con lo que en Latinoamérica conocemos por el “ensayo de interpretación”, la tradición caribeña presenta un recurrente impulso integrador, por sobre barreras lingüísticas y criterios nacionalistas (y coloniales) estrechos. Pues, en efecto, ¿qué son The Pleasures of Exile (1960) de George Lamming, History, Fable and Myth in the Caribbean and Guianas (1970) de Wilson Harris; Caliban (1971) del cubano Roberto Fernández Retamar; Éloge de la creolité (1993) de los martiniqueños Jean Bernabé, Patrick Chamoiseau y Raphaël Confiant o Caribeños (2002) de Edgardo Rodríguez Juliá, entre otros textos como Le discours antillais (1981) de Glissant, History of the Voice (1984) de Brathwaite o el comentado La isla que se repite (1989) de Benítez Rojo, sino discursos de religación caribeña? Entre los “lugares comunes” que vinculan estos discursos, he subrayado la confluencia de perspectivas teóricas (a las reflexiones en torno de la lengua y de las estéticas antillanas –el realismo mágico, el barroco– se suma una importante caja de herramientas antropológicas y sociológicas: mestizaje, criollización, trans e interculturación, supersincretismo, interplay); pero he destacado en particular, como ya otros críticos hubieran señalado (Dash, 2001; DeLoughrey, 2007), la gravitación de figuras geográficas y de tropos espaciales y ambientales específicamente antillanos. Aquello que DeLoughrey denomina un “imaginario transoceánico” [“transoceanic imaginary”] que sirve a la representación de una identidad transatlántica y regional, y que Dash ha indagado a partir de las metáforas “marítimas” presentes en la obra de Brathwaite y Glissant, constituye según mis lecturas una vía poética de integración discursiva que contrarresta la desvinculación y la fragmentación que los mismos autores analizan desde una perspectiva socio-histórica. El ensayo cultural antillano, en efecto, permite pensar en la conformación de una “geoestética”, tal como Boyer (2009) ha precisado a partir de la obra de Glissant, una poética geográficamente marcada que es enunciada, en muchos casos, desde un locus migrante (distante) y con fines descolonizadores, en busca de una soberanía cultural.

Boyer (2009), en efecto, observa cómo la geografía surte de metáforas a teóricos y artistas y subraya su relevancia como “principio de racionalidad o modelo ontológico de la propia actividad filosófica, estética o artística” (p. 14), dados sus efectos espacializantes, críticos, políticos, de empiricidad y de positividad, sobre otros discursos. Es necesario, para la autora, reemplazar la “razón trascendental” por lo que denomina “una razón geográfica”, lo que significa atender a la geopolítica de la mirada que ha sido una de las consecuencias del impacto del “giro espacial” en las humanidades, si bien podemos pensar que el discurso teórico latinoamericano y caribeño (surgido en condiciones de dependencia) ha estado signado desde sus comienzos por una fuerte conciencia espacial y geopolítica.

Que el imaginario geográfico presente en el ensayo caribeño tiene, como he analizado, una motivación política heredada de la matriz anticolonialista (la cual no deja de continuar), resulta evidente en la propuesta de un pensamiento archipiélico en oposición al “pensamiento continental” (Glissant, 2009) o de una “marealéctica” [tidalectics] que recusa la dialéctica hegeliana (Brathwaite, 1973)6, entre otras nociones geoestéticas más contemporáneas. En relación con este punto, Edward Baugh ha destacado no solo aquello también apuntado por otros críticos, a saber: la convergencia en el recurso a la metáfora, especialmente “marítima”, sino también el modo en que lo “caribeño” es definido en contraste metafórico con postulados eurocentristas, a través de binarismos. Si por un lado, entonces, el pensamiento caribeño continuaría atrapado en la lógica occidental de oposiciones binarias dada su impronta anticolonialista, por el otro, el privilegio dado a la metáfora, amén del riesgo de la imprecisión y la vaguedad, permitiría evitar la rigidez teórica y los sentidos fijos, promoviendo flexibilidad argumentativa (Cfr. Baugh, 2006).

