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ISSN 1023-0890 / EISSN 2215-471X
Número 31 • Enero-junio 2023
Recibido: 29/12/21 • Corregido: 17/03/22 • Aceptado: 04/07/22
DOI: https://doi.org/10.15359/istmica.31.3
Licencia CC BY NC SA 4.0

Relatos de mujeres “infectadas”: Tiempos del SIDA. Relatos de la vida real (1989), de Myriam Francis (Costa Rica)

Stories of “infected” women: Tiempos del SIDA. Relatos de la vida real (1989), by Myriam Francis (Costa Rica)

José Pablo

Rojas González

Universidad de Costa Rica

Costa Rica

Resumen

El presente artículo1 estudia las representaciones de mujeres con VIH/sida, en el libro Tiempos del SIDA. Relatos de la vida real, de Myriam Francis. El trabajo inicia con un análisis sobre la exclusión de los sujetos femeninos de la literatura “seropositiva” latinoamericana. Se plantea que las pocas representaciones que existen se enfocan en “mujeres sospechosas”, lo cual se repite, hasta cierto punto, en los textos de Francis seleccionados: “La última puerta”, “La viuda alegre” y “La chica alegre”. Luego, se ofrece una explicación sobre el contexto en el que surgen las historias, un “pabellón-moridero” que se describe más bien como un espacio ameno, el cual, sin embargo, enfatiza la tragicidad que rodea a cada “caso”. Después, se estudian los tres relatos mencionados, en los que se mueven los símbolos primarios del mal (la mancilla, el pecado y la culpabilidad), de manera que una mujer es representada como una “víctima inocente” y otras, como “víctimas culpables” (fundamentalmente por sus “estilos de vida nocivos”). Finalmente, el trabajo concluye que la narrativa de Francis moviliza algunos principios de la “teoría de la degeneración”, para explicar las situaciones experimentadas por los personajes femeninos y ofrecer un mensaje didáctico-moralizante.

Palabras clave: literatura costarricense, VIH/sida, mujeres, pandemia, representación

Abstract

This article studies the representations of women with HIV/AIDS, in the book Tiempos del SIDA. Relatos de la vida real, by Myriam Francis. The work begins with a reflection on the exclusion of female subjects from Latin American “seropositive” literature. It is argued that the few representations that exist focus on “suspicious women”, which is repeated, to some extent, in the selected Francis texts: “La última puerta”, “La viuda alegre” and “La chica alegre”. Then, an explanation is offered about the context in which the stories arise, a “pavilion-moridero” that is described rather as a pleasant space, that, however, emphasizes the tragicity that surrounds each “case”. Next, the three stories mentioned are studied, in which the primary symbols of evil (the stain, sin and guilt) are present, so that a woman is represented as an “innocent victim” and others, as “guilty victims” (mainly due to their “harmful lifestyles”). Finally, the work concludes that Francis’s narrative mobilizes some principles of the “theory of degeneration” to explain the situations experienced by the female characters and to offer a didactic-moralizing message.

Keywords: Costa Rican literature, HIV/AIDS, women, pandemic, representation

Introducción

Como señala Lina Meruane (2012, 94), la primera literatura seropositiva latinoamericana excluyó la realidad de otros sujetos afectados (más allá de la del hombre homosexual): piénsese en los hemofílicos o en los heroinómanos, pero también en las mujeres. De acuerdo con la autora chilena, hay una virtual inexistencia de seropositivas, tanto en las tramas de las escritoras, como en las de los escritores (en este último caso, la ausencia es extremada), lo cual –asegura– es difícil de comprender, sobre todo si se compara con la literatura previa sobre enfermedades (escrita principalmente por hombres), cargada de mujeres aquejadas de “males verdaderos” o de “metafóricos castigos”.

Para Meruane, la exclusión de los cuerpos de las mujeres (incluso del cuerpo travesti, en tanto portador de “lo femenino”) son un “síntoma de una tensión entre géneros; una tensión acentuada por el protagonismo de la mujer en la escena pública, pero también como señal de una nueva masculinización del imaginario social que buscaba (¿que busca?) negar todo signo de lo femenino en la cultura” (Meruane 2012, 98)2. La estudiosa asegura que incluso los textos escritos por mujeres que mencionan la “enfermedad” presentan una idea masculinizada del VIH/sida, mientras que los roles reservados para ellas son siempre los tradicionales: las madres y las compañeras, las hermanas o las primas, las amigas, las enfermeras, todas estoicas y sacrificadas (Meruane 2012, 101). Así, expone trabajos como los siguientes: Diario del dolor (2004), de María Luisa Puga; La vera historia de Purificación (1989), de Raquel Saguier; Maradentro (1997), de Marta Blanco; y “Tres personas distintas. ¿Alguna verdadera?” (2009), de Margo Glantz, entre otros. En general, estos relatos “muestran un VIH instalado en el cuerpo masculino cuyo tránsito hacia el de la mujer se entiende como una posibilidad solo potencial” (Meruane 2012, 103), que, sin embargo, provoca paranoia en ellas.

Si se representan sujetos femeninos “infectados”, son más más bien “mujeres sospechosas”: la “prostituta”3, la mala madre, la esposa pérfida, por lo que incluso se puede señalar una visión moralista de las seropositivas. Es, claramente, una representación conservadora, en la que la mujer tiene un papel “infeccioso”. La otra cara de la moneda es la representación de la mujer como víctima de un “mal ajeno”, pero, como asegura la investigadora, “por más que lo parezcan, la víctima dócil y la prostituta victimaria no son figuras opuestas sino dos aspectos reversibles de la seropositiva, donde converge un discurso social moralizante” (Meruane 2012, 104). Estos roles se exponen de manera muy clara en libros como Toda esa gente solitaria4, cuyos relatos adquieren, muchas veces, un carácter didáctico. Asegura Meruane: “El sida no se comparte como circunstancia social o familiar sino que viene a dividir a sus protagonistas, a ponerlos en contra, a asignarles lugares fijos en la representación de una inmoralidad” (2012, 107; cursiva en el original). A la problemática anterior, hay que sumar la misoginia que se encuentra en muchos textos con protagonistas seropositivos, hombres y homosexuales. En general, afirma la autora, el avance del VIH detonó rivalidades que se evidencian en las distintas formas de representación, planteadas por diferentes autores y autoras.

En Costa Rica, se publicó, a finales de la década de los años ochenta, un libro de relatos hoy prácticamente desconocido, Tiempos del SIDA. Relatos de la vida real (1989). Este libro fue escrito por Myriam Francis e incluye las historias de varias “infectadas”, por lo que es una excepción dentro de la literatura seropositiva centroamericana. Con lo anterior, nuestro interés con respecto a dicho texto será estudiar la forma en la que son representadas las mujeres “enfermas”, con el fin de conocer si la autora costarricense se alejó o no de la idea masculinizada del sida y de las narrativas didácticas-moralizantes en torno al virus, tan comunes en la época. La hipótesis de la que partimos es la siguiente: los relatos de Francis sobre personajes femeninos seropositivos mantienen una idea conservadora de la mujer, sobre todo en los casos en los que se representan “mujeres sospechosas” (como la prostituta, la “mala madre”, la “esposa pérfida”), pero, también, movilizan, en ciertos momentos, la idea de la mujer seropositiva como una víctima de un “mal ajeno”, como una “víctima inocente”5. Para nuestro análisis nos centraremos en tres relatos: “La última puerta”, “La viuda alegre” y “La chica alegre”. Antes, estudiaremos la caracterización del espacio en el que se presentan los personajes.

Una visión apocalíptica desde el “pabellón-moridero”

Como hemos dicho, Tiempos del SIDA: Relatos de la vida real (1989) es el primer texto literario costarricense que hace referencia al VIH/sida; es, por ello, el primer trabajo literario nacional que recrea la “enfermedad” y a los sujetos que la padecieron. Los símbolos, las metáforas, las tramas que encontramos en Tiempos del SIDA… no fueron, sin embargo, novedosas. Todo lo contrario. Como veremos, los relatos reproducen las imaginaciones sostenidas por los discursos dominantes de la época, las cuales fueron movilizadas principalmente por la plataforma periodística. Lo anterior no extraña, si tomamos en cuenta que este texto fue escrito por la periodista (trabajó para La Nación), poeta y narradora, Myriam Francis (hoy prácticamente desconocida6). Así, aunque este libro surgió a finales de la década de los ochenta, no se puede leer de forma separada de los distintos discursos sociales que, desde 19837, se presentaron en Costa Rica.

Desde su título, Tiempos del SIDA… se plantea como una colección de relatos de la vida real. Lo anterior tiene un fin práctico: el de ofrecer los textos como “verdaderos” y, entonces, como relevantes dentro del contexto de desarrollo de la “enfermedad” en el país. Se afirma en el trabajo:

Hemos podido recoger algunas historias –la pequeña historia de cada cual–, de los enfermos del Pabellón Sur, que trasladamos al público lector, sin quitar punto ni coma, apenas cambiando los nombres y disimulando un tanto detalles de su personalidad, que los podrían hacer fácilmente reconocidos. Algunos están recién ingresados, otros han muerto ya. Que no caiga sobre ellos el anatema de la sociedad, cruel e hipócrita, inmisericorde las más de las veces (Francis 1989, 22).

