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ISSN 1023-0890 / EISSN 2215-471X
Número 30 • Julio-diciembre 2022
Recibido: 30/11/21 • Corregido: 06/03/22 • Aceptado: 30/05/22
DOI: https://doi.org/10.15359/istmica.30.5
Licencia CC BY NC SA 4.0

Tomar la casa: Politics of haunting, contra-archivo y resistencia indígena en La llorona, de Jayro Bustamante

Take the house: Politics of haunting, counter-archive and indigenous resistance in La llorona, by Jayro Bustamante

Pedro Cabello del Moral

The Graduate Center, City University of New York

Estados Unidos

Resumen

El largometraje La llorona (Jayro Bustamante, 2019) persigue contribuir a la restitución de una deuda histórica con el pueblo indígena guatemalteco; una deuda no satisfecha plenamente con los acuerdos de paz de 1996. El pasado espectral viene encarnado en Alma, la sirvienta maya kaqchikel que entra a trabajar en la casa del general Monteverde, responsable del genocidio de las comunidades indígenas cuando era presidente del país centroamericano. Al invertir la idea del haunting, o tormento, son el torturador y su familia lxs que se ven acosados por sus acciones pasadas, que hasta ahora habían quedado impunes, no solo a nivel jurídico, sino también a nivel moral. La figura metafórica de “La Llorona”, que llora desconsolada más allá de la muerte porque sus hijos han sido asesinados frente a ella, desencadena el terror que vivirá la familia protagonista, obligada a enfrentarse al pasado en el contexto del juicio popular contra Monteverde. La lujosa mansión del expresidente, una casa tomada, rodeada de manifestantes clamando por sus desaparecidxs, se volverá un espacio asfixiante capaz de atentar contra sus habitantes como respuesta a las demandas de justicia.

Este artículo se interroga sobre tres aspectos fundamentales de la película. En primer lugar, cómo se elabora audiovisualmente el contra-archivo del juicio de Ríos Montt en 2013, de quien Monteverde es trasunto en la ficción. En segundo lugar, de qué manera se movilizan las politics of haunting negociando un discurso que transciende el género de terror y entronca con el de denuncia social. Y finalmente, cuáles son los procedimientos que utiliza el filme para presentar la resistencia indígena y la decolonialidad como opciones para construir el presente democrático en Guatemala.

Palabras clave: Resistencia indígena, decolonialidad, contra-archivo, desaparecidxs, politics of haunting, La Llorona, Jayro Bustamante

Abstract

The feature-film La Llorona (Jayro Bustamante, 2019) aims to rectify a historical debt to Guatemalan indigenous people, a debt that was not paid by the 1996 Peace Accords. The specter of the past is embodied in Alma, a Mayan Kaqchikel servant working in the home of General Monteverde, a man responsible for genocide against indigenous communities. Inverting the concept of haunting, this time it is the torturer and his family who are tormented by past deeds, deeds that had until then remained in a state of moral and juridical impunity. The metaphorical figure of “La Llorona” cries inconsolably from a space beyond death for her children who were assassinated in front of her eyes. Her mourning catalyzes a process of popular justice against Monteverde and his family, as a mounting crowd of protestors surrounds the expresident’s palace and demands justice for the disappeared. The mansion itself turns into a suffocating space that attacks its residents forcing them to reckon with the past.

This article interrogates three fundamental aspects of the film. First, it takes up the audiovisual counter-archive in the 2013 trial of Ríos Montt, upon whom the character of Monteverde is based. Second, it discusses how the politics of haunting transcends the film genre of horror and becomes a form of political drama. Finally, it analyzes the decolonial visions proposed by the film as options for a democratic Guatemala.

Keywords: Indigenous resistance, decoloniality, counter-archive, disappeared, politics of haunting, La Llorona, Jayro Bustamante

No hace falta creer en fantasmas para comprender el potencial ético que estos tienen si los aceptamos como invitados incómodos en nuestra realidad cotidiana. Esta parece ser la premisa de la que arranca el director Jayro Bustamante en el largometraje guatemalteco La llorona (2019), creando las condiciones fílmicas para que el fantasma de la víctima se cobre venganza y perturbe la casa y la familia del torturador y genocida. Este sentido ético es lo que distancia al filme del género de terror y lo acerca más al cine de denuncia social; aquel que clama por la reparación de las injusticias del pasado reciente. En la película, la existencia del fantasma (en otras palabras, la efectividad de los sustos) es lo de menos; lo crucial es su función como dispositivo de alteración del orden colonial-patriarcal-genocida. El fantasma de la joven indígena que ha visto asesinar a sus hijos delante de ella revitalizará la leyenda de La Llorona para atormentar a los perpetradores de los crímenes del pasado y convocar para ello los espíritus y saberes de su pueblo.

Prestemos atención al argumento y a los personajes de La llorona y veamos cómo se produce la desestabilización del orden opresivo y genocida gracias al fantasma. El guion narra que el general Enrique Monteverde, expresidente de la República de Guatemala en la época de las guerras civiles, está siendo sometido a juicio por sus crímenes contra la humanidad. Su hija Natalia, doctora de profesión, entra en una fase de desestabilización de su personalidad al afrontar la posibilidad de que su padre sea un genocida y un torturador. Natalia tiene una hija, Sara, cuyo padre ha desaparecido. Las dudas de Natalia sobre el historial de su padre la llevan a pensar que quizás sea también Monteverde el responsable de la desaparición del padre de su hija. La esposa de Monteverde, Carmen, se siente cómoda en su estatus social y no quiere indagar mucho ni en la condición de asesino de su marido ni en su condición de mujeriego, personalidades que van ligadas a sus años de militar. En la mansión familiar, el servicio de criados está comandado por Valeriana, una mujer indígena kaqchikel que trajo consigo Monteverde de sus campañas militares. Una noche Monteverde se despierta porque oye a una mujer llorar, busca un arma y, en medio de su ensoñación, dispara contra lo que cree que es un fantasma. La víctima es en realidad su esposa, quien sufre una leve herida de bala. Este incidente asusta a los criados que creen reconocer la maldición de La Llorona en lo que ha pasado y manifiestan su deseo de abandonar la casa.

Monteverde es condenado por genocidio en el juicio, pero absuelto a los pocos días al declararse nulo el proceso por la Corte de Constitucionalidad. Como eco del juicio y sus consecuencias, la casa estará permanentemente rodeada de manifestantes, que gritan, cantan, increpan y lanzan fotografías de sus familiares desaparecidxs para perturbar la paz del torturador. El punto de giro de la película se da cuando una nueva criada, la indígena kaqchikel Alma, entra en el servicio doméstico. Poco a poco se van desvelando aspectos del pasado de Alma y lxs espectadorxs se enterarán, al mismo tiempo que la familia, que la joven es en realidad la madre de dos hijos asesinados delante de ella veinte años atrás por soldados que siguieron órdenes del General Monteverde. En ese proceso de descubrimiento del pasado de Alma, Sara, la pequeña de la casa, empieza a tener contacto con el mundo espiritual de la indígena. Alma aprovecha la influencia sobre Sara para proyectar una inquietante sensación de inseguridad que va desencadenando posteriores amenazas. La sirvienta pone en manos de la familia la ejecución de la justicia al crear las condiciones para que sean ellas quienes se venguen de Monteverde.

La llorona nos coloca frente a muchos de los tropos del género de terror: lxs aparecidxs, la sombra de la tortura, la perversión de la inocencia infantil, el pasado que vuelve a visitar a los personajes, etc.; y también frente a muchas de sus convenciones estilísticas: los puntos de giro inesperados, la música de tensión o las escenas oníricas. Sin embargo, Jayro Bustamante insiste en que el terror no era sino una excusa para buscar una audiencia masiva y una plataforma para poder hablar del genocidio:

De alguna manera yo quería hablar de este tema, quería hablar de la historia reciente, pero era consciente de que mi audiencia local no iba a acercarse a la película de ninguna manera porque están en contra de este tipo de conversaciones. De modo que hice un estudio de mercado para entender qué tipo de películas ve la audiencia local y me di cuenta de que lo que consumen es cine de terror y de superhéroes. Entonces decidí que iba a disfrazar de alguna manera el mensaje social, histórico y humano en ese paquete. Empecé a darle vueltas el asunto y pensé primero en hablar de Guatemala como una madre tierra que llora y que está cansada de derramar lágrimas por sus hijos desaparecidos (Moleón 2020).

