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ISSN 1023-0890 / EISSN 2215-471X
Número 32 • Julio-diciembre 2023
Recibido: 26/09/22 • Corregido: 16/01/23 • Aceptado: 09/03/23
DOI: https://doi.org/10.15359/istmica.32.2
Licencia CC BY NC SA 4.0

De la identidad literaria salvadoreña como exilio

On Salvadoran identity as exile

Rafael Lara-Martínez

New Mexico Tech

Estados Unidos

Resumen

De la identidad literaria salvadoreña como exilio, se examina la obra clásica de nueve autores. Al aplicar una perspectiva psicoanalítica, el ensayo toma como punto de partida una tarjeta que Roque Dalton envió desde Cuba a una amante lejana en El Salvador. La escritura establece la deuda y la memoria como principios rectores para recuperar el pasado. Un compromiso subjetivo con el objeto del amor perdido ‒la patria y la amante‒ dicta el movimiento de la inscripción poética. Esta ausencia del cuerpo a recuperar se aplica en seguida, en primer lugar, a Francisco Gavidia, que funda el indigenismo salvadoreño, utilizando técnicas literarias europeas, con lo cual ignora las lenguas indígenas, luego a Alberto Masferrer, que se retrata sufriendo las tribulaciones y la pasión de Cristo en el exilio, antes de construir un proyecto político de país. En tercer lugar, Arturo Ambrogi percibe en el campesino salvadoreño al poeta medieval localizado en un locus amoenus, encantado por la belleza del campo. Francisco Miranda Ruano inaugura una visión más trágica, ya que su salida de la ciudad para recrear el esplendor del campo concluye con su regreso a los suburbios pobres, antes de suicidarse. En quinto lugar, Salarrué mezcla fantasía y realismo para retratar sus diversas máscaras o personajes, así como para disimular la violencia sexual y racial. Según el proverbio español “el hábito hace al monje”, el ser y los actos se juzgan siempre por la apariencia. Claudia Lars prescribe un movimiento dual, primero para sustituir su nombre real, Carmen Brannon, por su seudónimo literario, y luego para recuperar su infancia de sus habilidades adultas, que ella desarrolla, gracias al legado poético de su padre extranjero. Los hermanos Alfredo y Miguel Ángel Espino proponen un patrimonio complejo. Si el primero idealiza el campo en una recuperación nostálgica del vientre materno -cuya contrapartida nombra al amante imposible que lo inclina al suicidio-, el segundo apunta a restituir una educación verdaderamente americana, sin revitalización alguna de las lenguas indígenas ni de su tierra ancestral confiscada. José Napoleón Rodríguez Ruiz estipula cómo solo un recuerdo lejano recupera un relato testimonial del pasado. Al vaticinar un tema de actualidad -el acoso sexual y la migración-, su personaje campesino narra cómo el exilio reinventa su identidad rural. Finalmente, en un retorno sinodal, desde lejos, Dalton replica la nostalgia de Rubén Darío por ser alguien más de lo que es a la hora de recrear sus años de formación como poeta. En resumen, este bosquejo de nueve autores del siglo XX delinea no solo cómo una idea de exilio anticipa la diáspora actual. El ensayo también sugiere cómo los estudios culturales continúan una nostálgica recuperación de la memoria por una revolución sinódica, y reclama la actualidad de aquellos autores consagrados en un canon literario monolingüe.

Palabras clave: identidad, literatura, El Salvador, exilio, memoria.

Abstract

On Salvadoran Literary Identity as Exile examines the classical work of nine authors. Applying a psychoanalytic perspective, the essay takes as a point of departure a card that Roque Dalton sent from Cuba to a distant lover in El Salvador. Writing establishes debt and remembrance as the guiding principles to recover the past. A subjective compromise with the lost object of love -the country and the dear- dictates the motion of poetic inscription. This absence of the body to be recovered is then applied, in the first place, to Francisco Gavidia who founds Salvadoran Indigenismo using European literary technics, while ignoring Native languages, then to Alberto Masferrer who portraits himself suffering the tribulations and passion of Christ in exile, before building a political project for the country. In the third place, Arturo Ambrogi foresees in the Salvadoran peasant the medieval poet localized in a locus amoenus delighted by the beauty of the countryside. Francisco Miranda Ruano inaugurates a more tragic view since his departure from the city to recreate the splendor of the countryside concludes on his return to the poor suburbs, before committing suicide. In the fifth place, Salarrué mixes fantasy and realism to portrait his various masks or personas, as well as to disguise sexual and racial violence. According to the Spanish proverb “the habit makes the monk”, being and acts are always judged by appearance. Claudia Lars prescribes a dual motion, first to substitute her real name, Carmen Brannon by her literary pseudonym, and afterwards to recover her childhood from her adult abilities, which she develops. thanks to her foreign father’s poetic legacy. The brothers Alfredo and Miguel Ángel Espino propose a complex heritage. If the first idealizes the countryside in a nostalgic recovery of the mother’s womb -whose counterpart names the impossible lover who inclines him to commit suicide- the second aims to restore a truly American education, without any revitalization of Native languages and their confiscated ancestral land. José Napoleón Rodríguez Ruiz stipulates how only a distant remembrance recovers a witness account of the past. By predicting a current topic -sexual harassment and migration- his peasant character narrates how exile reinvents his rural identity. Finally, in a synodical return, from afar, Dalton replicates Rubén Darío’s nostalgia to be somebody else than he is at the time of recreating his formative years as a poet. In brief, this sketch of nine 20th century authors delineates not only how an idea of exile anticipates current diaspora. The essay also suggests how cultural studies continue a nostalgic recovery of memory by a synodic revolution, claiming the currency of those consecrated authors in a monolingual literary canon.

Keywords: identity, literature, El Salvador, exile, memory.

A OVOA, cuya invitación en 1996 motivó este ensayo

La escritura [...] comienza con un éxodo.
Michel de Certeau.

En el éxodo reside nuestro punto de partida.
Salir del terruño es el comienzo de la escritura.
Sigmund Freud.

[Hay que] oírse a sí mismo desde el otro […] estaba yo aquí, extranjero (exiliado) en mi propio suelo.
Salarrué

Exilio: ex-silium. Estado de proscripción.
ex- fuera + sal- (= sanscrito sar- ir), raíz de salire saltar, brotar o salir con ímpetu. The Oxford English Dictionary.

0. Id-Entidad y Ex-Silio

Gracias a la buena voluntad de una amiga, llegó a nuestras manos la tarjeta que reproducimos a continuación.

Figura 1. Tarjeta de Roque Dalton.

Fuente: Cortesía de Ana María Dueñas.

En ella, memoria (“te recuerdo mucho”) y escritura (“escribe”) se hallan íntimamente ligadas. La capacidad de rememorar se vuelca de inmediato en el trazado de una marca; el recuerdo nos obliga a dejar inscrita la evocación de un acontecimiento o de un tiempo compartido, ahora revocado. La escritura es “deuda” y “recuerdo”; es un imperativo que el presente contrae con respecto a un pretérito desterrado. La letra marca un lazo de unión simbólico; al mismo tiempo que vincula a los amantes en lo imaginario, paradójicamente, reconoce la fatal separación. La presencia del rasgo escrito remite a la ausencia de la amada.

Este primer enlace recuerdo-escritura estipula una problemática de índole personal, instituyendo el resorte o móvil que motiva la inscripción de la letra: la separación de los amantes. En seguida, una segunda relación, la leyenda del nombre propio y la del domicilio, establecen las coordenadas sociales. No se trata exclusivamente del uso poco convencional que la persona-poética, Roque Dalton, hace de su simple nombre de pila, superpuesto ahora al de la firma oficial; más bien, nos interesa recalcar que, por encima de su nueva dirección en La Habana, se halla una tachadura: El Salvador. Roque Dalton deslinda un cuadro conceptual: recuerdo-escritura-ausencia-rasgadura.1

Más que un borrón o deseo de supresión, la raya sobre el nombre del lugar de origen determina la necesidad de una enmienda, de un retoque. A partir de esta rectificación se engendra la identidad literaria salvadoreña. Existe una tentativa por borrar, ocultar o tapar el origen. Pero, aunque intentemos desvanecer ese Nombre-de-la-Matria-Patria, lo único que logramos es limar, desgastar y pulir el sitio mismo de su escritura.

La letra consigna una repetición. Es un recuerdo de la ausencia. Reitera con obstinación el tachón o el vacío que a su trabajo le compete colmar. El escrito es la sustitución de la cosa tachada; la palabra es el relevo del mundo; es un intento de recuperar el domicilio. Desde el exilio, inventa una nueva e imaginaria “residencia en la tierra” para sí y los suyos. Ese tachón o rotura con respecto a la “tierra de infancia” lo denominaremos exilio. Este concepto lo entendemos en un sentido etimológico como escapatoria, marcha o partida (silio) hacia las afueras o hacia el extranjero (ex-), del que era lugar o terruño del inicio.

Se nos reclamará que una simple tarjeta no puede justificar el elaborar una teoría y un concepto de análisis. Pero la verdad es que esa necesidad por exiliarse se halla presente en muchos de nuestros clásicos. El epígrafe inicial de Salarrué insiste en lo mismo. Pedro Geoffroy Rivas (1908-1979) distinguía la patria del territorio nacional y señalaba cómo la patria, siendo un concepto de orden espiritual, era algo que el poeta llevaba consigo al exilio: “la patria peregrina va conmigo”. Oswaldo Escobar Velado (1919-1961) hacía la diferencia entre territorio y patria, agradeciendo en los exilios la posibilidad de recopilar los “nombres elementales” que fundan la patria.2 Gilberto González y Contreras (1904-1954) inició una “poesía y estética de la ausencia”. En él también, la lejanía se convierte en “escuela” de nacionalismo y en la única manera de recobrar los valores patrios. A pesar de la importancia que una intuición poética del exilio juega en autores tan diversos, el predominio de las ciencias sociales opaca cualquier enfoque puramente poético o filosófico de la literatura nacional.

Sin embargo, en cuanto escritura de una experiencia, la “salvadoreñidad” ha llevado como principio la marca o mancha de este desgarre. Si búsqueda hay de la identidad personal y colectiva, esta indagación sobre el sentido de “lo nuestro” se lleva a cabo siempre desde la perspectiva o sitio de “lo ajeno” (ex-). Constantemente, una ruptura con respecto a un estado primordial de infancia, una separación del territorio nacional es la “catástrofe” que da lugar a la escritura.

La literatura se levanta sobre el sitio de la “Matria-Patria” ausente. “Las voces del terruño” se hacen tanto más audibles, chocan incluso a veces en su reiterado rumor, cuanto que esos cánticos pregonan la carencia. De la ruina y de los despojos del recuerdo nace la belleza del poema. “El texto nace de la relación entre una partida y una deuda” hacia algo difunto, lejano y desterrado. La escritura de “la nación es un luto”, la constancia de un fallecimiento: “patria dispersa, caes […] patria mía no existes”. A la vez de hacerle una ofrenda simbólica, declama su separación. “Rehabilitar lo destituido” define el gesto que diseña la letra en su función de sustituto de la Matria-Patria suspendida. Sin tachón de lo propio (El Salvador) desde un lugar ajeno (ex-) no existe “salvadoreñidad” posible. Las más de las veces, la escritura de “lo nuestro” (El Salvador) sucede en el lugar del otro (ex-).

Llamaremos “identidad literaria salvadoreña” a ese nombre borroso, a esa tachadura que los escritores han debido realizar con el objetivo de forjarse una identidad personal como poetas y elaborar, al mismo tiempo, un canon artístico propio a nuestra nación. Lo que nos proponemos en seguida es rastrear la manera en qué una (in)consciencia del tachón aflora en la obra de los escritores salvadoreños desde Francisco Gavidia hasta la ya comentada rotura de Roque Dalton. Este recorrido ofrecerá una visión circular de la literatura salvadoreña, cuyo principio y fin se halla en la figura del mayor exponente de la vanguardia político-poética en el país.

Identidad no será sinónimo de identificar características particulares a lo salvadoreño. Identidad no remite a un elemento único, propio a “lo nuestro”; en cambio, lo que se halla en juego es lo plural. Si el Uno no existe sin el Otro, tampoco “lo nuestro” se presenta sin lo foráneo. La identidad consistirá en rastrear una dinámica entre lo propio y lo ajeno.

I. Francisco Gavidia

En Francisco Gavidia (1863/5-1955), la señal de la mancha del lugar del otro (ex-) en lo nuestro deja tres huellas. En primer lugar, a nivel de la métrica misma, su tentativa de fundación del modernismo en América Latina es subsidiaria de la adaptación al español del alejandrino francés. La renovación de la técnica poética modernista proviene del impulso de un modelo ajeno que le precede. El nombre del poeta francés Victor Hugo cabría aquí como ejemplar. Ante todo, la traducción del poema “Stella” establece el esquema métrico que servirá de pauta para la renovación modernista centroamericana.

Asimismo, sucede con sus relatos. En Cuentos y narraciones (1986) se funden dos corrientes que críticos como Sergio Ramírez pretenden separar como diametralmente opuestas desde el siglo XIX, a saber: “costumbrismo y modernismo”.3 Mientras lo que llamaremos la narración-“champaña” proviene de una traducción o adaptación de un patrón literario europeo, el cuento-“guaro” aplica las enseñanzas de esa matriz ajena para forjar una poética nacional propia.4 La escritura de esos primeros cuentos de corte regionalista porta la huella de la salida de Gavidia hacia la indagación del legado literario europeo. Una ley firme rige la fundación de la cultura literaria salvadoreña: solo puede apropiarse a sí misma como tal, si previamente encuentra un modelo ajeno, extranjero, sobre el cual fundar lo propio. La narrativa de “La loba” confiesa la manera en que Gavidia inaugura un indigenismo en pintura, en todos los nombres propios, ajenos a los personajes lencas y cacaoperas. Transpone un legado náhuatl-mexicano hacia la zona oriental del país, como lo confirma la simple presencia del fonema /tl/ inexistente en el náhuat salvadoreño y en las lenguas del oriente, por ejemplo: Oxiltla, “flor de pino”, pero xal es pino y xuna/baska es “flor(es)”. El legado mito-poético de esa región prominente del país la relega su interés bibliotecario por la tradición mexicana clásica. Gavidia inaugura una crasa paradoja que absorbe el canon literario monolingüe durante todo el siglo XX. Si el regionalismo ignora las lenguas ancestrales de su propia región, el indigenismo reitera este olvido, a la vez que acalla la Ley de Extinción de Ejidos (1882), la cual confisca las tierras comunales en aras de la modernización cafetalera.