En este sentido, las reflexiones póstumas de Benítez Rojo sobre la necesidad de pensar el Caribe (o la “Nueva Atlantis”) simultáneamente desde tres paradigmas de pensamiento integrados: el moderno, el posmoderno, y aquel de los “Pueblos del mar” (cfr. 2010, p. 97) parece adaptarse a las nuevas corrientes (valga el juego con la literalidad del término) de los estudios transatlánticos, entre los cuales el “Atlántico Negro” de Paul Gilroy ha resultado asimismo una categoría clave de los discursos caribeños posmodernos, definida por el propio autor como “formación transcultural e internacional” de estructura “rizomórfica y fractal” (1993, p. 4, traducción propia). Bajo el signo de la labilidad y movilidad de las figuras acuáticas, emparentada con la Relación rizomática de Glissant (2009) y también con la “unidad submarina”, transnacional, de Brathwaite (1973), la noción del Atlántico negro de Gilroy, que se ocupa de la “posicionalidad intercultural” de los intelectuales y activistas afrodescendientes (anglófonos), comparte con estas teorizaciones antillanas, como se ve, el rechazo de las compartimentaciones y el afán de una mirada integradora y globalizante. Si a Gilroy su perspectiva poscolonial le es funcional a su crítica del nacionalismo etnocéntrico de la tradición anglosajona, para los autores antillanos, en cambio, las figuras móviles y relacionales hablan de derivas comunes en busca de una soberanía estética que no da por enteramente perimidos los nacionalismos, pues apela a la continuidad de un discurso de resistencia regional y colectivo desde la diáspora, la migrancia o el exilio.

En este sentido, el pensamiento contemporáneo sobre el Caribe escapa a las totalizaciones de los discursos modernos mientras inscribe su ‘marca’ local, una inflexión regional, geoestética, que puede ser pensada como la voluntad de aggiornar el discurso identitario caribeño a las filosofías posesencialistas metropolitanas, especialmente si consideramos la explícita o implícita influencia (valga nuevamente el sentido etimológico) de autores franceses como Derrida, Lyotard, Deleuze y Guattari, en algunos de los autores comentados. Así, pues, podría observarse en el ensayo cultural caribeño la relativa condición de dependencia de los modelos externos que ha signado también al pensamiento latinoamericano, y que ha obligado a los intelectuales –dada su nunca abandonada postura anti-colonialista– a una constante pero siempre vigilada transculturación: la ya mencionada caribeñización epistémica, que no es sino el diálogo fructífero, la asimilación creativa, transatlántica, de ideas centrales, practicada por el pensamiento americano desde que, con la Conquista, tuvo que someterse al poder colonial de la razón europea.

La fuerza de la geoestética caribeña, de modo significativo, es confirmada aún por aquellas perspectivas más novedosas que cuestionan las limitaciones de esta serie escrita por, como vimos hasta aquí, una tradición fundamentalmente masculina que conforma el canon caribeño desde un marco integral, multilingüe. Pienso en la interesante lectura realizada por la crítica norteamericana Omise’eke Natasha Tinsley, quien en su aproximación al Caribe en el contexto del Atlántico negro y queer, ha criticado los usos poscoloniales de metáforas oceánicas, las geografías conceptuales y figurativas vacías de presencias históricas concretas, en especial: la obliteración de los cuerpos y de las sexualidades y experiencias queer. Para Tinsley (2008), el Black Atlantic (1993) de Paul Gilroy, por ejemplo, es “frígido” –se metaforiza de modo optimista como espacio que expande la conciencia negra pero allí el sexo, cuando aparece, solo sirve a la figuración del dolor–7 mientras que, a la inversa, “el Caribe de Benítez Rojo se inunda de una sexualidad femenina hipersensible” (2008, p. 196, traducción propia) mientras “la violencia sexual y la reproducción dolorosa son abstraídas y reinscriptas en las imaginaciones regionales” (2008, p. 197, traducción propia). En ambos casos, al igual que en la metaforización marítima de la tradición caribeña en general, Tinsley cuestiona el movimiento “hacia una especie de clausura, el Atlántico transmutándose en un horizonte de hibridez y el Caribe con forma de concha [“cunnic”] sanando orgásmicamente de modo de convertirse en los vehículos que estos autores desean para las identidades regionales y diaspóricas” (2008, p. 202, traducción propia).