Una vez planteado el tema, el director se planteó la necesidad de buscar un “agarre” en el folclore local:

Sabía que era muy difícil que la audiencia local lo aceptara, entonces había que volver a la manera tradicional de contar historias cuando son historias duras: a la fantasía, los cuentos de hadas o las leyendas. De ahí me agarré a La Llorona (Camhaji 2021).

Y además, buscar una identidad al margen del catálogo de monstruos de Hollywood:

Nos interesaba además quitarle esa parte monstruosa a la llorona, porque cada vez que la ha presentado Hollywood o México es un monstruo, es esa mujer que tiene que dar miedo. Al contrario, volvimos a lo que era al inicio para los pueblos mesoamericanos, una princesa, como una deidad y trabajamos en ese sentido. Eso fue llevando un poco a que la Llorona naciera (Cholakian 2021 énfasis en el original).

Siguiendo la invitación del director a mirar más allá del género de terror, en este artículo quiero indagar sobre algunos aspectos que permiten la lectura de la película desde otros paradigmas. En primer lugar, quiero preguntarme el papel que juega el largometraje como un contra-archivo del juicio al dictador guatemalteco Efraín Ríos Montt en 20131, de quien Enrique Monteverde es trasunto en la ficción. Para ello exploraré cómo la propuesta cinematográfica del juicio contradice y complementa el archivo existente. Profundizando en la idea de contra-archivo, identificaré algunos de los procedimientos que utiliza el filme para presentar la resistencia indígena y la decolonialidad como opciones para construir el presente democrático en Guatemala. En este caso, me fijaré, en particular, en el uso de algunas composiciones que redefinen las posiciones sociales de los personajes dada su ubicación en los encuadres. Antes del análisis de escenas concretas, creo pertinente comenzar reflexionando sobre la función ética que tienen el fantasma de Alma y los espectros desatados por el juicio apoyándome en el concepto de hauntología.

Jacques Derrida, en su obra Espectros de Marx, plantea el uso del término hantologie como superación de la ontología, al sustituir el ser (y la certidumbre) por el fantasma; es decir, aquello que no está presente ni ausente, ni muerto ni vivo y que por lo tanto sobrecoge, embruja, hechiza, atormenta, hante (en francés) y haunts (en inglés). Derrida sugiere que esa condición espectral del fantasma es una apertura de nuevos significados y una manera de contrarrestar los discursos hegemónicos. Esta lectura crítico-filosófica a partir del espectro, o “spectral criticism”, puede ser, como indican Alberto Ribas-Casasayas y Amanda L. Petersen, una estrategia altamente productiva para cuestionar los discursos y las imágenes dominantes en el mundo transhispánico contemporáneo (2016, 3). Así, la hauntología ha propiciado nuevos caminos de exploración en los trabajos sobre memoria dentro de los estudios culturales latinoamericanos, peninsulares y transatlánticos. Por ejemplo, Jo Labanyi en su lectura hauntológica del cine español apunta a que las obras culturales pueden seguir varias estrategias: o bien, se puede ignorar a los fantasmas (una lectura desmemoriada), o bien, dejarse poseer por ellos (una lectura paralizante) o, por último, invitarlos a habitar el presente. La última opción, la que privilegia Labanyi, supone reconocer el pasado con todas sus heridas y honrar a lxs que han sido borradxs por la historia (2000, 65-66). Labanyi cita a Derrida para recalcar que el mandato ético de los espectros supone “to grant them the right […] to a hospitable memory [...] out of our concern for justice” (Derrida citado en Labanyi 2000, 66). De esta manera, invitar al fantasma a habitar el presente supondría liberar su potencial político. El fantasma se convierte entonces en un dispositivo social que vehicula el grito de un dolor colectivo.

En la película La llorona, el director Jayro Bustamante parece pensar desde un punto de vista hauntológico el contexto mesoamericano, donde, según él, el realismo mágico no es solo una cuestión de ficción. Dice Bustamante: “Vivimos con la realidad que se nos mezcla con nuestros muertos, les hablamos a nuestros antepasados, hacemos ritos sagrados para crear puertas energéticas hacia el otro lado” (Cholakian 2021). Se produce así un desplazamiento del fantasma como vehículo de terror al fantasma como elemento cultural que conecta con el mundo espiritual prehispánico donde las energías entre las personas vivas y muertas fluyen de manera más orgánica. Esa presencia cultural de los espectros, en tanto que remite a una sabiduría popular en contraposición a la epistemología eurocéntrica, es una poderosa expresión de resistencia política. El fantasma en La llorona representa una larga cadena de víctimas que se retrotrae a los tiempos de la colonia y la conquista y que llega hasta lxs desaparecidxs del presente.

Desde un punto de vista hauntológico, en tanto que dispositivos sociales para visibilizar a las víctimas, los espectros demandan que la sociedad no olvide y que se reparen las injusticias. Propongo, en este sentido, utilizar la voz inglesa politics of haunting para denominar la respuesta ética derivada del deseo de justicia que despierta el fantasma en lxs vivxs. Para Jessica Auchter, quien acuñó este término en su estudio sobre la relación de los sitios de memoria y las políticas oficiales, las politics of haunting nos hablan del reflejo de la fragilidad del fantasma en nuestro propio ser. La autora americana recalca que no debemos ver a los fantasmas como simples huellas de lo que no está:; “[t]hey are as wholly existential as you or I, and as wholly material, and indeed remind us that our own existence and our own identities are precarious, constructed, and at the margins of political life as much as those of ghosts” (Autcher 2014, 20). Las politics of haunting requieren que les demos voz a las víctimas y que atendamos a sus demandas. De manera inversa, las politics of haunting conllevan necesariamente que aquellxs que todavía están por juzgar y que hasta ahora descansaban con su conciencia tranquila reciban su tormento. Este es el verdadero giro ético que implican las politics of haunting y que ejemplifica perfectamente el filme La llorona; una ética de justicia basada en la reparación histórica.

En línea con las aportaciones de los estudios sobre la memoria histórica o la postmemoria (Colmeiro 2005, Gaborit 2006, Schwab 2010, Hirsch 2012, Hirsch y Sptizer 2002), podemos pensar que el espectro no solamente está encarnado en las víctimas, es igualmente una cuestión que condiciona y define el contexto histórico y que sigue atormentando a generaciones enteras. En el caso que nos ocupa, lo espectral remite al horror de las muertes de las guerras civiles en Centroamérica, y en particular, al genocidio de los indígenas en Guatemala. No debemos pasar por alto la idea de que el tiempo espectral (tiempo out of joint como propone Derrida citando a Hamlet) puede guiarnos a otros significados distintos de trauma y de justicia. Abundan, de hecho, los argumentos que parten de la concepción del trauma como algo colectivo, nacional, heredado y que se debe superar colectivamente. En general, estos argumentos se esgrimen desde posiciones políticas que buscan grandes consensos y que dejan insatisfechas a las víctimas de las guerras y dictaduras. El problema mayor, como ha pasado con los juicios contra las élites de las dictaduras en España, Chile y muchos otros lugares, es que se pueden terminar esquivando las responsabilidades individuales en pos de una especie de pacto de olvido. En el caso de Guatemala en concreto, la ley de amnistía de 1996, que dejaba sin perseguir la mayoría de los crímenes del ejército, cerraba el camino para la mayoría de los procesos judiciales2. Sumado a esto, la redacción del informe Guatemala nunca más en 19983 no trajo la reparación histórica esperada y contó con el rechazo oficial por parte del gobierno de Álvaro Arzú.