Es cierto que Gavidia conforma una dramaturgia nacional, quizás no rebasada aún en la actualidad. Sin embargo, su tentativa por fundar un teatro salvadoreño deriva su inspiración del nacionalismo noruego, lusitano, provenzal, etc. Hay en Gavidia una afición por explorar las experiencias de varios nacionalismos europeos marginales. El dramaturgo portugués Almeida Garret (1799-1854) y el poeta occitano Federico Mistral (1830-1914), entre otros, recurren como modelos que llevaron a cabo una obra fundadora semejante a la que a Gavidia mismo le competía realizar en nuestro territorio. Sin el estudio previo de esos modelos europeos, el teatro nacional nunca hubiera alcanzado su apogeo.

Más que un problema particular a un escritor, esa dinámica entre lo propio y lo ajeno nos remite a una de las clásicas paradojas del nacionalismo. Para entender esta contradicción es necesario hacer una distinción entre dos tipos de nacionalismo, a saber: el “occidental” y el “oriental”. El “nacionalismo occidental” es aquel que actúa en beneficio de una alta cultura literaria ya establecida y desarrollada previamente; este es el caso de Italia, o Alemania, países que únicamente tenían que resolver ciertas cuestiones de orden político-administrativo para asegurar la protección y difusión territorial de esa misma cultura. Sin embargo, ya antes de su surgimiento, contaban con un legado artístico propio, aunque carecían de la infraestructura institucional para su diseminación educativa.

El “nacionalismo oriental”, en cambio, el cual prevalece en el llamado ‘Tercer Mundo’, ofrece las más de las veces una honda confrontación entre el Estado y la nación. Heredera de una larga experiencia colonial, la burocracia estatal se halla a menudo escindida de los contenidos culturales propios de la región que está bajo su gobierno. Esos países precisan entonces no solo velar por la difusión de una cultura nacional, sino, antes de ello, deben propiciar su creación. En este caso, la tarea es más ardua; el aparato estatal no actúa a partir de una codificación literaria preexistente; más bien la labor nacionalista consiste en crear, en hacer cristalizar, en forjar una alta cultura artístico-literaria nacional. Este trabajo de cristalización representa un proceso largo de la historia, a varias generaciones plazo.

Puesto que entrevemos en Gavidia la primera obra exhaustiva por codificar la nacionalidad salvadoreña, no nos sorprenderá que su proyecto se desarrolle gracias a la aceptación del modelo europeo de nación y, en vez de codificar la mito-poética lenca, cacaopera, náhuat, ch’ortí’, poqomam, xinca, etc., traspone los textos mexicanos y yucatecos hacia El Salvador. Tal como lo demuestra el escritor hindú P. Chartterjjee, en la periferia (África, Asia y América Latina), los movimientos de liberación, anti-imperialistas y reformistas, que permitieron el ascenso de las clases medias, en repetidas ocasiones retoman como principio ideológico básico el modelo occidental del nacionalismo.5 Habremos de volver a plantear esta paradoja más adelante.

Tan importante como esa explícita referencia a su abierta intención por recrear un modelo ajeno de desarrollo nacional en función de “lo nuestro”, resulta el carácter nómada que cobran muchos de sus personajes, en su mayoría masculinos. Ya se trate del arquetipo del héroe-Soter gavidiano, Quetzalcóatl, del pastor en “El pastor y el rey”, de Citalá, de los seguidores de Las Casas (los frailes que llegaron a San Salvador el 6 de agosto de 15**, Lucía Lasso, Sir Gualterio), de El Partideño, de Bolívar y de Sooter, todos ellos comparten una misma trashumancia.6 El héroe gavidiano típico es un nómada; carece de un territorio nacional en el cual universalizar su idea de nación y ejercer ahí su labor civilizatoria.

Esta peregrinación define un estado de búsqueda; todos esos personajes se caracterizan por la falta de un territorio o identidad nacional propia. Su voz sucede siempre desde el exilio, o bien desde un sitio ajeno de inestabilidad que hemos denominado la tachadura o el nombre borroso de lo nuestro. Muchos héroes gavidianos son “nietos del jaguar”; andan aún en búsqueda de un territorio nacional prometido.7 De manera intuitiva, ese nomadismo nos remite a la clásica oposición entre el Estado y la nación. La organización política administrativa aún no había hecho suyo el proyecto de difundir una alta cultura artístico-literaria a todos los ciudadanos, por medio del monopolio de la educación legítima en un territorio determinado.

II. Alberto Masferrer

En Alberto Masferrer (1868-1932), la consciencia y necesidad del exilio cobra un sesgo de mayor relevancia y dramatismo. Expresamente, Masferrer opta por un exilio voluntario. Solo entonces, logra forjarse una identidad personal como escritor y maestro, e imaginar un modelo para la identidad colectiva salvadoreña, bajo los principios del Minimum Vital. El libro clave para entender la formación personal de Masferrer como guía y profeta de nuestra nación se intitula Estudios y Figuraciones sobre la vida de Jesús (1927). Si en Leer y escribir (1913) y en el Minimum Vital (1929) el maestro desarrolla el papel primordial de la literatura en la conformación de la idea nacional en el país, en Estudios y Figuraciones, hay que analizar sus tribulaciones personales. Más que un intento por escribir la vida Jesús, Estudios y figuraciones se nos presenta como una verdadera autobiografía. Durante la época en que forja un proyecto de nacionalidad salvadoreña, una zozobra caracteriza la vida íntima del joven-Alberto.

Esta valoración de su intimidad, al lado de su faceta política, la llevamos a cabo en lealtad a la propuesta del escritor Hugo Lindo, para quien “la riqueza humana de nuestros” escritores “todavía no ha sido profundizada”.8 Los historiadores ‒prosigue declarando Lindo‒ “han trazado” la imagen del pasado “recurriendo más a lo anecdótico, que a lo íntimo y desgarrador”. Le competería a la historiografía literaria retomar esta faceta olvidada de nuestro pasado histórico para darle vigencia en la actualidad. Mientras Leer y escribir y el Minimum Vital representan los ensayos cardinales para entender la idea de nación en Masferrer, Estudios y figuraciones se nos ofrece como una de las obras poéticas más depuradas de Masferrer ‒en paradójico contraste al hecho de que Masferrer la haya dejado inconclusa.

En efecto, la figura de Jesús le sirvió al maestro-Masferrer para entrever la manera en que el joven-Alberto concibió un proyecto nacional propio, bajo la moral patriótica del Minimum Vital. De manera retrospectiva, imagina su 9juventud como un interminable nomadismo o, en sus propios términos, similar a la “Pasión” de Jesús. Esa figura es símbolo y ocultamiento del conflicto interno del joven-Alberto (Jesús); él duda de su facultad por descubrir en sí mismo la persona de un escritor maduro e inspirado (Cristo). El destierro voluntario es la condición de posibilidad de la escritura. Escuchémoslo:

Ahí en Nazaret [= El Salvador] no puede quedarse nadie que lleve una luz que debe hacer brillar para socorro y elevación de los hombres; ahí en el pueblo, reinan y tiranizan el prejuicio [...] es la asfixia [...] Jesús [= el joven-Alberto con vocación de escritor] no podía quedarse allí en Nazaret [= El Salvador]. Tenía que irse y se fue.10

No solo la fundación de un modelo masferreriano de nación ‒el Minimum Vital‒ ocurre en el extranjero, sino también la conversión misma del joven-Alberto (Jesús) en el maestro-escritor-Masferrer (Cristo) sucede en el exilio. Para forjarse un Yo-poético, el joven-Alberto debe imaginarse como otro; aliena su imagen en la alteridad, anticipando la tarea de Carmen Brannon al proyectarse sobre la figura de Claudia Lars.

“Lo nuestro” se imagina desde fuera, en el sitio que define la diferencia. Mientras la imagen del joven-Alberto no podemos recuperarla ahora sino a través de un símbolo ajeno, Jesús, la contribución masferreriana al rescate de la identidad colectiva salvadoreña, la teoría del Minimum Vital resulta también de una mirada hacia el país a partir de lo extraño. Una alteridad conforma “lo nuestro”. La “Pasión” según Masferrer son las tribulaciones del ambulante joven-Alberto; en el extranjero, indaga cómo inventar una identidad nacional propia para El Salvador. Su destierro lo incita a descubrir para sí una misión de escritor comprometido con la diseminación de las ideas de justicia social y de democracia.

De manera aún más clara que en el caso de Gavidia, en Masferrer existe una lúcida consciencia de lo que debemos entender por nación. La nación nace en el momento preciso en que la voluntad política de los nacionalistas es tal, que hace posible la universalización de la lecto-escritura en el territorio patrio. Obviamente, en ningún momento, esta extensión del arte del “leer y escribir” incluye las lenguas originarias del país, sino el proyecto lleva implícito la necesidad de formar un país monolingüe en castellano. Mientras una sistematización, primero, y una difusión del legado artístico nacional, en seguida, no se lleve a cabo, El Salvador seguirá siendo un proyecto inacabado de nación. El nacionalismo consignará con ello su fracaso. En definitiva, lo curioso es que esa idea de universalizar una alta cultura escrita en el territorio patrio brote durante el exilio y la zozobra del joven-Alberto.

III. Arturo Ambrogi

En la narrativa de Arturo Ambrogi (1875-1936), el exilio cobra un sesgo distinto a la hora de describir el campo salvadoreño. Es cierto que el escritor se foguea y pule su estilo en su afán por dibujar el exotismo oriental. No obstante, incluso en El Jetón (1936/1961) ‒“la obra ambrogiana más completa y madura”, según Luis Gallegos Valdés‒ su cosmopolitismo de periodista se enmascara bajo un atuendo campesino. No resulta difícil reconocer en el personaje del campo, la imagen del poeta mismo, apostado en el locus amoenus, en el sitio idílico en el cual sucede todo acto de inspiración poética.11

Figura 2. Escuela bajo el amate (1939, 1943), Luis Alfredo Cáceres.

Fuente: “Arte salvadoreño. Cronología de las artes visuales de El Salvador. Tomo I: 1821-1949”, Jorge Palomo (San Salvador: MARTE, 2017: 227).

El campesinado indígena salvadoreño nacionaliza su experiencia bajo el dictado del “leer y escribir” de los autores clásicos durante la reforma educativa masferreriana del martinato. De izquierda a derecha, el óleo exhibe un micro-canon de la literatura salvadoreña: Estrellas en el pozo (1934) de Carmen Brannon/Claudia Lars, Cuentos de cipotes (1945) de Salarrué, Leer y escribir (1913/5) de Alberto Masferrer, Fábulas (1945/1955) de León Sigüenza, Las voces del terruño (1929) de Francisco Miranda Ruano y Poesías (Jícaras tristes, 1936/1947) de Alfredo Espino. Un buen ciudadano salvadoreño trabajaría la tierra y consagraría su tiempo libre a estudiar el micro-canon de la literatura nacional. Nótese el conocimiento que posee Cáceres Madrid de las obras canónicas antes de su publicación y del título definitivo. Igualmente, se revisten de una función nacionalista, masferreriana y martinista, obras “meta-políticas” juzgadas como “arte puro”. El término “Escuela rural”, el cual también titula el cuadro, aparece en La República. Suplemento del Diario Oficial en múltiples ocasiones desde 1933. Existe un diálogo permanente entre el arte indigenista y la política de la cultura del general Martínez.

Toribio y el grupo de campistos en “El arreo”, los molenderos de caña bajo el amate en “La molienda”, los productores de chaparro bajo la sombra “cómplice” de los conacastes en “La sacadera”, el señor Pedro arrecostado en su hamaca bajo “un pepenance” en “Las pescas del miércoles de ceniza”, Margarito Torres en lo alto del “atrio de la iglesia” en “La muerte del rey moro”, los rezadores bajo el árbol sagrado de los mayas, la ceiba, en “El rezo del santo” y, en fin, Bruno, el enamorado, vigilando a su amada desde “el resquebrajado y roñoso tronco de un pepenance” en “El Bruno”, todos esos héroes campesinos realizan una acción similar.12 Observan y hacen propio a ellos mismos el entorno geográfico cuzcatleco, desde la perspectiva poética clásica del locus amoenus.

Más que campesinos esos personajes son poetas que recrean con su mirada imaginativa el paisaje cuzcatleco idílico. Tal como la definió el clásico historiador alemán de la literatura E. R. Curtius, uno de los motivos literarios más típicos determina el paisaje ideal. “Escribir poesía bajo los árboles [= contemplar el paisaje], en el césped, cerca de una fuente, se volvió un motivo poético en sí. Pero este motivo solicitaba un marco sociológico: el pastor”, en Ambrogi y en los demás seguidores del regionalismo, el campesino salvadoreño.13

En sus orígenes, el regionalismo salvadoreño es una variante de la literatura pastoral europea. La poesía ingenua no caracteriza los estadios tempranos del desarrollo evolutivo del ser humano. Más bien, es una peculiaridad del mundo moderno percibir en la naturaleza la imagen de una infancia revocada. Desde una perspectiva urbana, la vida campestre se evoca exclusivamente como añoranza sentimental. El desarrollo de la ciudad acarrea consigo un sentimiento de pérdida y de nostalgia con respecto a una inocencia original. Fauna y flora se convierten en portadoras de un candor y de una pureza auténticas, ahora suspendidos. El desarrollo mismo de la pastoral presupone un neto contraste, una separación entre el mundo tradicional de la campiña ‒el reino de la simplicidad‒ y el universo civilizado de una sociedad urbana, ordenada, cuyos códigos de comportamiento son estrictos y, hasta cierto punto, artificiosos. Para la mirada citadina, la naturaleza representa no aquello que es en sí, sino lo que se anhela ser. Se trata de una metáfora, pero no de una actualidad sino del “reflejo de una experiencia” caduca. La pastoral es la búsqueda de una armonía en el pretérito. Esta armonía es la que busca no solo Ambrogi, sino con mayor intensidad, veremos, nuestro más grande exponente de la poesía bucólica, Alfredo Espino, y en menor medida también Claudia Lars.