Aunque inicialmente se puede pensar que estamos ante testimonios (la autora asegura que recolectó las historias y que las trasladó al público lector sin alterarlas), la verdad es que los relatos están dirigidos por una voz principal que controla el discurso, lo cual, desde nuestra perspectiva, revela la dinámica de poder que hay sobre las representaciones de esos sujetos que aparecen como “casos”. No podemos, entonces, plantear los textos como testimonios, a pesar de que, en el fondo, así se quieran presentar; a pesar, incluso, de que, en ciertas partes de los relatos, podamos leer a los sujetos implicados de forma supuestamente “directa”. Como asegura Angvik (1998 y 2006), el género autobiográfico caracteriza a muchos de los trabajos de la literatura seropositiva en general, lo cual tiene mucho sentido, sobre todo si consideramos el equilibrio que, con esta modalidad, se logra entre lo individual y lo colectivo. Sin embargo, en el caso de Tiempos del SIDA…, la modalidad testimonial/autobiográfica está mediatizada por la voz narrativa. Lo que este libro nos presenta son, más bien, retratos o semblanzas, producto de lo que parecen ser entrevistas (a excepción de unos pocos relatos en los que la narración sí se plantea en primera persona en su totalidad).

El libro está compuesto por 15 relatos, sin considerar la “introducción”, titulada “El último jinete”, y el segundo apartado, “El Pabellón Sur”, el cual, más bien, presenta el contexto en el que se exponen los “casos verdaderos”. Este lugar fue, supuestamente, el ámbito designado por las autoridades de un hospital (no se menciona ningún nombre) para separar a los “enfermos de sida” de otros enfermos “comunes”. El “Pabellón Sur” no es solo el espacio alejado en el que internaban a los distintos sujetos que encontramos en los relatos, sino, también, era el lugar donde llegaban a morir. Según afirma Meruane (2012, 76), esta idea, la del “moridero”, fue recurrente en la primera literatura seropositiva (aparece de forma explícita en Salón de belleza –1994–, de Bellatin) y se asoció de manera insistente con la nación como un ámbito asesino de sus propios ciudadanos (al abandonarlos a su suerte). En este caso, sin embargo, no hay tal relación. El “Pabellón Sur” no tiene las características ominosas que sí encontramos en otros textos seropositivos. La descripción que Francis hace de este lugar es más bien la de un locus amoenus, la de un “moridero misericordioso”, podríamos decir:

El pabellón contaba con varios salones dormitorios donde se alojaban en grupos por similitud de gustos, edades, hasta cultura, y por supuesto, sexo. Un amplio comedor, una gran terraza que daba a un jardín, con plantas variadas, cañitas indias con hojas verdes listadas de blanco o de amarillo, o rosa, anturiums en maceteras, y grandes helechos que colgaban de cestas de alambre como una lluvia verde. Los pájaros convivían con los enfermos revoloteando de aquí para allá desde la aurora hasta el crepúsculo y dejaban caer las notas de sus trinos como una fina cascada de melodías. En las lluviosas tardes de invierno, el comedor de paredes encristaladas era su refugio y dejaban pasar las horas viendo el paisaje gris. Como el tiempo se alargaba, los pacientes lo distribuían entre la lectura, los programas de radio y televisión, o en charlar reviviendo recuerdos (Francis 1989, 21).

Frente a este ambiente expuesto como un lugar para el retiro, más que como un “moridero” (aunque en el fondo lo sea), se presentan las vidas “ya casi apagadas” de los pacientes, quienes contaban sus historias, expresaban sus sentimientos, sus temores y sus deseos como un acto casi “natural”. De acuerdo con el texto, contar sus historias de vida era lo único que les quedaba luego de saberse “afectados” por el VIH/sida. Así, la aparente armonía del “Pabellón Sur” solo es rota por el angustioso estado de los enfermos, los cuales estaban conscientes de la inminencia de su muerte: “Aquellos se quejaban, manifestaban ira, odio, dolor que trataban de proyectar hasta a sus médicos. Algunos se encerraban en un doloroso mutismo. Cada cual, de acuerdo con su temperamento, reaccionaba en forma diferente ante lo inevitable” (Francis 1989, 22). Y, a pesar de la situación, había aún espacio para una limitada convivencia. En el pabellón se recibían unas cuantas visitas, las cuales, sin embargo, terminaban enfatizando la melancolía que embargaba a los enfermos y a sus familiares y parejas:

Generalmente recibían pocas visitas; madres desoladas que fingían una valerosa alegría y una mentida esperanza ante el hijo que apenas era una sombra de lo que había sido el mozo fiestero de antaño, o bien, el compañero de amor que llegaba a ver a quien fuera su amante y con la duda de si estaba contagiado también y sintiendo pánico al solo pensar en ir a examinarse y mirando a su amigo con espanto como si estuviese ante el espejo de su futuro (Francis 1989, 22).

La fatalidad no está realmente en el espacio físico del hospital, sino en los cuerpos de los sujetos mismos (los cuerpos enfermos son el verdadero “moridero”), los cuales se conforman como ámbitos en proceso de descomposición, un proceso activado por el VIH/sida. Siguiendo a Esposito (2006, 216), podemos afirmar que la muerte se entiende como una emanación “natural” de estos sujetos que se tornan “solo carne”, existencia sin vida. Ante esta definición, la muerte se asume como un acto misericordioso, lo cual, sin embargo, no deja de ser problemático para nosotros, ya que, como asegura el filósofo italiano, se da una “inversión conceptual” que “hace de la víctima el beneficiario de su propia eliminación” (Esposito 2006, 217). En el texto de Francis, estos cuerpos sin vida son, además, solo una muestra del alcance mundial de una “enfermedad” a la que, entonces, había que ponerle atención... Por lo anterior, según señala la voz narrativa, los relatos tienen el objetivo de permitirles a los lectores “mirar por un resquicio parte de la tragedia que vive la humanidad en finales del Siglo XX” (Francis 1989, 22).

Así planteado, el lector se torna en un observador que está ahí para presenciar, de forma limitada, furtiva y apartada, las “lamentables consecuencias” de la “enfermedad”, definida, entonces, como un “mal finisecular”. Como apunta Paula A. Treichler (1987, 264), esta es una de las imaginaciones recurrentes en relación con el VIH/sida. El “mal du siècle” es un concepto acuñado por Charles Augustin Sainte-Beuve, quien, en 1833, lo utilizó para explicar un tópico literario vinculado con la estética romántica: el de la crisis de creencias y valores que llevaban al desarrollo de un sentimiento de decadencia y de hastío existencial. Afirma Pedro Cerezo Galán8, en El mal del siglo. El conflicto entre Ilustración y Romanticismo en la crisis finisecular del siglo XIX:

Tal como lo formula el mismo Nordau en otro de sus textos críticos, “la disposición del alma actual es extrañamente confusa, hecha a la vez de agitación febril y de triste desfallecimiento, de temor a lo porvenir y de alegría desesperada que se resigna; la sensación dominante es la de un hundimiento, la de una extinción”. La palabra clave es decadencia, decadencia colectiva y universal, vivida como un destino que lo alcanza todo y en todo pone un morbo de descomposición y muerte; decadencia de costumbres, de usos, de ideologías y credos religiosos, de instituciones y formas de vida (2003, 44).

El tópico del fin de siglo es retomado a finales del siglo XX9, pero con otras implicaciones (aunque se mantienen sus sentidos nucleares) y ahora relacionado con un “mal” físico, pero también social y moral. En el caso que estamos viendo, la “enfermedad” representa la decadencia social en diversos niveles y, por lo tanto, se refiere más a la descomposición de un orden vital que al VIH/sida en sí mismo. La “enfermedad” es, entonces, una sinécdoque de un “mal” generalizado, que apunta a la destrucción de todos. No extraña, con lo anterior, que, en la introducción del libro –titulada “El último jinete”–, Francis cite ampliamente el “Apocalipsis” de san Juan. Por supuesto, la cita funciona, en este caso, como una advertencia (con lo que ya se empieza a ver el carácter didáctico-moralizante de todo el texto). Asegura Francis: “San Juan, en el Apocalipsis que leemos en la Biblia, nos habla de los jinetes que recorrerán la tierra llevando desolación y muerte, y de ángeles con las copas de la ira de Dios, las cuales serán derramadas sobre todos los pueblos” (1989, 13).

La presencia de este discurso escatológico cristiano nos lleva, inevitablemente, a las imaginaciones vinculadas con los símbolos del mal, altamente reproducidos en la época en relación con la “nueva enfermedad” (nos referimos a la mancilla como análoga de la mancha, el pecado como análogo de la desviación y la culpabilidad como análoga de la carga –Ricœur 2004, 183–). En el trabajo de Francis, se resalta, sobre todo, el símbolo de la culpa, el cual siempre anticipa el castigo. La anticipación del castigo también está relacionada con el miedo a lo impuro, por lo que la culpa surge, en este caso, de la conciencia de suciedad, como resultado de la violación de un orden. Encontramos aquí un encadenamiento de conceptos con el que se establecen múltiples relaciones de sentido. El “Apocalipsis”, entonces, se liga con el VIH/sida, de forma que la “enfermedad” es una especie de castigo divino, resultado de la Ira de Dios, una ira vengadora que, según la lógica religiosa, se activa casi de forma automática ante el quebrantamiento de las prohibiciones.