Jayro Bustamante se posiciona con La llorona en el polo opuesto al olvido, enfatizando la necesidad de satisfacer las demandas de justicia de las víctimas. En este sentido, el realizador guatemalteco advierte del peligro de perdonar sin depurar responsabilidades:

El perdón es un acto muy noble, pero no puede venir solo si no hay un reconocimiento de la responsabilidad del otro lado. Creo que ese perdón nos vuelve responsables. Nosotros no podemos como sociedad ir perdonando a quienes han cometido actos tan terribles sin dejarlos marcados, porque si no, no estamos enseñándoles nada a las nuevas generaciones (Moleón 2020).

En La llorona se señaliza claramente el hecho de que se juzga a un genocida y que la justicia no se puede conseguir si el juicio acaba en un acto fallido. Es por eso que en el momento en que la Corte de Constitucionalidad anula la sentencia, se movilizan las politics of haunting contra Monteverde y su familia para crear, como señala Bustamante en varias entrevistas, “un ritual de catarsis” (Castro Sáenz 2021) que lanza “un grito de justicia” (Camhaji 2021). Esta respuesta visceral a la corrupción del sistema que permite la inviolabilidad de las élites conecta el presente con el pasado colonial y toda la represión contra los pueblos indígenas. En la película las víctimas subalternas son convocadas para hablar, para clamar y atormentar a los culpables de las atrocidades que les atormentan. Se trata de una cadena que invierte el signo histórico del tormento en un sentido decolonial.

La cuestión de la raza constituye el eje del sistema de dominación colonial-moderno que se conoce como “colonialidad de poder”. Como señala Aníbal Quijano, “[e]n América, la idea de raza fue un modo de otorgar legitimidad a las relaciones de dominación impuestas por la conquista” (2000, 203). En este sentido, la construcción social de la raza y la racionalidad del Eurocentrismo, generaron el aparato discursivo que iba a permitir subyugar a aquellxs entendidxs como “otrxs”. Quijano insiste en que el patrón colonial de poder “ha probado ser más duradero y estable que el colonialismo en cuya matriz fue establecido” (2000, 201). Así, la colonialidad sigue hoy determinando las relaciones de dominación de las naciones modernas. Achille Mbembé advierte que el sistema colonial se basó más bien en la gestión biopolítica de la muerte, regulando, gracias al racismo, “the distribution of death and to make possible the murderous functions of the state” (2003, 17). La colonia, en el estudio de Mbembé, fue la topografía donde se ensayó la producción de sujetos muertos en vida. La lógica de excepcionalidad de las haciendas, ingenios y plantaciones de las colonias, donde se podía suspender la ley en pos de la civilización (Mbembé 2003, 24), se siguió poniendo en práctica en todo el continente durante el siglo XX, y con especial ahínco en la época de las guerras civiles en Centroamérica. Así, las guerras civiles “proporcionaron una excusa para ejercer el ‘derecho a matar’ a las poblaciones indígenas, consideradas menos civilizadas por su contraparte ladina” (Cabello del Moral 2018, 70). En Guatemala, desde los acuerdos de Paz de 1996, los pueblos indígenas han andado por algunos caminos hacia la descolonización mientras ganan parcelas de autonomía, pero no ha habido políticas lideradas por las comunidades indígenas, y esa falta de protagonismo institucional hace que el racismo y las desigualdades se perpetúen en todos los niveles (Cojtí Cuxil 1994, 15).

Este es el panorama histórico que nos conduce a la sala oscura y fantasmagórica del juicio de la película, donde de un lado se sienta el torturador y genocida investido en la lógica de la colonialidad/modernidad, y de otro lado, prestan sus testimonios las indígenas que siguen ocupando una posición subalterna. La escena traduce, en palabras de Mabel Moraña, que “la configuración primaria del colonialismo [existe] enclavada de manera espectral en la contemporaneidad” (2017, 298). Analicemos pues las intervenciones que hace el filme de Bustamante para abordar esa lógica desde una perspectiva decolonial y también para posicionarse como un contra-archivo del juicio a Efraín Ríos Montt que tuvo tugar en 2013.

El juicio a Ríos Montt fue una verdadera conmoción para el país centroamericano. No solo era la primera vez que en Latinoamérica se condenaba por genocidio a un antiguo jefe de Estado en un tribunal nacional, sino que también era la primera vez que se escuchaban y se consideraban como válidos testimonios de indígenas que hablaban del racismo sistemático. Como recuerda Roddy Brett, durante el tiempo que duró el juicio “[t]he testimonies evidenced the victimization suffered by indigenous communities, simultaneously legitimizing their historical narrative and empowering indigenous actors through singular acts of courage that forged their status as subjects of law” (2016, 293). Sin embargo, con la anulación de la sentencia por parte de la Corte de Constitucionalidad diez días después y la imposibilidad de reanudar el juicio en las mismas condiciones, el amparo de la ley a las víctimas se ponía de nuevo en cuestión. Si el veredicto reinscribía a las víctimas en la historia, la anulación buscaba aniquilar de nuevo su presencia, obliterando su memoria colectiva y destruyendo su agencia política (Brett 2016, 299).

La nulidad del juicio al admitir el argumento del abogado defensor de que se había privado al acusado del derecho a legítima defensa fue la culminación de una estrategia hábilmente orquestada por la defensa de Ríos Montt gracias a la complicidad de la corrupción del sistema judicial guatemalteco. El equipo legal de Ríos Montt interpuso más de noventa recursos de amparo para paralizar el juicio, incluyendo la descalificación de los jueces del tribunal4. Como señalan Elizabeth Oglesby y Diane M. Nelson, el sistema judicial guatemalteco permite el abuso de los recursos de amparo para parar procesos judiciales, que se pueden presentar en cualquier momento y pueden aplicarse prácticamente a todos los aspectos de la ley (2016, 136). Otra estrategia que siguió la defensa en paralelo al obstruccionismo burocrático fue instigar la oposición al juicio en la calle y en los medios de comunicación contando con el apoyo de numerosas organizaciones políticas y empresariales. Roddy Brett señala que lo que parecía molestarles a las élites era la acusación de genocidio y que seguramente hubieran aceptado una sentencia por crímenes contra la humanidad en su lugar. Admitir el genocidio suponía admitir el racismo sistemático y “by acknowledging racism, a modern state should be compelled to make profound changes in public policy and legislation, changes that would challenge the hegemony of the country’s racist oligarchy” (Brett 2016, 298). La revocación de la sentencia restablecía entonces el orden para tranquilidad de las élites y negaba la necesidad de cambios.

Este cierre en falso es lo que clama por la necesidad simbólica de un contra-archivo que invite a otras narraciones de la historia. Si por los canales institucionales las victorias no valen más que el papel mojado, si las penas no se cumplen, y la impunidad sigue siendo la norma, ¿cómo se puede entonces desarticular la lógica de racismo institucionalizado que resta importancia a las matanzas de indígenas? Si el archivo se entiende, como dicen Stuart Motha y Honni van Rijswijk, como lo que “delineates the site from which the law is drawn, and manifests the space of law’s authority” (2016, 1), entonces el contra-archivo es una intervención crítica que se extiende más allá del proceso legal (2016, 2). Es, por lo tanto, un lugar que hace audibles las voces previamente silenciadas (Kros 2015, 153); pero, sobre todo, un espacio que invita al disenso y contrarresta la colonialidad intrínseca del archivo (Stoler 2018). La puesta en escena del juicio en La llorona está concebida como un contra-archivo para reconocer y acoger el dolor de las víctimas y sus familiares que se basa en una nueva forma de enfocar y de reinscribir los cuerpos en el espacio para convocar nuevos significados.