Los personajes ambrogianos son máscaras; son desdoblamientos reales de la persona poética de Ambrogi. Más que testimonio de una situación sociocultural en el agro, las múltiples facetas del campesinado ambrogiano atestiguan del exilio escritural del autor. El modernismo de Ambrogi se refugia y enmascara bajo un disfraz campestre; así, el autor le otorga a su pensamiento modernista urbano un cariz de verosimilitud y legitimidad.

El ejemplo más obvio es la manera en que Ambrogi proyecta uno de los “supuestos históricos y culturales” del modernismo a la experiencia del indígena-campesino salvadoreño.14 Nos referimos a la secularización y la pérdida de fe que caracteriza a la vida urbana, duda que Ambrogi pone en boca de sus personajes rurales premodernos. “La sacadera”, “La muerte del rey moro” y “El chapulín” describen acciones de injusticia ante las cuales no queda sino una alternativa, difícil de imaginar en el campo: o Dios no existe o es injusto.15

Ese Dios que le dicen, es absoluta, totalmente injusto.16

¿Qué no había Dios para evitar estas cosas? 17

Pero, al descubrir que el modernismo se disfraza de regionalismo, que una ética citadina se proyecta sobre el campo, no pretendemos invalidar el proyecto ambrogiano. Más bien, debemos reconocer en él uno de los primeros eslabones por recuperar valores propios idealizados en su perspectiva urbana modernizadora, ya que elude toda mención a la problemática política que genera la Ley de Extinción de Ejidos (1882). Es posible percibir en Ambrogi una propuesta pionera, obviamente, sin ninguna referencia a las lenguas originarias del país ni a los problemas de la tierra. Este proyecto consiste en volcar el exotismo modernista original, de finales del siglo XIX, hacia una vena folclórica nacional. Ambrogi inicia un proceso de sustitución de importaciones de imágenes literarias. De allí en adelante, los escritores, en su mayoría citadina, reconocerán en el campo y en sus moradores un caudal de símbolos susceptibles de servir de inspiración al arte. A partir de esa obra, buena parte de nuestro proyecto literario de nación, incluso el del testimonio, consistirá en la transferencia de capital simbólico del campo hacia la ciudad. Obviamente, como en los casos de Gavidia y Masferrer, Ambrogi continúa el proyecto de establecer un canon literario monolingüe, en el cual solo el castellano adquiere el rango de lengua escrita.

IV. Francisco Miranda Ruano

Con la obra de Francisco Miranda Ruano (1895-1929), Las voces del terruño (1929), la escritura poética adquiere la función de transcribir el aroma del mundo, el murmullo de la fauna cuzcatleca, al igual que el colorido y las formas del recargado paisaje tropical. Así lo reconocía Salarrué en el prólogo a esa primera edición (XIII-XV). Escribir es proponer una estética (aiesthesis); entendida en términos etimológicos, una estética es la delimitación del espacio-tiempo cuzcatleco en virtud de las percepciones y sensaciones inmediatas de los sentidos. Ese prólogo que Salarrué escribió sobre Miranda Ruano no solo debemos juzgarlo como interpretación de la prosa poética de ese escritor; más aún, veremos, se trata de un verdadero programa estético que él mismo estaba por desglosar en la escritura de su famoso libro Cuentos de barro (1933).

Miranda Ruano se halla imbuido de ciertos postulados romántico-modernistas; de acuerdo con esos principios, la “clarividencia interior” proviene “del dolor” y “de la presencia de una fuerza sobrenatural” que poseen el espíritu del poeta. A pesar del olvido actual que encubre su obra, él define con mayor consciencia que Alfredo Espino la necesidad de la marginación o exilio para la creación poética.

Aplicando esos postulados modernistas, al poeta le atañe alcanzar “un conocimiento musical” y armónico del mundo. Hay que transcribir, “la voz del alma de las cosas” e intentar, por vez primera, vaciarse para dar cabida al “dolor de la gente humilde de pueblos y suburbios”.18 Si Ambrogi nos propuso buscar modelos artísticos en el campo, Miranda Ruano será uno de los poetas pioneros que vuelve su mirada hacia los barrios bajos de la ciudad capital. Por vez primera, la poesía cobra también un cariz de marginalidad urbana.

No obstante, en su escritura, la intencionalidad poética por representar fauna, flora y pobladores cuzcatlecos no toma como punto de arranque aquella fusión ambrogiana entre el poeta que representa el mundo, y el universo campesino representado. Tampoco Miranda Ruano intenta hacerle creer al lector que es el otro, el sujeto representado en la obra, quien habla de manera autónoma. Por lo contrario, el poeta está consciente de transmitir la voz del prójimo desde el exilio. El escritor es un peregrino; es un señor de la ciudad que llega al campo, o bien que experimenta la vida de los barrios bajos, con el objetivo de elaborar una escritura poética de la tierra, de la ciudad y de sus moradores.

Nuestro campo mantiene una alta cifra de atracción para el espíritu que ponga oído atento y compulse sus ritmos y sus voces, máxime si este espíritu es de los que viven en el fervoroso colmenar de las ciudades.19

Los amaneceres me amamantaron de vigores jubilosos, y los atardeceres de soñaciones hondas y languideces orientales.20

Miranda Ruano crea una poética de Cuzcatlán que presupone, como principio de orden, un punto de mira ajeno. Desde su mirada lejana, el escritor-extraño ordena lo nuestro. El poeta es un extranjero en su propio territorio, lo cual Salarrué habrá de confirmarlo. Su periferia con respecto al mundo utilitarista contemporáneo, lo incita a concebirse como extranjero en su propio país. Solo la mirada escrutadora del citadino engendra el campo y el paisaje cuzcatleco; ambos resultan de un trabajo artístico que convierte naturaleza en cultura. Representar campo y barriada desde la mira del poeta-citadino, o bien, comprender la marginalidad del poeta en la sociedad moderna salvadoreña desde la exclusión del pueblo, son ambos movimientos circulares, complementarios; estos se resuelven en la búsqueda de lo propio a través de lo ajeno.

La persona poética que Miranda Ruano anhela forjarse en virtud de un movimiento centrífugo. La poesía se inicia con una huida. Al comienzo hay una renuncia. El poeta abandona la ciudad, en un primer momento, y cuando opta luego por regresar ya no se identifica con el entorno social de origen. Entonces, deambula solitario en los barrios bajos. El escritor es un desclasado, tanto con respecto a la ciudad, así como con el mundo burgués y moderno naciente, del cual proviene. Sin llegar a un radicalismo político y aún de manera incipiente, Miranda Ruano nos ofrece una de las propuestas pioneras por vincular la poesía y el rescate de la voz popular marginada. Su verdadero radicalismo existencial culmina en el suicidio.

Figura 3. “Cypactly. Revista de Variedades”, Año, IX, No. 151, julio 25 de 1940.

Fuente: Colección propia.

V. Salarrué

En Salarrué (1899-1975), su afición a los viajes astrales debemos entenderla como necesidad de volverse extraño, incluso con respecto a sí mismo. Esta exploración de las distintas máscaras o personas poéticas del autor es lo que entendemos por poetizar(se). Ya sea que “remo(n)te” hacia la fuente primigenia de su lívida creadora, que invente lenguas e islas fantásticas, tal como O-Yarkandal, máscara-símbolo, encubrimiento y representación del aislamiento cuzcatleco, su obra de fantasía lo conduce a la creación de un espacio ajeno, otro (ex); allí se despliega la escritura. No en vano, hacia ese espacio de la fantasía el escritor proyecta temas tabúes como la violencia, la esclavitud negra y la realeza blanca, al igual que la sexualidad y la sumisión femenina sometida a la prostitución, tal cual lo demuestra la ilustración siguiente: Figura 4. El exilio lo expresa el destierro y el encubrimiento de las prohibiciones culturales ‒violencia, negritud, sexualidad, etc.‒ que de calcarse en la letra del realismo no se publicarían.

Figura 4. “Revista. Excélsior. Revista Semanal Ilustrada”, Años II, No. 57, 13 de julio de 1929: 13.

Fuente: Colección propia.

“Ninguna mercancía tan apetecida de los hombres ricos, como aquella belleza de Ulusú-Nasar”.21 Nótese que el código vestimentario subraya la distinción étnica y de género: mujer desnuda; esclavo negro con entre-pierna y hombre blanco adinerado vestido. Toda reversión racial o de género resulta un límite de lo imaginario.

En cuanto alegoría (= del griego, allos = otro (ex-) y agora = lugar de reunión), la narrativa salarrueriana delimita el espacio en el cual sucede la alteridad, la voz de la diferencia. Su fantasía es un diálogo o sitio del encuentro con el otro. Si O-Yarkandal es una isla, esta imagen deriva su vigencia de la insularidad de Cuzcatlán. La poesía es la exploración de la “otra orilla”; en ese lugar, Salarrué deja de ser él mismo para confrontar a su náhual, a sus múltiples figuras anímicas. La investigación del paisaje psíquico interno desemboca en el deslinde y en la descripción de una geografía onírica, reconocible solo para quien conserve el recuerdo de sus infinitos desdoblamientos invertidos ‒de sus reencarnaciones pretéritas y por venir‒ frente a dos espejos paralelos.

En “el prefacio a la segunda edición” de O-Yarkandal (1971), Salarrué mismo se descalifica en cuanto escritor consciente. “Alguien en mí (quien es mejor que yo) pudo transmitir a mente y mano el freno de oro [...] Le llamo mi supra-conciencia, mi alter ego, mi verdadero Yo permanente”.22 Siendo Salarrué el lugar donde sucede la escritura, el “en mí”, a quien debemos interrogar sobre el verdadero significado del arte es a ese “alguien” que le dicta y “regula escogiendo lo mejor entre lo mucho”. Quien posee la palabra es el gestor de la escritura: “mi supra-conciencia”, acaso el deseo. El “alter-ego”, el otro (ex-), es quien escribe a través de Salarrué. Lo que llamaremos la teoría de las máscaras o per-sonas poéticas de Salarrué remite a un Yo-especular, Euralas como inversión del pseudónimo del autor.

A este respecto, el artista desarrolla una teoría bastante peculiar de los opuestos complementarios en el relato “El milagro de Hiaradina”23, la cual luego la aplica a la experiencia biográfica de Pedro Juan Hidalgo en Catleya luna (1974). El par de opuestos complementarios no solo expresa una dualidad que, como el día y la noche, se revierte hacia el otro en un punto de intersección, tal cual el amanecer y el atardecer. En cambio, cada elemento del dúo se caracteriza por dos rasgos distintivos disímiles, a saber: Hiaar con cuerpo ruin y alma bella y Adina con cuerpo bello y “alma ruin”. Por ello, la conversión de esa oposición cruzada la resuelve la transmigración de “las almas que vagan libres después de la muerte”. Gracias al asesinato de Hiaar, su alma emigra hacia el cuerpo de Adina para conformar la unidad ideal. De igual manera, Pedro Juan no solo “inventa una mujer a la medida de su deseo”, sino luego de acoplarse con “dos mujeres a la vez” ‒Clara y Priscilla Mahagony‒ logra el ascenso en “llama” hacia el mundo etéreo. Gracias a una conjunción de opuestos cruzados complementarios (véase esquema siguiente), el narrador testimonia la existencia de otra dualidad indisoluble. El viaje astral que propulsa el alma masculina hacia el empíreo se lo otorga el cuerpo sexuado de la mujer con la cual se aparea. El exilio del espíritu implica reconocer la sexualidad como acto de unión y de desenlace hacia la fantasía de un mundo ultraterreno. “El beso de Selva le unía a Dios para hacerle... omnipotente y ubicuo”.24

Hiara / Priscilla

Adina / Clara

Cuerpo

+

-

X

Alma

-

+

A la lectura le corresponde aplicar ese esquema a la oposición ‒cruzada y complementaria también‒ de Salarrué y Euralas, según el cual cada miembro posee un elemento positivo y otro negativo. Solo el exilio espiritual en el cuerpo terrestre de su contrapuesto realiza la integración utópica. Si esta dinámica la confirma la confrontación política entre la derecha y la izquierda, queda igualmente como debate abierto.

Pero no solo la experiencia personal convida al extrañamiento. La historia misma se traduce en ficción y símbolo, el cual, como dijimos, funciona a la vez como ocultamiento y revelación. Proyectada hacia la imagen de su doble animal, el venado, toda referencia al Izalco y al atroz etnocidio del 32, resulta opaca para el lector ingenuo. La voz de la historia ‒el acontecer en cuanto acto‒ es ajena a sí misma, ya que su narración ‒léase, la historiografía (= la escritura de la historia)‒ ocupa un sitio ajeno, el de la máscara-símbolo, el de la ficción (ex-). La escritura traslada el acontecer histórico hacia una representación codificada. Por esa apariencia ilusoria el artista destierra el deseo masculino a la fantasía. No en vano, su única novela publicada en 1932 ‒Remontando el Uluán‒ jamás la mencionan los estudios culturales del 32, ya que los obligaría a otorgarle un papel de protagonismo a una “mujer negra desnuda” ‒Gnarda‒, quien debe remitirse al exilio de la historia crítica y oficial. El acto sexual que hasta finales del siglo XX se percibe como “alegoría esotérica o teosófica” del narrador blanco lo induce una mujer “perfectamente negra y perfectamente bella”, quien, “desnuda como toda mujer... entró a mi camarote” y “tras algunas caricias y mimos irresistibles me obligó a darle un fumbultaje musical”.25

Además, la autobiografía solo la escribe en el momento distante en el cual Salarrué se disfraza bajo la vestimenta del narrador Pedro Juan en la novela Catleya luna (1974). Y si por ventura Pedro Juan se atreve a relatar los trágicos acontecimientos del 32 ‒en la obra “Balsamera”, incrustada entre su amor por dos mujeres “que eran una”‒, esta tarea narrativa la lleva a su término a partir de la perspectiva del cronista que observa una tragedia lejana; esta visión es el subtítulo de esa misma obra: “El exiliado”.26 La experiencia misma de Cuzcatlán convida al retraimiento y a la jubilación: “cuán isla era [= es] este pueblo pequeño de la América”.27

A pesar de su “vibración de amor al terruño”, el poeta se imagina a sí mismo como “exiliado” en su propia nación.28 Y puesto que “se identificaba con el indio de Tunalá”, anhela “oírse a sí mismo desde el otro (ex-)”.29 La consciencia del exilio no podría haber sido más lacerante: “estaba yo aquí, extranjero en mi propio suelo”.30 “No había comunión posible en los contactos sociales”, aun si se junta con dos mujeres a la vez.31 El punto de mira de la “epopeya de los Izalcos” es “un sentimiento de soledad e incomprensión”.32 La condición que Salarrué le impone a su objetivo literario de recreación del vernáculo y de recuperación de la voz popular-indígena durante el 32 es, ni más ni menos, que la del exilio. El gesto que Roque Dalton lleva a cabo desde La Habana ‒obliterar el nombre del país (El Salvador)‒ Salarrué lo completa al interior mismo del territorio nacional. Identificarse con el indígena-campesino cuzcatleco significa, a la postre, exiliarse dentro de la “Matria-Patria”.