El hecho de que la autora inicie su libro con citas del “Apocalipsis” dice mucho de los objetivos reales de su trabajo: aleccionar y conmover (ya veremos, más adelante, en qué sentidos). El “Apocalipsis”, como sabemos, tiene un carácter profético, y es este carácter el que Francis aprovecha en su discurso, al utilizarlo como un elemento persuasivo, al cual debemos relacionar con el miedo a la muerte (propia), pero también, más ampliamente, con el miedo a la condenación de la humanidad. El último jinete es, precisamente –de acuerdo con la cita que Francis hace del libro–, el que representa a la muerte, es un jinete asesino. Los caballos con sus jinetes son las plagas que Dios enviará para castigar a la humanidad; entre ellas, la guerra, la hambruna, la pobreza y ¡la enfermedad!, las cuales, como hemos dicho, buscan la destrucción de la vida. Pero Francis no se queda ahí, también hace referencia a los siete ángeles con las siete “copas de la ira de Dios”, los cuales suman desgracias similares a las ya descritas, y anuncian el cumplimiento de la profecía: “El séptimo ángel derramó su copa por el aire y salió una gran voz del templo del cielo, del trono, diciendo: Hecho está” (Francis 1989, 15).

El “Apocalipsis” funciona, entonces, como una amenaza, que hace que el ser humano se comprenda como pecador bajo la Ira de Dios (Ricœur 2004, 214): “¿Cuál de estos jinetes diezmará a la humanidad, cuál de estos ángeles derramará la copa fatal? ¿Será un último jinete o una última copa, no mencionados, lo que acabará con la vida de los hombres, y entonces los animales fieros y los animales mansos […] serán los nuevos amos de la creación?” (Francis 1989, 15). Esta amenaza es, al mismo tiempo, una exigencia que se dirige al ser humano: la de cumplir con las leyes que se le han impuesto. Estamos, pues, ante la lógica pastoral a la que hace referencia Foucault (2003), la cual, luego, se confunde con los discursos biopolíticos (de ahí que aseguráramos que los relatos de Francis tienen un objetivo pedagógico: los relatos son ejemplares y llaman, como veremos, a la contención de los excesos).

Con lo anterior, la autora hace un recorrido por las “pestes” pasadas, las cuales, afirma, “afligieron” al mundo con su poder aniquilador. La peste es, de acuerdo con Sontag (2003, 64), la metáfora que más se ha utilizado para imaginar al VIH/sida. Es, además, una metáfora que activa una red de conexiones que nos lleva inevitablemente a la idea del castigo divino, dirigido a las sociedades en su conjunto, por los “graves pecados” cometidos por el ser humano. Así lo expone Francis cuando, luego de hablarnos sobre el “Apocalipsis”, menciona lo ocurrido con enfermedades como la peste negra, la viruela, el tifo, la disentería, la influenza española o el cólera. La autora trata de crear un ambiente de preocupación y, para lograrlo, realiza un conteo aproximado de las muertes provocadas por cada enfermedad, no sin antes asegurar que la “nueva peste” sería peor que sus predecesoras. Por supuesto, de lo anterior se deduce la relevancia de su propio trabajo escritural, el cual insiste en la necesidad de ver la “enfermedad” como un peligro mayúsculo: “Ahora, en los finales del siglo XX, el último jinete del Apocalipsis apareció en África central en 195910, aunque estuviera latente desde tiempo atrás, y se le llamó SIDA, Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida” (Francis 1989, 16).

Francis repite, casi como una leyenda, las hipótesis que entonces se tenían sobre el origen del virus (aunque ella hable, más bien, del síndrome) y mantiene la creencia de que la “enfermedad” provenía de “otro lugar”, de África, donde se afincan algunas de las imaginaciones más nocivas de Occidente sobre el “otro”11. Francis, sin embargo, no ahonda en estos aspectos, simplemente presenta el supuesto recorrido que hizo el VIH/sida para llegar a Europa y a América, con el fin de enfatizar su perniciosidad:

En 1989 se estimaba en 25 millones el número de personas infectadas y se calculaba en 10 millones de enfermos, pues éste fatídico jinete velozmente cabalgaba por todo el mundo, siendo reportado en todos los rincones del planeta, extendiéndose como una mancha de aceite en todas las capas sociales. En África ya hay aldeas totalmente diezmadas, pueblos fantasmas que el SIDA hizo desaparecer totalmente, como muestra de lo que pudieran ser en el futuro otras ciudades más grandes (Francis 1989, 16).

Una “enfermedad asesina” recorre de forma incontrolada el mundo. Esta es la idea que nos queda al leer el primer apartado del libro de Francis. Tan preocupante es la situación, que la misma autora afirma que la ciencia aún debe recorrer un camino extenso antes de encontrar una vacuna o algún otro tratamiento contra el VIH/sida. Como vemos, la lógica que nos ofrece Francis no se aleja de la que podemos encontrar en los discursos promovidos por la prensa y por los médicos de entonces, lo cual no sorprende, ya que el libro incluye, al final, una bibliografía en la que se enlistan textos tan “esclarecedores” como la “Santa Biblia” y algunos trabajos de los especialistas nacionales Leonardo Mata y Gisela Herrera, pero también del Ministerio de Salud y de la Organización Mundial de la Salud. No por nada hemos asegurado que aquí se mezcla el discurso religioso con otra información (de corte histórico y científico) que perfectamente se podría encontrar en un reportaje de la época.

Las metáforas en relación con el VIH/sida no terminan ahí. En los últimos párrafos, Francis plantea la situación general como una guerra entre la ciencia y la “enfermedad”, la cual finalmente se describe como un evento más temible que una “guerra nuclear” (con esta imagen, la ficción distópica de Francis toca su punto más alto), una guerra que, sin embargo, no ha llegado aún a “explotar”: “La ciencia, que con sus armas tal vez logre ganar la batalla, ya emprendida contra este nuevo azote, acaso más temible que una guerra nuclear que no pasa de ser una amenaza y que por terrible, nadie se atreverá a desencadenar porque el que la utilice primero, lo hará contra sí mismo” (Francis 1989, 17). La lección final es evidente: no podemos arriesgarnos a “esparcir” más la enfermedad, ya que estaríamos autodestruyéndonos. ¿No es esta, acaso, la idea de la responsabilidad12 que se promovió con la biopolítica en torno al VIH/sida? Este apartado del libro, con todo lo dicho, mezcla un miedo atávico con un discurso moderno de cuidado de sí mismo. Esta no es una mezcla nueva. Si algo queda claro, en relación con el VIH/sida y con los discursos que activó es, precisamente, su capacidad para hacer coincidir la racionalidad religiosa con la biomédica.

Entre la inocencia y culpabilidad: Relatos de mujeres “infectadas”

Según indicamos previamente, el libro de Francis se plantea como una colección de relatos resultado de un trabajo de investigación y de entrevistas. Por ello, encontramos en él dos voces: la del narrador/entrevistador, quien contextualiza y presenta algunos datos sobre la “enfermedad”, la situación social y la vida de los pacientes del “Pabellón Sur”; y la de los “enfermos”, quienes exponen (cuando tienen voz) las circunstancias que los llevaron a semejante lugar. Algunos pacientes narran su historia sin sentir arrepentimiento por su “conducta”, otros son muy autocríticos de su vida –por lo que su discurso está atravesado por cierta contrición–, y otros simplemente se lamentan por su mala fortuna. La voz del narrador/entrevistador no es neutral y, muchas veces, se nota su tendencia a resaltar el valor de la “moral cristiana”, la cual está acompañada con un sentimiento de misericordia o compasión (sin llegar necesariamente a una identificación con los “enfermos”). Así, los relatos mantienen, desde nuestro punto de vista, una finalidad didáctica-moralizante, activada por la exposición (a veces melodramática, a veces centrada en los rasgos “infames” de ciertos personajes, otras veces apesadumbrada por la situación –por el estigma y la segregación que sufren, sobre todo, los “inocentes”–) de estos sujetos que pertenecen a los “grupos de riesgo” definidos por el discurso médico costarricense. Este hecho, el de que todos los relatos se centren en los “grupos de riesgo”, demuestra la íntima relación entre este trabajo literario y los discursos dominantes movilizados por el periodismo y la medicina nacionales.

A continuación, solo nos vamos a referir a los relatos de Francis en los que las mujeres enfermas tienen el rol central (en otros, ellas tienen un papel secundario, sobre todo cuando se presentan como cuidadoras, sacrificadas y sufridas compañeras, hermanas o madres). Iniciaremos con el relato titulado “La última puerta”, donde se expone el caso de una “víctima inocente”. Esta idea –la de la “víctima inocente”– fue movilizada ampliamente por los discursos sociales costarricenses de la época, por lo que no extraña encontrarla en el trabajo de Francis. La noción de “víctima inocente” se refiere a aquellos individuos que tuvieron el “mal”, pero “sin merecerlo”; es decir, sin ser “responsables” por su propio “contagio”. Esta noción, claramente, moviliza una disculpa y una acusación, la disculpa se dirige a esas personas “enfermas” por razones ajenas a ellas, y la acusación, a quienes, por su “vida desordenada”, se “autocondenaron” y “condenaron” a otros13. La lógica es, por supuesto, siniestra, pero ella explica las dinámicas sociales que se dieron en relación con las personas “infectadas”.