En la película, la secuencia del juicio recentra el debate en la cuestión de la raza. Se abre con el primer plano frontal de una testigo indígena hablando en maya ixil5, sobre las atrocidades que los soldados cometieron contra ella y contra su pueblo. Su rostro está cubierto con un velo de encaje y un tocado con motivos mayas. Con voz emocionada pero firme, habla bajo y despacio mirando de reojo a su traductor. El plano se abre en un zoom lento para mostrar a más asistentes al juicio. La sala está oscura, el silencio es sepulcral. Toda la atención se focaliza en la mujer indígena que ocupa el centro del encuadre y parte la imagen en dos. Detrás, a su derecha, se sientan víctimas indígenas con vestidos y velos iguales que los de ella, y a su izquierda se sienta gente ladina que apoya a Monteverde. En un lado, desenfocada, se ve a la activista Rigoberta Menchú, quien asiente conmovida. En el otro se entrevén a Natalia y a Carmen, hija y esposa de Monteverde, cuchicheando mientras escuchan el dramático testimonio de matanzas y violaciones. La ritualidad del testimonio marca el ritmo de la escena. Primero se escucha a la víctima y, a continuación, el traductor repite lo dicho palabra por palabra. Esta opción narrativa prioriza el maya ixil sobre el español y da mayor relieve a la mujer indígena. En este caso, no solamente habla la persona subalterna, sino que se crean las condiciones para que sea escuchada. Hay respeto a sus palabras, silencio para oírla y tiempo para asimilar su contenido. Como conclusión de la escena, la testigo se alza el velo al final de su parlamento y dice en su idioma: “A mí no me da vergüenza venir a contarles lo que viví; espero que a ustedes no les dé vergüenza hacer justicia”. La testigo 82, el nombre que ha adquirido la indígena al sumar su voz a la de otros testimonios, ya no parece estar atormentada por su trauma, lo que pide es que la justicia caiga sobre quien tenga que caer.

Al hacer la película La llorona, tanto el director Jayro Bustamante, como el productor Gustavo Matheu tenían claro que querían reabrir un debate inconcluso, y construir el juicio de Monteverde como un lugar de memoria, como una nueva oportunidad para escuchar las voces de las víctimas. De hecho, entre la audiencia, no solamente está Rigoberta Menchú, sino muchxs otrxs familiares de desaparecidxs. Matheu recuerda que venían de distintas organizaciones: “they are sons and granddaughters and grandsons who are looking for the missing people from the war in Guatemala and still fighting for the rights of the people who lost their families” (Song 2020). El espacio ficcional del juicio se propone así como un lugar real para las reivindicaciones políticas contemporáneas de los pueblos indígenas. Conviene advertir que en los videos disponibles del juicio a Ríos Montt en 2013 apenas se ven las caras de las víctimas. Están tomados desde un ángulo lateral o desde atrás y a cierta distancia. En cambio, en la película somos claramente testigos de los rostros de las mujeres indígenas con sus expresiones de dolor, de rabia, de indignación o de júbilo. Como espectadorxs nos situamos en la posición de los jueces y juezas del tribunal y tenemos un acceso privilegiado a la declaración de la testigo 82, que sirve como metonimia de un dolor colectivo. La sala está a oscuras, simulando una especie de teatro del testimonio en el que la representación no es una ficción, sino la repetición de algunas de las palabras dichas en el juicio para que las oiga una audiencia más amplia.

En la primera escena del juicio, Jayro Bustamante muestra claramente sus intenciones gracias a la propuesta de una determinada estética del haunting. Al respecto de la cuestión estética, Jessica Auchter sugiere que haunting es una forma de mirar: “an alternative way of viewing that takes into account the ghostly, which exists and operates on the margins of what is generally considered traditional politics” (2017,19). En el retrato fílmico del juicio la opción del director se basa en colocar lo espectral (la indígena y su palabra convocadora de espíritus del pasado) en el lugar central y predominante. Esta premisa condicionará la posicionalidad del resto de personajes y redefine la sala del juicio como un espacio ético-hauntológico.

De hecho, la siguiente escena nos enseña a Enrique Monteverde de la misma manera, pero con efectos distintos. Es también un plano frontal, aunque en este caso no comienza cerrado en el rostro del general, sino que muestra desde el principio todo lo que acontece a su alrededor en la sala de audiencias. Se trata de una puesta en escena que bascula entre las falsas pretensiones de fragilidad de Monteverde, a quien su abogado ha colocado oportunamente un gotero de suero enganchado al brazo, y el mantenimiento de una postura impertérrita del defendido ante las acusaciones de genocidio. El general permanece callado y es su abogado, con voz atildada y punzante, quien habla en su lugar gesticulando de forma exagerada. El eco de la sala del juicio añade a la voz un carácter disonante que encaja con la irrealidad de los gestos ampulosos del abogado. Si primero hemos visto la tragedia como versión de la historia, ahora vemos la farsa. El abogado cede la palabra a Monteverde para que dé testimonio y este lanza una hueca soflama sobre la “guatemalidad” apoyada en una indignación fingida que incide aún más en el carácter de farsa. Sus palabras son escuchadas entre murmullos de desaprobación e interrumpidas por gritos de ¡genocida! En la escena se utilizan frases sacadas directamente de la única intervención que realizó Ríos Montt el último día del juicio negando la persecución de ningún grupo por motivo de raza, etnia o religión. Estas palabras se dicen además con la misma cadencia y el mismo tono excesivo que tenía el dictador en el momento de su declaración: una mezcla de gritos y susurros, amenazas y sonrisas; una especie de fusión de los sermones que emitía Ríos Montt cada domingo y la arenga quejumbrosa de un comandante envejecido (Jardín 2013). Una vez que el general concluye insistiendo en su inocencia, fuera de campo se escucha a la presidenta del tribunal emitiendo su veredicto. Dice que la culpabilidad queda probada por los testimonios y los informes, y recalca además que la verdad ayuda a sanar las heridas del pasado. El montaje va enseñando como se reciben estas palabras en los distintos asistentes al juicio: Natalia y Carmen, las mujeres ixiles y Monteverde y su abogado. Durante todo el tiempo, la cara del general no deja ver ni un gesto de debilidad, ni una pizca de afecto. Traduce la vileza de quien no se ha arrepentido por sus crímenes y sigue empecinado en su rol imaginado de salvador de la patria frente a la amenaza comunista.

Al final de la escena, tras oír el fallo, el grupo de mujeres indígenas viudas ataviadas con el velo y el traje típico, se levantan y aplauden, descubriéndose el rostro para mostrar su júbilo. Esta imagen es una ficcionalización que busca complementar el archivo del juicio a Ríos Montt, en el que los velos no se levantaron, ya que fueron usados por las testigos que no quisieron ser identificadas cuando estaban prestando declaración sobre los abusos que sufrieron sus cuerpos. En este sentido, también son archivos de la colonialidad y la opresión de los cuerpos de las víctimas y los espacios geográficos del poder marcados por la espectralidad de las huellas del pasado. La resignificación de esos mismos cuerpos atravesados por nuevos afectos y llenando de esperanza la sala del juicio supone en la película un claro gesto hacia un contra-archivo decolonial. Este gesto, como una punzada, es recibido por el cuerpo aparentemente enfermo del genocida Monteverde, que comienza a toser como si no pudiera digerir lo que está pasando y es sacado en volandas de camino al hospital militar.

El plano final de las veladas aplaudiendo corresponde a una mirada subjetiva de Natalia, cuyas dudas sobre su padre comienzan a crecer en ese momento, al ver el efecto del reconocimiento de la verdad en el rostro de las víctimas. Estas dudas tendrán su eco en una escena posterior, en la que la protagonista tiene un careo con su madre. Es un plano general muy abierto de las dos sentadas en la sala de espera del hospital, en el que Monteverde está recibiendo atención tras los sobresaltos del juicio. Es un espacio público vacío, los guardias de seguridad que se ven al fondo han evacuado la sala para que los personajes puedan disponer de ella a sus anchas. Natalia pregunta a su madre por la verdad y Carmen califica despectivamente a las testigos como prostitutas pagadas para mentir. Su hija le replica que nadie se puede inventar cosas así, que hay que vivirlas para contarlas. A lo que Carmen le contesta que su padre le contaba que las mujeres llegaban al cuartel a ofrecerse, algunas hasta con niños de pecho. Dice que los generales les ofrecían trabajo de sirvientas, pero que los soldados sí las “agarraban de putas”. Natalia le recuerda a su madre que cada vez que el general se iba al cuartel discutían y que ella se quedaba llorando porque allá tenía otras mujeres. Carmen disculpa el comportamiento de su marido, “aunque sean generales, son hombres”. Entonces, Natalia le pregunta directamente a su madre si ella conoce lo que pasó y Carmen le replica que no remueva el pasado, que para que el país avance hay que mirar para adelante, que lo que quedó atrás, quedó atrás y que si se voltean para verlo se convertirán en estatuas de sal. La escena acaba con una frase lapidaria lanzada a su hija: “Ya sé lo que estás pensando y te prohíbo pensar eso” (00.26.50).