El presunto radicalismo de la posición salarrueriana debemos juzgarlo en virtud de la recuperación parcial y tardía de la visión de los vencidos en 1932, a quienes él también exilia al atribuirles creencias ajenas que solo existen en su biblioteca personal. Si el etnocidio del Izalco intentó transformar El Salvador, de una sociedad con una mayoría étnica predominante hacia una netamente mestiza, como escritor, Salarrué tampoco recobra la voz indígena-popular, salvo en chispazos como la prominencia de las cofradías y mayordomías. Si en su narrativa el Izalco se convierte en agente histórico real, su mito-poética se desvía hacia la biblioteca maya-yucateca (“Itzama”), mexica (“zonpantli; Tlaloc...”) y franciscana colonial (Quetzalcóatl-Cristo) del autor. Desde su exilio en la costa del bálsamo, Salarrué oblitera el nombre ladino del país, El Salvador, para reafirmar su carácter indígena abolido: Cuzcatlán, nombre mexica sin transcripción náhuat ni lenca directa. Ya se imaginará el contraste con los estudios mexicanos que jamás trasponen lo náhuat a lo náhuatl ni, como Gavidia, lo lenca al altiplano central de México.

Ni la sociología actual, ni el compromiso literario de una generación rastrean la perspectiva del caído en su lengua materna, el idioma del indígena en 1932. Por ello, no hay ningún manifiesto náhuat de la revuelta.33 Es cierto que Roque Dalton demuestra una meticulosa afición por restituir el testimonio oficial del Partido Comunista Salvadoreño (PCS). Pero, tal como lo demuestra el archivo de Moscú, no fueron los ladinos de izquierda quienes dirigieron la sublevación, pero se ignoran los manifiestos en lengua indígena.34 A sesenta años del suceso ‒durante la conmemoración actual de los noventa años (2022)‒ ni Salarrué, ni ningún otro pensamiento crítico ‒de izquierda o de derecha‒ es capaz de restituir la voz del indígena en náhuat, la del otro, la del no-ladino. Desde la lejanía temporal (1932-1974), espacial (Izalco-San Salvador) y mito-poética (Izalco-Cuzcatlán), Salarrué anhela ser el portavoz de Cuzcatlán indígena, sin la necesidad de transcribir la lengua náhuat, exiliada del canon literario desde su fundación. Hasta el siglo XXI, la historia científica no exige examinar episteme náhuat al hablar de las revueltas indígenas.35

Incluso la corriente de representación literaria que debería acomodarse con mayor apego a lo real, regionalismo y picaresca de Cuentos de barro (1933) y Cuentos de cipotes (1945) respectivamente, le sirven a ese anhelo anímico de excusa para la expatriación. En esas dos obras, el escritor vacía su cuerpo y actividad mental hacia la transcripción de una geografía artística de Cuzcatlán, por una parte, y hacia la de una voz infantil, por la otra. Mientras la escritura poética del terruño se encarga de diseñar una estética, en la picaresca Salarrué le da cabida a la expresión de la oralidad infantil.

El acto poético “de barro” estructura un tiempo vertical en el cual cada momento se define por una triple dimensión o intensidad de color, aroma y rumor. La estratificación de la vivencia sensorial del poeta se desplaza hacia la narración de la experiencia sensitiva campesina. De acuerdo con esa triple percepción, la manufactura es una réplica de lo natural y la naturaleza, a su vez, no resulta sino ser el plagio de la actividad cultural. Un dinamismo circular recrea naturaleza y cultura cuzcatleca.

En el encierro de un universo en el cual cada cosa imita a otra distante, la metáfora opera cual mecanismo de unión entre los seres. El supremo ejemplo es la ya referida dinámica de naturalización de la cultura y el movimiento recíproco de culturalización de la naturaleza. La metáfora cumple así su cometido literal de mudanza o de traslado (exilio) de un objeto cualquiera hacia su semejante remoto, ausente. No en vano “en la Atenas de hoy, los transportes colectivos se llaman metaphorai”. El trabajo que Salarrué efectúa sobre el idioma es comparable al desplazamiento que por autobús, taxi o metro lleva a cabo diariamente cualquier citadino, o bien imita el viaje en avión u otro medio de transporte, hacia las afueras del territorio nacional. La experiencia del terruño se halla así trasladada o proyectada hacia un espacio otro (ex-), en virtud del trabajo de mudanza de la metáfora.

En cuanto a la picaresca se refiere, el “Prólogo. ¿Qué hay en los cuentos de cipotes?” nos pone al corriente de la intencionalidad poética del autor.36 Salarrué adulto se destierra y aliena en la mentalidad infantil; se transforma en niño para recobrar tanto la lengua vernácula oral, así como para ofrecernos una visión de la interrelación niño-adulto en el país. El prólogo saca a relucir una distinción o diferencia de potencial entre dos registros jerarquizados del idioma, a saber: oralidad infantil y formalidad escritural adulta. El poeta es el engranaje o bisagra que permite el enlace entre esas dos jerarquías del idioma nacional.

Cada uno de esos registros se define por reglas de uso contrapuestas. Mientras el niño se deleita en mantener una actitud lúdica, la persona madura acusa una ceremoniosa compostura. Al niño-pícaro le encanta jugar con la relación sonido-sentido de las palabras. La diversión la lleva a cabo ya sea por medio de la motivación del significante, de acuerdo con la cual dos o más palabras que comparten los mismos sonidos deben lógicamente significar lo mismo (posada/posaderas), o bien poniendo en evidencia la discrepancia entre palabras y cosas: alguien que se apellida Blanco es prieto.

Esta disposición juguetona en torno a la lengua se vuelve un poco más agresiva en virtud de la constante mención de las partes inferiores del cuerpo. Lo más sorprendente es que los glúteos y el ano sean los órganos privilegiados de toda burla o desacralización de la formalidad adulta.

Exiliado en el alma infantil, reencarnado en niño, Salarrué nos remite así a una etapa pregenital, de carácter sadomasoquista que culmina a la postre en una obsesión por lo pulcro, la limpieza, el orden y, al cabo, el sentido de propiedad. El uso lúdico de la lengua y la etapa anal son los cimientos que le permiten al niño-pícaro-Salarrué tramar una reiterada transgresión de los valores religiosos, castrenses y de pertenencia que caracterizan el mundo adulto. De igual manera, los niños se burlan del bautismo, de la autoridad policiaca, así como del enlace de escrituración unívoco entre sonido-sentido-cosa-propiedad.

Cuentos de cipotes escritura el momento en que el niño-Salarrué, haciendo uso de una ironía mordaz, deconstruye la integridad de la narrativa metafísica de su epónimo adulto. En definitiva, para llevar a su término ese cometido de adulteración que se propone la picaresca, Salarrué deportó su actividad reflexiva, obligándola a adoptar una preocupación de carácter infantil.

VI. Claudia Lars

Las dos obras claves de la dualidad Carmen Branon-Claudia Lars (1899-1974) se intitulan: Estrellas en el pozo y Tierra de infancia.37 Entre ambos libros se genera una dinámica de circularidad, subsidiaria de la necesidad de hablar por la voz del otro (ex-). Mientras la preocupación fundamental del primer libro consiste en forjarse una identidad literaria, convirtiendo a Carmen Brannon en la escritora Claudia Lars, en el segundo, en cambio, en plena madurez poética, el movimiento se revierte para que Lars recree la infancia de la niña-Carmen. La prospectividad del uno se complementa por medio de la retrospectividad del otro. Pero, al cabo, un solo y mismo propósito guían esos dos proyectos de escritura: verse e inventarse una identidad personal a través de la visión de lo otro.

De acuerdo con el libro que inicia su carrera, “ser-poeta” es asentir el hado de un “Dios” personal; consiste en la capacidad de reunir todas “las estrellas” del cosmos “en el” pequeño “pozo” o estanque corporal y anímico de la poeta misma. A ella le atañe “expresar [la] noche”, el “misterio”, “escarbar [...] los recuerdos”.38 No le interesa lo que las cosas son en sí, sino lo que para ella significan. Por ello, debe compaginar “lo que escondo adentro” con “la luna”, “los cerros”, “el viento”, las ramas del sauce”, en una palabra, debe referir el mundo exterior como si este fuese el desdoblamiento de la intimidad.

A nada le teme, salvo a la extinción y al acabamiento de la inspiración poética. De hecho, Claudia Lars, la poeta, aún no ha nacido, carece de renombre; solo existe en la penumbra Carmen Brannon. Ella le canta a “la noche profunda”, a la obscuridad del anonimato. Desde ese sitio consigna su “esperanza mutilada”, la dificultad de la labor de escritura. Le duele la falta de expresión, el acabamiento de la palabra.

En “Romance de la que murió solita”, Brannon intuye la suerte que le depara el destino si deja escapar ese instante furtivo, volátil, que se denomina acto poético.39

pájaro [= la poeta] enfermo, cayó [...]

íngrima en su dolor

vivía calladita

en su rincón [...]

Tal vez amó y el amado

le fue traidor.40

Brannon vacila un momento de su capacidad para llevar a término su obra: la creación de la escritora Claudia Lars. ¿Acaso el “pájaro enfermo” que se desploma no es el autor del canto, la poeta misma? ¿Qué sucedería si, “íngrima en su dolor”, Carmen Brannon que “amó” la poesía no hubiera recibido un cariño semejante de su “amado”, el acto poético? ¿Quién sería Brannon si “el amado” le fue [= le hubiera sido] traidor? Más que nadie, ella misma sabía la respuesta:

El temporal de estos días

se la llevó [= se la hubiera llevado].41

En dado caso, del cadáver de Brannon, de esa poeta incipiente, hubiéramos debido consignar que

La velaron en la morgue [...]

¡Ya descansas, cabecita

de gorrión!42

Su poesía hubiese quedado en intención. Lars habría dormido para siempre, enterrando su canto como hubo de sucederle al “gorrión”.

Sin embargo, al disolver de inmediato ese escrúpulo, ya que la poesía es “amor del alma” cuyo arribo se anunció “cuando mi juventud amanecía”, Brannon abre el sendero para la creación de su persona poética: Claudia Lars. La poeta-neófito instala en su justo lugar el principio vital que hace derivar la belleza ‒“la rosa”‒, la riqueza ‒“el racimo”‒ y la lucidez de su escritura, a partir del duro dolor ‒“el tronco”‒ y de la penumbra de la noche en soledad ‒“la tierra oscura”. “Canción del recuerdo” no podría ser más explícita al respecto:

¿Quién se acuerda del tronco al morder el racimo?

¿Quién de la tierra oscura al contemplar la rosa?43

Recobrar la memoria, hacer presente la palabra del pasado: he ahí un programa para una poética larsiana por venir. Y si para ello es menester palpar “mi corazón herido”, la llaga cercenada de la cual brota el poema, Brannon ha logrado ya asentar una confianza en esa marca “de fuego” indeleble que llamamos acto poético.

Por ello, puede “dormir tranquila”, a sabiendas de que apoyará su cabeza en el “regazo” de su madre, la poesía. “Lo fugaz de las cosas” (128), la fragilidad de la existencia queda así trascendida; la palabra da origen a un nuevo ser, a la otra (Claudia Lars, ex-); de ahora en adelante, desde su perspectiva única podremos percibir la infancia de la niña-Carmen. Brannon logra exiliarse; ahora el mundo la verá como otra, bajo el atuendo de su nueva personalidad poética: Claudia Lars.

Esa mirada prospectiva de la poeta incipiente se complementa gracias a la retrospectividad de Tierra de infancia. En ese libro, la poeta, con capacidad plena de sus dotes escriturales, desarrolla tres problemáticas de orden diferentes, a saber: la definición de su “Yo-poético” en contraposición a un Tú, la cuestión de la oralidad y su fijación en escritura, y la dinámica de lo propio y de lo ajeno.

***

La poesía es experiencia. Se trata de un cuestionamiento que brota del hecho de problematizar la existencia. Por ello, no todo lo vivido se vuelve material de lo poético. Lo literario es lo cuestionable; surge cuando un ser viviente, casi vegetal, percibe vida y entorno no como un simple fluir, sino en cuanto problema que puede ser contestable. “Ser-poeta” es asumir, durante un momento de reflexión y escritura, una distinción con respecto al medio natural y humano circundante:

los habitantes de mi valle crecían ciegamente [= no eran poetas], como los conacastes y chapernos en la montaña [...] Estas personas tienen algo de plantas resignadas y de bestias buenas.44

Esa consciencia o vocación de “ser-poeta” representa la expresión impersonal de una voluntad mágico-religiosa. Se trata de una elección, la cual adquiere un carácter animista, diferente de la personificación de un “Dios” en Estrellas en el pozo. El símbolo del fuego se repite a lo largo del texto, bajo la apariencia del “volcán”, del “relámpago”, de “los cohetes”, de “las luciérnagas” y de “la salamandra”. La flama marca a la niña como poeta.