En “La última puerta”, se expone el caso de Lily, una estudiante universitaria que, luego de “algunas transfusiones de sangre” por una cirugía, descubre que “estaba padeciendo del SIDA”. En este caso, el relato es narrado por una voz externa que parece saber todo sobre la vida de la protagonista. El texto inicia con una metáfora vinculada con las estaciones del año, para afirmar que Lily estaba en “plena primavera” cuando se enteró de su “enfermedad”: “Cada estación del año tiene su propia belleza […]. Y también cada estación de la vida posee su particular encanto: la juventud llena de ilusiones, la plenitud de la madurez, la cosecha colmada de frutos, y el final para enfrentarnos al más allá con sus logros y sus omisiones” (Francis 1989, 57). Con este elemento metafórico, se activa el tópico literario que hace referencia a la vida truncada por una muerte prematura, la cual, en este caso, recae en una joven inocente. El VIH/sida se asume, entonces, como una ruptura “antinatural” del proceso vital de Lily, sobre todo porque se sobrentiende que ella no merecía un final tan triste: “Tenía la mente llena de proyectos y en su imaginación veía altos edificios diseñados por ella, con materiales nuevos, que subían hasta las nubes, o los hogares acogedores […]. Le haría más grata la existencia a las gentes, rodeados de una belleza que ella sentía y adivinaba” (Francis 1989, 57).

Lily, sin embargo, no tenía una vida feliz. Por la voz narrativa, nos enteramos de que era una joven más bien solitaria, pero seria y estudiosa. Le gustaba pasar en casa, con sus libros, su música y sus sueños, entre los cuales se encontraba hacer su propia vida lejos de la casa de sus tías, quienes la habían recogido a ella y a sus hermanos, luego de que sus padres murieran en un accidente (otras vidas truncadas). Las tías trataban bien a sus hermanos, pero a ella siempre la marginaban, sin saber por qué: “ni ellas mismas lo sabían, y Lily se sentía sola y aunque no se rebelaba ni sentía encono o resentimiento, sufría de una profunda pena en su corazón” (Francis 1989, 58). La representación de este personaje nos lleva a verlo como una especie de paria, rechazado por todos. Lily, de hecho, aprendió su “condición” de sus propias tías, quienes, desde niña, la condenaron al fracaso:

estaba convencida de que todo le estaba saliendo mal en su vida, pese a sus esfuerzos; la causa eran unas palabras que un día escuchara pronunciar a la mayor de sus tías. Por eso a veces cruzaba por su mente un ramalazo de temor. Tenía muy grabadas en su propia alma, esas palabras de la tía, siempre irritable y violenta, diciéndole que nunca lograría nada, que sería una fracasada. Era, así lo sentía Lily, una especie de maldición… a una niña de seis años (Francis 1989, 58).

Estamos, con lo anterior, ante el retrato de una joven que ha sido “marcada” –una marca injuriosa pronunciada por la tía– por algo insuperable para ella, algo que no la dejaba sino sentirse culpable de lo que le pasaba, hasta el punto de aceptar sus desgracias como “naturales”. ¿No es esta, acaso, una forma de destino aciago? ¿No es Lily, acá, una especie de prueba de que el control sobre la vida no recae en el ser humano, sino en los designios de fuerzas superiores? Finalmente, ¿no es la enfermedad un elemento que precisamente enfatiza esa idea de que nuestra vida no está en nuestras manos? Si bien Lily es una “víctima inocente”, carga con cierta conciencia que la hace verse como un sujeto mancillado, lo cual es ratificado por los males que sufre, desde los fracasos amorosos, hasta sus diferentes dolencias, las cuales, finalmente, la llevan a la muerte, al VIH/sida: “Su salud no era óptima; a veces una dolencia, a veces otra, sufrió todas las enfermedades infantiles, y otras más ya de grande […]. Hasta que se hizo necesaria la cirugía y algunas transfusiones de sangre” (Francis 1989, 58). Sigue el narrador: “Cuando supo la cruel, inmensamente cruel verdad, no comprendió. Le pareció que era asunto de otra persona, en otro mundo, que no era ella, sino alguien como ella” (Francis 1989, 59).

Pero, finalmente, Lily acepta su “destino”, y es ella misma quien empieza a separarse de la vida poco a poco. Deja de preocuparse por sus estudios, deja de pensar en el amor; entra, pues, en un “invierno” prematuro de su vida, el cual es confirmado por la sociedad –por su familia, que la ignoraba cada vez más, pero también por la gente en la universidad, que la trataba como a un leproso–: “pero su sensibilidad, que se había agudizado extraordinariamente, le permitía captar las furtivas miradas de miedo y lástima entrelazadas, un cuidado de no rozarse con ella y hasta de aparentar no verla. Así debieron sentirse los bíblicos leprosos en remotas épocas” (Francis 1989, 50). El cuadro es claro, así como es claro el símbolo de la mancha movilizado en este relato. La imagen de la “enferma de sida” como una leprosa no deja dudas sobre el temor a la impureza y al contagio, y la consecuente expulsión del orden social “sano”. Solo el destierro y la muerte, como asegura Ricœur (2004, 202), anulan lo mancillado y la mancilla (entendida como un peligro general). Así, no extraña que el relato termine con la autoexpulsión de Lily de la universidad, de casa de sus tías, del mundo. Lily se va de forma aparentemente libre, pero la verdad es que su decisión está fundada en el rechazo familiar y social, así como en la conciencia de su cercana muerte (el “autoborrado” que el personaje asume para sí es una consecuencia más de su situación inferiorizada):

Sabía que no tenía esperanza de salvación. […] Pasó unos meses al lado de su familia […]. Y entonces, comprendió el deseo de todos, y antes de ponerlos en la disyuntiva de pedirle que se hospitalizara –para el resto de su pequeña vida–, lo planteó ella misma. Y así fue como llegó al Pabellón Sur. Cuando sintió a sus espaldas cerrarse la pesada puerta, le pareció que su chirrido susurraba: Serás una fracasada… no lograrás nunca nada… (Francis 1989, 59-60).

Este es el único personaje femenino seropositivo representado, en el libro de Francis, como una “buena persona” con muy “mala suerte”. Seguidamente hablaremos sobre dos relatos en los que los personajes femeninos están más directamente relacionados con el VIH/sida, sobre todo por su vida “desordenada”, por ser mujeres entregadas al “vicio” y a la “criminalidad”, según se deduce de los textos. En Tiempos del SIDA…, la responsabilidad por la “enfermedad” recae en las personas con vidas “infames” y no en un virus.

La promiscuidad fue definida como una de las “conductas riesgosas” vinculadas con el desarrollo del VIH/sida. Por lo anterior, los sujetos que la practicaban eran acusados, por ciertas discursividades, de “irregulares”, de “perversos”. De acuerdo con Barry Reay (2014), a finales de 1960 la promiscuidad apareció14 como una realidad moderna en los trabajos del psicoterapeuta Albert Ellis, quien se dio a estudiar los cambios –producto de la llamada revolución sexual– en las relaciones sexuales de los norteamericanos, sobre todo en las relaciones sexuales en las que no mediaba el “amor” y que luego serán llamadas “sexo casual”. Según explica Reay, durante la década de los años ochenta, se utilizaron ampliamente ambas formas (promiscuidad y sexo casual), debido, precisamente, a la aparición del virus y del síndrome. Primero se asociaron con los homosexuales y, más tarde, con los heterosexuales. Estos conceptos, sin embargo, no tienen el mismo peso ideológico. Reay no hace esta aclaración (posiblemente porque sus objetivos de trabajo son otros) que nos parece fundamental: mientras que el término “sexo casual” nos ofrece una idea más aséptica, el término “promiscuidad” está cargado con los prejuicios de la moral conservadora.

Lo afirmado es mucho más claro si conectamos la promiscuidad con el “pecado” de la lujuria. Élisabeth Roudinesco, en su trabajo Nuestro lado oscuro: Una historia de los perversos (2009), asegura que la perversión se contemplaba, desde la Edad Media hasta finales del siglo XVII –luego pasará a ser una enfermedad, según la clasificación de la psiquiatría–, como “una forma particular de perturbar el orden natural del mundo y convertir a los hombres al vicio, tanto para descarriarlos y corromperlos como para evitarles toda forma de confrontación con la soberanía del bien y la verdad” (2009, 12-13). El vicio, desde esa perspectiva, estaba definido por los siete pecados capitales, los cuales son una síntesis de las diferentes formas de desmesura pasional y de goce del “mal”. Cada uno de los pecados capitales se atribuía a una figura del Diablo y, en el caso de la lujuria, se representaba con la de Asmodeo, el deseo carnal. Ya sea la idea del “mal” o la de la “enfermedad”, la lujuria no deja de ser una fuerza transgresora, que lleva al ser humano a la abyección.

De lo anterior se deduce el nuevo énfasis que, en relación con el VIH/sida, se le dio al “promiscuo”. El “promiscuo” es un “perverso”, pero también un “enfermo”, que, en este momento, pone en riesgo su existencia y la de los otros; es, por lo tanto, un peligro para la sociedad en su conjunto, de ahí que sea acusado por los discursos sociales hegemónicos. Como veremos a continuación, los relatos de Francis reproducen dichos discursos, al representar a las mujeres “promiscuas” como un problema más en relación con la epidemia.