Natalia no respetará la prohibición de su madre. Al contrario que ella, lanzará su mirada hacia el futuro, hacia la duda y la posibilidad de justicia. Su personaje en la ficción también funciona como un contra-archivo de la realidad guatemalteca, en la que la hija de Ríos Montt, Zury Ríos, defendió a capa y espada la inocencia de su padre y acusó a los que lo juzgaban de persecución política, al tiempo que lanzaba su campaña presidencial a rebufo del juicio6. A lo largo de la narrativa, Natalia irá negociando el negacionismo de su familia y su deseo de conocer la verdad, que viene de la incertidumbre sobre lo que le pasó al padre de su hija despertada de nuevo por el juicio. La soledad de Natalia en su proceso de asimilación de la verdad se muestra progresivamente en una serie de primeros planos. El primero de estos momentos ocurre nada más haber escuchado los testimonios de las indígenas ixiles en los pasillos de la sala del juicio. Natalia, ocultando su rostro al guardaespaldas que la acompaña, intenta entender cuál es el verdadero papel que su familia ha jugado en el genocidio. Como si se ocultase también de la cámara, la doctora se da la vuelta y recorre el largo pasillo para entrar de nuevo en la sala de audiencias, mientras pasa delante de una periodista y hace una conexión en directo en la que informa de las acusaciones que pesan sobre su padre. Más adelante, el primer plano de Natalia inquieta y distante de su familia se repite en una escena en el hospital militar. La familia escucha en la habitación de Monteverde el reporte de las noticias que comunican que la Corte de Constitucionalidad ha anulado el juicio. Natalia, la única que está a foco en el encuadre, vuelve a situarse de espaldas a su familia y oculta su semblante. Su reacción de preocupación al escuchar las noticias contrasta con la alegría de sus familiares que celebran la anulación del juicio. La doctora parece ser la única que sigue oyendo a la reportera, quien anuncia que la comunidad internacional ha reaccionado alarmada ante la noticia y señala los problemas de corrupción institucional e impunidad en Guatemala.

En este momento, el juicio ha sido anulado y parece que los personajes van a quedar libres e impunes, pero el verdadero juicio a Monteverde se trasladará al espacio de la casa familiar, que será asediada desde fuera y desde dentro con fatales consecuencias. Las politics of haunting entran en juego como una forma de tormento que hará cumplir la sentencia de otra manera. Esta forma de haunting da la vuelta a ciertas convenciones del género de terror, en el que se tiende a que los victimarios de la historia, transmutados en monstruos, sean los que asolan a víctimas inocentes7. Las víctimas inocentes adquieren en este punto de la película la función sobrecogedora del monstruo.

Monteverde y su familia recorren el camino del hospital hasta la casa en un claustrofóbico viaje que vemos exclusivamente desde el interior de la ambulancia. La cámara, bamboleada por los baches, bascula entre el general que está tranquilo y fumando, y Natalia con rostro perdido y sin querer mirar a nadie de su familia. Al llegar a las proximidades, se empiezan a oír golpes y pitidos cada vez más intensos. La sensación de claustrofobia aumenta. Los guardaespaldas comienzan a dar instrucciones de cómo salir y llegar a la casa, como si de una operación militar se tratara. Al tiempo que se abren las puertas de la ambulancia, un proyectil con sangre de vaca se estampa en una de las puertas manchando el rostro de Natalia, Carmen y Enrique. Las fotos de lxs desaparecidxs vuelan por el aire mientras la familia manchada de sangre cruza la multitud en busca de refugio asediada al mismo tiempo por lxs manifestantes y la prensa. Una vez en la casa, el orden colonial parece restablecerse. Carmen se queja ante la criada Valeriana de que lxs de afuera son unxs salvajes. Monteverde pide que le preparen un baño solo para saber por medio de Valeriana que todos los sirvientes se han ido.

El hueco dejado por los trabajadores huidos dará pie a la toma de la casa desde dentro, que ocurre mediante el personaje de la nueva sirvienta, oportunamente llamado Alma. Vemos llegar a la nueva trabajadora doméstica entre lxs manifestantes, como si en realidad fuera una más de ellxs. Se trata de un plano subjetivo de Monteverde, en el que con un ligero zoom la joven queda centrada en el cuadro y mira desafiante a cámara. Alma, vestida de blanco, es desde el comienzo una presencia espectral. Su caminar parece ralentizado, acompasado por el sonido de una nota mantenida que incrementa en volumen de forma siniestra a medida que la cámara se acerca. La música se interrumpe cuando Monteverde, asustado e interpelado por la mirada desafiante, cierra la cortina. Con este diálogo visual a través del espacio liminal de la ventana, se produce una confrontación de los dos tipos de monstruos que representan respectivamente los personajes de Alma y Enrique Monteverde: la aparecida y el torturador. En su libro, El monstruo como máquina de guerra, Mabel Moraña apunta a la doble naturaleza del monstruo como algo positivo y negativo a la vez; como algo simultáneamente dominante y subalternizado. El monstruo, por un lado, tiene el potencial de arruinar el statu quo y, por otro, no deja de representar la racionalidad que actúa para perpetuar el sistema opresor. En este sentido, “[l]o monstruoso designa el dominio de poder y lo metaforiza, aunque también es redimensionado como expresión de resistencia, subversión, transformación, anuncio de catástrofes o de inversiones productivas, revolucionarias, del orden social” (Moraña 2017, 30). Desde este momento de la trama de La llorona, Monteverde, monstrificado por la mirada acusadora de Alma, comenzará un proceso de quiebre de su personalidad y deriva hacia la locura.

La influencia fantasmagórica de Alma discurre en paralelo a la intensificación de la protesta de la calle. La sensación de asedio aumentará cuando las víctimas apostadas afuera comiencen a tirar piedras envueltas con las fotografías de sus desaparecidxs. De ahí en adelante la familia no podrá abandonar ya más el hogar y los ruidos y cánticos del exterior se harán cada vez más intensos. Con este permanente murmullo acechante y acusador de fondo, la vida en la casa se desbarata y la protesta real se va mezclando con las ensoñaciones de sus habitantes, sobre todo con lo que acontece en la mente perturbada de Enrique Monteverde. Varias escenas externalizan el tormento psicológico de la familia del genocida como elementos oníricos de la puesta en escena. En la primera, Natalia está buscando a su hija por el jardín y entonces ve que la piscina está llena de fotografías de desaparecidxs. Los rostros mojados por el agua se tornan fantasmagóricos y se cargan de un potencial denunciatorio. Un sapo nada inquietantemente de foto en foto añadiendo un aspecto de extrañeza aún mayor. El exceso del plano detalle agrandado, que no corresponde del todo con la mirada subjetiva de Natalia, confiere a la imagen una mayor espectralidad suplementaria. Se siembra la duda de si las fotografías son proyecciones de la mente de los personajes, que han sucumbido al hechizo y están cautivados por los motivos acuáticos de la leyenda de La Llorona.

Varios minutos después, hay otro momento onírico también relacionado con el agua y la piscina. Se trata de una escena nocturna en la que Enrique Monteverde se despierta y cree ver a Alma bañándose en la piscina. Un tono azul mortecino envuelve este episodio tiñendo la cara y la ropa del general. Desvelado, recorre la casa y llega a una ventana desde donde se ve la piscina de la que sale una especie de vapor o halo. Como una aparición, Alma emerge ceremoniosamente del agua. La ventana se convierte de nuevo en frontera entre las miradas de los dos monstruos. Monteverde, cautivado, sigue el cuerpo espectral hasta el cuarto de baño y por el camino va pisando el suelo completamente encharcado. El agua corriendo suena como un canto de sirena aterrador del que no se puede escapar. Monteverde, desde el cerco de la puerta, contempla a Alma mientras ella lava su vestido ceremoniosamente sabiéndose observada. Luego de unos segundos se enciende la luz y un grito de auxilio nos devuelve a la realidad. Entra en cuadro Carmen que sorprende a su marido de esa guisa, jadeando y con una erección que su pantalón no puede disimular. Desde ese momento, para evitar la tentación del patriarca, Carmen prohibirá a Alma llevar el uniforme reglamentario y le dice que lleve su vestido, que le queda más suelto.