Incluso, uno de los primeros juguetes de la niña-Carmen es una muñeca llamada “Chabela Tacuazín”. Ella se convierte en el interlocutor (Tú) privilegiado, al concederle a la niña-Carmen su plena identidad. La elección no podría ser más significativa de la identidad que la niña se forja de sí misma. Su opción pone de manifiesto la revalorización del folclor y de los personajes nativos de la “tierra de infancia”.

Dada la función prometeica que Lars le asigna a la poeta, el apellido de la muñeca nos resulta bastante acertado. El tacuazín, tlacuache o zarigüeya es el animal que en los mitos mesoamericanos de creación del maíz y del fuego participa directamente en dotar a los seres humanos con esos dos instrumentos esenciales de la cultura. Al definir a su otro en cuanto aliado animal del héroe civilizador de Mesoamérica, Quetzalcóatl, Lars se apropia para sí los atributos de ese mismo héroe.

Acaso desde la infancia, la niña-Carmen fue elegida por la reiterada presencia de Prometeo-Tacuazín-Quetzalcóatl. Por eso, a ella le corresponde continuar su labor civilizatoria en el presente. Todas las otras figuras zoomórficas y vegetales que aparecen en “Horas del tiempo mágico”, recalcan el papel civilizador que Lars le otorga a la poesía, así como a su propia vocación de escritora. En ese continuo diálogo entre poeta y medio ambiente físico, Lars erige un panteísmo nacionalista.

En lo que respecta a la polaridad entre lo oral y lo escrito, Tierra de infancia es una sabia lección de la dificultad por transcribir el dicho popular y la materia memorable; para Lars es casi imposible formalizarlas en escritura. Mientras el testimonio, tan en boga en la actualidad, pretende calcar la inmediatez de la oralidad, en Lars encontramos la expresión de una desgarrante consciencia del vacío. Esta voluntad se encarga de sondear el abismo que media entre el recuerdo de un evento referido oralmente y su presente evocación en escritura:

trataré de referirla a la manera de Andrea aunque de antemano confieso que fracasaré por completo en mi intento, porque es muy difícil expresarme con la gracia simple y campesina que ella poseía en cada frase.45

Lástima que al resbalar de mi pluma al papel pierda gran parte de su espontaneidad, y que me sea imposible escribirlo en el pintoresco lenguaje de la gente campesina.46

Me sentiría feliz si pudiera escribir esos versos ahora, tal como los oí de mi padre [...] mas como la brisa se encargó de perderlos entre yerbas y hojas, tendré que tomarlos de otro traductor.47

Lars no solo sabe que le resulta imposible escribir un testimonio fiel de lo que refirió su padre, en un lenguaje literario cercano al suyo propio; más aún insiste en el hecho de que su prosa poética es una re-creación “ficticia” del habla popular, carente de “espontaneidad” y de “gracia”. La escritura tergiversa el habla; la modula y sustituye el carácter pasajero y cambiante de una experiencia verbal primigenia, aquello que “la brisa” extravía en el entorno natural, por la imagen fija e inmutable del documento. En esta incapacidad que posee la letra por atrapar, sino es de una manera deformada la fluidez de la palabra, encontramos, una vez más, el exilio de la identidad literaria salvadoreña.

La escritura es la alienación, el desfalco de la palabra, su destierro y petrificación en una imagen inmóvil. Estipula el momento de traición, de conversión y exilio de un recuerdo oral pretérito, en una actualidad documental. A la vez de concebirse como continuadora de un legado “de [la] infancia”, Lars declama la lejanía, la distancia (ex-), desde la cual restaura lo abolido.

No obstante, una aguda necesidad la impulsa a plasmar y formalizar en escritura todo su entorno natural y humano. Se trata de una confrontación con la muerte y con el carácter efímero de la existencia. Aunque la letra sea traición, infidelidad con respecto a lo sensorial, la vivencia de la niña durante el velorio de su abuelo y “la amada madre muerta” motivan la irrupción de la sustancia poética.48 Una de las grandes temáticas larsianas es entonces “la resurrección”, la conversión de lo inorgánico [= el cuerpo descompuesto del abuelo y madre difuntos] en viviente [= la poesía misma]. Y dado que la imagen corporal de la madre equivale a la naturaleza misma, al terruño, es ella misma quien expresa la oralidad que Lars tanto añora. “Rostro” y “cuerpo” de la madre son la “tierra de infancia”: “en tu rostro y tu cuerpo se conservaba [...] la tierra de mis primeros goces”.49

Este carácter maternal de la oralidad se contrapone a la índole escritural del padre. Se establece así una continuidad que, a partir de la dicotomía madre-oralidad/padre-escritura, desemboca en la dinámica de lo propio y de lo ajeno. En efecto, la captura de la corporalidad materna ‒de la “tierra de infancia”‒ presupone que la niña asienta en reconocer la vitalidad del legado literario de su padre, un norteamericano de origen irlandés. El terruño salvadoreño ‒el cuerpo de la madre‒ solo emerge en virtud de la aceptación de un modelo de escritura poética que representa el legado masculino, la herencia foránea del padre. Lars genera entonces una dialéctica de acuerdo a la cual “lo nuestro” o “lo propio” ‒la oralidad del terruño materno‒ deriva o encuentra su máxima expresión a partir de lo ajeno. Escuchémosla:

fue mi padre [...] el que me enseñó a amar y comprender la tierra de mi madre y de mi abuelo.50

La voz y la mirada del padre se convierten en la influencia vital que fija el caudal de imágenes poéticas que paulatinamente se almacenan en la memoria de la niña.51 Para Lars, la belleza de la “tierra de infancia” proviene de la perspectiva del otro, del padre extranjero. Es él quien le enseña a poetizar la tierra de Cuzcatlán. Bástenos comparar la actitud del de Don Patricio Brannon con la del abuelo materno, para caer en la cuenta de que la visión foránea logra poetizar el entorno natural y convertir un acontecimiento cualquiera en suceso poético.

A guisa de ejemplo, sirva el cuento “La salamandra”.52 Allí Lars relata una temprana experiencia cuyo símbolo dominante es el fuego, en redoble del Tacuazín. La niña observa que una salamandra ‒el espíritu alquímico de la llama‒ sale sin chamuscarse del medio de una fogata. Mientras el padre percibe en la visión de la salamandra un símbolo de la elección providencial de su hija ‒“te han escogido para que seas poeta”‒ el abuelo, con su carácter prosaico y utilitario, no distingue en ese acontecimiento sino “¡puras babosadas!”, una trivial coincidencia sin significado alguno.53

A diferencia del padre, al abuelo le resulta difícil reflexionar y observar los objetos naturales y sociales desde un ángulo simbólico, otro, que no sea el de su propia utilidad pragmática. El mundo no porta para él un mensaje; es simplemente un conglomerado de objetos con una función práctica específica. Desde muy temprana edad, la niña sabía que “el silbato del tren era lo único que obligaba al abuelo a meditar un poquito”.54

Solo la intromisión de un elemento extraño ‒la construcción del ferrocarril, en la cual precisamente trabajaba el padre de la niña‒ lo inclina a ver el mundo desde la perspectiva del otro (ex-), obligándolo a poetizarse. Al igual que en el caso de su nieta, el abuelo adquiere una sensibilidad lírica frente a su propio medio natural, en el momento en que lo ajeno (ex-) irrumpe en su existencia apacible: el tren que construyen los norteamericanos, entre los cuales se cuenta el futuro esposo de su hija. Lo extraño es el pilar fundador de “lo nuestro”.

Sin embargo, no es exclusivamente la presencia del padre la única mención de lo ajeno. Tal como el relato “La hora del fuego” nos narra iniciación y primeras influencias literarias, fue el descubrimiento de la literatura extranjera, gracias a “una señorita norteamericana, llamada Lilian”, como la niña adquirió el gusto por las letras.55 Lars declara:

debo a la joven extranjera el conocimiento de muchos libros de la literatura inglesa [...] estimuló mis primeros intentos de escritora.56

¡Cómo “lo nuestro” emana de lo vuestro (ex-)!: he allí sintetizada en una sola sentencia la problemática larsiana. Uno de los monumentos claves de la literatura nacional salvadoreña brota de esa experiencia infantil de Carmen Brannon, por amar el terruño salvadoreño y a sus moradores, por poetizarlos, desde la mirada contemplativa ajena de su legado angloirlandés. Dos enjambres o series de asociaciones se contraponen para crear un continuo vaivén de oposiciones, a saber: Yo-poeta-otro-padre-escritura‒Tú-terruño-nuestro-madre-oralidad.

En definitiva, la invención de la literatura nacional salvadoreña señala que, en los cimientos de la exaltación del medio geográfico, de sus recodos recónditos, de sus habitantes y de su legado indígena-medieval, se halla la experiencia y la familiaridad con la tradición angloirlandesa. Por una parte, la niña-Carmen no pudo ser pensada sino desde la posición ajena de Claudia Lars adulta; por la otra, la persona-poética de Lars fue inventada también desde el punto de mira de la joven Carmen Brannon y, por último, a su vez, la “tierra de infancia” debe reconocer el aporte literario extranjero que la soporta.

VII. Alfredo y Miguel Ángel Espino

Con los hermanos Espino, Alfredo (1900-1928) y Miguel Ángel (1902-1967), la expatriación interior adquiere un carácter suicidario, en el primer caso, y de reflexión meta poética, en el segundo. Aunque, desde 1947, en el mayor, se exprese la voluntad política-estatal por consolidar un canon poético autónomo, no por ello, su pastoral deja de mostrar un profundo sentimiento de exclusión y desarraigo. No otra cosa declama la trágica y prematura muerte.

En verdad, la poética espiniana es una búsqueda por el cuerpo ausente de la Mujer o Matria-Patria. El Nombre-de-la-Madre está omnipresente en el texto de Jícaras tristes (1936). Ya sea que ella aparezca manifiesta en “Las manos de mi madre”, inmaculada, motivando el acto poético, o de manera más sutil a través de las múltiples referencias al color blanco, o bien a la bucólica evocación de la naturaleza misma, lo cierto es que la pastoral de Alfredo Espino se traduce en una compulsión a la repetición.57 Se trata del “recuerdo de un paraíso perdido”, esto es, del vientre de la madre.

Allí, “en el hueco de un árbol”, en el cual el poeta ha cavado “su nido matinal” ocurre la regresión al tiempo mítico de los comienzos.58 Sucede la armonía. El escritor logra la consonancia musical con el entorno geográfico, la restauración edípica del cuerpo perdido de la Madre. Ser humano y mundo, niño y Madre vuelven a conformar al fin una unidad primordial indisoluble, envueltos ambos en una placenta cósmica. La madurez representa el exilio de la Matria original o vientre de la Madre.

Desde su destierro de adulto, A. Espino no logra aceptar la condición humana misma. A partir de la invención del lenguaje, del simbolismo que demarca la distancia entre la palabra y la cosa, lo humano debemos entenderlo como “la herida abierta del mundo”. No poseemos más alternativa que asumir nuestra condición como fractura y exilio. “La naturaleza enferma de muerte” define a lo humano en su trágica e inexorable distancia con respecto a la añoranza espiniana de indiferenciación animal, léase, vaginal.

Si acaso dudásemos en reconocer nuestra lejanía, identificándonos por tanto con el Nombre-de-la-Madre, de inmediato nos percataríamos que solo la Muerte podrá restituirnos esa consonancia original, ahora caduca. La coincidencia que Espino opera con respecto a la obscenidad de la Madre ‒aunada por cierto a la ausencia del Nombre-del-Padre‒ es aquella perversión que le imposibilita observar en el rostro de la Mujer otra imagen que no sea la de la prostitución carnal.

A la Madre inmaculada blanca se opone el rojo, símbolo de la sangre, de la muerte, del dolor y de la cópula. Y como lo innombrable, el tabú de la sexualidad, no puede decirse de manera directa, “Idilio bárbaro” concluye espinosamente la utopía pastoral.59 El bucolismo queda así mancillado. El instinto, bajo la figura del caballo, hace añicos la añorada reconciliación. La bestialidad cobra su remuneración. Y el que fuera reinado del albor culmina en lo rojo, “el fuego”, el coito y en la más agria soledad.

La ausencia de la función del Padre, sustituida por la irracionalidad del superego materno, recibe al cabo su indemnización. A. Espino cumple sus días intoxicándose o quizá en el suicidio. Tal vez porque su conflicto anímico refleja tanto el desorden familiar salvadoreño, aún ahora seguimos identificándonos con él.

A. Espino es un exiliado del cuerpo de la Mujer. La privación del hecho-femenino es aquello que a menudo tiñe la naturaleza de triste melancolía. Desde la perspectiva de una campesina, “Anita”, “Vientos de octubre (A la luz del fogón)” narra el significado que para Espino poseía el alejamiento de la amante.

Hoy s’iajusta el año y él me dijo: “Anita,

entre algunos días regreso por vos”; [...]

me muerde aquí dentro un dolor,

y me siento agora, lo mesmo que un nido [= un cuerpo]

que no tiene pájaros [= sin inspiración poética], ni tiene calor...

tuve un mal agüero

se estaba apagando mamita, el lucero [= mi vida y poesía]

y asina s’iapaga también lo que quiero [= la existencia y la imaginación poética]

[...] que vengan los vientos

si a mis sufrimientos nada güeno traen de lo quisiera [...]

¿Qué no s’hia fijado lo tristes que vienen [...]

los vientos de otubre?60

He aquí uno de los poemas que inauguran la tristeza que perfora de principio a fin la poética espiniana. En esos versos, el poeta nos confronta a una visión romántica del paisaje cuzcatleco, según la cual la exterioridad u objetividad natural, “los vientos de otubre”, no es sino réplica, desdoblamiento y proyección del personaje humano. Anita, máscara o persona poética de A. Espino mismo, interpela a su propia Madre, haciéndola partícipe del hecho de que la falta de amor, la huida del amante provoca la metamorfosis de la naturaleza entera.

