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ISSN 1023-0890 / EISSN 2215-471X
Número 26 • Julio-diciembre 2020
Recibido: 04/11/19 • Corregido: 30/01/20 • Aceptado: 19/05/20
DOI: https://doi.org/10.15359/istmica.26.6

Estética y política en la poesía testimonial del Caribe colombiano

Aesthetics and Politics in the Testimonial Poetry of the Colombian Caribbean

Angélica Patricia Hoyos Guzmán

Universidad del Magdalena, Santa Marta

Colombia

Resumen

En este artículo sobre la poesía testimonial del Caribe colombiano propongo un camino de lectura de los afectos y las imágenes, frente a la violencia y las hegemonías de los discursos pacificadores del siglo XXI. Hago primero un recorrido sobre las tradiciones literarias en relación con la violencia en Colombia. Sin embargo, me centraré en la producción contemporánea, en lo que respecta a publicaciones que se hacen en un momento de posconflicto y de política de la memoria en el siglo XXI. Interpreto la manera en que la imagen poética le responde estética y políticamente a lo que Williams (1980) llamó estructura sentimental de la época.


Escojo los poemarios de escritores colombianos caribeños sobre la violencia: “Regresemos a que nos maten amor” (Ariza Navarro 2008), “Al otro lado de la guerra” (Acosta 2014), “Alarmas armadas” (Núñez 2016). Mi tesis es que la poesía testimonial, como flujo estético que viene desde el siglo XX, manifiesta y construye políticas poéticas desde la dialéctica de los afectos, desde la huella de la guerra; se vale de las imágenes para exhibir la violencia, pero crea una sensibilidad que interpela a los lectores sobre lo sentido en una realidad póstuma.

Palabras clave: poesía testimonial, poesía del caribe colombiano, afecto, memoria, sobrevivencia

Abstract

In this paper on the testimonial poetry of the Colombian Caribbean, I propose a way of reading the affections and images, in the face of violence and hegemonies of the pacifying discourses of the 21st Century. I first take a tour of literary traditions in relation to violence in Colombia. However, I will focus on contemporary production, in regards to publications that are made at a time of post-conflict and memory policy in the 21st Century. I interpret the way in which the poetic image responds aesthetically and politically to what Williams (1982) called the sentimental structure of the time.


I choose the poems of Caribbean Colombian writers on violence: Regresemos a que nos maten amor (Ariza Navarro, 2008), Al otro lado de la guerra (Acosta 2014), Alarmas armadas (Núñez, 2016). My thesis is that testimonial poetry, as an aesthetic flow that comes from the Twentieth Century, manifests and constructs poetic policies from the dialectic of affections, from the footprint of war; he uses images to exhibit violence, but creates a sensibility that questions readers about what is felt in a posthumous reality.

Keywords: testimonial poetry, poetry of the Colombian Caribbean, affection, memory, survival

Contexto histórico-social y literario

Las dos nociones centrales que guían mi lectura son la de lo literario como discurso integrador de fronteras temáticas o saberes disciplinares, y lo sensible como una manifestación democrática de las apuestas estéticas frente los discursos hegemónicos que circulan en la cultura y la sociedad, ambas nociones propuestas por Rancière en sus libros Sobre políticas estéticas (2005) y la Política de la literatura (2011). Sobre las tradiciones poéticas algunos trabajos conocidos como el de Cobo Borda (1980) hablan de una tradición de la pobreza, una poesía pobre de imaginación durante la época de los años ´70 en adelante, según él señala.

En Colombia se vive un ambiente de desigualdad y de pobreza, por ende, la poesía sufre de ello. La crítica en Colombia también habla de la condición testimonial, de estas escrituras en caliente que no permiten desarrollar una estética y, por ello, no existe poesía de la guerra en el país, esta es la postura de Vivas (2001) cuando le preguntan sobre esta relación.

Ahora bien, mientras en Colombia durante el siglo XX se difundió la idea conservadora de la poesía alejada de los problemas sociales, se encuentra que en los años ´40 Urbanski (1965) ilumina sobre el género testimonial y la manifestación poética ligada a autores que escribieron frente a la violencia bipartidista tales como Ramiro Lagos, Carlos Castro Saavedra, Emilia Ayarza, todos en la periferia. Por supuesto, también hay en el canon estudios sobre lo político de la poesía asociados a la Revista Mito, a Eduardo Cote Lamus, a Jorge Gaitán Durán, y posteriormente al Nadaísmo, como iniciadores de propuestas comprometidas que se interpretan desde el más completo y lúcido estudio sobre la poesía y la violencia realizado por Juan Carlos Galeano en su libro Polen y escopetas (1997). Lo que se ha escrito recientemente como poesía en el marco del conflicto armado en Colombia, aún no ha merecido la atención política que está interpelando.

Para el caso de esta lectura tengo que precisar lo que se entiende por violencia en el contexto de la época en que se producen las obras: la violencia generalizada (Pécaut 2001). Leo la época de finales del siglo XX como un tercer momento de la violencia derivado desde allí, que con la implantación de la política contra las drogas, la llamada “seguridad democrática” y las políticas de la memoria, instauran hacen parte de la época donde se vive en amenaza mientras se aspira a la paz en Colombia. Esto hace que en este siglo se extienda la indeterminación entre la democracia y la operación del terror en las poblaciones, como fuente de economía de guerra que genera los desplazamientos, las desapariciones, las masacres, la exacerbada presencia de todos los bandos en las poblaciones rurales, a esto le llama Mbembe (2006) la gestión de multitudes y tiene que ver con un proceso de neocolonización, donde se opera lo moderno y lo actual bajo la lógica de guerra, donde las principales víctimas son indígenas, poblaciones afro y campesinos.