Por el contrario, la autora piensa los barcos negreros en su materialidad (los fluidos menstruales, la orina, las lágrimas), las experiencias corporales y sexuales silenciadas y el homoerotismo durante el Middle Passage –la travesía transatlántica de los esclavos–, registrados de modo fragmentario, según admite, pero los escudriña no como metáforas sino como acciones concretas de intercomunicación, como poderosas fuentes de poder y no solo de sufrimiento (2008, p. 199). No obstante, lo cierto es que Tinsley continúa en lugar de descartar la tradición teórica e historiográfica caribeña, especialmente cuando en esas travesías imagina lazos ‘acuáticos’ que son políticos, porque su imaginación histórica (las crónicas y los archivos no abundan) entiende queer no solo en el sentido sexual sino también como una práctica creativa de resistencia: relaciones queer entre las personas compañeras de travesía [shipmates] “conectándose de modos en que la carne mercantilizada nunca debía hacerlo…”, “conexiones interpersonales que contrarrestan deseos imperiales…” (Tinsley, 2008, p. 199, traducción propia). (Estas experiencias marítimas, en efecto, podrían anudarse con la figura terrena del cimarroneo también invocada una y otra vez por la tradición intelectual caribeña como práctica creativa de resistencia: recordemos, por ejemplo, en la visión del cubano Benítez Rojo, a su vez afiliada con la novela del puertorriqueño Rodríguez Juliá La noche oscura del niño Avilés, “la complejísima y enrevesada arquitectura de rutas secretas, trincheras, trampas, cuevas, respiraderos y ríos subterráneos que constituye el rizoma de la psiquis caribeña” (Benítez Rojo, 1998, p. 302).

En verdad, el rechazo de Tinsley (2008) de las uniones y suturas figuradas y restauradoras no le impide leer el Atlántico negro y queer como contracorriente, deseo contrapuesto a las corrientes brutales de la historia, en continuidad con la geopolítica de resistencia de la tradición caribeña. Lejos de disminuir el poder simbólico del legado anticolonial, su operación materialista, más supuesta que acreditada por archivos, consolida la geoestética antillana. Aun para reescribir o desviar los influjos de esa tradición, la escritura caribeña debe lidiar con su registro, sus figuras y sus códigos. En el Black bloody Atlantic (2008) de Tinsley se trata, en todo caso, de una poética de la sangre, del drama y del dolor, ya que cuando los líquidos adquieren valor, como escribiera Gaston Bachelard en su clásico L´eau et les rêves (1964), se asemejan a los líquidos orgánicos8; pero es también una poética del placer, de la liberación de los fluidos corporales, antinormativos y antipatriarcales, en sintonía con un Caribe enriquecido con la escritura transformadora de las mujeres y de los nuevos autores que, pasados los utopismos revolucionarios –que son sin duda, aun involuntariamente, falocéntricos–, aportan experiencias antes obliteradas. Además de los textos comentados por Tinsley –de Ana-Maurine Lara y Dionne Brand, ambas de origen antillano pero residentes en Estados Unidos y Canadá, respectivamente–, entre tantas otras escrituras que asimilan productivamente el archivo geoestético caribeño con una fuerte perspectiva de género, lo que vengo argumentando puede ejemplificarse con la maravillosa novela del haitiano Gary Victor, Le sang et la mer (2010), cuyo título es ya elocuente al respecto.

Pero quisiera ahora recuperar un sustancioso ensayo de la escritora guadalupeña Maryse Condé, publicado en inglés en 1993, en parte como homenaje a la reciente ganadora del premio Nobel alternativo del 2018, y fundamentalmente por la pertinencia de su panorama crítico de la literatura caribeña en el contexto de estas reflexiones. En “Order, Disorder, Freedom, and the West Indian Writer”, Condé (1993) analiza lo que entonces (en los años ´90) consideraba el “orden” de la literatura franco-antillana, una serie de mandatos estéticos que pueden encontrarse también, aunque por supuesto con diversas inflexiones, en los demás espacios caribeños.

Según Condé (1993), la estética francoantillana, fundada en los años ´30 del siglo pasado con la Negritud de Légitime Défense y Aimé Césaire, a partir de la idea utópica (luego necesariamente abandonada) de un mundo negro unido contra el colonialismo y la injusticia, ha estado orientada de modo restrictivo al realismo social, a la denuncia –pero no a la (auto)crítica–, al compromiso sartreano y a la construcción militante de una voz colectiva (o masculina y mesiánica, portavoz de las masas), con pocas variaciones, a su pesar, a través de los aportes de Glissant y del grupo de la Créolité a la novela antillana. Más allá de la ampliación de los referentes y la incorporación de preocupaciones más estrictamente estéticas –como el acento puesto sobre el lenguaje–, el problema de la literatura caribeña ha sido su acatamiento de imposiciones ideológicas (anti-colonialistas, nacionalistas), su circunscripción al terruño, a los elementos de la cultura popular, al “pequeño y aislado pueblo caribeño” (Condé, 2000, p. 160, traducción propia). El mismo “Orden” ha obstruido, así, tanto el cosmopolitismo como descripciones de la naturaleza que no fueran ideológicas –o como mínimo simbólicas–, representaciones más realistas (y por ende pesimistas) de las Antillas o del África, “escenas de amor individual y agitación psicológica” (2000, p. 153, traducción propia) y, particularmente dada la matriz patriarcal de ese “Orden”, la exploración de la sexualidad femenina. Al igual que en el mito de origen bambara que Condé (2000) recupera en su ensayo, son las mujeres, entonces, las llamadas a introducir el Desorden como poder de transformación, y la autora guadalupeña no vacila en ejemplificarlo con su propia obra, transgresora sin duda de los usos ejemplares de la ficción al explorar los tabúes (la sexualidad femenina y el homoerotismo, las imágenes idealizadas de África o del hombre afroantillano).