Esa demanda a la instancia materna se vuelve tanto más desgargante, cuanto que es Ella quien, de acuerdo con la biografía de A. Espino, obstruyó la reconciliación entre los enamorados.61 Todo pasa entonces como si “Vientos de otubre” no fuera sino una petición o permiso que el poeta le solicita al superego materno para lograr reunirse con la amada, Blanca Vanegas.

Obtener esa armonía de afecto no es esencial solo para que la naturaleza recobre un tinte de satisfacción; más allá de colmar un amor truncado, se halla igualmente en cuestión la posibilidad misma de la escritura. La ausencia del(a) amante se corresponde con la extinción del imaginario poético. Ese “dolor” lo carcome y vuelca todo sentimiento hacia el vacío.

La Nada existencial de Espino ocurre en el momento en que el alejamiento de la amada se convierte en la causa de su descalabro literario; la desposesión del cuerpo femenino se traduce en el agotamiento del imaginario poético. No de otra manera debemos leer el verso que reza “me siento agora, lo mesmo que un nido [= un cuerpo] que no tiene pájaros [= sin canto ni poesía]”. Desprovisto de la amante, exiliado del cuerpo de la amada, Espino es un “nido” hueco, ocioso, que carece de inspiración poética para continuar su obra. No le quedaba entonces más alternativa que la disolución, la intoxicación o el suicidio. Quizá su grandeza consista en haber aceptado sin disimulo ese funesto sino, esa separación que pesaba sobre él. Al igual que Miranda Ruano, A. Espino sella otro de los suicidios fundadores del canon literario salvadoreño.

***

En cuanto a su hermano, M. A. Espino se inicia como narrador de lo indígena. Ya desde la segunda década del siglo, en su “Mitología de Cuscatlán” (1918/1976), se encarga de recrear el mundo prehispánico, proponiéndonos una “americanización de la enseñanza”, de nuevo sin incluir las lenguas originarias de El Salvador. Más paradójico nos parece que la “conclusión” consigne la desaparición completa de los pueblos originarios ‒“se fueron los indios... los mitos también se fueron”‒ quizás en lógico desenlace de la “raza degenerada” que la “introducción” le atribuye a la conquista española, sin mención alguna de la debacle de los países independientes.62

Espino le aplica una “ley de regresión” a lo biológico que, según él determina la cultura, debido a “los vicios de los españoles”, en particular, por su “carácter impetuoso” de “moros”. Una vez más, para recobrar la “literatura de cantón, que perdura en los secretos rurales, en las gargantas de nuestros montes”, es necesario que el escritor se imponga un movimiento centrífugo, hacia fuera de las calles urbanas.63 El citadino debe desterrarse en su propio territorio nacional hasta refugiarse en la biblioteca. Solo desde la perspectiva escritural ladina urbana su poética transcribe la oralidad campestre del indígena. Como buen escritor regionalista, se percibe que Espino pretende transferir una vasta proporción de capital simbólico campesino hacia la ciudad, pero olvida transcribir la lengua náhuat y la ch’ortí que presume difuntas desde años atrás. A semejanza de Gavidia, al referir la “cosmogonía...de los pipiles”, M. A. Espino transporta archivos mexicanos y culpa a los españoles de “destruir las fuentes mitológicas”, sin exigir que su generación rescate la literatura oral en lengua náhuat, ch’ortí’, etc. Si “los españoles en su fanatismo destruyeron las fuentes mitológicas”, los países independientes quedan exentos de toda culpa al promover “la deshispanización de todo el continente, sin transcribir las lenguas indígenas fuera del currículo educativo, solo en castellano.

Este desplazamiento hacia un espacio ajeno se continúa en su última novela, Hombres contra la muerte (1942/1947), ignorada en el país aún ahora (1996), en su segunda edición mexicana, corregida y aumentada. Lo que se llama el “regionalismo naturalista” de M. A. Espino debemos entenderlo, más bien, como una doble metáfora. A esta figura de estilo le corresponde proponernos un doble trabajo de mudanza. Por una parte, Espino traslada la experiencia política y social salvadoreña hacia la selva de caoba beliceña; por la otra, el cuerpo de la mujer adopta la figura de la naturaleza misma.

Traducimos el texto de la novela en cuanto expresión de un pacifismo proto-feminista. La alegoría ‒el lugar del encuentro con el otro (ex-)‒ no podría ser más diáfana. En los aserraderos de Belice se discute y evalúa, ni más ni menos que las teorías políticas en boga en El Salvador de la época. Aquello que al héroe espiniano, Ramiro Cañas o San Huracán de la Selva, le parece la manera más adecuada para impulsar el cambio social, resulta ser la anticipación misma de ciertas ideas pacifistas de corte gandhiano. Estos principios pacifistas predominaron durante la huelga de brazos caídos que triunfó en 1944, con la caída del dictador General Maximiliano Hernández Martínez. Antes de ser un hecho histórico, el pacifismo del 44 fue imaginado y sopesado en el espacio ficcionalizado, en el exilio de las selvas beliceñas. Asimismo, M. A. Espino testimonia una de las paradojas intelectuales del martinato, ya que, luego de apoyar la dictadura en 1932 ‒la publicación de la obra de su hermano en 1936, bajo la famosa censura de prensa‒ asienta las bases utópicas de su descalabro. Las mismas ideas pacifistas orientales que difunden las revistas oficiales durante la dictadura predicen su descalabro.

La identidad selva-mujer la entendemos mejor tomando en consideración la identidad entre el nombre de la heroína y amante de la novela Catleya luna (1974) de Salarrué, Selva Mahagony (= Selva de Caoba), y el sitio en el cual se desenvuelve la acción dramática de Hombres contra la muerte. Esa identificación nos revela el carácter alegórico de la selva de caoba (= mahagony) beliceña. Se trata en efecto de una descripción del cuerpo femenino, a través de la exuberancia del paisaje tropical. Una vez más, el desplazamiento, la mudanza de lo real (= la mujer) hacia lo imaginado (= la selva de caoba), permite que se piense la historia.

Debemos captar la transformación de lo natural como proveniente de una evolución paralela en el estado subjetivo de los personajes. La selva convierte su estado satánico y fantasmagórico inicial, en uno de carácter acogedor y protector (véase: capítulo IV). Quienes se dedicaban a destruir el trópico, es decir, a violar la mujer, adquieren de pronto una consciencia de la necesidad de auxiliarla, buscando una armonía en la relación de pareja. El ecologismo de M. A. Espino bien podemos traducirlo por medio de un proto-feminismo temprano o, al menos, por la denuncia del derecho de pernada que autorizaba al hacendado u hombre de poder a exigir servicios sexuales de la servidumbre. Esta postura proto-feminista contradiría su propia conclusión a la “mitología de Cuzcatlán”, la cual recomienda la “virilidad” para que “los poetas” se conviertan en “educadores de la raza”.

Sin embargo, toda discusión sobre M. A. Espino quedaría truncada si dejásemos de lado su primera novela, Trenes (1940/1976), la cual consideramos su escrito más depurado. Más que una novela, ese texto posee una función puramente metaliteraria. Es una metanovela, ya que le asigna a la escritura el papel de interrogar su propio quehacer. Las palabras no remiten al mundo; están exiliadas de lo real. Lo único que observan es su imagen desdoblada en el espejo. Durante el acto de escribir, Espino se cuestiona sobre el significado de la actividad que él mismo lleva a cabo. De allí que el título sirva de metáfora a lo que el poeta realiza. Los trenes ejercen la función de las palabras: dibujan la distancia entre el amante, el sonido o la letra que se queda y la amada, la realidad que se desvanece. Espino es tajante en recalcar esa distancia: “la esposa [= el mundo] es una ausencia”.64

Ese quiebre con lo real le resulta a Espino tanto más trágico y lacerante cuanto que la escritura toma como principio operacional la anulación de la presencia. “He borrado el presente”.65 A la poesía le atañe recrear la falta. Refiere la carencia. La capacidad humana del lenguaje consiste precisamente en evocar por la palabra lo amado ausente. “Surge la necesidad de las representaciones [= el arte], puesto que somos capaces de amar sin la presencia del objeto”.66 El quid de la teoría espiniana sobre la escritura es el destierro del objeto nombrado por la palabra poética. “El nombre de la rosa sin rosa”, esto es, la mito-poética indígena sin lengua indígena.

Pero, ante todo, el vacío que a la novela le compete colmar es el de la privación del cuerpo femenino. Las letras son caricias, evocan la remoción de lo erótico. “Descifraba en tus cuerpos los jeroglifos [= poemas, letras]”, declara Espino.67 El trazo de la letra es la rememoración, la reescritura del “libro de seda tibio” del cuerpo expatriado de la Mujer amada. La pérdida “de los paisajes del mar”, que solía suscitar el contacto del talle femenino, es el origen del poema.68 Por ello, ante tal penuria, la literatura no pretende sino instituirse como la medalla de consolación que nos otorga la historia. Gracias al arte, somos capaces de “compensar la obra del dolor [y] obtener el grado de dicha que no se alcanzó en la práctica” (48).

VIII. José Napoleón Rodríguez Ruiz

José Napoleón Rodríguez Ruiz (1910-1987) escribió una de las novelas regionalistas más leídas en el país: Jaraguá (1940/1986). Si bien los postulados de este género literario deberían emparentarla con una escritura realista, lo cierto es que desde el inicio el héroe, cuyo nombre sirve de título a la novela, nos pone al corriente de una intencionalidad subjetiva. Este designio sitúa la narración biográfica o rescate de la historia personal, al nivel de lo memorable. Escuchemos de qué manera el recuerdo inicia la recolección de “datos”, del “documento” de la historia.

Y al conjuro de aquella mañana embrujada llegaron los recuerdos en alas del viento, cayendo como llovizna [...] Lo angustiaban. Arribaron como bandadas de pajarillos aventureros, hablándole muy quedito al oído para revivirle el recuerdo de su vida.69

Cronológicamente, la primera página de la novela es la última. Sin embargo, el punto de mira sobre el pasado se halla en la actualidad del acontecer rememorado (ex-). El pretérito, el acontecimiento histórico, es la huella indeleble que la angustia del pasado deja impresa en el recuerdo de Jaraguá. Al igual que Tierra de infancia, el texto se mueve en virtud de un tiempo retrospectivo; este se encarga de recrear lo abolido.

La correspondencia que comentamos a propósito de la tarjeta de Roque Dalton no podría ser más obvia; una vez más, el enlace recuerdo-escritura-ausencia es el móvil de la novela. La letra es la restitución del tachón del ayer; resulta ser la única manera de engañar la usura que nos cobra el tiempo.

Además, ese “documento” memorable, el cual atestigua la autenticidad del pretérito, Jaraguá no lo restituye de manera consciente. El protagonista carece de una voluntad para conducir y guiar la memoria por un sendero racional. La lógica del recuerdo es implacable. Su arribo imita la llegada de las estaciones, sobre las cuales el ser humano no posee control alguno. El trabajo de la metáfora se encarga de establecer una correlación entre la irrupción del recuerdo, la lluvia y el paso de las aves.

En ese sentido, la vida lo vive. Jaraguá es el sujeto paciente, el receptor de su propia historia. La memoria habla por él. No recuerda, sino que es recordado a través del flujo inconsciente, del otro, que “hablándole” revive de manera onírica en él todo un pasado. La escritura de la novela es un acto de salvaguardarse de la zozobra de la memoria y purgar el desasosiego. No existiría una diferencia tajante entre la fantasía de Euralas y el realismo de Rodríguez Ruiz, ya que en ambos casos el inconsciente del narrador guía la escritura en su recolección de la historia.

Lo que el recuerdo le dicta a Jaraguá lo resumiremos bajo tres rúbricas, a saber: una revisión de la biografía, marcada por la tragedia que sufrió su madre, la necesidad del héroe noble por descender en la escala social, para luego restituir su calidad de hacendado ideal y, por último, la superioridad del campo con respecto a la ciudad.

En cuanto a La Loncha, madre de Jaraguá, ella es hija ilegítima de Salvador Mirón, dueño de la hacienda Las Palmeras. Llegada la madurez sexual, su belleza la convierte en punto de atracción de los hombres. La Loncha y Marcia se enamoran. Pero, entre ellos se opone un doble obstáculo. Por una parte, Ña Silve, abuela a cargo de quien se cría Marcia, se opone a esa unión. Por la otra, Ciriaco rivaliza con él por el amor de La Loncha. En lucha fratricida, ambos hombres mueren macheteados. Este suceso provoca la huida, el exilio de La Loncha. El destierro predice una temática de suma actualidad: el acoso y la violencia sexual contra la mujer como antesala de la migración. Cargando a Jaraguá en su vientre, se escapa hacia la costa. La visión que prevalece entre los moradores de la hacienda ‒al igual que la imagen de la mujer en A. Espino‒ es la que posee la posesividad del superego materno, encarnado en Ña Silve.

Todos pensaban igual que ña Silve. La Loncha era la única responsable de aquel homicidio, y a ella había que aplicarle el castigo.70

A los ojos de los habitantes de la hacienda de Las Palmeras, La Loncha se convierte en una reencarnación de la Cihuanaba; es vista como la mujer lúbrica que conduce a los hombres a su descalabro. La restitución final que la novela hace de Jaraguá, hijo de Marcia y La Loncha, convierte el propósito del escritor en, valga la expresión, una “des-cihuanabización” postrera de su madre.

Rodríguez Ruiz reconoce que el horripilante rostro y el desfigurado semblante de La Loncha no representan sino la visión subjetiva de una madre posesiva, Ña Silve, quien impidió la reconciliación de los amantes. En ese sentido, al nivel de la realidad histórica, la madre de Espino llevó a cabo aquello Ña Silve realiza en el plano de lo imaginario real, a saber: impedir la adultez erótica de su hijo.

Esta visión deformada sobre La Loncha provoca el descenso del héroe en la escala social, incluso antes de su nacimiento. Jaraguá nace en el monte, durante el éxodo de su madre. De ese parto en el destierro deriva su nombre, ya que su tenacidad por la vida evoca el pasto silvestre que crece por doquier. Ambos comparten su vida con Adelaida y su hijo Braulio, quienes los acogen como miembros de su propia familia.

