istmica

ISSN 1023-0890

EISSN 2215-471X

Número 24 • Julio-diciembre 2019

Recibido: 13/02/19 • Corregido: 06/03/19 • Aceptado: 10/05/19

DOI: https://doi.org/10.15359/istmica.24.7

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¿Qué más cuenta Centroamérica?
Relatos de Vanessa Núñez y Alberto Sánchez Argüello

Laura Fuentes Belgrave

Directora Revista Ístmica


En la actualidad, el festival literario Centroamérica Cuenta tiene en su haber seis ediciones realizadas desde 2013. Esta iniciativa internacional, coordinada por el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, año con año ha forjado un espacio de intercambio y reflexión para la narrativa centroamericana, proyectando las identidades, literaturas y realidades de la región a diversas zonas del orbe. Desde su inicio, el festival ha contado con la participación de más de 500 escritores del istmo, entre los cuales se encuentran la salvadoreña Vanessa Núñez y el nicaragüense Alberto Sánchez Argüello, representantes de una nueva generación centroamericana de narradores.

En el caso de la escritora Vanesa Núñez (1973, San Salvador), también abogada, docente y editora, incluimos un cuento inédito; “La familia”, de carácter amargo y afilado en su desenlace, como las vidas de muchas personas centroamericanas. Núñez ha publicado los libros: Los locos mueren de viejos (FyG Editores, 2008 y La Pereza, 2015), Dios tenía miedo (FyG Editores, 2011 y Editorial Piedrasanta, 2016), La caja de cuentos (libro objeto) (Alas de Barrilete, 2015), Espejos (Uruk Editores, 2015), Animales Interiores (en coautoría con Frida Larios, 2015), así como varios relatos en diversas antologías y revistas de España, Francia, Alemania, Suiza, Estados Unidos, Colombia, Nicaragua, Costa Rica, El Salvador, Guatemala y México. Su obra ha sido igualmente traducida al francés, alemán e inglés.

En cuanto al narrador Alberto Sánchez Argüello (1976, Managua), también psicólogo, ilustrador y reconocido tuitero (de la aplicación Twitter), quien ha creado varios libros de micro-relatos a partir de tuits entrelazados (Parafernalia Ediciones Digitales), publicamos el micro-cuento “La estatua”. El relato se encuentra en diálogo con el cuento de Núñez, a partir de una visión cruda de los mandatos patriarcales imperantes en nuestras sociedades. Sánchez se ha enfocado en literatura juvenil e infantil, con la publicación de las siguientes obras: La casa del agua (Fondo Editorial Libros para niños, 2003), Mi amigo el dragón (Fondo Editorial Libros para niños, 2014), Los Monstruos bajo la cama (Loqueleo Santillana, 2016), Chico Largo y Charco Verde (Loqueleo Santillana, 2017) e Ítaca (Fondo Editorial Libros para niños, 2017). Su obra se ha publicado en antologías en Nicaragua, México, España, El Salvador, Bolivia, Chile y Perú. Algunos de sus cuentos están traducidos al inglés, portugués, italiano, alemán y vietnamita.

La familia

Vanessa Núñez

El Salvador

Aquel día la Coyo se había levantado tarde. Apenas comenzó a remojar la ropa, vio que la vecina subía el camino. Traía prendido de la falda al menor de sus hijos, un muchachito enclenque que siempre andaba descalzo, en calzoncillos y tirando piedras a los pájaros que anidaban en los árboles que bordeaban el río. Mientras se acercaban, se perdió en sus pensamientos.

La noche anterior se había quedado despierta hasta tarde. Algo la mantenía inquieta desde hacía tiempo. Había notado extraño al hijo mayor. De ser un niño cariñoso, se había convertido en un muchacho malcriado y respondón, que se le ponía al brinco al papá. Ya habían llegado incluso a los golpes y ella se había visto forzada a intervenir para evitar la desgracia. Sabía que aquello le afectaba a Mario. Especialmente porque el muchacho no era en verdad hijo suyo, aunque lo había criado y querido desde chiquito, desde que se juntaron para hacer una vida juntos y sobrellevar la pobreza de mejor manera.