En relación con el panorama analizado hasta aquí, probablemente lo más interesante del planteo de Condé (2000) sea su crítica de la geoestética caribeña y su paradójico rescate de los primeros poetas de las Antillas francesas, acusados por la generación de la Negritud y Tropiques de una mirada exotizante, afrancesada, imitativa de los paradigmas metropolitanos. Para Condé (2000), el mandato ideológico en torno de la captación de la naturaleza, lo que podríamos llamar las militantes reglas del arte afroantillano, expuestas de modo inaugural en el famoso Cahier d’un retour au pays natal (1939) de Aimé Césaire, fue en desmedro de una apropiación auténtica del espacio y se relaciona con un problema más profundo respecto de lo que cabría definir como las trampas de las estéticas anticolonialistas. Cito dos pasajes clave del planteo sagaz, y audaz, de Condé (2000):

Las explosiones líricas sobre las montañas o el mar y el cielo fueron cedidas a los llamados “poetas exóticos” de principios de siglo, que habían sido ridiculizados y sentenciados a muerte literaria. Las colinas eran el refugio donde los cimarrones habían escapado de los sufrimientos de la plantación, los árboles los testigos silenciosos de una explotación eterna. (p. 153, traducción propia)

El nuevo orden no afectó solo a la poesía. También afectó a la historia, la sociología y la filosofía. La sociedad antillana no fue estudiada per se, como un objeto autónomo. Fue siempre vista como resultado de la trata, la esclavitud y la opresión colonial. Este pasado fue la causa de cada rasgo social y cultural y por lo tanto explicó todo: las relaciones entre los hombres y las mujeres, el sistema familiar, así como las tradiciones orales y la música popular. Es imposible negar que el pasado antillano pesa fuertemente sobre el presente. No obstante, el sistema de plantación en el cual esta sociedad evolucionó, la promiscuidad del amo blanco, la llegada de nuevos grupos étnicos como los indios, son factores también responsables de sus características. No todo puede ser explicado por la esclavitud. La sociedad antillana pasó a ser considerada un paraíso pervertido por Europa. Todo lo anterior a la colonización fue idealizado. Consecuentemente, de la imagen de África, la Madre patria, fueron cuidadosamente erradicadas aquellas manchas tales como la esclavitud doméstica, las guerras tribales, y el sojuzgamiento de las mujeres. (p. 154, traducción propia)

Condé demanda, entonces, un desorden comprendido como liberación de esquemas reductivos, mandatos anti-coloniales, nacionalistas y afrocéntricos que desconocen las complejidades de la experiencia caribeña y del mundo actual: “¿Estamos condenados a explorar hasta la saturación los recursos de nuestras estrechas islas? Vivimos en un mundo donde las fronteras han ya dejado de existir” (2000, p. 160). En tanto especificidades clave a tener en cuenta en torno de la cultura caribeña, la guadalupeña considera las realidades diaspóricas y migrantes de la población antillana (“la mitad de la población de cada isla vive en el exterior”, traducción propia) y agrega que, aunque su lengua materna sea el creole, es probable que esa población hable otra lengua; en tal contexto, se afilia con la idea de Glissant que opone al cerrado Mediterráneo, el mar Caribe “abierto al mundo y a sus influencias energéticas” (2000, p. 160, traducción propia).

Ahora bien, una vez bienvenida la apertura cosmopolita y los contactos reales e imaginarios multi-relacionales que liberan a la literatura caribeña de sus históricos constreñimientos, cabe preguntarse si, ante la continuidad de los modos de ver ajenos sobre el Caribe, no es necesaria una persistente vigilancia. Cabe reflexionar si el planteo de Condé (2000), concordante con la Relación de Glissant o el Caribe transtlántico de Benítez Rojo en su amplitud internacionalista, y que perfila un Caribe en el contexto de un intercultural Atlántico negro según la perspectiva contemporánea de Paul Gilroy, no peca de ingenuidad al cuestionar la “militancia” nacionalista o regionalista de la tradición caribeña. Si por un lado es iluminadora y certera su crítica de las miradas políticas esquemáticas, maniqueas y estrechas, por otro lado, es indudable que el equilibrio entre la visión propia, amplia y autónoma que reclama, y los patrones foráneos, hegemónicos y coloniales, es hasta el día de hoy difícil de alcanzar.