En la mirada sexualizante y cosificadora del torturador hacia el espectro se pone en evidencia lo que María Lugones llama la relación entre el lado claro/visible y el lado oscuro/oculto de la colonialidad (2008). El lado oculto, que designa aquellas categorías no hegemónicas, o sea, que no son el hombre blanco heterosexual, está marcado por la intersección entre género, raza y sexualidad. El poder epistemológico y material que ejerce el lado claro de la matriz sobre el otro permite explicar la existencia de opresiones múltiples simultáneas que se suman unas a otras. El cuerpo de la mujer indígena es el lado más invisible de la matriz, y sin embargo es al mismo tiempo sobre el que más se ejerce la explotación sexual. A este respecto, Crosby, Likes y Caxaj señalan que en el contexto guatemalteco la violencia de género está profundamente racializada debido, no solo a los siglos de opresión colonial, sino también a los 36 años de conflicto armado, que hicieron de los cuerpos de las mujeres indígenas su objetivo principal, en consonancia con la intención más amplia de eliminar la indigeneidad en sí misma (2016, 268). La llorona atiende a esta cuestión histórica y traza una línea argumental que se encarna en el cuerpo de Alma, pero también en los cuerpos de las otras mujeres indígenas que han sufrido abusos. Este tema pone en relación las escenas de la declaración de la testigo ixil en el juicio, la conversación entre Carmen y Natalia en el hospital, el acoso de Monteverde a la criada en el baño y las dudas sobre la relación entre el general y Valeriana, la indígena que él se trajo de sus campañas militares. De este modo la película denuncia la perpetuación de la colonialidad del género en la actualidad a través de la normalización de la dominación sobre el cuerpo, el vestuario, la palabra, y la propiedad de las mujeres indígenas. Pero, no solamente se expresa una denuncia, sino que también hay una clara apuesta por la desinvisibilización del lado oscuro, al que se le da la agencia de la palabra y la responsabilidad de responder a los abusos a su cuerpo. La función espectral de lo indígena-femenino se moviliza como un dispositivo para la superación de la colonialidad de poder y del sistema de género colonial/moderno. Todos los cuerpos abusados se funden en el personaje de Alma, quien, al vengarse de la mirada opresiva-colonial del general, se convierte en una justiciera que repara con sus actos los siglos de opresiones y genocidios.

Poco a poco, Alma va extendiendo la atmósfera espectral de motivos acuáticos por todos los rincones de la casa. Tras el enfrentamiento con Monteverde, la criada se introducirá en la esfera de Sara, la hija de Natalia. En la relación de Alma con la niña, las politics of haunting operan de una manera más oblicua. Sara se volverá un vehículo para asustar a los demás miembros de la familia. La primera vez que Alma se acerca a Sara la tienta con un sapo que se acaba de encontrar; aparentemente el mismo sapo que aparecerá nadando en la piscina entre las fotos de lxs desaparecidxs. La niña deja el lado de su familia, que está mirando a lxs manifestantes por la ventana, para introducirse en el contraplano siniestro de la criada sujetando el sapo, que la espera en el quicio de la puerta. Posteriormente, se suceden varias escenas donde Alma y Sara juegan a aguantar la respiración bajo el agua. Para controlar el tiempo que Sara puede estar sin respirar cuentan los números en kaqchikel y pareciera que, con esa letanía de números, Alma estuviera operando una maldición indígena sobre la adolescente. Además, las escenas están rodadas de manera que no se sabe si Alma está ahogando a la joven o ayudándola. La primera escena se desarrolla en la pila de lavar. Primero, los números pronunciados en lengua indígena se oyen distorsionados como si vinieran de debajo del agua sobre un plano de Natalia que está buscando a su hija por las habitaciones de la casa. Llega al cuarto de lavar y allí ve a la sirvienta sumergiendo la cabeza de Sara. Esta ambigüedad confunde a la madre, quien violentamente saca la cabeza de su hija del agua. Sara reacciona airada, zafándose con un manotazo, como si su madre hubiera roto la intimidad especial que tenía con la criada y el acceso a una realidad emocional y sensorial desconocida. La segunda escena, que sucede en la piscina, está rodada de una manera que se acentúa aún más el carácter de peligro de muerte que entraña la acción. Sara bracea bajo el agua completamente vestida, como si se hubiera caído al agua. En un plano contrapicado desde la óptica de la piscina se ve a Alma distorsionada por las ondas del agua sin moverse para ayudarla. De nuevo, el conteo de números es una especie de canto que viene de las profundidades. Al final de la escena, los brazos de la criada se introducen en el agua rescatando a la niña.

Estas escenificaciones del ahogo remiten a la maldición de La Llorona al ser puestas en conexión con las pesadillas que tiene la esposa de Monteverde durante esos días, quien sueña que es Alma (habla kaqchikel y está vestida con el traje blanco de la indígena) y está siendo perseguida por los soldados entre las milpas de su pueblo. Carmen carga a sus hijos para esconderlos de los militares, pero no puede evitar que se los arrebaten de los brazos. Los sueños tienen un colorido cálido, como la tierra quemada por el ejército en sus campañas de represión, que contrasta con el azul espectral de la noche que induce los sueños de la esposa de Monteverde.

Al tiempo que la maldición va perturbando las mentes de Enrique Monteverde, Sara y Carmen, Natalia va sufriendo una transformación por la el que se va identificando paulatinamente con el drama de lxs manifestantes y víctimas de las guerras civiles. En una escena que sucede tras los visillos de una ventana, la doctora tiene una especie de revelación. Primero están Alma y Sara asomadas a la ventana comprobando que uno de los manifestantes se parece a la imagen de una de las fotos de desaparecidos que ha entrado en la casa. Tras unos minutos, Natalia aparece en el plano y Alma se retira. Entonces, la mirada subjetiva de la hija del general desvela que los rostros son efectivamente los mismos. Lo que ella ve no es ya más un manifestante, sino el espectro subversivo de un desaparecido que le devuelve la mirada. El zoom sobre su cara y la introducción del sonido subjetivo (el audio cambia del bullicio de la protesta al silencio sepulcral) recalcan el llamado ético del fantasma, invitándolo a habitar en el presente y reclamar una justicia que pasa necesariamente por alterar el orden colonial. Al final de la escena, los conmovidos ojos de Natalia evidencian el efecto de la verdad que portan las víctimas y sus espectros.

Con el sonido cada vez más fuerte de la protesta y con las visiones que tiene del personaje de Alma, la salud del general anciano va empeorando considerablemente. Empieza a respirar con dificultad y necesita de la ayuda de una bombona de oxígeno. La impertérrita figura del patriarca mirando desafiante por la ventana deja paso entonces a la imagen de un Monteverde postrado en el sofá o sentado en una silla con un respirador tapándole la boca y dependiente del cuidado de otrxs. La bombona de oxígeno tendrá posteriormente una presencia fundamental en el clímax de la película. Dicha secuencia comienza con Sara que desconecta el oxígeno de su abuelo para tirarse a la piscina abrazada a la botella y así seguir practicando la apnea. Con el ruido de su nieta, Monteverde se despierta y sale al jardín con un arma. Dispara sobre la piscina porque cree ver allí a Alma. Sobre el plano del disparo se ve en efecto a la indígena kaqchikel, como salida de un sueño, rodeada de humo y algas y mirando desafiantemente. Cuando la familia acude alarmada, el general se empeña en decir que no es su nieta, sino una guerrillera que se ha colado para vengarse y se ha escondido bajo el agua.