Allí crece Jaraguá y se destaca por su espíritu inquieto y sus dotes intelectuales. Su carácter sobresaliente no deja de insistir en su origen noble, nieto de un hacendado, a quien las circunstancias lo exilian de su propio medio natural y social.

Esencial para entender la configuración interna de la novela, nos resulta deslindar dos voces que alternan a todo lo largo del texto. Es cierto que el propósito explícito consiste en una restitución de la memoria histórica de Jaraguá; pero el acontecer inconsciente de su recuerdo oscila con el relato de un narrador omnisciente polifacético. Él traspone una visión citadina otra, al lado de la recreación de la vida campesina. De tal suerte, la novela es doble; por una parte, desarrolla una poética del recuerdo o recuperación “del tiempo perdido” y, por la otra, sobrepone un ensayo de índole político-histórico. La poesía y el ensayo se entretejen para otorgarle a la novela un carácter híbrido. Allí donde la evocación del recuerdo anhela restituir el olvido, al ensayista Rodríguez Ruiz, enmascarado bajo sus propios personajes, le compete discutir los males que aquejan a la República de El Salvador.

En ese doble exilio ‒el de Jaraguá con respecto a su origen noble de hacendado y el de la voz del ensayista citadino, Rodríguez Ruiz‒ debemos entender el desenlace de la novela. El texto escritura una crisis interna en el campo salvadoreño. Se trata de indagar la manera más adecuada de legitimar la posesión de la tierra.

¿Quién es el hacendado auténtico? A ello, el escritor responde: ¡Jaraguá! En efecto, él es no solo el heredero legal de Las Palmeras, sino que su descenso en rango social lo lleva a experimentar en carne propia la vida de los campistos y la de la gente pobre en el campo salvadoreño. Todo sucede entonces como si la hacienda no fuese un simple legado familiar; además, el propietario ideal debe sufrir las inclemencias de la vida de campisto. Por ello, el trabajo como caporal, que Jaraguá obtiene en El Carrizal, representa el preludio de la restitución de su herencia. ¿Acaso no es esa legitimidad obtenida por el trabajo mismo, aquello que predica el dueño de El Carrizal?

Como yo me crié en el trabajo, puedo trabajar a la par de mis piones sin que ninguno me lleve ventaja. Y ese es el secreto que tengo pa’ ganarme la plata abundante.71

Desde el exilio con respecto a su grupo social, el personaje se certifica como auténtico hacendado. En la obtención de este certificado de propiedad, su relación con dos mujeres, La Janda y una norteamericana citadina, escritura una visión sobre la superioridad moral del campo con respecto a la decadencia urbana. Mientras la primera se entrega con amor y espera fiel el regreso del amado, a la segunda solo le interesa la satisfacción sexual pasajera.

No nos detendremos en ahondar el carácter de “alaridos bestiales” (280) y de “pasión violenta” (281) que aporta una imagen degradante de la sexualidad humana, incluso entre los futuros esposos Jaraguá-La Janda. Lo único que nos atañe resaltar es el papel que se le atribuye a la norteamericana, en quien el escritor proyecta la idea de una vida licenciosa. Ella representa una sexualidad urbana desenfrenada, olvidando por supuesto el puritanismo que permea el mundo anglosajón.

Ella sirve de símbolo para oponer el predominio ético del campo en relación con la falta de integridad de la ciudad. La rubia norteamericana no solo utiliza a Jaraguá “como la potranca al garañón” (385), sino que también lo posee anímicamente. En esta alienación del protagonista por el personaje femenino de la ciudad, la escritura anticipa una función curativa, expiatoria, la cual se repite en el recuerdo que inaugura la novela.

En efecto, Jaraguá se desembaraza de la rubia gracias a la escritura de una carta. En esa misiva, el narrador afirma la grandeza moral del campo “frente a la mezquindad” urbana. Así, puede regresar a El Carrizal, recuperar la tierra y el cuerpo de la mujer campesina, como si ambas esferas conformasen una sola unidad. Si Jaraguá renuncia a la postre a su herencia, optando por permanecer en el exilio con respecto a su origen, esto es debido al convencimiento que consigna la supremacía axiológica del campo y la de sus moradores. El arquetipo del hacendado es el de un ex-siliado, quien entierra el nombre de su lugar de origen. Al fin y al cabo, la escritura del recuerdo, la novela misma, resulta de una re-escritura de la carta que Jaraguá le envió a la rubia. Vivir es re-vivir; resucitar a los muertos es sinónimo de re-inscribir lo que ya había sido apuntado en esa crónica de la carta.

IX. Roque Dalton

Por último, nos es preciso regresar a nuestro punto de arranque: Roque Dalton. Aquello que nos permitirá revelar una identidad oculta del mayor representante del vanguardismo en el país, es un diálogo secreto que mantuvo con Rubén Darío. El enigma, que esa irreconocida conversación promueve, deriva de la coincidencia en las letras iniciales de ambos nombres: R. D. En esas mayúsculas cabe tanto descifrar al poeta modernista nicaragüense, así como al salvadoreño.

Sin embargo, debemos reconocer en esa semejanza algo más que una simple casualidad. En verdad, el entronque que R. D. pone de manifiesto es la posibilidad de un juego intertextual insospechado. Permitiéndome el uso lúdico del humor, tan característico de Dalton, ese intercambio saca a relucir la existencia de dos per-sonas poéticas hasta ahora inexploradas, a saber: Rubén Dalton y Roque Darío. En ambas, el poeta vanguardista salvadoreño esconde, como veremos, la intencionalidad poética de dos de sus más conocidas novelas.

El jubiloso asombro que en mí se produjo al descubrir ese disimulado encuentro, fue similar a las carcajadas que Roque profería al leer, por enésima vez, la novela Rayuela (1963/1991), de su íntimo amigo Julio Cortázar, mientras un avión norteamericano bombardeaba los aledaños de una región del Viet-Nam. Allí se hallaba resguardado su grupo guerrillero, real o imaginario. Ese mismo estupor que Dalton nos confiesa, con respecto a la dificultad de explicarle a un vietnamita la hilaridad de la Maga, es el pasmo que me embriaga al sacar a relucir la conversación oculta que mantuvo con Rubén Darío.

Ambas per-sonas, Rubén Dalton y Roque Darío, se refieren a “máscaras” o “transparencias” de Roque Dalton mismo, para usar la terminología de los ahora clásicos Ensayos sobre poesía hispanoamericana (1985) de Guillermo Sucre. Bajo esos rostros, el poeta-guerrillero salvadoreño oculta o deja traslucir la intencionalidad poética de dos de sus libros. Me refiero a su autobiografía intitulada Pobrecito poeta que era yo... (1982), así como al testimonio que recogió en Praga, en 1966, de uno de los fundadores del Partido Comunista Salvadoreño: Miguel Mármol. Los sucesos de 1932 en El Salvador (1982).

Lo curioso de quien se juzga hasta ahora como “poeta de la ruptura”, es que su diálogo con Darío demarque una encubierta continuidad con el pensamiento modernista. Me interesa rescatar el encadenamiento entre el conocido “Nocturno”, que Darío publicó originalmente en Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas (1905).72

Esta prolongación del pensamiento dariano no resulta inaudita en América Latina; tal como lo comprueba la novela argentina La pérdida del reino (1978), José Bianco apela directamente a ese mismo “Nocturno” para expresar su intención en la escritura de la obra. Lo que sí resulta de una hilarante paradoja, muy propia de Roque Dalton, es la necesidad de conciliar dos tendencias artísticas antagónicas: testimonio y añoranza posmoderna, por una parte, así como autobiografía y nostalgia, por la otra. Ese ideal poético de unir los opuestos, es aquello que uno de los personajes de Pobrecito poeta que era yo... estima como propósito franco de toda obra maestra:

Tendría que haber hablado no sólo de Petronio y Séneca juntos, sino Wilde y Tagore, Eliot y Shólojov, en ejercicio de la anti-analogía que es la unidad perfecta.73

Si hemos de reconocer una grandeza poética en la vasta obra del mayor exponente de la vanguardia político-literaria en el país, este esplendor radica en su actitud por “la anti-analogía”, en su deseo por enlazar tendencias antagónicas del arte. El sitio en el cual el moralista y el libertino, el homosexual hedonista, esteticista refinado, y el místico patriota, así como el empedernido modernista y el defensor del realismo socialista conversan, ese lugar del diálogo se denomina Roque Dalton.

No obstante, ese encuentro dialógico entre dos corrientes contrapuestas no sucede sin conflicto alguno. Por lo contrario, lo que a menudo ocurre es que los preceptos artísticos de la escuela menos compatible a los intereses políticos de Roque Dalton, en el período de escritura, quedan en apariencia desterrados a la periferia del texto. De tal suerte, la compleja intencionalidad poética de Dalton será sepultada, exiliada, bajo el atuendo de un verdadero (sur)realismo testimonial, en el caso de Miguel Mármol, o bien bajo el de una conversión ideológica, en Pobrecito poeta que era yo... Pero, a decir verdad, la integridad del pensamiento roqueano consiste en reconocer, en cada una de sus obras, las múltiples tendencias literarias que interactúan para componer el abigarrado mosaico de cada texto.

De las cinco estrofas de las cuales se compone el clásico “Nocturno” de Rubén Darío, citaremos únicamente la cuarta, ya que allí se aclara el referido entronque con Roque Dalton. Reza así:

Y el pesar de no ser lo yo hubiera sido,

la pérdida del reino que estaba para mí,

el pensar que un instante pude no haber nacido,

¡y el sueño que es mi vida desde que yo nací!74

Nos atañe recalcar el hecho de que, mientras Bianco subraya el segundo verso, del cual proviene el título de la novela, Dalton le concede mayor importancia al primero. Veamos las instancias que juzgamos reales desprendimientos de ese verso inicial. La primera la constituye las dos oraciones que dan inicio a la novela testimonial Miguel Mármol:

¿Qué si todo lo que viví ya estaba escrito antes de mi destino? Esa es pregunta de literato y me hace pensar en aquella canción que habla de “lo que pudo haber sido y no fue”.75

A pesar de que unas páginas antes, Dalton haya declarado que “mis intenciones [...] son eminentemente políticas”, su vocación de poeta, comprometido con el hecho-de-escribir, traiciona “los objetivos concretos que persig[ue] al llevar el testimonio de Mármol hasta su publicación”.76 A todo lo largo de la novela se crea una tensión entre la intención declarada por no “novelar el testimonio” y un deseo vedado por poetizarlo. ¿Acaso la pregunta que inicia el interrogatorio del testimoniante, no intenta conducir el cauce del realismo novelesco por una melancólica ruta de índole poética-literaria? Precisamente, es eso lo que reconoce Miguel Mármol al citarle la copla de una canción, la cual resulta ser una paráfrasis del verso dariano.

De tal suerte, aquello que críticos latino-anglo-americanos consideran como uno de los ejemplos más depurados del testimonio, asienta su punto de arranque en una preocupación semejante a la del esteticismo modernista dariano. La supuesta “post-literatura” recibe su empuje de la añoranza poética por lo que no pudo ser. La novela testimonial es tanto confesión o declaración jurada de un estado de cosa en el mundo, así como proyecto poético posmoderno: “anti-analogía”.77 Por lo demás, casi nunca se evalúa el triple desfase que ese testimonio ‒tan fiel a los hechos‒ efectúa desde la distancia temporal (1932, entrevista en 1966 y novela en 1972), espacial en el exilio (El Salvador-Praga) y étnica-lingüística (Izalco náhuat-Urbana castellana coloquial). Por este triple exilio, no solo uno de los mejores logros del testimonio atestigua la distancia de casi medio siglo y la exclusión de la lengua materna. También certifica de los seis años necesarios para transformar las escuetas notas de la entrevista (1966) en el prestigio editorial de una “novela verdad” (1972).78

***

Por su parte, la autobiografía póstuma de Roque Dalton comienza con tres epígrafes, el tercero de los cuales pertenece a su compañero de generación Roberto Armijo (1937-1997). En esta última cita se establece lo siguiente:

la patria me duele dentro de mí y me sufre Porque así soy Tal vez sería otro [...] Pero confundido de mí encuentro que no soy lo que pude ser si hubiese nacido en un momento de mayor felicidad de dicha suprema cuando lloviera menos de lo que llueve ahora sobre San Salvador [...] No soy lo que pude ser.79

Esa novela de aprendizaje, la cual narra la manera en que un grupo de jóvenes adquirió el oficio de escritor, estipula como uno de sus objetivos, explícito ahora, mostrar un momento de transformación o, mejor aún, de conversión del aprendiz del poeta en otro, en literato profesional (nótese la ausencia de todo personaje femenino principal). Este propósito es el que el título tardío pone en evidencia, proveniente de la quinta parte del largo poema Vida, pasión y muerte del anti-hombre (1936) (1978) de Pedro Geoffroy Rivas (1908-1979):

Vivíamos sobre una base falsa

[...]

Ah mi vida de antes sin mayor objeto

que cantar [...]

Ah mis 25 años tirados a la calle

Pobrecito poeta que era yo, burgués y bueno.80

Preocupados por mantener la imagen de un poeta irremisiblemente comprometido con el foquismo guerrillero, esto es por asegurar la completa conversión de quien “lleg[ó] a la revolución por la vía de la poesía”, casi ningún crítico se atreve a considerar, aún ahora, que esa obra es también producto de una “cicatriz”. Por ello entendemos el hecho de que “los largos años en el colegio jesuita, el desarrollo de mi primera juventud en el seno de la chata burguesía salvadoreña [...] han dejado en mí sus marcas, las cicatrices que aún ahora duelen”.81 La sinceridad de Roque Dalton la enmascara el uso político-ideológico, de quienes se dedican a rentabilizar su capital poético, a ambos costados del Río Grande.

Precisamente, una de esas señales imborrables es la reiterada interrogante del Dalton adulto, quien, a pesar de escribir desde los “horizontes ideológicos y organizacionales del sectarismo marxista-leninista” ‒tal como lo supone John Beverley (1985: 305)‒ sigue subrepticiamente añorando “lo que pudo ser”, o bien, “lo que yo hubiera sido”, de no haber militado en la guerrilla, a saber: un escritor o académico de izquierda semejante a sus comentaristas actuales.