A partir de esta comprensión de la violencia, tengo que hablar de la huella heredada de todo el siglo XIX y el XX en relación con la violencia en el Caribe colombiano. Sobre la región, los informes y las investigaciones situadas sobre la violencia se presentan de manera fragmentaria y con muchos vacíos, como da cuenta de ello Sergio Latorre Restrepo, en la introducción del libro Conflicto armado y transición hacia el posconflicto, una aproximación desde el Caribe colombiano (2018).

En este marco, entonces vuelvo a lo que significa la poesía, la definición de lo poético y de la interpretación de lo bello desde el testimonio, relacionado con la posibilidad de sobrevivencia y la documentación de lo afectivo. Interpreto en la poesía una lengua literaria del resto, para entender la propuesta estética del testimonio, su diálogo e interpretación crítica frente a la realidad colombiana, específicamente la caribeña en este caso.

Defino la estética testimonial o de la sobrevivencia desde lo entendido por Agamben (2000), como aquella que se vale de la lengua del testimonio o lengua del resto, a partir de la cual el sobreviviente da testimonio poético. Es decir, asumo que la poesía caribeña colombiana es el resultado de una manifestación de esta búsqueda estética de la lengua, que más allá de registrar el horror de las violencias, busca afectar al lector desde lo afectado de las propias poblaciones y experiencias necropolíticas. La estética del testimonio es una estética documental, afectiva, que se aleja de la representación mimética estrictamente y reproduce en cambio una experiencia afectiva, de dolor, de catarsis social, de amistad, de amor o de esperanza frente a lo vivido como experiencia neocolonial, o como nueva realidad caribeña a partir de la convivencia habitual con la guerra como economía política.

Todo lo que se encuentra por fuera del centro letrado en el siglo XX ha sido tomado por su registro popular como producción cultural nominada despectivamente como folclórica, sobre todo en la zona periférica y rural, como da cuenta de ello Posada (2000) quien habla de la estigmatización y recepción discriminadora de las producciones culturales rurales y afro en Colombia. Es decir, la cultura colombiana ha entendido formas populares por fuera de lo poético, por ello es necesaria una lectura que dé cuenta del carácter estético tanto de esta como de otras producciones poéticas emergentes alrededor de la guerra.

Asumo para este artículo, que esas formas populares, documentales, no son estrictamente líricas y que en su búsqueda de lenguaje fundamentan una estética del testimonio matizada por el afecto, es decir el pathos o fuerza creadora (Bordelois 2006) que motiva la poesía sobre la violencia vivida en el Caribe.

Teniendo en cuenta lo anterior, quiero leer los poemas desde su manifestación sensible frente a discursos hegemónicos, la poesía testimonial está inserta en el mismo ambiente de la guerra y de la memoria, de las políticas económicas de la violencia y la gestión de multitudes que acompaña la neocolonialdiad y la necropolítica como formas de implementación del neoliberalismo, como discurso poético que se entiende políticamente, así lo sugiere Eagleton en Como leer un poema (2001):

Hay política de la forma como hay política de contenido. La forma no es una manera de desviarnos de la historia sino un modo de acceder a ella. Una crisis de la forma artística- pongamos por caso el cambio del realismo moderno de finales del siglo XIX a principios del XX- está siempre conectada con una convulsión histórica. (…) Pero una crisis cultural en la forma suficientemente profunda es por lo general una crisis también histórica. (Eagleton 2001,17)

Desde lo anterior, la crisis histórica se entiende en el contexto de la necropolítica implantada que no permite el cese de la guerra en el territorio y así también la forma testimonial, la poesía busca sus maneras de lenguaje, por eso la lengua del testimonio que define Agamben (2000) a partir de los sobrevivientes, lo que ayuda a entender un registro cargado de afectos y emociones manifiestas en la forma poética a partir de la fuerza creadora que permite la emergencia del poema, que se duele y que habla desde su dolor testimoniando la existencia sitiada, el resto que deja la experiencia de la guerra.

Por ello me interesa como propósito la construcción de esta lengua del resto y su función de territorializar lo desterritorializado y los movimientos de la imagen como fuente de afectación de los lectores y como registro aspiracional de justicia. Lo anterior da cuenta de una posibilidad territorial de justicia desde lo regional y desde el arte, como vehículos de sentido para la paz.

Poesía testimonial en el Caribe Colombiano

En las páginas siguientes abordo y destaco en algunos de los poemas de cada autor, las formas de presentar la imagen del despojo, la necro política y las apuestas afectivas para intervenir en la realidad social, la estética que proponen desde la lengua literaria del resto, que entiendo como estética de la sobrevivencia o del testimonio.

En el Caribe colombiano, la poesía testimonial tiene sus maneras de habitar lo espacial, y ejerce una imaginación pública aspiracional de justicia, en un contexto de desigualdad, de neoliberalismo y de desterritorializaciones, que la misma condición y norma de la excepción impone a los sujetos. Quiero detenerme aquí en el problema caribeño, entendiendo desde Fernández Retamar (1976), las nuevas opciones de la crítica literaria en los problemas sociales y desfronterizados para abordar una suerte de nuevos realismos. Entonces me pregunto: ¿Cuáles son las apuestas estéticas y políticas de la poesía testimonial en el Caribe colombiano?

Desde una noción de la literatura como política en sí misma, de la poesía, entendiendo que el sensorium de los poemas testimoniales problematiza la textualidad contemporánea, la noción de tiempo y de memoria, considero que las apuestas de escritura que abordo son las llamadas de la escritura documental o desapropiación, donde, más allá de lo que Rivera Garza (2013) denomina como necroescrituras, predomina el montaje de la imagen que registra la guerra y sus efectos, los restos como lengua del testimonio (Agamben 2000). Esta escritura está motivada por un pathos que hace del poeta testigo una categoría de autor que responde al tiempo y a la problemática sociohistórica de la violencia. El montaje de materiales y textualidades de la cultura, de lo colectivo y común del lenguaje, circula para elección de la persona autora, para que ella en la disposición de las imágenes manifieste su toma de posición, su aspiración de justicia frente a lo traumático de vivir la experiencia bélica. Así se documenta no la representación sino lo afectivo, pues es a través del pathos creativo, es decir, de las emociones como cristales de la historia, donde se interviene la realidad desde la imaginación pública y la política poética del testimonio.