En la secuencia nocturna, teñida de nuevo de azul mortecino, desaparecen las fronteras entre realidad y alucinación. Comenzamos a ver algas en la piscina, montañas de sapos en el jardín y otros espectros de desaparecidxs que se cuelan en la casa. La maldición se ha desencadenado total e inexorablemente. Mientras la familia se refugia en una habitación y Natalia intenta curar a su hija del rasguño de bala y sedar a su padre para que se tranquilice, los fantasmas de las víctimas se despliegan por el jardín. Se mezclan los gritos y llantos con la música atmosférica que eleva la tensión e incrementa la sensación de claustrofobia y tormento. Sara, consciente de lo que está pasando, comunica a lxs demás que Alma está llorando por sus hijos y confiesa que la sirvienta le dijo que ella conocía al abuelo desde mucho antes. Se desvela así la veracidad de la leyenda de La Llorona. Alma ha cumplido su mandato, atormentando a la familia en sus sueños y luego desatando a los demás espíritus para que rematen el trabajo. Ante esta situación de peligro, Valeriana apremia a la familia a que agarren velas y azúcar, y se dispone a hacer una sesión de espiritismo para ahuyentar a los fantasmas. Durante la sesión, Carmen entra en trance y la narración corta a la escena de la pesadilla de la esposa del general en la que finalmente ve cómo los soldados ahogan a sus hijos en el río delante de ella. Es su marido, el viejo y ajado Monteverde enfundado en traje de camuflaje, quien le pregunta dónde están escondidos los guerrilleros. Carmen responde en kaqchikel que no lo sabe y entonces el militar dispara a bocajarro. La cámara panea hacia abajo y vemos a Alma, con un tiro en la frente a los pies de Carmen. Aquí se culmina visualmente la relación entre víctima y verdugo, que existió en el pasado y que ha hechizado también el presente. Carmen/Alma se lanza entonces sobre su marido/verdugo y lo intenta ahogar. Cuando volvemos de la escena del trance a la sala donde se conduce la sesión de espiritismo, Carmen está encima de Monteverde, de la misma manera que en su sueño, estrangulándolo hasta dejarlo sin vida. Al acometerse la venganza, es ahora Carmen la que encarna en su cuerpo el dolor de las mujeres indígenas ixiles violadas y asesinadas por el ejército. Con este hecho, la película plantea una importante pregunta: ¿es la reparación de las injusticias una cuestión que debe estar en manos de las mujeres indígenas, o es un acto de justicia en el que se debe implicar toda la sociedad? Negociar esta cuestión es algo que queda en el aire para el hipotético escenario de una Guatemala decolonial.

La última secuencia de la película se abre con una imagen ceremoniosa del entierro del patriarca en el que la familia está recibiendo los pésames de los amigos y acólitos del general. La composición del plano es muy reveladora de cómo está construida oficialmente esa guatemalidad que invocaba Monteverde en su alegato en el juicio. De espaldas, en primer término, están Carmen, Natalia, Sara, y también Valeriana. En segundo término, se ve el féretro cubierto con la bandera nacional. A los lados, hay gente ladina en traje civil y militares con el uniforme de luto. Entre lxs asistentes se ven a algunas criadas indígenas vestidas con cofia y delantal que pasan casi inadvertidas entre la multitud. La presencia en la escena de estas sirvientas racializadas, relegadas a los márgenes, es un comentario visual sobre su ausencia o borramiento de la historia oficial.

De hecho, la relación espacial entre los miembros de la clase alta ladina guatemalteca y lxs indígenas parece ser una constante sobre la que trabaja el largometraje de Bustamante, que está poblado de composiciones estáticas que parecen pinturas de museo. En estas composiciones, o tableaux, se puede rastrear una sutil estética del haunting que subvierte el orden colonial expresado en el retrato familiar/oficial. En este sentido, Ribas-Casasayas y Petersen proponen que la espectralidad es una estética opuesta a las condiciones o estados generados por la violencia militar, política o económica en el contexto de la modernidad. La espectralidad es entonces “an aesthetic that seeks ways to counteract erasure, silencing, and forgetting” (Ribas-Casayas y Petersen 2016, 6). En La llorona, la leyenda que da título a la película define una estética desestructurante que liga lo fantasmagórico y lo indígena en alianza contra lo moderno/colonial. Como hemos ido viendo, esto no solo se circunscribe al personaje de Alma, la espectralidad se extiende a los demás personajes indígenas.

Conviene en este punto recordar que la leyenda de La Llorona está fundada en la época colonial y se basa en el desarraigo creado por la conquista y en las relaciones de dominación entre colonizadores y colonizados. Una de las acepciones más comunes de la leyenda de La Llorona, que es de la que parte Bustamante para su deconstrucción fílmica, es la de la mujer indígena que se enamora de un conquistador y tiene hijos mestizos con él. Posteriormente, el soldado la abandona por una mujer española, y ella, al ver a sus hijos como producto de ese amor, los ahoga como venganza. El llanto melancólico perseguirá entonces para siempre al personaje, que vagará como un espectro por los caminos penando por sus hijos. El mito de La Llorona ha viajado culturalmente en sus muchas versiones asociado siempre a los simbolismos del agua, el llanto, el vestido blanco, etc. Sin embargo, en algunas de sus acepciones más contemporáneas pierde su fuerte componente de denuncia de la conquista8. Hay también especulaciones sobre si el mito se remonta a época prehispánica. Por ejemplo, Mabel Moraña incluye la leyenda de La Llorona dentro de los muchos vaticinios de la llegada de los conquistadores de los que dan cuenta algunas crónicas de Indias. Moraña dice que la leyenda de este personaje se funde con la de las diosas madres Cihuacóatl, Coatlicue o Tonantzin (2017, 65).

Consciente de la potencialidad del origen del mito, Jayro Bustamante no solo asocia la iconografía del personaje de La llorona al agua, al llanto o la maternidad o al vestido, sino que también propone una serie de motivos estético-espectrales que apuntan a la herida de la conquista y a la resistencia indígena. Un plano que tiene mucha enjundia para analizar es el de la llegada de Alma a la casa, una imagen que muestra en primer término a un guardaespaldas cacheando a la criada y a toda la familia de fondo, fuera de foco, recreando su mirada sobre la escena. Valeriana, ligeramente enfocada, ocupa un espacio intermedio, pero remeda la pose hierática de los demás miembros de la familia. Este tableau da cuenta de cómo las violencias coloniales están expresadas en los gestos de abuso contra los cuerpos de las indígenas que se repiten una y otra vez, y también están expresadas en las miradas despreciativas de las clases altas y sus cómplices.

La resistencia indígena se expresa de manera distinta a través de los personajes de Alma y Valeriana. Si la primera actúa desde la resistencia explícita convocando sus poderes sobrenaturales, la segunda representa a la mestiza que se encaja dentro del orden colonial, pero sin asimilarlo. A pesar de su sumisión, Valeriana porta igualmente los saberes de su pueblo y vehicula en su cuerpo la conexión con los espíritus. De esta manera, fuerza a la familia Monteverde a enfrentarse a una ritualidad indígena, que saca a los personajes de sus zonas de confort y desestabiliza su estatus. El ejemplo más claro es una secuencia hacia mitad de película, en la que Monteverde le pide a Valeriana que retire la cama de la pared porque siente que hay mucha humedad en la habitación. Al mover la cama descubren moho y Valeriana le dice a su patrón que le han hecho un embrujo. En el siguiente plano, la criada limpia el aura de un pasivo Monteverde que se deja hacer. Se trata de un plano medio frontal en el que el general apenas se mueve. Respira dificultosamente a través de la mascarilla que le suministra oxígeno. Valeriana, detrás del patriarca, le pasa un ramo de hierbas alrededor de la cabeza, los hombros y el pecho. La columna de humo de un sahumerio perfila la silueta de Monteverde. El general escucha, sin comprender, la bendición en kaqchikel que recita Valeriana. Los espíritus penetran su cuerpo a través de todos los elementos de ritualidad sin que él tenga ninguna injerencia en ello. Hay sin duda una intención satírica manifestada en la pasividad del ánimo y la posición del cuerpo de Monteverde, quien aparece empequeñecido y desprovisto de todo poder. Pareciera que el ritual es una suerte de maldición en lugar de un contra-hechizo. En momentos como este, la película muestra interesantemente cómo existe otra manera subversiva y callada de tomar la casa colonial, complementaria a la estrategia del tormento.