Habían tenido más hijos y él, aunque de tanto en tanto se emborrachaba, era un hombre correcto. Nunca hizo diferencia entre todos los cipotes. Sin embargo, era indudable que el muchacho, que al principio lo quería y lo acompañaba a la milpa, luego se negó a hacerlo y le ganó aversión. Pero no era una aversión cualquiera. Era un odio visceral que parecía comerlo por dentro.

Hijo no seás así, le decía ella. Tenés que ser agradecido. Mirá que Mario nos ha protegido como si fuésemos su familia. Acordate las penas que te he contado que pasábamos cuando tu papá de a de veras nos dejó.

Y es que entonces sí que la habían pasado mal. Por dicha, ella solo un hijo le había concebido a aquel mal hombre que, con engaños y prometiendo el cielo y las estrellas, la había sacado de su casa. Entonces la Coyo era apenas una muchacha de quince años. Él un viejo de más de cuarenta. Pero su madre no se había opuesto. Al contrario. La animó a continuar la relación con el desgraciado, como ella lo llamaba ahora. Quizá porque entonces la mamá estaba desesperada y sin un trabajo estable, la dejaba salir con él y lo recibía en la casa. Igual que la Coyo, su madre lavaba y planchaba ajeno y se rebuscaba para dar de comer a los cinco hijos que le habían quedado sin padre, luego de que lo mataran en la guerra. Quizá fuera por eso que, pese a ser menor de edad y no tener apenas cuerpo para meterse con un hombre, su mamá la dejó ir con el viejo a los paseos a los que la invitaba los domingos, hasta que un día, como era de esperar, salió panzona.

El viejo se presentó en la casa, avisó a su suegra que se llevaría a la cipota, le pondría casa y la tendría bien. La madre sintió que había hecho un buen trato con aquel viejo que a la Coyo, sin embargo, le repugnaba.

Semanas después de nacido el hijo, se enteró de lo que era secreto a voces pero que nadie le había dicho. El hombre era casado, tenía familia en la capital y ella no era más que una de las tantas muchachitas a las que les había puesto cuarto en un mesón, donde –había que reconocerlo– al menos no le faltaba comida. Indignada, lo abandonó en cuanto supo el engaño, llevando consigo solo las cosas del hijo. Pero, al llegar a la casa de la madre, esta le salió al paso y la increpó. Vos elegiste tener marido, ahora hacele ganas. ¿Quién te mandó a andar de ofrecida?, le dijo.

Y la Coyo, como no le quedó más remedio, se devolvió lo andado con el hijo en brazos y regresó con la cola entre las patas, odiando a aquel hombre que, desde aquel día, no volvió a ser el mismo y la trató mal, sobre todo cuando estaba borracho. Entonces, comenzó a llegar cada vez menos al cuartucho que le servía de casa, hasta que un día no volvió. Ella se vio obligada a trabajar de lo que fuera, sabiéndose mujer sola, a sus escasos dieciséis años, madre de un hijo y sin poder recurrir a la casa materna, donde no había lugar para dos bocas más.

Fue así como comenzó a trabajar en la pupusería de la niña Adela, que le dio trabajo con la condición de que el niño no molestara ni la interrumpiera en sus quehaceres. Ella le ponía una hamaca a un ladito de la plancha, para que sintiera el calorcito del fogón y se durmiera mientras ella, con una mano daba vuelta a las pupusas y con la otra lo mecía. El niño creció pronto y ella comenzó a preocuparse porque este, que ya daba sus primeros pasos, se fuera a caer dentro de la olla de chocolate o pusiera las manitas en la plancha hirviendo, de la que ella no se separaba hasta ya bien entrada la noche.

Por eso fue una bendición cuando conoció a Mario y este comenzó a llegar a verla todos los mediodías. Siempre pedía que fuera ella la que le echara las pupusas. Dos revueltas y dos de chicharrón, ordenaba. Luego la invitó a salir y ella aceptó. Al fin y al cabo este sí le gustaba y era más joven y, como se dio a la tarea de averiguar, no era casado ni se le conocían hijos. Pronto se fueron a vivir juntos y como él jugaba con el niño, este lo llamó “papá” desde un inicio y con él se había criado. Por eso ahora ella no entendía por qué el muchacho, ya con los quince años cumplidos, había comenzado a retarlo. Le decía cosas feas que ella no alcanzaba a entender.