Condé, por ejemplo, destaca que la escritura de mujeres transgrede porque implica que “antes que pensar en una revolución política, la sociedad antillana necesita una revolución psicológica” (2000, p. 164, traducción propia), desmereciendo precisamente la obra de sus propios antecedentes francófonos, como Frantz Fanon o el mismo Glissant –para quienes la psicología y la psiquiatría fueron centrales a su programas descolonizadores–, o como si las revoluciones psicológicas no implicaran transformaciones políticas. Mientras puede observarse una más fina exploración de la violencia patriarcal y racista en la escritura contemporánea (de mujeres, pero también de escritores queer o unqueer), la necesaria militancia feminista no debería desafiliarse de una tradición masculina aún hoy válida en su férreo posicionamiento geopolítico anticolonial. Condé, además, al comentar las específicas problemáticas sociales y de género en las Antillas, como la emigración, el ausentismo y la irresponsabilidad de los hombres que convierten a las mujeres en cabeza de familia, y al sostener que en lugar de esas realidades sociológicas la literatura antillana ha ofrecido “retratos triunfantes de héroes mesiánicos volviendo a casa para revolucionar sus sociedades” (2000, p. 163, traducción propia), ignora sin duda otras obras valiosas del Caribe como la novela autobiográfica del barbadense George Lamming, In the castle of my skin (1953), la cual analiza la infancia de G., alter ego del autor, desde una visión que hoy consideraríamos como feminista, pues da cuenta de esas realidades psico y sociológicas: incluso la descripción de la madre, en la primera persona de G., probablemente motivara el título del clásico estudio rescatado por Condé: My mother who fathered me (1957), escrito por la antropóloga jamaiquina Edith Clarke9.

Estos desconocimientos por parte de Condé, por supuesto meramente ilustrativos, obligan empero a reflexionar sobre la persistente necesidad de una mayor intercomunicación entre los sistemas literarios de la región y sobre el desafío de una crítica caribeñista que reconozca que el gran problema de la literatura caribeña, complejizado además por su condición migrante, diaspórica o exílica, es el de la lengua: el de las lenguas de expresión e, igual de importante, el de las lenguas de traducción10. Puesto que amén de las perspectivas religadoras de teóricos, críticos y escritores (“sea cual fuere la lengua empleada en el Caribe, me parece que poseemos el mismo lenguaje”, afirmaba Glissant desde una firme visión regional y anticolonial [Bader, 1984, p. 91, traducción propia]), el sistema literario caribeño, compartimentado en diversos bloques lingüísticos y signado por un régimen de expulsión, continúa hegemonizado por las lenguas imperiales y por circuitos de edición y distribución coloniales. En este sentido, es sintomático que Condé en su ensayo –publicado en los Yale French Studies mientras la escritora guadalupeña se desempeñaba como académica en la Universidad de Columbia– cite “Masters and slaves”, el clásico Casa-grande e senzala del brasileño Gilberto Freyre, en su desviada traducción al inglés (su lengua de difusión internacional), y no mencione, como ya apunté, la novela de George Lamming porque probablemente la desconozca, aunque esta tuvo una edición en francés, de poca o nula circulación sin duda, titulada de modo significativo “Les îles fortunées”.

Excursus

Valga comentar que la novela de Lamming fue traducida como Les îles fortunées a instancias de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir en 1954 para la colección Les Lettres Nouvelles de Maurice Nadeau, y que su publicación materializó las alianzas establecidas por la diáspora afroamericana y afrocaribeña al calor de la Négritude y con el impulso de las vanguardias intelectuales metropolitanas. Claro producto del “Black Atlantic” de Gilroy (un Atlantique noire en este caso), la aparición de esas islas afortunadas en francés, en París, es emblemática de las condiciones fundantes y los rasgos distintivos de la literatura antillana, de sus relaciones de dependencia de las metrópolis externas y sus agentes coloniales de legitimación. El fenómeno es representativo, asimismo, de los inmensos desafíos del sistema literario antillano hasta el día de hoy. El título ‘turístico’ elegido por las traductoras de Lamming al francés, que nada tiene que ver con la versión original (En el castillo de mi piel es la traducción literal de la cubana Casa de las Américas), nos habla también de los misreadings y denominaciones erróneas a los que el Caribe se ha sometido desde la Conquista. El título se vuelve también paradójicamente interesante pues las Fortunatae Insulae se identifican con la llamada Macaronesia, el equivalente griego que nombra a los cinco archipiélagos del Atlántico cercanos al África: las islas Azores, Madeira, Salvajes, Canarias y Cabo Verde. Y como una misma isla que se repite a través del “Atlántico negro”, el Caribe ha sido oportunamente vinculado por las más actualizadas teorías culturales con los “pueblos del mar” cercanos al África.