Encuentro que la lengua literaria del resto responde al escenario jurídico fallido del estado de excepción (Agamben 2010), desde la imaginación como denunciante de los crímenes y la impunidad, y la poesía como discurso que mueve las textualidades del testimonio, del documento, entre narrativa y lírica, a través de la imagen. En uno de los temas de la violencia, de esta gestión de multitudes, del estado de excepción, es precisamente el desplazamiento forzado, es donde encuentro un poemario que documenta la experiencia en el sentido afectivo e interpelador sobre la realidad vivida por quienes sobreviven.

Se trata del libro Regresemos a que nos maten amor (2008) del poeta Adolfo Ariza Navarro1, en él la escritura como movimiento genera la textualidad misma del poema, y las ondulaciones que son características de la poesía testimonial. El poemario habla de las masacres y los hechos violentos acontecidos en La Avianca, Magdalena en 1998. En el libro, varias voces poéticas al estilo coloquio conversacional, narran las vivencias traumáticas sucedidas en ese municipio. Se presenta allí la voz del migrante, su llegada a la ciudad, los afectos de la sobrevivencia. En ese movimiento se hacen presentes a través de la escritura las rupturas temporales que hacen de la experiencia un presente permanente, un sentir sobre el desplazamiento forzado que se duele, se recuerda y se moviliza al lector con cada verso. Tenemos aquí una crónica-poética que hace alusión directa a la experiencia del desplazamiento, que se vuelve testimonio universal a través de personajes y perfiles locales, de los cuales hace memoria la voz lírica y que se ven afectados por la situación que repercute en el lector. Desde ese coloquio que textualiza el libro, los poemas:

Anael

Seremos felices aquí, Anael,

entre el pito de los autos,

el cemento de los puentes,

las casas con puertas y terrazas fortificadas

y el recelo comprensible de la gente que aún no nos conoce.

Cerremos el baúl con los antiguos recuerdos

y abramos uno nuevo,

con el viento y el olvido a nuestro favor.

Amarremos tu miedo y mi miedo al primer horcón,

salgamos a la puerta,

apoderémonos una a una de estas calles,

contemos –aunque muy pocos crean y entiendan- el dolor de nuestra historia.

Vamos, Anael,

ésta tarde es la primera tarde de todas las tardes que restan a nuestra vida.

La mañana murió.

La noche no existe.

Estas tú, estoy yo,

está esta ciudad que ha sido el sueño de otros.

Involucrémonos en ella.

Tomémosla prestada.

Sólo por un rato, corto o largo.

Pero, por favor, por nuestro hijo, por ti, por mí,

no me pidas que regrese,

no lo hagas,

no sea que, de pronto, me desmorone y te haga caso. (Ariza Navarro 2008, 12)


Noto este testimonio del cambio de vida que indica la voz lírica, el nombre es propio, pero la interlocución hacia un tercero, hacia esa segunda persona del singular, también sugiere una conversación íntima con el lector sobre la experiencia de esos cambios, de pasar de la vida rural a la vida urbana.

El dolor de la pérdida, la memoria del lugar, la apuesta por un lugar prestado y el desarraigo, son testimoniados desde la pérdida en este poema. Esta estrategia de poner en situación al lector se realimenta en los poemas que conforman el libro en esta mezcla entre lo narrativo -que la voz lírica enuncia en ese “contemos”- y lo poético de las imágenes que acercan al lector al sentir del exilio. De esta forma la voz lírica pone al lector en contacto con la violencia de la situación con esta pregunta que nos hace el primer poema que lleva por título Poema inicial (Ariza Navarro 2008):

¿Cuánto pesa una bala dentro del cuerpo? La pregunta dispara, indaga por todas las veces que el cuerpo ha sentido la fuerza aniquiladora sobre sí, la opresión física y existencial del dolor, la fisura y la herida que puede hacer el proyectil entrando, blandiendo el lugar de la carne, sangrando y liberando el dolor, la vida, abriendo la piel y la herida. La palabra genera al mismo tiempo el sonido de la bala. Se evocan en la imagen el impacto de la pólvora y el disparo, lo sonoro se abre en el significado, explota y con esto la lectura nos trae el ruido que ensordece.

La poesía testimonial se caracteriza por mostrar las múltiples formas del dolor. A pesar de la dispersión de su emergencia, estas formas tienen en común la intencionalidad de poner al lector en la experiencia de la guerra. No se puede representar el momento exacto en que una bala entra al cuerpo, pero muchas han entrado a diferentes cuerpos y en diferentes momentos de la historia, muchos impactos han estallado. Con ello, se hace necesario entonces indagar en esta relación cuerpo-dolor-existencia que hay en común y en las formas que representa la poesía testimonial en Colombia.

El lenguaje que dispara, que nos pone en situación del dolor, en la experiencia del cuerpo y las experiencias de la precariedad (Butler 2010). ¿Pero a quién le dispara? Dispara al lector, para conmoverlo y condolerlo con el dolor de otro. También es un lenguaje que dispara al Estado, lo acusa, lo interpela y por eso la mayoría de poemas del corpus habla sobre la muerte, sobre la horrorización, sobre el estado sin entrañas (Rivera Garza, 2015). Por eso, escribir poesía sobre el testimonio se hace desde el impacto y la defensa de la palabra:

¿Desde cuándo una página ha detenido una bala? ¿Ha utilizado alguien un libro como escudo sobre el pecho, justo sobre el corazón? ¿Hay una zona protegida, de alguna manera invencible, alrededor de un texto? ¿Es posible, por no decir deseable, empuñar o blandir o alzar una palabra? Mi respuesta sigue siendo sí. Porque sí es una palabra diminuta y sagrada y salvaje al mismo tiempo. Porque, francamente, no sé hacer otra cosa. (Rivera Garza 2015, 177)

La cita en mención nos propone la palabra como defensa, como arma y escudo. La palabra ruidosa crea también inmunidad (Esposito 2007), puede interpretarse esta como una intencionalidad de la poesía testimonial, la cual utiliza el mismo horrorismo para manifestarse y afectar. Frente a la acumulación anestésica del archivo la poesía genera movimientos, afectos para no olvidar, para inmunizar la anestesia utiliza la articulación entre las imágenes violentas y las imágenes de la naturaleza, la ecología, el resto para reorganizar las posibilidades de duelo, justicia y vida después del trauma.