En el siguiente relato, el VIH/sida no deja de ser representado como un “mal moral”15, fruto de la “licenciosidad” de los sujetos. Estas narraciones muestran toda la discursividad prejuiciosa de entonces, atravesada por la racionalidad conservadora cristiana, pero también por la lógica higienista nacional (promovida en Costa Rica desde el siglo XIX16). Así, en “La viuda alegre”, se presenta a Aracelli, una mujer que andaba en busca de una nueva pareja, luego de que su esposo muriera. Esta historia, contada en su totalidad por la voz principal del libro, sigue una línea narrativa que podemos definir como constante en relación con los personajes “infames” expuestos por Francis: primero se cuenta la vida anterior al “contagio”, seguida de una serie de factores que conforman una “espiral de perdición” (ligada con los elementos morales supuestamente coadyuvantes para enfermar). Con ello, se enfatizan los “errores” cometidos por el personaje, los cuales activan el proceso de degradación del cual ya no se puede salir y que termina con el diagnóstico de VIH/sida.

El texto comienza por informarnos sobre el gusto que Aracelli tenía por la música, especialmente por las operetas vienesas. Se menciona que su preferida era “La viuda alegre”. Por supuesto, este dato no es inocente y apela directamente al título del relato. La viuda alegre, en la opereta, es una mujer a la que sus paisanos, con el fin de que no se case con un extranjero que se lleve su riqueza fuera, le buscan un marido dentro del principado. La opereta está llena de situaciones que desatan comicidad. En el caso de Aracelli, ella enviuda y también está en busca de un nuevo marido, pero su búsqueda activa, más bien, una tragedia. La “alegría”, en el título de este relato, hace referencia a otra cosa... Tiene que ver con la promiscuidad, que, consecuentemente, lleva a la “enfermedad”. Según Kattya Hernández Basante:

La expresión mujeres alegres, dentro de la jerga popular mestiza, tiene una connotación de mujeres que llevan una vida sexual promiscua, que están fácilmente dispuestas a mantener relaciones sexuales con todo el mundo, en definitiva, que transgreden todos los límites de “la” moral que debe guardar toda mujer. En síntesis, en este contexto, mujer alegre y prostituta son sinónimos (Hernández 2010, 98; cursiva en el original).

La representación de Aracelli es la de una mujer que se deja llevar por el “deseo carnal”; es, claramente, una representación atravesada por una mirada patriarcal, de ahí el tono moralista que encontramos en el texto. Según decíamos, esta mujer gustaba de la música, por lo que se le iban las horas frente al tocadiscos. De acuerdo con la voz narradora, solo estudió hasta terminar la secundaria, ya que no tenía interés en llegar a ser una profesional. Su idea era casarse lo antes posible con alguien de su condición, pero con más dinero. En su baile de graduación, conoció a Alberto, un joven guapo, rico, simpático, fiestero y holgazán: “Pronto se dieron cuenta de que eran tal para cual. Sin preocupaciones, pensando sólo en divertirse, pareja de frívolos snobs, veían la vida color de rosa” (Francis 1989, 105-106). La boda fue todo un acontecimiento y sus padres les ayudaron con todo. Incluso les dieron una casa, donde vivieron felices, cerca de la casa de los padres de Aracelli. Fue así, hasta que sucedió un “derrumbe financiero” que los arruinó a ellos y a centenares de personas. Alberto no pudo soportar la situación y tomó “el camino más rápido”: pegarse un tiro en la cabeza.

Aracelli, por su parte, pasadas algunas semanas de duelo, trató de seguir con su vida. Vendió algunas alhajas para sobrevivir y se puso a buscar un nuevo marido, pero los “galanes” no aparecían y, si lo hacían, eran “aventuras pasajeras” que ella, sin embargo, creía serias. Su “círculo social” no tardó en señalarla y “empezaron a invitarla menos, y ya se decía abiertamente lo que antes era solo un susurro, y se le llamaba «la viuda alegre»” (Francis 1989, 107; cursiva en el original). Como vemos, Aracelli es presentada como una mujer superficial, dependiente, ilusa y promiscua (aunque sea por “necesidad” y por tratar de cumplir con el rol que asumió como suyo desde la adolescencia –el de esposa–). Según hemos afirmado, es esta última característica la que la lleva a la destrucción total, ya que pasa de ser una mujer con un rol simbólico a una con un rol material (dos caras de la misma moneda patriarcal, según vimos con Meruane). Si bien todos sus problemas empezaron con la crisis económica, es realmente su deseo por tenerlo todo “de forma fácil”, gracias a los hombres que busca, lo que, según la narración, acaba con ella:

El tiempo, ya se sabe, vuela. La viuda se daba cuenta de que su belleza empezaba a marchitarse, resolvió buscar otros horizontes y cruzó la frontera del país vecino, pensando radicarse definitivamente si le corrían buenos vientos. Tuvo suerte al principio, al menos así lo creyó. Un oficial de marina allí acantonado fue su compañero por algunas semanas, después otros de menor rango, luego un joven inexperto ayudante en la sección de hotel de un barco y que desapareció. Supo ella después que para obsequiarla, hacía pequeñas sustracciones a los pasajeros, no muy grandes, no se animaba a tanto, por eso lo despidieron.

Después otros, y otros, y otros… (Francis 1989, 107).

La vida de Aracelli se desarrolla en una “espiral de perdición”, como aseguramos antes. Aracelli pasa de ser una esposa de clase acomodada a ser una “prostituta”, que se ofrece al mejor postor. La aclaración de sus relaciones con marineros no es gratuita, ya que estos fueron señalados como un “grupo de alto riesgo”, sobre todo por su supuesta “capacidad propagadora” del VIH/sida. En Costa Rica, por ello, se limitó, por un tiempo, la entrada de marineros que no portaran un certificado para demostrar la “ausencia del virus”17. Que esta mujer se relacionara con ellos ya anuncia la conclusión de su historia. Siguiendo las explicaciones de Ricœur sobre el símbolo del pecado, podemos afirmar que Aracelli es representada como una mujer que se desvía del camino, sobre todo al “caer” en la promiscuidad, un “vicio” que la lleva a la degradación moral y corporal (la salud se asume como un signo de pureza y rectitud): “Fue decayendo, el paso del tiempo marcó su rostro pero también su alma. Poco a poco fue perdiendo la salud, sin atinar a comprender lo que le ocurría” (Francis 1989, 107). Finalmente, supo que era el sida. Pensó en suicidarse tirándose al mar, pero no tuvo valor. Optó por regresar al país a morir: “Allí, en el Pabellón Sur, languidecía esperando el fin, la triste viuda alegre” (Francis 1989, 107). La muerte, como señala Ricœur (2004: 299), no se agrega el pecado, sino que, dentro de la lógica de los símbolos del mal, es producida de forma orgánica por él. Pecar es morir (como ser vivo y como ser moral). Esta es la “suprema pedagogía” que encontramos vinculada con el VIH sida en estos relatos.

Se completa así la representación de este personaje, marcado por la infamia. De acuerdo con Roxana Hidalgo –en su trabajo Historias de las mujeres en el espacio público en Costa Rica ante el cambio del siglo XIX al XX–, con la modernidad, la mujer pasó a convertirse en la personificación ideal de las fuerzas impulsivas y caóticas de la naturaleza salvaje: “La feminidad quedó asociada de forma indisoluble con la oscuridad, el caos y la irracionalidad que de forma extrema han caracterizado la otredad en la cultura occidental desde el surgimiento del mundo moderno –o quizás más bien desde los orígenes mismos de Occidente–” (Hidalgo 2004, 15). Con lo anterior, es claro que la representación de Aracelli no se aleja de la idea de la “mujer caótica”, de una mujer con una vida “conflictiva” para el consenso social, que –como asegura Hidalgo– pone en peligro el orden establecido por un sistema de valores compartidos, un orden que, en este caso, resalta la importancia de la defensa de la salud moral y física como una defensa de la sociedad en general.

En el siguiente relato, titulado “La chica alegre”, encontramos una narrativa similar, en la que el sujeto femenino representa un desorden social en sí mismo: María Rosa es una mujer que “decidió prostituirse” desde su adolescencia y que, por su “vida alegre”, se “infecta”. Luego de su “contagio”, ella además decide “contagiar” a todos los hombres con los que se encuentra, en una especie de carrera vengativa, que solo ratifica su “peligrosidad”. La “prostituta”, como aseguramos antes con Meruane, está definida por las representaciones conservadoras, en las que siempre tiene un papel “infeccioso”, del que se deduce el riesgo asociado con su cuerpo. Su “peligrosidad”, sin embargo, también se puede relacionar con la ruptura que este tipo de sujetos implica dentro de los imaginarios nacionales. Desde finales del siglo XIX, en Costa Rica, ya se señalaban ciertas subjetividades como “condiciones amenazantes del orden social, moral y religioso que podían llevar a una situación de caos, anarquía y destrucción de la sociedad” (Hidalgo 2004, 19). Dichas subjetividades, explica Hidalgo, estaban vinculadas con la degradación moral, la liberalización de las costumbres y el resquebrajamiento del orden disciplinar jerarquizante.