Pero una vez más, la perspectiva transnacional y transatlántica no debería ser resultado de tendenciosas traducciones o imprecisas generalizaciones, ni tampoco de lógicos intentos de superación de nacionalismos estrechos, por supuesto ajenos a la práctica artística, sino servir a una continua mirada crítica sobre la realidad migrante, y en gran parte aun colonial, de la literatura caribeña. Si, como Gilroy ha postulado, el barco es un cronotopo fundamental del Atlántico negro, y las balsas tanto como el avión o “la guagua área”, según el gracioso título del puertorriqueño Rafael Sánchez, dominan el horizonte caribeño actual, y si, como reza la cita de Alissa Trotz en el epígrafe inicial, “es el movimiento lo que es naturalmente caribeño y no las fronteras” (2017, p. 572), es a causa de una situación apremiante que, en el terreno de lo literario, nos habla de la precaria situación de los escritores quienes, especialmente en el caso de las áreas anglófonas y francófonas, se ven obligados a trasladarse al Norte (Estados Unidos y Canadá) o a las (ex)metrópolis colonizadoras como Londres o París para desarrollarse profesionalmente, o quienes, aun permaneciendo en sus países, padecen el dominio norteamericano y europeo sobre la cultura antillana y la hegemonía de sus paradigmas de conocimiento, ligados a su vez a la avanzada del angloamericano como “lengua universal” y a las siempre desiguales leyes de la República Mundial de las Letras.

Un pequeño lugar de Jamaica Kincaid, o el retorno al país natal revisitado

La condición migrante de la literatura caribeña radica fundamentalmente en la debilidad de los sistemas literarios en las Antillas, en una falta de soberanía que provoca la resistencia atenta de los escritores ante las miradas externas y neocoloniales, e incluso ante una crítica o una teoría que, como el turismo, amenaza con imponer sus intereses por sobre las perspectivas propias11. No por azar, sumado a las constantes reflexiones sobre exilios, partidas, desvíos y retornos, o a la persistencia de figuras ambientales y paisajes ideologizados, otro lugar-común de las letras caribeñas es la apropiación irónica –geoestética, geopolítica– del discurso turístico. Sin duda es el mordaz A Small Place (1988) de Jamaica Kincaid el texto más representativo en este sentido, pues, dirigiéndose al lector con la aparente frescura de una guía local, deconstruye de modo crudo la visión paradisíaca de Antigua, junto con toda falsa conciencia o inocencia respecto de la realidad colonial de miseria, explotación, corrupción y precariedad de la vida. Ya al inicio del ensayo, la pregunta que debería hacerse el turista (en la mente ilusa de la enunciadora / guía), la cual desnaturaliza el nombre del aeropuerto local, sirve a una crítica sutil a las políticas de expulsión, contrapuestas al desarrollo y a la construcción de soberanía:

If you go to Antigua as a tourist, this is what you will see. If you come by aeroplane, you will land at the V. C. Bird International Airport. Vere Cornwall (V. C.) Bird is the Prime Minister of Antigua. You may be the sort of tourist who would wonder why a Prime Minister would want an airport named after him—why not a school, why not a hospital, why not some great public monument? (Kincaid, 1988, p. 3)

A partir de un constante juego con las experiencias dicotómicas del turista extranjero y del residente local (al filo de convertirse en) migrante, ciudadano de segunda en el país de procedencia del primero, Kincaid (1988) reedita el discurso anticolonial con la perspicacia de su expresión sencilla e ingenua, alejada de las retóricas ampulosas, rotundas y militantes. El binarismo oposicional turista-migrante, con el cual se reelabora la dialéctica colonizador-colonizado, amo-esclavo, es planteado, en efecto, desde el momento en que el extranjero “norteamericano o europeo –blanco, para ser sinceros–” pisa la isla:

Since you are a tourist, a North American or European —to be frank, white— and not an Antiguan black returning to Antigua from Europe or North America with cardboard boxes of much needed cheap clothes and food for relatives, you move through customs swiftly… (Kincaid, 1988, p. 4)

No importa cuál sea la residencia temporaria o permanente de los escritores caribeños (en el caso de Kincaid ha sido mayormente Vermont en los Estados Unidos), es el posicionamiento político de resistencia el que da cuenta de la particular geoestética antillana. La crudeza de Kincaid (1988) nos lleva luego de la advertencia al turista por la falta de un sistema apropiado de desechos en Antigua, que puede transformar al hermoso mar en el que el visitante piensa bañarse en una gran cloaca, al aparentemente liviano dato sobre el Middle Passage que reedita la figura del océano como cementerio de esclavos: “it would amaze even you to know the number of black slaves this ocean has swallowed up” (Kincaid, 1988, p. 14, énfasis mío). La contraposición entre las dos visiones del Caribe, la del extranjero soberbio que creería ya saberlo todo y aquella del nativo que debe desarticular las versiones turísticas, es una constante en el ensayo de Kincaid, el cual dialoga, así, con muchos otros textos memorables de la tradición, como “Las Antillas. Fragmentos de una memoria épica” de Derek Walcott12 o el maravilloso comienzo del poema “Islands” (1969) de Kamau Brathwaite, cuyos versos exploran de modo fundante los prejuicios y modos de ver ajenos sobre el Caribe:

So looking through a map

of the islands, you see

rocks, history’s hot

lies, rot-

ting hulls, cannon

wheels, the sun’s

slums: if you hate

us. Jewels,

if there is delight

in your eyes13.

Para finalizar, cabe evocar también un pasaje de A Map to the Door of No Return (2001) de Dionne Brand, la escritora trinitaria adoptada por el canon canadiense, donde el trabajo sobre el discurso turístico no solo continúa la tendencia geoestética antillana sino que con igual sutileza sugiere el dominio colonial sobre las relaciones más íntimas, incluso aquellas entre dos amantes:

As you crest the hill, there is the ocean, the Atlantic, and there a fresh wide breeze relieving the deep flush of heat. From atop this hill you can see over the whole town. Huge black cannons overlook the ocean, the harbour, and the town’s perimeter. If you look right, if your eyes could round the point, you would see the Atlantic and the Caribbean in a wet blue embrace. If you come here at night you will surprise lovers, naked or clothing askew, groping hurriedly or dangerously languorous, draped against the black gleaming cannons of George III. (Brand, 2001, p. 197)

Como la homofonía en inglés sugiere, es la propia subjetividad del nativo o migrante caribeño la que se encuentra aún bajo el perpetuo y continuo asedio de los cañones, o los cánones, coloniales.

Referencias bibliográficas

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1 Recordemos que la primera universidad fue fundada en el Caribe hispano (La Española) en 1538, por lo que hubo ya letras coloniales en Santo Domingo. En el área francófona, por el contrario, la primera universidad fue creada en Haití, independizada de Francia en 1804, recién en 1920.

2 Es el caso extremo de Montserrat, seguido por los ejemplos de Dominica y Antigua y Barbuda entre otras Antillas menores anglófonas, también las islas holandesas, Guyana en el continente, y en menor escala el caso de Puerto Rico, Estado Libre Asociado de EE.UU. Para información sobre las “movilidades y migraciones” en el Caribe, véase el excelente sitio web “Atlas Caribe” realizado por la AREC (Association de Recherches et d´Études de la Caraïbe) en: https://atlas-caraibe.certic.unicaen.fr/es/page-281.html

3 Para una provechosa disquisición sobre el campo semántico en torno de la migrancia y las categorías relacionadas: exilio, diáspora, desplazamiento forzado, entre otras. remito al artículo de Abril Trigo “Migrancia: memoria: modernidá” (2000).

4 El propio Said ha comparado en este sentido el caso del Caribe con el de su país de origen, Palestina, dada la construcción mayoritaria de un discurso identitario, histórica y paradójicamente, desde la diáspora (Bracho, 2000, p. 127).