Al principio Mario se quedaba callado, pero después comenzó a enojarse y a responder con violencia a las agresiones. Llegó incluso a amenazar con irse de la casa si el cipote continuaba en ese plan. Y cuando ella le hizo ver al hijo que, si seguía así, volverían a quedarse solos y sin nadie que los protegiera, este respondió que era preferible, pues ese marido que ella tenía era un hijueputa. Sin embargo, la Coyo no se atrevió a increparlo. Bajó la mirada y pensó que de seguro, el cipote había visto cuando Mario la forzaba, que no era a menudo ni en sus cabales. Ocurría solo cuando se emborrachaba y volvía mal.

De todas formas, tampoco podía reclamarle nada a Mario. Este la habría mandado a volar. ¿Qué te importan a vos las babosadas que dice este tu hijo, que de seguro salió igual de desgraciado que el papá?, le habría respondido. Y ella no tenía ganas de estar oyendo gritos. Suficiente tenía con los reclamos que la gente le hacía, cuando le parecía que la ropa no estaba bien lavada, como para seguir con el pleito en la casa.

Aquella mañana, sin embargo, el muchacho se había levantado más temprano que de costumbre y, alegando que había conseguido trabajo de chapiador en un terreno cercano al pueblo, se había marchado bordeando el río. Perdida como estaba en sus pensamientos, la Coyo no se dio cuenta ni a qué horas la vecina se acercó a la pila en la que tenía ya algunos calcetines enjabonados y unas camisas a medio remojar. Cuando estuvo enfrente la mujer obligó al niño, que se chupaba los mocos y lloraba desconsolado, a que le soltara la falda de la que estaba prendido. Su hijo le pegó al mío, allá abajito, cerca del río, le dijo de mal modo. Dice mi hijo que no es la primera vez, agregó. Si vuelve a suceder, afirmó la vecina con tono amenazante, le diré a mi marido para que sea él el que venga a hablar con el suyo y se la venga a cobrar al cipote. Es una vergüenza que un bicho más grande le ande pegando a los más chiquitos, espetó la mujer con furia.

La Coyo la oyó sin pronunciar palabra. Observó al niño que no paraba de sorberse los mocos y se escondía tras la falda de la madre, pero no alcanzó a ver ningún golpe. Una vez hubo acabado de proferir sus amenazas, la vecina se dio la vuelta y se marchó sin despedirse. Tras suyo iba el niño. Corría descalzo y quejumbroso, intentando alcanzar a la madre para asirse de su falda. Entre sus piernas, el calzoncillo dejaba ver una mancha parduzca y un hilito de sangre que bajaba por el muslo. Sin perderlo de vista y sin darse cuenta de que la pila había comenzado a rebalsar el agua, la Coyo siguió restregando con fuerza los calcetines curtidos, como queriendo borrar la sombra que hacía mucho había comenzado a formarse en su cabeza.

La estatua

Alberto Sánchez Argüello

Nicaragua

Doña Isolda siempre fue un ejemplo para la sociedad. Conoció a su marido después de la guerra; para ese entonces ella no tenía más de dieciséis y el rondaba los cuarenta. La cortejó con permiso de sus padres todas las tardes de un verano. Al final del año se casaron en catedral y se fueron a vivir a una finca que él había comprado en el norte. A su corta edad, se hizo cargo de administrar el lugar, dar órdenes a los mozos y criar los cinco hijos que le fueron llegando por gracia de Dios.

Sus hijos nunca la vieron quejarse de las golpizas dominicales que le daba su marido, ni mucho menos reclamarle por las amantes que estrenaba casi diario. Toda la ciudad fue testigo de su abnegación cuando él sufrió un derrame cerebral y ella le atendió día y noche a la cabeza de un pequeño ejército de enfermeras. No hubo nunca una viuda tan sufrida como ella y aunque tuvo muchas ofertas no se volvió a casar, dedicando su tiempo a los enfermos y huérfanos.

En su senectud, la municipalidad preparó un acto conmemorativo. La llevaron al parque central con presencia de sus familiares, el pueblo e invitados especiales; le pidieron que se sentara en una banca viendo hacia el infinito y chorrearon cemento sobre ella. Se tomaron muchas fotos y sus hijos y nietos lloraron conmovidos por tan importante reconocimiento.

Al principio la gente escuchaba gemir a la estatua, pero ahora guarda perfecto silencio.


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