La Iglesia y los gobiernos liberales, por lo anterior, se unieron –a pesar de sus diferencias– para luchar “contra las «pasiones pecaminosas del alma», en el sentido de un disciplinamiento, tanto corporal como subjetivo, en el que el «orden, la disciplina y la obediencia» estuvieran al servicio de la producción de riqueza y de la convivencia social” (Hidalgo 2004, 19). Es así como se pudo desarrollar un proyecto de Estado nacional (no libre de contradicciones y conflictos), que conllevó la exclusión (a lo interno), el silenciamiento y la satanización de ciertos grupos populares, de las mujeres, de los disidentes sexuales y políticos, etc. En las primeras décadas del siglo XX, diversos conflictos sociales enfatizarán más las polaridades establecidas por el discurso nacionalista, pero, al mismo tiempo, surgirán mecanismos de regulación para garantizar cierta adaptación o para segregar a aquellos sujetos que no se lograban “integrar”. Estos mecanismos, como mencionamos en otro momento, surgieron con las reformas médicas y legales con las que se buscó proteger la salud y la moral de la población:

La lucha encarnada por la medicina y la justicia oficiales, impulsadas por el Estado liberal, se instaura como una guerra de salvación contra el caos y la descomposición social, producto de las prácticas propias de la cultura popular, asociadas con los sectores pobres y marginados de la sociedad. Surge la necesidad urgente de civilizar a las masas populares, de controlar y regular aquellas creencias, costumbres y comportamientos tradicionales que se consideraban atrasados, insanos y patológicos, frente a los discursos científicos que estaban en boga (Hidalgo 2004, 29).

En relación con las “prostitutas”, es claro que ellas fueron parte de esos “grupos nocivos”, sobre los que giraban simbologías de contaminación y degeneración. Las “prostitutas” eran un problema que debía ser atacado, ya que ellas atentaban contra los principios de orden, limpieza y disciplina, movilizados por los procesos de modernización social. Las mujeres en general, pero más las que ejercían la prostitución, en tanto estaban asociadas con los “instintos incontrolables”, debían ponerse a merced de los mandamientos sociales dictados por los hombres. Si no lo hacían, aparecían los dispositivos de castigo y control. A pesar de lo anterior, de acuerdo con Hidalgo, las “prostitutas” han sido tratadas por el Estado costarricense de forma ambivalente y contradictoria: por una parte, se consideran sujetos dañinos (por lo que las controlan a través de ciertas instituciones) y, por otra, se asumen como un “problema social necesario”, sobre todo para satisfacer las “pasiones masculinas” fuera del matrimonio. Asegura la autora:

La prostitución como manifestación pública del placer sexual femenino constituye un símbolo de lo peligroso, de lo extraño para la normalidad imperante, al mismo tiempo, es un producto directo e inseparable del matrimonio, en tanto medio de control de la sexualidad femenina y de la capacidad de acción autónoma de las mujeres. El matrimonio solo es la otra cara de la prostitución, es la forma de satisfacer la necesaria poligamia de los seres humanos, pero solo como derecho de los hombres. Históricamente, la mujer ha quedado encerrada entre tres opciones, ser la madre y esposa abnegada, sin acceso al goce, a su cuerpo; ser la puta y quedar sometida a la humillación permanente; o tener negadas ambas posibilidades, sin procrear y sin gozar, condenada a la soledad más profunda. Todas condiciones que pervierten la feminidad, en las que las mujeres no tienen acceso a la libertad y la autonomía en tanto individuos. La esclavitud frente a la masculinidad se convierte en su marca histórica (Hidalgo 2004, 32).

Esta extensa cita es necesaria, ya que nos permite poner en perspectiva estos últimos relatos de Francis, en los que se explota la idea de la mujer como un sujeto desordenado, pero también infeccioso y peligroso, sobre todo por la relación que se establece entre prostitución y “enfermedad”. Las representaciones de estas mujeres siguen, pues, la lógica patriarcal expuesta, la cual siempre ratifica al sujeto femenino (o feminizado) como culpable del “mal”. Veámoslo en el caso de María Rosa. En el párrafo inicial, se presenta a esta mujer que quizá fue bonita, pero que en ese momento ya estaba enferma y lucía “como un esqueleto viviente” (Francis 1989, 41). Estas metáforas, como explica Mirta Suquet, ofrecen la idea de un cuerpo fronterizo, de un cuerpo entre la vida y la muerte, como un “cadáver viviente” o como un “joven envejecido” (María Rosa asegura que ella parecía una anciana, pero todavía con cabello oscuro…). Siguiendo a Foucault, Suquet (2015, 150) explica que son figuraciones corporales monstruosas, que ponen en crisis las “políticas de frontera” que definen a los sujetos, pero que, al mismo tiempo, funcionan como símbolos de la muerte siempre acechante; es decir, funcionan de manera ejemplarizante. La monstruosidad de María Rosa, sin embargo, no solo está relacionada con el VIH/sida, sino, también, con su “estilo de vida”… Ella era una “mujer de la vida alegre”, que gozaba su “vicio” sin vergüenza: “a mí, desde la adolescencia, me atrajo esta vida […]. Cuando estaba en la secundaria, con gran esfuerzo y sacrificio de papá, me escapaba del colegio y acudía a citas, con hombres maduros casi siempre. […] La pasaba de lo más feliz, hasta que mi papi se enteró. Entonces decidí huir de casa y disfrutar a mi gusto” (Francis 1989, 41). Como vemos, María Rosa es una mujer con una sexualidad también “monstruosa”. Todo en ella –cuerpo y “alma”– apunta a la malignidad que los discursos patriarcales ligaron con la feminidad. Pero su monstruosidad no se queda ahí, ya que, una vez enferma, se transforma en una especie de “mujer fatal” infecciosa.

Como explica José Manuel Camacho Delgado, en la segunda mitad del siglo XIX surgió la femme fatal, forjada por la mentalidad masculina de la época. Fue construida literariamente como una mujer que conjuntaba características demoniacas con una gran fuerza erótica: “La estética finisecular exudaba sensualidad y ponía de manifiesto el poder oculto e insondable de la sexualidad femenina” (Camacho 2006, 31). Estamos ante un tipo de mujer que opta por una vida rebelde, marginal, en clara confrontación con el mundo masculino. La “prostituta”, la “chica galante”, apareció en los textos literarios de entonces cumpliendo ese rol, el rol de “perversa”:

Las máscaras de la perversión femenina se concretan en la literatura por medio de una serie de personajes con una fuerte raigambre en el mundo clásico y en la cultura bíblica. Son los casos de Elena, Circe, Dalila, Pandora, Sernírarnis, Judith, Cleopatra o Salomé, personajes que guardan entre sí una gran semejanza, coincidiendo en sus rasgos esenciales: ellas representan la fatalidad, la perversión, la unión indisoluble entre el erotismo y la muerte (Eros y Tánatos), entre el deseo y la destrucción (Camacho 2006, 32).

María Rosa es más o menos representada en los términos expuestos. Ella, como hemos visto, es una “prostituta” caracterizada por su rebeldía, por su marginalidad, pero también por su belleza (calificada por la voz narrativa principal entre “pícara” y “perversa”) y su capacidad destructiva… Esta mujer, luego de saberse con el virus, decide vengarse de los hombres (principalmente), ya que, según ella, alguno la había “contagiado”: “¿Quién me habría infectado? Recibía dos o tres fulanos por noche, a veces más, como los sábados; unos por una sola vez, aunque tenía clientes estables. […] Todos se veían bien […], ninguno parecía enfermo de ninguna cosa” (Francis 1989, 42). Así, determinó “esparcir” la “enfermedad” entre ellos, hasta que ya no pudiera más: “Mientras no estuviera tan cacharpeada que se me notase o dejara de ser atractiva, no perdería oportunidad de contagiar a quien pudiera. Hombres, mujeres, pues de éstas me llegaban algunas, de vez en cuando” (Francis 1989, 42). Esta voluntad por “contagiar”, como explica Parys (2012, 18), es un deseo por “desquitarse” o por corregir el agravio percibido para dirigirlo contra el que se cree el verdadero culpable. María Rosa moviliza la venganza en estos términos, ya que ella ve su accionar como una forma de justicia restaurativa, lograda gracias a su “cuerpo infectado”, el cual se entiende como un “arma infalible”.

Esta caracterización del cuerpo nos lleva, inevitablemente, a metáforas militares, ya que la venganza lograda a través de él se justifica como un contraataque al enemigo. Sin embargo, hay que considerar también la postura victimista que, en el fondo, asume el sujeto vengador. Es esta postura la que le sirve para tomar acciones que finalmente hacen de él otro victimizador, alguien que tiene el “poder” en sus manos y lo usa contra otros, aunque ese “poder” sea una “enfermedad contagiosa” –definida por la protagonista como un “castigo”, un “mal peor que la lepra”, una “enfermedad terrorífica”–. Por supuesto, esta es una forma siniestra de entender el problema del “contagio”, pero, según lo que explicamos antes en relación con esta “prostituta”, su accionar está entre los límites de su “maldad”, la cual es ratificada al final del relato, cuando María Rosa asegura que, aunque tiene miedo de la muerte, no le interesa confesarse, ni pedir perdón:

A veces discuto con el cura que viene por acá según él para reconfortarnos; no ha logrado que me confiese. ¿Por qué? ¿Para qué? No le voy a prometer arrepentimiento porque no estoy arrepentida de nada. ¡Ah, sí! De no haber podido contagiar a más de esos individuos, para vengarme del que me enfermó a mí. Es mi manera de ver las cosas (Francis 1989, 43).