Así, el resto y la imagen de lo animal, la presencia de los cuerpos mutilados, lo incómodo de las imágenes desde lo que impacta en el cuerpo se entrega como arma, dispara para afectar, para memoralizar la intensidad. Esta forma de lenguaje es una estética de lo fragmentario que la naturaleza y lo animal figura, como metáfora, como sinécdoque y metonimia de la vida en el lugar donde no se puede nombrar. No hay palabra para el horror, solo hay resto y ruido de lo animal que se duele, el tono elegíaco aparece para agenciar ese duelo colectivo de la poesía publicada entre 1980 y 2019 y que se muestra como una estética de la sobrevivencia.

Esto no es un dolor individual, sino que se colectiviza, así va de lo íntimo a lo público, entendiendo que aparece la esperanza frente al miedo como una posibilidad de lo póstumo. Dice Espósito (2007) que el miedo no solo paraliza, sino que hace reaccionar por pura sobrevivencia, esta respuesta es la que permite lo póstumo. El poemario está dedicado a quienes vivieron y murieron en el invierno de 1998 en una masacre, también está dedicado a otro poeta activista político asesinado: Joaquín Vizcaíno Vizcaíno.

Este poemario está estructurado en tres partes: la primera parte narra el enfrentamiento entre paramilitares y guerrilleros, y la huida de los protagonistas hacia la ciudad. La segunda parte acápite nos hace vivir la condición del desplazamiento en la ciudad y la añoranza de los lugares rurales. La tercera parte habla de la esperanza de volver, del desafío de volver como una necesidad existencial.

El título del libro es también un verso de un poema, que se muestra desafiante pues “regresar” implica que quienes los desplazan (los victimarios) pueden estar allí, como otro de los poemas lo dice en el libro. Pero es una resolución que se hace a través del libro, el regreso imaginario, con los perfiles, con los relatos de una crónica que se hace en versos de largo aliento y que motiva el testimonio, es con estos elementos que la voz lírica ejerce toma de posición desde la poesía. El mapa síquico del autor se pone de manifiesto en los poemas desde la afectividad, desde la huella de la guerra reconstruye la huida y el retorno, la sobrevida de las voces espectrales que construye este coloquio. Es importante mencionar que este es el primero poemario del autor, así lo manifiesta en sus crónicas Oficio de pájaro (Ariza Navarro, 2014) que también describen lo acontecido. El día en que vio la destrucción lo primero que se le ocurrió, lo que lo motivó a crear, fue la poesía. De esta forma sobrevive al exilio. Así el poemario también manifiesta una suerte de desplazamiento entre las textualidades, entre la lírica y la crónica, entregando un “lirismo documental que tiene su necesidad profunda de una tentativa de no dejar mudo lo inaudito de la historia, nos deja sin voz mientras nos mantenemos impotentes para tomar la palabra por él” (Didi-Huberman 2008, 215), como se lee el poema:

Desesperado

Regresemos a que nos maten, amor.

Tomemos lo que nos queda,

lo poco que nos ha dejado esta ciudad.

Atravesemos el puente

y volvamos a que nos maten.

No olvidemos de llevar con nosotros el vaso cervecero,

la jáquima del burro bayo,

el vino de buen corozo;

el hambre, la sed,

las sandalias usadas

y las ganas que no hubo tiempo de gastar.

Dame un abrazo,

enciende la antorcha de luz que hay en mis ojos

y déjame mirar en los tuyos

la ilusión del regreso.

Preguntémosle a alguien que nos devuelva al camino

de nuestros asesinos y nuestros muertos,

alguien que sepa exactamente

el origen de nuestra primera lucha,

nuestro primer desastre.

Alguien que sepa que hemos regresado para que nos maten.

Por fin, estaremos en casa. (Ariza Navarro 2008,43)


En consonancia con los desplazamientos textuales, noto también cómo los poemarios de los poetas testigo plantean transgresiones genéricas con respecto a los temas épicos, elegiacos, buscando contar la experiencia, el afecto del que están contagiados, en una deliberada forma testimonial que no está estructurada o motivada por la intención de la verdad, pero se ancla en la realidad para constituirse como posibilidad de escritura de la herida, desde el resto. La relación que establecen estos poetas con sus afectos condolidos, la escritura que no cesa de estar en emboscada (Rivera Garza 2015; Chaparro 1990), de mirar los restos y apreciar desde allí la vida, lo que se mueve en ella, lo que hace del testimonio literatura entendida como aquello que conmueve y moviliza, desplaza las lógicas de lo concebido como literario, de lo concebido como real y de la opción estética a partir del horror.

Si se hablara de nuevas realidades, tendríamos que decir que los poemas hablan del realismo póstumo, en la medida en que se construyen desde una estética de la sobrevivencia ante las condiciones al límite de la guerra, no solo las vividas a nivel íntimo como en el caso de Ariza sino las que se desapropian desde el colectivo para crear con ellas un sentido poético, lo póstumo tiene que ver aquí con lo vivible, como lo afirma Marina Garcés, donde pasamos de la catástrofe a la permanente amenaza.