5 Cfr: “El ensayo que se repite o el Caribe como lugar-común (Antonio Benítez Rojo, Édouard Glissant, Kamau Brathwaite)”, Anclajes, Instituto de Investigaciones Literarias y Discursivas de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de La Pampa (Argentina), Vol. 18, N°2, 2014, pp. 19-31; y versiones reelaboradas, en inglés: “Notes on the Caribbean essay from an archipelagic perspective (Kamau Brathwaite, Édouard Glissant and Antonio Benítez Rojo)”, Caribbean Studies (Instituto de Estudios del Caribe, Universidad de Puerto Rico), Vol. 43, N°1, January-June 2015, pp. 147-173, o en francés: “Échanges et appartenances dans l´essai des Caraïbes de Kamau Brathwaite, Édouard Glissant et Antonio Benítez Rojo”, en Pérennité ou changement: Identités et représentations dans les aires culturelles caraïbes. Dialogues de Vienne, Noémie Le Vourch et María Fátima Rodríguez (dirs.), CRBC (Centre de Recherche Bretonne et Celtique), Brest (Francia), 2016, pp. 17-36.

6 La ‘marealéctica’ es definida por el poeta de Barbados como una “dialéctica pero con mi diferencia”, y entendida como “el movimiento progresivo y regresivo del mar, en sentido cíclico antes que linear” (Mackey, 1995, p. 14, traducción propia).

7 Cito del original: “Sex is not about sex, then; it is about pain. While the Atlantic — rather than remain primarily a site of diasporic trauma — is optimistically metaphorized as space that expands the horizons of black consciousness, sex is pessimistically metaphorized as a sorrow song that never yields deep pleasure. Gilroy’s black Atlantic seems equally resistant to victimizing and sexualizing its mariners, as if both impulses were too much part of colonial discourse to warrant sustained attention” (Tinsley, 2008, p. 196).

8 Cito del original en francés: “Il y a donc une poétique du sang. C´est une poétique du drame et de la douleur, car le sang n´est jamais heureux” (Bachelard, 1964, p. 84).

9 Condé en su ensayo comenta el estudio de Clarke sobre el sistema familiar en las Antillas, My Mother who Fathered Me, A Study of the Families in Three Selected Communities of Jamaica, cuyo título, como sospecho (aunque no he podido constatarlo) fue posiblemente tomado de la novela de Lamming, en la cual G., quien vive con su madre soltera y no conoce a su padre pues este los ha abandonado, se presenta al inicio con las siguientes palabras: “My father who had only fathered the idea of me had left me the sole liability of my mother who really fathered me” (Lamming, 2002, p. 3, énfasis propio).

10 Para profundizar en esta cuestión, remito al interesante aporte de Mónica del Valle “Traducir la brujería. Por una política editorial de traducción en torno al tema afroespiritual” en el libro digital que he compilado junto con Francisco Aiello, Las islas afortunadas (Buenos Aires, Katatay, 2016).

11 La reflexión se refiere aquí al Caribe anglófono, francófono y también al holandés. Es otro el caso del área hispanófona, como ya precisé anteriormente, no solo por las diferencias en el desarrollo histórico de los sistemas literarios sino por las diversas causales de la emigración en las últimas décadas. Por ejemplo si pensamos en Cuba en particular, donde las instituciones literarias son más fuertes y donde de hecho se publica, traduce y auspicia la literatura caribeña por fuera de los circuitos coloniales (el caso de Casa de las Américas es meritorio pues ha abierto vías importantes de publicación y legitimación a autores del Caribe en otras lenguas), son el exilio o el “insilio” por razones políticas, la “diáspora cubana” a enclaves como Miami o Madrid, en Europa, además de las migraciones por motivos más bien económicos (y en el otro extremo de la movilidad: la incomunicación, la censura, el “bloqueo”), los fenómenos que han afectado y aún afectan singularmente su literatura y la signan de modos bien diferentes.

12 Se trata del discurso pronunciado por Walcott al recibir el Premio Nobel en 1992, donde explícitamente confronta el Caribe de folletos turísticos con la visión nativa, y presenta en toda su riqueza lo que he analizado aquí como una particular geoestética antillana: “La mar gime con los ahogados del Middle Passage, con la matanza de sus aborígenes: caribes, arahuacos, y taínos; se desangra con el escarlata del immortelle. Ni siquiera la acción de las olas que rompen sobre la arena puede borrar la memoria africana” (Walcott, 2005). La ideologización del espacio, del medio ambiente y la naturaleza es una operación constante y ejemplar en este texto.

13 Cito de la versión de Christopher Winks y Adriana González Mateos en español: “Al mirar un mapa/ de las islas, ves/ rocas, históricos/ fraudes, cas-/ cos pútridos, ruedas/ de cañón, tugurios/ de sol: si nos odias. Joyas, / si hay deleite en tus ojos” (Los danzantes del tiempo. Antología poética, México, UACM, 2010, pp. 34-35).


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