La llorona también despliega maneras simbólicas de construir la resistencia indígena a través de la estética y no tanto de la narrativa. Como vimos anteriormente, uno de los gestos estéticos decoloniales más potentes de la película es el arranque del juicio por genocidio, con el lento zoom out de la testigo velada que acompaña su declaración. La frontalidad de la imagen supone un guiño al comienzo de Ixcanul (2015), una película anterior de Jayro Bustamante rodada casi íntegramente en maya kaqchikel. En ese filme, el primero de la trilogía del insulto9 del director guatemalteco, se narra cómo se sigue perpetuando la colonialidad de poder sobre las comunidades indígenas, sometidas a las lógicas de servidumbre y posesión por la clase ladina, propietaria de las tierras donde trabajan. La primera imagen de la película Ixcanul muestra el rostro de frente de la protagonista, María, quien se está vistiendo de gala para la ceremonia de pedida de mano por la que se unirá al capataz de la hacienda. La cara de la joven kaqchikel no muestra emoción ninguna por la perspectiva de la boda concertada por sus padres. Su rostro está despojado hasta de la posibilidad de tristeza. En sendas imágenes de rostros frontales, el de la futura novia kaqchikel y el de la viuda ixil, dando su testimonio contra Monteverde, encontramos el mismo acercamiento a lo indígena desde una mirada no invasiva y no colonizadora. Hay un retrato sincero que se fija en la dermis, en el textil, en los afectos... y todas las marcas del pasado colonial en el presente. Estos rostros son a su vez contra-archivos de la violencia clasificatoria y racializadora del colonialismo. Su presencia en el cine de Jayro Bustamante es una reivindicación de la resistencia anticolonial y antipatriarcal al mismo tiempo.

Una interpretación hauntológica de la Guatemala contemporánea es una tarea que no se puede hacer sin convocar también los cinco siglos de resistencia indígena, y en concreto, de la resistencia de las mujeres indígenas. En este sentido, obedecer el mandato ético del espectro implica una desarticulación de la historia y sus mitologías. Jayro Bustamante se muestra a favor de esta tarea al querer revisitar la leyenda de La Llorona y relacionarla con la madre tierra que llora por sus hijxs desaparecidxs. Dice el director, sin embargo, que él no entendía por qué la leyenda tenía tanta importancia en el folclore: “it’s a very misogynistic legend, because it’s always a woman crying because some man quit her, and because that man quit her, she‘s able to kill her kids” (Song 2020). En el guion de Bustamante, el llanto por los hijos no es desconsolado ni paralizante; ni tampoco responde a un arrepentimiento. Es un llanto constructivo, produce y se conduce a través del agua para atormentar a los culpables que impiden conocer la verdad de lo que pasó. Para desarticular la posibilidad de cierre en falso, el filme concluye dando pie a la continuación de la maldición, que perseguirá ahora a los que están inmediatamente por debajo de Enrique Monteverde. La última secuencia de La llorona muestra a un amigo del general que parece asemejarse al también genocida y expresidente de Guatemala, Otto Pérez Molina10, entrando en el servicio de caballeros tras dar el pésame a la familia del finado. Se gira perplejo porque oye a una mujer llorar y, entonces, observa con horror cómo el suelo bajo sus pies se encharca. La música de tensión nos conduce al final que no es sino un nuevo principio en el que esperan nuevas politics of haunting y nuevas casas tomadas, porque la madre tierra sigue llorando a sus hijos.

Referencias

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1 José Efraín Ríos Montt fue presidente de la República de Guatemala entre 1982 y 1983 y jefe del Estado de facto tras un golpe militar. En 2003 fue candidato presidencial con el Frente Republicano Guatemalteco, que él había fundado unos años antes, pero su campaña fue suspendida por el Tribunal Supremo. Eventualmente se presentó a un escaño del congreso para ganar inmunidad. Cuando esta inmunidad expiró, en 2012 se inició el proceso para someterlo a juicio por genocidio. En 2013 se llevó a cabo un juicio contra su persona que contó con los testimonios de indígenas que relataron las atrocidades a las que les sometieron los soldados por órdenes de Ríos Montt. El 10 de mayo, el dictador fue condenado por sus crímenes y la sentencia del tribunal insistió en el carácter de víctimas del racismo de los testigos ixiles. El dictador pasó apenas unas horas en la cárcel y después fue trasladado a un hospital militar. Diez días después de la sentencia, la Corte de Constitucionalidad anuló el fallo al admitir un recurso del abogado defensor arguyendo que el acusado no había podido tener acceso a una defensa justa en algunos de los procedimientos. Ríos Montt permaneció entonces en arresto domiciliario. El juicio se volvió a abrir en 2015, pero la muerte del expresidente sobrevino antes de que pudiera concluirse.

2 Con la excepción de delitos como el del genocidio, por lo cual se permitió juzgar a Ríos Montt una vez que su inmunidad parlamentaria hubo expirado.

3 La polémica levantada con el informe tuvo como consecuencias el asesinato de su autor, el obispo Gerardi.

4 Para una narración detallada del juicio de Ríos Montt, de la estrategia obstruccionista de la defensa y de la presión paramilitar y mediática que rodeó la anulación de la sentencia, véase Burt 2016.

5 Conviene puntualizar que las comunidades ixiles fueron las que más víctimas tuvieron en la época de las guerras civiles. El genocidio tuvo lugar especialmente durante el mandato de Ríos Montt entre 1982 y 1983 quien ordenó asolar la conocida como Franja Norte Petrolera, hogar de la mayoría de las comunidades ixiles. La acusación del juicio contra Ríos Montt fue concretamente por el genocidio de ixiles.

6 Zury Ríos acompañó a su padre durante cada una de las audiencias del juicio. Además, dio numerosas ruedas de prensa y publicó información difamatoria contra la guerrilla en redes sociales y medios de comunicación como campaña de ayuda a su padre. En su carrera política fue diputada entre 1996 y 2008. Después de varios intentos fallidos de postularse como candidata a la presidencia con el Frente Republicano Guatemalteco, se presentó a los comicios de 2015 con el Partido Republicano Institucional, pero no alcanzó su objetivo.

7 Algunos ejemplos de este tipo de historias son las sagas de Freddy Kruger, Viernes 13, los muertos vivientes o la matanza de Texas.

8 Sirva como ejemplo la película de 2019, La maldición de la Llorona (The Curse of La Llorona), de Michael Chaves, en la que el mito solo sirve como excusa para la existencia de un monstruo con una iconografía concreta llena de lugares comunes.

9 Jayro Bustamante ha declarado en numerosas ocasiones que sus tres primeros largometrajes corresponden a los insultos más ofensivos dentro del lenguaje popular de Guatemala. Ixcanul es una respuesta al insulto de “indio”, a través del cual se desprecia a más de la mitad de la población guatemalteca. Temblores (2019) deconstruye el insulto “hueco” (homosexual) a partir del personaje protagonista. Bustamante dice que con ese insulto también se califica despreciativamente a todas las mujeres; o sea, de nuevo a la mitad de la población. La llorona responde al insulto “comunista”, que se aplicó en el pasado reciente de Guatemala a todos los elementos subversivos que eran contrarios al sistema conservador. La intersección de los tres insultos solo deja incólume a la clase burguesa blanca de Guatemala, que es precisamente la que sigue perpetuando las relaciones de poder del orden colonial. Sin sugerir explícitamente la reapropiación de los términos de los insultos, Bustamante sí que propone ceder el protagonismo a quienes han sido estigmatizadxs en la historia y los discursos oficiales de Guatemala.

10 Otto Pérez Molina fue un destacado militar del servicio de inteligencia durante la época del genocidio de los mayas ixiles. Posteriormente fue miembro del grupo de militares que apoyó el golpe de Estado contra Ríos Montt en 1983. Pérez Molina fue presidente de Guatemala desde 2012 a 2015, precisamente cuando el juicio a Ríos Montt estaba teniendo lugar. Durante el proceso se mostró claramente en contra de que se juzgaran crímenes del pasado. Posteriormente se vio obligado a resignar a la presidencia porque fue acusado de corrupción y despojado de su inmunidad.

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