La poesía testimonial como discurso de lo póstumo le responde a la época de la memoria histórica oficializada a través del ambiente de pacificación y posconflicto, pero no hace parte de esta oficialidad, sino que con sus propios lenguajes crean registros memoriales, de lo común, del origen, con la lengua poética del resto. Se vuelve palabra la imagen y quien escribe, poetas testigo, tienen la responsabilidad de organizar los documentos, las representaciones colectivas, que se toman y desapropian de la cultura, pero no dejan de involucrarse afectivamente con la imagen, con la postura del poema, por eso se dice que toman partido en esta política de lo común, de la comunidad en falta (Espósito, 2001).

La polifonía se construye a partir del sentir que moviliza la creación, por ello se habla de ese movimiento entre lo colectivo y lo individual, entre lo lírico y la transgresión lírica con el lenguaje de las imágenes, de lo directo y lo explícito de las violencias, pero también el lirismo renovado en el realismo póstumo, que como señalé anteriormente construye la técnica desapropiativa (Rivera Garza, 2013) y lo político en la elección de las imágenes que hacen el poema testimonial, por ello leemos el libro Al otro lado de la guerra (2014) de Fabiola Acosta2 como una muestra de este lirismo documental, este está conformado por tres partes, donde se manifiestan emociones como la culpa colectiva y el deseo del retorno al origen común frente a la cotidianidad permanente de la guerra. Esta existencia sitiada también como manera de registrar allí, lo afectivo, la imagen del estado de la excepción, es traducida en el poema y testimoniada en otro de sus textos:

Existencia

Para volver a ser lo que fuimos debemos

alimentarnos de luz y relámpago

revolotear en el ojo de Dios

sumergirnos en cataclismos

embriagarnos de mañana ardientes

sentirnos selva

tierra

gritar la historia para no repetirla

Para volver a ser lo que fuimos debemos

crecer por dentro como luz filtrada en el dolor

Devorar los días para blanquear la memoria

Conocer el llanto de las estrellas

dividir un relámpago en las venas

Volar cometas con brazos de colores

y luego sentarnos a mirar cómo la tarde va guardando el

sol en un bolsillo. (Acosta 2014, 25)

Este poema utiliza el lirismo íntimo, sin embargo, sus formas dan cuenta de una sentencia moral, ontológica, de la reflexión sobre el deber hacer, sobre la praxis, desde la herida, de llegar al cumplimiento del derecho en la poesía, sobre todo del deber pues se presenta como una forma, antipoética que reconoce un ser que ya no se es. Unos valores y unas formas molares que se estructuran en las imágenes que el poema crea para la sentencia moral, de verbos en infinitivo. El montaje de imágenes sobre la naturaleza, el cuerpo alimentado de luz y la imagen de la selva, la tierra que desacraliza la historia, crea la memoria de hecho que utiliza o transgrede la fórmula oficial de la memoria: “para que no se repita” y la vuelve “para volver a ser lo que somos”. Esta lengua desde el resto habla de las ausencias y del despojo. Las imágenes apelan a un lugar colectivo, a la comunalidad del origen, un lugar anterior a los tiempos a los que pide volver. La finalización del poema con el estado contemplativo de la tarde, con la imagen del bolsillo son dos formas que transgreden lo lírico, el ensamblaje entre lo cotidiano y el acto contemplativo, aurático, le responde a lo banal y prosaico de una existencia negada, en este caso, como lo evoca el poemario, la de la violencia.

Adicionalmente el poemario tiene una parte titulada: Las guerras del cuerpo, en ella se expone lo erótico como motivo vital, las imágenes erotizan, colectivizan, ponen cuerpo frente a lo violento, incluso frente a la memoria oficial, tal como se lee la función y la organización de este lirismo documental, así se lee en el poema “Olvido”:

Olvido

Cierra la puerta

deslízate como un león blanco

teje con tu cuerpo de aguja esta noche roja

transforma mi alma antigua en mariposa

resucita tu ser de lázaro ungido en este lecho sin dioses

déjate contemplar en un estallido de sombras. (Acosta 2014, 43)

Lo que acontece después de cerrar las puertas, es precisamente la transformación, el numen ahora mariposa, se da desde esa reorganización de la vida, que invoca la imagen judeocristiana de Lázaro, el leproso, el enfermo cadáver resucitado por Jesús. Aquí, entonces, la posibilidad de erotizar el cadáver, de resucitarlo. El poema nos habla del recuerdo, que es olvido invocado, el estallido de sombras, desdibuja la imagen, desfigura al Cristo mesiánico que salva, que da palabra que sería la posibilidad de recordar, aunque la imagen da la vida, la transformación en mariposa, niega también el recuerdo y, con ello, la posibilidad de salvación a través de la palabra. Del mismo modo la batalla que, más allá de entre los cuerpos, es de Eros frente a Tánatos, se hace más evidente en el poema que titula esta parte del libro:

Las guerras del cuerpo

Enlázate triste en la mitad de la cintura

Devora los fantasmas detenidos en mis piernas

Levanta el aullido inmóvil de los labios

Desciende como un dardo entre la carne

Desata las alas de tu ángel

Vuela minúsculo en este rincón de sábanas

Adelgaza las ansias encogidas en la espalda

Derrama tus ríos de vapor

Estremece tus manos sofocadas

Desata los temblores de mis pies.

Mientras las horas avanzan descalzas, desagarra

las máscaras del cuerpo, entrégame tu olor de bosque solo. (Acosta 2014, 52)

Al leer las imágenes que propone la expresión de lo erótico sobre el yo lírico, es perceptible la fragmentación del cuerpo por las acciones verbales. Podríamos estar reconfigurando esa imagen del cuerpo afectado por la herida, fragmentado para la muerte, y pensar en un cuerpo fragmentado para el goce, para el Eros, con ello el contra discurso frente a la violencia se hace posible.