Con lo anterior, podemos concluir que la historia de María Rosa tiene un fin moralizante (y atemorizante), ya que su “perversión” se vincula no solo con su propio “contagio” (entendido, desde fuera, como una “merecida sanción”), sino, además, con la “diseminación” del VIH/sida en la sociedad (asumida, también desde fuera, como una acción ilegítima –la voz narrativa principal asegura, al cierre del relato, que María Luisa, al acostarse, posiblemente se ponía a pensar, con una “sonrisa malévola”, en sus pasadas venganzas–). Incluso la “diseminación de la enfermedad” es llevada a cabo sin mayores problemas y sin ningún “cargo de conciencia”; es decir, sin ninguna limitación ética o moral, lo que vuelve todavía más mal intencionado al personaje. Como explica Ricœur, las normas de una cultura facilitan que las acciones puedan juzgarse según una escala moral. Las acciones adquieren, por tanto, un valor relativo, que nos hace decir que una acción vale más que otra. Estos grados de valor se pueden exten­der a los propios agentes, que son tenidos por buenos, malos, mejores o peores. Consecuentemente, las narraciones –en tanto son acciones contadas– y sus recursos simbólicos cargan también con distintas valoraciones; no son productos simbólicos neutros, también están atravesados por escalas morales que afectan la comprensión práctica de los textos. Asegura, finalmente, el filósofo francés: “No hay acción que no suscite, por poco que sea, aprobación o reprobación, según la jerarquía de valores cuyos polos son la bondad o la maldad” (Ricœur 2004, 122). Claramente, con María Rosa, estamos en el polo de la maldad, según la lógica patriarcal, pero también según los criterios higienistas de entonces.

Cierre

Los relatos de Francis, más que hablarnos del virus y del síndrome, nos hablan del “problema” del vicio, el cual, entonces, se vincula con el “problema” de la “nueva enfermedad”. El VIH/sida es, por lo tanto, el resultado casi “natural” de la “degeneración” que afecta a los individuos (a ciertos individuos) y, entonces, a la sociedad en su conjunto (quedan, así, ligadas la causalidad sociológica con la biológica). Por lo anterior, nos parece que, de forma consciente o inconsciente, en los relatos (sobre todo en los que giran en torno a sujetos “infames”, como sucede con María Rosa y Aracelli) se movilizan algunos principios de la “teoría de la degeneración”18, la cual fue posiblemente promovida, en el caso hispanoamericano, con la medicina social y las prácticas higienistas, desarrolladas desde el siglo XIX.

Steven Palmer, en su ensayo “Confinamiento, mantenimiento del orden y surgimiento de la política social en Costa Rica, 1880-1935” (2002), asegura que las reformas liberales, ocurridas a finales del siglo XIX en el país, facilitaron el establecimiento de las primeras normas sociales –incluidas las vinculadas con la salubridad pública–, las cuales permitieron el desarrollo de un “gobierno efectivo”. El discurso liberal costarricense movilizó la metáfora de la sociedad como un “organismo” que debía mantenerse sano, sin vicios, por lo que se crearon instituciones y se entrenaron funcionarios (policías, guardias, médicos, enfermeros, maestros, etc.) para garantizar la “inmunidad” de la nación, la cual debía actuar como una “madre” que intervenía para defender a sus hijos, incluso de ellos mismos (por causas como el alcoholismo, el uso de tabaco, la degeneración fisiológica producto de la mala nutrición y de la enfermedad, la prostitución, los matrimonios consanguíneos, el pauperismo, el abandono, la erosión de la familia, etc.). Por lo anterior, también se establecieron protocolos para identificar y procesar a los sujetos que se señalaban como “agentes de contagio moral y físico” y que eran, por ello, peligrosos para el cuerpo sociopolítico.

Con lo dicho, no extraña que el libro inicie con un prólogo en el que se plantea una relación entre la “enfermedad” y el “Apocalipsis” bíblico. Como aseguramos, el VIH/sida se representa como un castigo mortal que alcanza a toda la humanidad. Los relatos, por ello, mantienen una finalidad didáctica-moralizante. Realmente ofrecen lo que podemos llamar una “narrativa de la degeneración y de la perdición”. Los casos expuestos, especialmente los de las mujeres consideradas responsables por el desarrollo del síndrome, promueven la idea de que ellas empezaron cometiendo un exceso, un “pecado”, que luego fue en aumento, hasta volverse algo incontrolable. La imagen principal es la de una “espiral de decadencia”, que tiene como consecuencia “natural” a la “enfermedad”, la cual se liga con el recurso del castigo (como dijimos antes), pero también con el del control (la enfermedad logra dominar la “voluntad desordenada”). Unas seropositivas, por lo anterior, son asumidas como “viciosas”, pero también como “criminales”, mientras la otra se representa como una “víctima inocente”, un sujeto que, aunque no es considerado culpable por su “enfermedad”, ha sido marcado por ella. El virus, en su caso, se conforma como una “tacha”.

El VIH/sida se describe como una “enfermedad” que lleva a una vejez prematura que, indefectiblemente, acaba en la muerte del cuerpo que la sufre. Estamos, por tanto, ante un proceso fisiológico degenerativo, que, según la racionalidad derivada de los relatos, tiene como causa una “degeneración moral”. Las narraciones, por lo anterior, funcionan como una especie de exemplum negativo para los lectores, quienes son llamados a estar vigilantes de sí mismos. No extraña que se resalte el “problema” de la promiscuidad en los casos de las mujeres “enfermas” (asociadas con la prostitución). La promiscuidad es, por supuesto, otra cara del “vicio”. Como señalamos en su momento, la “promiscua” es asumida como una “perversa”, pero también como una “enferma”, y, según la dinámica discursiva de la época, ella ponía en riesgo su existencia y la de los otros. Así, en estos relatos, el VIH/sida no deja de ser representado como un “mal”, fruto de la “licenciosidad” de los sujetos.

Con todo lo dicho, quedan claras las representaciones de las mujeres seropositivas ofrecidas por Francis, así como la finalidad de su narrativa. Estos relatos, en tanto presentan la idea de la “enfermedad” como un elemento expiatorio (sobre todo en los casos de las “víctimas culpables”), promueven la constitución de sujetos alineados con cierta moralidad, la cual se concibe como sana y responsable. La defensa de la sociedad “normal” es el eje que sostiene los distintos textos, cargados, como hemos visto, de imágenes de degeneración, de decadencia y de muerte. Finalmente, el trabajo de esta autora costarricense constituye un ejemplo literario de los discursos que, en los años ochenta, convirtieron en extraños y enemigos a las personas con VIH/sida.

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1 Este trabajo se desprende de un proyecto mayor que estudia las representaciones tempranas del VIH/sida y de los sujetos vinculados con la “enfermedad”, en los discursos periodístico, médico y literario costarricenses. La investigación se realizó con el apoyo de una beca de la Universidad de Costa Rica (UCR) y del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD).

2 La “escritura seropositiva” regresa, según Meruane, a “modelos sexistas pretéritos que niegan todo signo de lo femenino y celebran, problemáticamente, el retorno normativo de una masculinidad identificada con la salud del cuerpo biológico y político” (Meruane 2012, 16). Para la autora, hay que entender el rechazo hacia el cuerpo femenino y el travesti como una forma de “fortalecimiento de un sujeto homosexual masculinizado”, el cual, finalmente, se presenta como una especie de “sujeto superior” en relación con los anteriores, pero dicho rechazo también implica el fortalecimiento de la figura masculina heterosexual.

3 La “prostituta”, como veremos más adelante, adquiere características profundamente negativas, sobre todo por el carácter “corruptor” asociado con su cuerpo, entendido como un “arma”. De acuerdo con Jodie Parys, en la literatura latinoamericana sobre el sida se pueden encontrar representaciones del cuerpo enfermo como un instrumento de venganza. Ella, por lo anterior, habla de “narrativas de la venganza” relacionadas con el VIH/sida, narrativas que representan “the deliberate exchange of the virus by one of the two parties in an act of revenge on the recipient as well as the preconceived notion of self that results from being infected by a virus that grants power and agency at the same time that it systematically weakens and destroys” (Parys 2012, 10).

4 Meruane (2012, 106) afirma que la precursora de este tipo de libros que reivindicaban el contagio como una oportunidad para el crecimiento personal es la colombiana Sonia Gómez, con su libro de testimonios titulado Sida en Colombia: Nunca me imaginé que podría infectarme (1988). Otra autora en la misma línea es la mexicana Rosa Esquivel, con su libro Amor a la vida (1995). Mirta Suquet (2015b) agrega otros libros a la lista; entre ellos, el trabajo de la costarricense Myriam Francis, Tiempos del SIDA: Relatos de la vida real (1989).

5 Como veremos, los relatos de Francis no se alejan de la lógica patriarcal que les asigna dos papeles a las mujeres: por un lado, las mujeres sospechosas o malignas y, por otro, las que son ejemplo de inocencia y virtud. A partir de esta división y en relación con el VIH/sida, unas son señaladas como responsables y otras son exculpadas del “mal” que sufren.