La última parte del libro se titula “Los tiempos de otras guerras”, está escrita en forma de poema en prosa. Aquí el lirismo se desestructura, para entregarnos una percepción narrativa, sin embargo no se entrega del todo al testimonio, sino que es figurada, metafórica, está cargada de ese relato con lo primigenio que teje todo el libro, a través del cuerpo, de la expresión de las emociones, el retrato del país es más directo, pero no se aleja del universo que ha planteado ese yo lírico expresivo a lo largo de todo el poemario, así encontramos algunos apartados que hablan de este país, que se duelen, y que se hace literario:

¿Se necesita estar loca para escuchar al universo contar sus hazañas? La verdad es que estoy aquí en esta gran casa de sonidos huecos: mientras mezo mis lamentos, le sigo desde mi orbita custodiada de ojos y de luces, desde donde logro ver indígenas de miradas lánguidas colocados en los dedos de la suerte, con sus hijos acuestas, dejando la melancolía tirada en las calles y el retrato de un país muerto; un país enredado en los pies de la guerra, revoloteando en un tiempo indiferente y trasnochado de tantas madrugadas disfrazadas y de tantas mañanas frías. (Acosta 2014, 55)

También este poema en prosa arrastra la crítica, la reflexión sobre lo póstumo, desdibuja racionalmente, desde lo afectivo, cualquier posibilidad de salvación y quita la religiosidad teológica a la apuesta poética, en cambio sí hace una crítica donde se retrata lo burocrático estatal de la memoria, a través de las imágenes que la prosa convoca, para enmarcar esta realidad póstuma:

Son tiempos de miseria, de abandono. Ya nadie mira al cielo para pedir al creador, ni abajo para encontrar billetes. Todos vamos mirando de frente como los monumentos. No queremos mirar al otro, ni a los lados. Todo asusta, hasta el niño que responde con un zapatazo a su mamá, y el joven con un “madrazo” a quien ose corregirle. El futuro no es de ellos. Porque ni siquiera saben que existen. El futuro es de la esperanza, pero ella está cautiva en los escritorios de turno, embriagada de discursos facilistas con ojos de miedo y un Cristo en la boca. (Acosta 2014, 61)

En esta última imagen sellamos el poemario con un largo silencio que motiva a la reflexión, a la búsqueda de esa reflexividad y sacralidad de la vida. Las imágenes sobre la muerte, sobre el documento testimonial no son las más directas, en cambio se configuran en todo lo primigenio que la poesía, como lengua de origen, posibilita; he allí la sobrevivencia y la utilización de la lengua en común del resto, de su intervención desde lo expresivo en un montaje de reminiscencias.

Leo ahora, en esta clave de lirismo documental al poeta Fernando Núñez3 quien en su libro Alarmas Armadas (2016) utiliza otro tipo de expresión lírica, que pudiera pensarse disímil, para crear los movimientos, los montajes de la memoria colectiva, para poetizar desde la política común, con la lengua literaria del resto. Sin embargo, encuentro que la expresión metafórica de su razón poética conserva esa necesidad de contar lo inenarrable y la función dialógica que se señala a partir de la textualidad del montaje de las imágenes.

El libro en cuestión está conformado por 64 poemas que retratan el país violento en medio del posconflicto, puede considerársele un archivo de perfiles, donde no solo aparecen los actores, sino todos los elementos que conforman el estado de excepción, toda la variedad de imágenes que hacen parte del país en combate y en condición póstuma, así también lo interpreta Teobaldo Noriega quien escribe el prólogo presentando el libro:

“Están aquí las víctimas y sus victimarios, marcados todos por el inefable signo de la derrota” (...) “Están todos, conformando el degradado espectáculo de un país que por encima de la carnavalizada realidad de su realismo mágico distintivo, y su absurda violencia cae en la irónica paradoja de ser considerado por algunos cuestionables métodos evaluativos: “uno de los pueblos más felices del mundo”. (Noriega en Núñez 2016, 14)

A pesar de que coincido con la lectura de Noriega, quiero detenerme en la construcción de perfiles, como técnica periodística que se le atribuye sobre todo a la crónica, que hace de estos poemas testimoniales un montaje de imágenes desde el tratamiento del lirismo documental. En esto voy a basar mi lectura, atendiendo a los movimientos o desplazamientos genéricos que he notado como característicos de la poesía testimonial colombiana y, desde luego, a la producción condolida que tiene el poemario como motivo de escritura del mismo. De este modo, también como temas de ese realismo póstumo aparecen perfilados la corrupción y la falta de justicia con la que opera el que asesina, todos ingredientes del mismo retrato de la degradación de la subjetividad humana, la condolencia implica saber nombrar el rostro y acusarlo, señalar lo universal de este rostro de quien mata, indistintamente de que se trate de un culpable que se pueda reconocer en cualquiera y en nadie al mismo tiempo, para hacer justicia nombrando, perfilando, enunciando lo que se sabe de matar. En lo imperceptible que se vuelve importante de leer, en los silencios de la lengua del resto o lengua del testimonio, como dice Agamben (2000), aparecen también los poemas anti-épicos, uno de ellos es “El sospechoso”, que se lee a continuación:

El sospechoso

Examinaron el asunto y concluyeron:

“hay que aplicar el infalible método

de imponer nuestra verdad a sangre y fuego”

Arrasaron campos

sometieron pueblos

tiñeron con sangre el suelo y el agua.

El enemigo se vio precisado

a dar respuestas de igual contundencia.

La gente de paz fue sitiada

por ambos extremos,

y con frecuencia secuestrada o muerta.

En su sabio entender los contendientes

dieron en condenar lo neutro.

“Es un engaño la imparcialidad”-dijeron-

e invocaron la vieja sentencia:

estás conmigo o estás en mi contra.

Los pacíficos, mansos, desarmados

se convirtieron en los enemigos.

Adoptaron los verdugos el cobarde recurso

de no confrontar al temido oponente,

dirigir el ataque hacia el inerme,

el neutral, desde siempre el sospechoso. (Núñez 2016, 24)

El sospechoso es todo aquel que transgreda el orden del estado de excepción, el necroestado y la gestión de multitudes. Todo aquel que pueda regresar a que lo maten, todo aquel que se exprese eróticamente para agenciar los cuerpos, todo aquel que toma posición disponiendo las imágenes para buscar un lenguaje desde el resto, para poder decir.

El documento de la Colombia sitiada, de las distintas maneras de la guerra y su degradación en la vivencia del común es retratado intensamente en este poemario, se exhibe sin pudor toda imagen de lo que no se quiere ver, con ello el afecto de la rabia, de la indignación y la desesperanza se retratan a la par que el poemario transcurre sus páginas con el montaje que perfila el documento del dolor banalizado de la violencia en el país.

No hay épica de héroes que han ganado batallas en estas páginas, a pesar de que Galeano (1997) en Polen y escopetas habla de estas manifestaciones en la poesía política colombiana del siglo XX, en estos poemarios no hay tales exaltaciones, porque se registra la sensibilidad de los sin parte (Ranciére 2001), fuera de todo partido e ideología, la estética está poniendo de manifiesto allí el sufriente, que logra ser sacado de esa condición a partir de la palabra, del lenguaje poético del resto, del colectivo de los cuerpos en medio y después de la destrucción, estos retratos ponen de manifiesto el Estado social de derechos fallido, a nivel jurídico, humano, natural, subjetivo y colectivo.

Es entonces que hayo en este contar la historia, en esta forma no oficial de contar lo sucedido, ni siquiera verídica, una forma lírica en el sentido de su expresión, en lo que tiene que ver con el ritmo lírico, pero hasta ahora podemos ver como se cumple la función de la poesía testimonial que se vale de la lengua del resto para buscar un lenguaje que pueda contar, que pueda hacer memoria común, aún del trauma, para que no se repita. Es esta poesía testimonial con sus montajes y líricas documentales, la que retrata la historia de la violencia en un momento donde el discurso oficial se estructura bajo otras lógicas, la poesía con su razón poética da cuenta del sentir, de los afectos, de la sobrevivencia en común. Pero también se ocupa, da cuenta y usa el lenguaje del horror banalizado para exhibir la necropolítica, para poner en ojos del lector la conmoción y lo que resta y así movilizar los afectos, hacer sensible, como en el siguiente poema:

Vine a Matar

He venido a matar a este hombre.

Se me ha pagado para hacerlo.

Al fin y al cabo, de eso vivo.

Morirá de un solo tiro certero.

Juro que no será dramático,

tampoco doloroso.

En un segundo relampagueante

ha de caer bien muerto.

Por esa irrefragable bala

sé que dejaré de ser yo

para convertirme en el asesino.

Él, a la sombra de la muerte

habrá adquirido la virtud de víctima

Nunca estuvo en mis manos

ni en sus manos o su mente decidir.

Aquí nada ha sido voluntario.

Simple: él nació para morir así,

yo fui escogido desde antes de ser

para cumplir ese fatal designio.

No soy héroe, tampoco culpable.

Él no debe ser compadecido,

no se compadece al destino. (Núñez 2016, 105)

Este es uno de los pocos poemas del libro que se enuncian en primera persona, desde el yo lírico se puede entender la mente del asesino, esta mirada no es celebrada, es una reflexión, un monólogo interior si se quiere, que nos permite sentir en nuestro propio yo lector el momento exacto de la primera vez que alguien va a matar. Nos cuenta una historia con las imágenes, el signo de la fatalidad y el desdecirse ni héroe, ni culpable, no es un poema que apela a la compasión, sino que se juega con la banalidad de la violencia, de matar para, aniquilando cualquier rastro o moral, expresar justamente la sentencia moral, invirtiendo la mirada, el montaje logra expresar lo que el retrato del asesino y su destino fatal frente a la víctima sienten, y no entender, pero sí sentir el horror, la presencia de todo lo póstumo y la ruina de lo humano, el despojo absoluto y el crimen como parte de la cultura y de lo imposible de sentir. Estas críticas a lo banalizado de la violencia se hacen visibles en los poemas al país, como el siguiente:

Dos países

Este es el país que me han dado:

mares de esmeralda y lapislázuli,

el verde adherido a la piel de montañas

y con ellas fundida la corteza del tiempo.

Ciudades de covachas y emergentes palacios,

manchadas de güeros, agobiadas de miseria;

reyes de la impostura forrados de dinero;

princesas de alta moda, íconos de lo frívolo,

reinas del espectáculo, hadas de lo ligero;

delfines de feudos politiqueros,

negociantes del erario y el voto,

traficantes de influencias y ficticios oficios

expertos en intercambio de favorcillos

y en peculado, soborno, prevaricato,

fieles devotos de la dolce vita.

Dignidades y cargos transmitidos

por monárquica sucesión de descendencia.

En el reverso de esta desigual moneda

se confunden los desposeídos de derechos,

los escogidos por el no, el jamás, el nunca;

lánguidas imágenes de la inanición,

blanco de caries y disentería,

refugio predilecto de parásitos.

No conocieron un aula de clases,

sólo oyeron el “no hay”, “no califica”

cuando su fuerza o talento ofrecieron.

La vida al desamparo y crueldad de la calle…

Yo no nací en un país

soy ciudadano

de dos mundos diversos. (Núñez 2016, 107-108)

En este poema se logra enunciar la multiplicidad de formas criminales sutiles que la cultura colombiana dinamiza en su cotidianidad a partir de la construcción de la violencia generalizada. Llama la atención las referencias a los momentos de posconflicto donde durante el plebiscito por la paz la mayoría respondió que no estaba de acuerdo con la implementación de los acuerdos. Esta figura retórica, prosaica, aparece allí como referencia a la realidad social, al mismo tiempo que lee críticamente a partir de este retrato-montaje de la cultura, dibuja no solo un país casi que, a contraluz, a contrapelo de sus normas y aspiraciones, funcional a sus vicios y corrupciones, en los últimos versos reorganiza la vida en ese otro mundo, que es el de la norma y de la vida vivible, según se deja leer. Pero no todos los montajes son estos retratos casi reportajes de la realidad y sus mezclas con lo poético para cargar de expresión crítica al testimonio, también están los poemas que, desde una textualidad figurativa, me dicen sobre la dificultad de encontrar esos restos, ese lenguaje para escribir, como lo leo en el siguiente:

Torpe recelo

El colorido pájaro traduce en su canción

el lenguaje del viento,

la voz interior de la flor,

la lengua de cristal del agua;

volutas de sol desprende

su laringe afinada

en ensalmos de embrujo.