6 Incluso en el ámbito académico, hay poco escrito sobre su obra, y lo que hay gira en torno a su poesía. Francis, como narradora, solo es mencionada por Suquet (2015, 2015b) y por Meza (2014), pero, en ambos casos, es solo eso, una mención. Sobre su poesía, Carlos Francisco Monge afirma lo siguiente: “A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, el poema costa­rricense escrito en prosa aminoró el impulso de los primeros años, pero siguió su curso hacia una nueva etapa. En 1947 apareció Junto al ensueño, en el que se reúnen poemas en prosa de una joven es­critora, Myriam Francis, quien había venido publicando en revistas y periódicos poemas y otras prosas” (2010, 141). De acuerdo con Marta Eugenia Morera (1996), Francis publicó, desde 1941, en el Repertorio Americano. Una lista de las obras de Francis en el Repertorio Americano se puede encontrar en el Índice general del Repertorio Americano, publicado entre 1981-1989, por Evelio Echevarría. Sobre el papel de las mujeres en dicha revista, véase el trabajo de Ruth Cubillo Paniagua, Mujeres e identidades: Las escritoras del Repertorio Americano (1919-1959) (2001).

7 Al respecto, véase el trabajo VIH/sida en Costa Rica (1983-1986): La emergencia discursiva de la pandemia (Rojas 2022).

8 Véase, también, el trabajo de Hans Hinterhäusser, Fin de siglo: figuras y mitos (1999).

9 La caracterización del sida en relación con el momento histórico también se puede encontrar en otros autores; algunos son: Mirko Grmek, en La historia del SIDA (1992); Meira Weiss, en su artículo “Signifying the Pandemics: Metaphors of AIDS, Cancer, and Heart Disease” (1997); o David B. Morris, en su libro Illness and Culture in the Postmodern Age (1998).

10 En relación con el año que nos ofrece Francis, podría parecer fruto de un error, pero no lo es. Más adelante, la autora asegura lo siguiente: “La teoría más aceptada es que ha sido trasmitida a los seres humanos por los monos. En 1960, el Congo Belga, hoy Zaire, a raíz de su independencia contrató los servicios técnicos venidos de Francia, Bélgica, Haití, los cuales regresaron pocos años después a sus respectivos países, y se piensa que algunos de ellos llegaron con el VIH, diseminándolo por Europa, América del Norte y el Caribe. Haití es una de las islas caribeñas más visitadas por turistas norteamericanos, lo que permite pensar que estos llevaron el virus a su país. En 1981 se diagnosticó el primer caso de SIDA en los Estados Unidos, aunque desde 1979 se le seguía la pista” (Francis 1989, 16).

11 Christopher C. Taylor explica, en su ensayo “AIDS and the Pathogenesis of Metaphor” (1990), que, cuando se dijo que el sida se originó con los monos, y que luego pasó a los africanos subsaharianos, luego a los hombres homosexuales y a los “drogadictos” que se inyectaban, para finalmente alcanzar a la sociedad blanca heterosexual, se movilizó la metáfora evolucionista de “la gran cadena del ser” (explicada por Arthur Lovejoy), la scala naturae. Afirma el investigador: “This belief, it should be recalled, maintained that there was a gradual rise of beings from the least exalted to the most divine. Humankind, though beneath the angels, was superior to all other forms of biological life. In subsequent versions of the «great chain of being» idea, human races were arranged hierarchically according to their proximity or distance from divinity. It is not surprising that the originator of these ideas, who were white European males, believed that the highest rung of human evolution had been attained by male members of white European society” (Taylor 1990, 59). La idea evolucionista, asegura el estudioso, implicó también una idea difusionista, la de que todo lo progresivo venía de Europa y, por ende, todo lo atávico de cualquier otro lugar. Estas ideas se reificaron con la “ciencia” del siglo XIX (especialmente con la antropología), la cual concluyó que los negros estaban situados en los niveles más bajos de la humanidad: “Africa has remained the «Dark Continent» in too many minds, a focus for fear, as well as for romantic projection” (Taylor 1990, 59).

12 La noción de responsabilidad no deja de ser una herramienta del poder (biopolítico), ya que obliga al individuo a cargar con todo el peso de lo que le sucede, aunque en realidad lo que le suceda sea el resultado de múltiples factores socioculturales e incluso biológicos. Siguiendo a Christopher Mayes, la biopolítica (promovida por la epidemiología del estilo de vida –dominante en el campo médico desde la década de los años sesenta–) sembró la engañosa idea (neoliberal, según el autor) de que las escogencias, las conductas y los factores de riesgo son personales y no sociopolíticos. Explica Mayes: “Despite acknowledgements of multi-causal disease aetiologies, the lifestyle theory of disease causation is not completely disentangled from the germ theory. Both draw on a biomedical conception of causation that tries to explain the whole (incidence of disease in population) by reducing it to the parts (individual cases). According to Geoffrey Rose, this is an erroneous step as the «determinants of incidence are not necessarily the same as the causes of cases» (2001a: 429). A public health strategy that targets the causes of cases (individual behaviours) rather than the causes of incidences (systemic and population-wide factors) will be ineffective or overly burden individuals. Rose and others who were aware of the lacunae between individual cases and population incidences suggested that governments needed to address structural determinants of health not simply individual behaviours (Krieger 2011). However, the political will and lifestyle theory of disease in the mid-twentieth century was not receptive to research suggesting that social inequality and class conditioned the fortunes of individuals and populations. Instead, «individually-oriented theories of disease causation, in which population risk was thought to reflect the sum of individuals’ risk» (Krieger 1994: 890) appealed to popular ideas of individualism and found support in government health departments influenced by neoliberal ideas” (2016, 58).

13 El símbolo de la culpabilidad es fundamental para entender dicha separación, y es él el que nos lleva a la noción de responsabilidad, la cual, como dijimos, hay que interpretar en términos biopolíticos (hay una línea directa que conecta el antiguo lenguaje mágico/religioso sobre el dispositivo de la carne con los discursos modernos sobre el cuidado del cuerpo). Hablar de sujetos responsables o culpables por su enfermedad no solo conlleva una clasificación y jerarquización de los enfermos, también es una estrategia que individualiza un fenómeno social complejo, sobre todo en el contexto de una pandemia.

14 Lo dicho no significa que la promiscuidad, como práctica y como concepto, no existiera antes. El autor simplemente se centra en la historia reciente del término, en los Estados Unidos. Menciona que ya desde 1920 se hablaba de esta realidad, vinculada, a principios del siglo XX, con la prostitución, con el sexo pagado. Podemos pensar que la figura del “promiscuo” tiene una amplia prehistoria, ligada, posiblemente, con los estudios médicos de las sexualidades “anormales” y, más atrás, con las demandas de la Iglesia sobre el cuerpo. Entonces, tanto el discurso religioso como el médico intervinieron para señalar a cualquier persona que se saliera de los parámetros de la sexualidad “normal”; es decir, de la sexualidad dentro de los límites del matrimonio y de la fidelidad conyugal.

15 En los relatos de Francis, se moviliza una especie de “pánico moral” (el concepto es de Stan Cohen), ligado con las prácticas sexuales de los sujetos representados (así como con otros aspectos de su existencia, como el consumo de drogas). La idea de “pánico moral”, sin embargo, es limitada, ya que oculta la complejidad del proceso que lleva a que se desarrollen este tipo de situaciones sociales. Podemos pensar que el “llamado al pánico” fue utilizado con fines biopolíticos, para señalar la supuesta vulnerabilidad que los sujetos ya de por sí marginalizados representaban para el país. Entonces, el “pánico moral”, relacionado con los “estilos de vida” de ciertos individuos, es un dispositivo de poder que, como tal, le da forma a las prácticas y a las estructuras sociales que están ahí para “mantener el orden”.

16 De acuerdo con Steven Palmer, en su libro From Popular Medicine to Medical Populism: Doctors, Healers, and Public Power in Costa Rica, 1800-1940 (2003), en Costa Rica se dio una “reforma médica liberal” a finales del siglo XIX (entre la década de 1880 y mediados de la década de 1890), como consecuencia de las reformas liberales que se dieron en América Latina y del apogeo higienista ocurrido en sus metrópolis. Asegura el investigador en relación con el caso costarricense: “In 1894, the state and medical profession also embraced the standard Latin American higienista obsession with the registry, examination, amination, and treatment of prostitutes, codified in the new Law on Venereal Prophylaxis” (Palmer 2003, posición en Kindle 991-992). La ley que menciona Palmer es de 1875; con ella se creó una Policía de Higiene y una Casa Nacional de Corrección.

17 El 11 de junio de 1987, en “Restringido desembarco de marinos en el país”, La Nación informó sobre un decreto presidencial que limitaba la entrada de marineros que no portaran un certificado para demostrar la ausencia del virus. Esta medida fue anunciada por el ministro Edgar Mohs, quien aseguró que tendría efecto a partir de ese mismo mes y que era complementaria de la que ya se aplicaba en relación con los extranjeros que solicitaban residencia.

18 De acuerdo con Ricardo Campos Marín –en su ensayo “La teoría de la degeneración y la medicina social en España en el cambio de siglo” (1998)–, la “teoría de la degeneración” en la especie humana fue planteada inicialmente por el alienista francés B. A. Morel, en 1857. Morel aunó el concepto antropológico y filosófico de degeneración de Rousseau y de Buffon, la noción de herencia disimilar de Prosper Lucas y una concepción lamarckiana del evolucionismo, todo imbuido en un marco de pensamiento teocrático, que remitía al pecado original como causa primera de la degeneración de un tipo primitivo perfecto creado por Dios. A finales de ese mismo siglo, V. Magnan y P. M. Legrain la modificaron sustancialmente, ya que introdujeron en dicha teoría la idea darwinista de la lucha por la vida, desplazando, así, los conceptos religiosos (Campos 1998, 334).

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