Si el hombre tuviera inscrita en sus genes

una canción de gloria

insignia de la especie,

reconociera al otro

en cualquier lugar del orbe.

Quizás así pudiera

librarse del rudimentario

apego al territorio:

que no hay amor de terruños,

que un hombre se naturaliza

donde plante su planta

que el origen lo marca

una sola raíz,

que las huellas desnudas

de errantes simios-hombres

fueron la ruta

que confirmó la Historia,

donde todos confluimos

como uno solo

para apartarnos más tarde.

Aislados, sedentarios,

creamos lenguas,

encerramos países.

Después, más allá, con acre recelo

nos negamos a reconocernos,

con todo el coraje rechazamos al otro,

esa alterna versión de nosotros. (Núñez 2016, 110)

Nos habla este poema de esa lengua de origen que está en el reconocimiento del otro como parte de sí, de lo comunal que nos liga, de la falta también del vínculo por la prevalecencía a la propiedad privada, al territorio, a la monolengua del capitalismo como sistema imperante, del narcopoder como economía de guerra instaurada; la poesía se vuelve una política para la emancipación, como lo dicen los versos que hablan de librarse de ese apego a la propiedad, en cambio el origen aquí se vuelve en posibilidad de reorganizar la vida, como sentencia de lo posible, de lo vivible, pero fallido en la Historia, como reconocimiento de lo común de la existencia sitiada, por la negación de lo común, que en ojos del lector se lee como una reflexión moral, no mesiánica, sino para sobrevivir con la poesía y su lengua que se busca en lo natural.

Conclusiones

A manera de conclusión dejo las siguientes ideas que resultan de este breve cotejo entre los tres autores y sus poemarios. La estética testimonial en la poesía está caracterizada por el lirismo documental que tiene sus motivaciones en la toma de posición de quienes escriben sobre la vivencia social de la guerra. En los tres poemarios, las formas líricas se disponen para mostrar a los lectores, no solo las imágenes y el documento de la violencia y las necropolíticas estatales en Colombia, sino también los afectos que circulan en el discurso y que movilizan una memoria, que pone en presente la vivencia y la sobrevivencia ante la guerra.

La poesía testimonial en el Caribe colombiano interpela el problema de la guerra en el país. Así, un problema tan localizado como la masacre de La Avianca en 1998, y las muertes sistemáticas de personas en esta población, deviene un documento colectivo que se extiende a cualquier hecho parecido en cualquier parte del territorio. Al mismo tiempo, la expresión lírica de lo íntimo, hace que le poemario funcione como documento del duelo colectivo, manifiesta la tristeza social y con ello le otorga al discurso poético un lugar dentro del panorama de los discursos sobre la memoria y la violencia que circulan en la época en el contexto colombiano. La poesía se vuelve un documento que moviliza y conmociona para recordar lo ocurrido y para decir abiertamente desde esa búsqueda de lenguaje, desde la lengua del testimonio o lengua del resto, que en este país se sobrevive a pesar de la destrucción.

Las condiciones políticas del discurso poético testimonial crean vínculos comunales entre los interlocutores del testimonio existencial, lo común de la falta es lo que enlaza lo afectivo en estos poemas, el reconocimiento de esta falta genera lazos políticos de sensibilidad alrededor de la vivencia de la guerra, por tanto, también ejercen resistencia política frente a lo desvinculante y fragmentario de la destrucción. La imposibilidad de dar palabra al trauma hace que la poesía entregue su lenguaje literario, su producción testimonial desde la poesía, con ello también genera formas de representación que, si bien no hacen referencia al Caribe específicamente, sí hablan desde los lugares de quienes sufren la desigualdad, la neocolonización y la gestión de multitudes. Habría que pensar en un análisis que considere otros poemarios en el país donde esa búsqueda de lenguaje incluya las maneras de presentar los hechos acontecidos en el territorio.

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1 Adolfo Ariza Navarro, (La Avianca, 1962). Novelista y cuentista, ha sido galardonado con importantes premios como el Juan Rulfo, y también fue ganador del Premio de Poesía Ciudad de Santa Marta en el 2008 con el libro “Regresemos a que nos maten amor”. Según me comenta el autor y reseña también en su crónica “Oficio de pájaro” (2014) la cual hace sobre los acontecimientos ocurridos en la Avianca en relación con sus motivos de escritura, antes de escribir este poemario nunca sintió la necesidad de hacer poesía, allí encuentra una forma de manifestar el dolor, la indignación y la rabia ante los asesinatos y desplazamiento forzado que sufren él, sus familiares y coterráneos.

2 Fabiola Acosta (Barranquilla), ha sido invitada como poeta a diferentes eventos literarios nacionales e internacionales en Uruguay, Venezuela y Argentina. Es gestora cultural, tallerista y coordinadora de la Fundación Artística Casa de Hierro, desde donde lidera espacios culturales. Actualmente preside el Consejo de Literatura de Barranquilla, ciudad donde reside.

3 Fernando Núñez (Aracataca, Magdalena, 1943), reside en Santa Marta, es biólogo y ha sido profesor universitario durante más de veinte años, ha escrito cinco libros de poemas que combinan la ciencia y la poesía. Alarmas Armadas (2016), es su último poemario el cual coincide con la consolidación de los Acuerdos de paz entre las guerrillas de las F.A.R.C. y el gobierno colombiano.


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