El irritante silencio de “los académicos y afines”, con respecto a la melancolía de Roque Dalton, parece provenir de una antigua aversión por “los mensajeros que al alma le llegan desde su pasado”. Así solía llamarlos el poeta español, Pedro Salinas (1891-1951), uno de los preferidos de Julio Cortázar, quien introdujo Poesía (1971). En el ahora clásico libro La poesía de Rubén Darío (1948), Salinas comenta cuanta “indignación” habían despertado los versos del “Nocturno” de Darío. ¿Acaso no será esa añeja antipatía por la liberación nocturna del recuerdo, aquello que provoca la reticencia de toda reseña crítica frente a la añoranza del poeta? Empero, es innegable que a R. D. “le duele el tiempo”.

Esa triste mirada hacia un pretérito, ya no abolido sino inexistente, proviene de una verdadera melancolía. Se trata, en un sentido psicoanalítico, de un “trabajo de duelo”. La función de la escritura consiste en “atenuar el sufrimiento provocado por la defunción de” una persona u objeto “amado”.82 En el caso de Dalton, la añoranza emana de la pérdida de su más noble y magno amor: El Salvador, en otras palabras, del exilio. ¿Acaso a la par de los expresos objetivos políticos por recobrar el testimonio de Miguel Mármol, no se encuentra el no menos manifiesto deseo de recuperar “el espacio-tiempo histórico, intelectual y sentimental [...] cuya calidad de impactarme había estado durmiendo un pesado sueño invernal durante el último año” (27)? Dalton logra “sent[irse] transportado a[l] país” (27).

Además de aportar una prueba documental sobre el período heroico de formación del Partido Comunista Salvadoreño y de los Sindicatos obreros en la ciudad ‒sin manifiestos náhuat, por supuesto‒ Roque Dalton obtiene la grata satisfacción de disimular toda falta de interés por el mundo cotidiano checo, gracias a una restitución simbólico-escritural del objeto amado ausente, El Salvador. Mientras uno de los papeles de la novela testimonial queda definido en tanto elaboración psíquica, la cual intenta “controlar el libre flujo de excitaciones” producidas por el “fortuito” encuentro con Mármol, la autobiografía anhela eliminar las “impresiones traumáticas”, las indelebles “cicatrices” del pasado. Roque Dalton García: un poeta en el exilio, “corroído por la pasión” del terruño y por el deseo de haber sido otro...

X. Conclusión

Hacia la escritura original de este ensayo (1996), es cierto que un proceso de democratización sella el fin de la guerra en nuestro país. Por primera vez, la palabra parecía primar por encima de la imposición violenta. Se abren espacios de renovación política y cultural. A pesar de los obstáculos que ofrece el retraso económico, la pobreza, juzgamos que una apertura se perfila en el ambiente salvadoreño.

Sin embargo, no debemos olvidar que el transcurso de la guerra propicia un éxodo. La configuración actual de varias poblaciones, rurales incluso, la conforma esa migración constante. Lo que en la actualidad entendemos por identidad salvadoreña es subsidiaria del surgimiento de una diáspora. Si bien el apoyo económico proveniente sobre todo de los EE. UU. se reconoce en el plano de lo económico, es menester a la vez indagar la contribución del exilio en el carácter históricamente determinado de lo que entendemos por identidad.83

En verdad, a la posición oficial que se niega a reflexionar en torno a la índole cambiante de lo salvadoreño, debemos oponer el diálogo, el acontecer de la historia. Allí donde Concultura afirma la tautología, “lo nuestro es lo nuestro”, esto es, la insularidad y el soliloquio, nos hemos propuesto desarrollar un concepto más dinámico de la identidad.84 ¿Acaso “lo propio” no se define en contraposición, en el diálogo con “lo ajeno”? Desde el instante en que, a través de ese anuncio publicitario, se niega alienar la identidad salvadoreña en su imagen invertida en el espejo, en la diferencia, Concultura reconoce la imposibilidad de forjarse una comprensión global de la totalidad que conforma el legado artístico-cultural del país. Luego, en el 2000, los cinco años que pasaron desde la escritura del presente artículo, no desmiente nuestra percepción original sobre la política de la cultura oficial. A la hora de la globalización, Concultura sigue enfrascada en una visión polarizada de la cultura salvadoreña: o bien privilegia lo folclórico, una versión citadina del pasado premoderno y de lo campesino o, por lo contrario, exalta lo clásico y una versión elitista de “lo nuestro”. Lo único que hace falta en esa versión dual de “lo salvadoreño” es, precisamente, el desarrollo de una cultura moderna y urbana, una visión más dinámica y cambiante de lo que hacemos.

Hacia finales del siglo XX, el mayor logro editorial lo confirma la publicación de la “Biblioteca Básica de Literatura Salvadoreña”. Esta serie de libros certifica cómo, desde su fundación, el país rechaza la existencia de las lenguas indígenas de su legado mito-poético nacional. Durante todo el siglo XX, las mejores investigaciones sobre el náhuat ‒en la denegación de todo el oriente salvadoreño, al igual que lo ch’ortí’ y poqomam en el occidente‒ la realizan extranjeros: Leonhard Schultze-Jena (1930-1935), Lyle Campbell (1975-1985) y Alan King (1995-2000). Por un castellano-centrismo más arraigado que el español, durante un siglo de literatura salvadoreña ‒de 1880-90, Ley de Extinción de Ejidos hasta la “Biblioteca Básica de la Literatura Salvadoreña”‒ las lenguas indígenas perviven en el destierro de su propia tierra. Incluso, hacia la segunda década del siglo XXI, la mayoría de los departamentos de filosofía no incorporan un estudio sistemático de la historia, la lingüística y las filosofías mesoamericanas. De nuevo, el contraste con los estudios mexicanos no podría ser más flagrante. A la existencia de una “filosofía náhuatl” de Miguel León-Portilla en 1956, se contrapone la ausencia de una filosofía lenca en El Salvador de 2022.85 Si esta falta se juzga irrelevante para el desarrollo de un nuevo paradigma descolonizador, la paradoja denuncia el silencio y el olvido para una presunta ruptura que propone una continuidad. Persiste una entidad académica descolonizadora sin un diálogo directo con la comunidad colonizada, exiliada de su recinto. Hasta el 2022 no se publica una antología mínima de las mito-poéticas en las diversas lenguas originarias de El Salvador, ya que la esfera literaria y los estudios culturales las juzgan irrelevantes para su ámbito académico. Tampoco extraña que la investigación de la lengua coloquial salvadoreña ‒en su riqueza poética de adivinanzas, bombas, refranes, metáforas, etc.‒ no reciba una atención académica desde los trabajos clásicos de María de Baratta (1952). A lo sumo, los estudios culturales reconocen la importancia del habla popular gracias a la recitación sin cita que efectúa Roque Dalton en Las historias prohibidas del Pulgarcito (1974), sin admitir los archivos originales.86 Como de la rosa, del pueblo siempre permanece el nombre de quién lo representante, cuya mayor paradoja, incómodamente, la declara el nombre de quiénes lo eliminaron y el del gobierno de quiénes autorizaron la publicación de su poesía.

En 2022, el Estado aún carece de instituciones consulares para promover el intercambio entre el interior y la diáspora diseminada por el mundo, ante todo en EE. UU. Igualmente, hoy que la izquierda se desmorona sin un legado literario firme ‒salvo el de Dalton en su conmemoración sinódica cada mes de mayo‒ no extraña que el compromiso político se proyecte hacia el rescate de las figuras célebres reseñadas en este ensayo y otras personalidades semejantes. En un nuevo proyecto rulfeano ‒búsqueda del Padre difunto‒ hacia ellas se proyecta el alcance de una utopía imposible. De esta manera, el concepto de re-volución adquiere su sentido original, el cual no implica un cambio radical, sino el eterno retorno de lo mismo. Durante este giro de los astros letrados, la interrogante cuestiona cuál ideario mito-poético reciclaremos para legitimar nuestro proyecto político y académico en boga. Según nuevas amalgamas, las profecías literarias vaticinan lo siguiente: descolonización nacional sin lenguas ni filosofías indígenas (Gavidia), neo-vitalismo cristianizado (Masferrer), revitalización del náhuat con el oriente y el lenca en el olvido (nacionalismo uniformizado), retorno teosófico de las religiones orientales (Salarrué), acoso sexual, proto/neo-feminismo (Lars) y nuevas oleadas migratorias ante la falta de libertad femenina (Rodríguez Ruiz), ya que los hombres dictaminan con certeza jurídica y científica los problemas ginecológicos87, suicidios refundacionales (Miranda Ruano y Espino), cristo-marxismo, nuevas exclusiones y asesinatos revolucionarios (Dalton), etc. Quedan pendientes las nuevas corrientes desde las hablas populares regionales hasta las mujeres y maras encarceladas sin voz, es decir, los nuevos testimonios. Absorbida por el mundo virtual, la presencia se reviste de imágenes que sustituyen la palabra, como la palabra reviste lo real. La conmemoración de los noventa años de los eventos del mes de enero de 1932 reconfirma esta virtualidad de las ciencias sociales, ya que no exigen escuchar la episteme náhuat del levantamiento indígena, ni reclaman recopilar la primera antología artística de ese año para recrear la percepción citadina de los hechos.

Nuestro concepto de “la salvadoreñidad” parte de una concepción lingüística dialógica. Hablar es decir Yo, asumir de lleno una subjetividad ineludible. Empero, este carácter subjetivo de la consciencia humana presupone que frente a ese sujeto (Yo), que afirma su identidad en el habla, se halla contrapuesto un Tú, quien relativiza, ancla en la historia, el lugar de esa primera persona. No hay una esencia de lo salvadoreño; lo que existe son posiciones relativas, de uno o más “Yo-colectivo(s)” ‒de grupos sociales, las más de las veces contrapuestos‒ que definen su sitio histórico, a partir del lugar del otro. Es el diálogo, la polémica con el Tú lo que le otorga la plenitud a ese Yo.

Manteniendo esa actitud dialógica, hemos rastreado la manera en que la posición del otro, del Tú o, en otros términos, del exilio, se halla omnipresente a través del desarrollo de las letras en el país. La mancha de la alteridad ‒de lo que llamaremos el otro inscrito en el nos-Otros‒ demarca el principio dinámico que le otorga a la literatura salvadoreña la integridad de su cuerpo de conocimientos poéticos. Por ello, el diálogo con la oposición no solo debe exigirse en el ámbito de la política. También establece un axioma fundacional de las ciencias humanas, sociales y naturales, las cuales no pueden existir sin abrirle un espacio editorial y un debate directo a la enemistad (Tú) que critican sin cese.

Indagar el sitio cambiante de inscripción de ese Tú, lo juzgamos tanto más oportuno cuanto que una quinta o cuarta parte de la población salvadoreña, “de lo nuestro”, observa hoy día el país desde un territorio ajeno. Esta diáspora habrá de reinventar el legado artístico salvadoreño y renovarlo, desde una visión otra (exilio) que la de aquellos que han permanecido al interior del país.

Además, si tal como establecimos al inicio, la escritura brota del tachón, de la ausencia, lo que entenderemos por literatura revolucionaria debería levantarse por encima de los escombros mismos de la idea de revolución. Quizás así incorporaremos a nuestra tradición artística un pensamiento semejante al de Sade. “El conocimiento que da acceso al ‘arte de escribir la novela’ no ‘se adquiere sino por medio de la infelicidad y de los viajes’, [del exilio]”.88 De arraigar el psicoanálisis en la región mesoamericana, reclamaría para sí la etimología más difundida de México o Mê(tz)-xî(c)-co, a saber: “en el lugar (-co) del ombligo (xîctli) de la Luna (Mêtztli)”, donde la Luna nombra el mes y la menstruación. El exilio comienza con una hendidura o circuncisión original “en el lugar (-c) de las siete (chicôme) cuevas (oztôtl) (Chicômoztôc)” que hospeda la energía psíquica. Ahí, sangrienta, la cesura natal le tatúa el Nombre-de-la-Madre al ser humano, lo desnuda de la placenta o ropaje natural, hasta declararle que no hay otra tierra prometida sino la cueva del origen.89

El cataclismo natal es de tal dimensión que en el náhuat salvadoreño las nociones de “parir” y “hacer erupción” las expresa el mismo verbo “puni(a)”. Acaso, el vestido natural del recién nacido ‒la placenta (cihuâiyelli, “mujer-olor/mancha” en náhuatl) rojiza‒ no solo evoca la sangre bélica del combate por venir durante el exilio terrenal, fuere de la Matria. También exhibe un vínculo directo con la piedra incandescente, la lava, que viste la roca porosa en su origen, hasta que la circuncisión original despoja al recién nacido de su ropaje para que olvide el cráter del principio vital.

Figura 5. En el escudo que se hinchó de una masa... vio el día llamando a la guerra (Primeros memoriales, 276r), es decir, envuelto de la placenta roja como la sangre y la lava, atado a la Matria, inicia la vida misma.

Fuente: Códice Zouche-Nuttall, p. 28, British Museum, ADD.MSS 36671 (famsi.org).

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1 La lectura se inspira de Michel de Certeau, “La ficción de la historia. La escritura de Moisés y el monoteísmo”, en La escritura de la historia, 1975.

2 Véase: Matilde Elena López, “Oswaldo Escobar Velado y la generación del 44”, 1967: 105. Ella anota la estrecha correlación entre “el exilio” y el rescate de lo nacional,

3 Sergio Ramírez, Balcanes y volcanes, 1975: 307 y ss.

4 Hugo Lindo, Guaro y champaña, 1961.

5 P. Chartterjjee, Pensamiento nacionalista y mundo colonial, 1986.

6 Gavidia, Cuentos, 1986: 71-72.

7 Geoffroy Rivas, Los nietos del jaguar, 1977.

8 Lindo, Exigüidad de la novela salvadoreña, 1960: 12.

9 Masferrer, Estudios y Figuraciones sobre la vida de Jesús, 1971: 397-491.

10 Masferrer, 1971: 442-443.

11 Véase: Ernest R. Curtius, European Literature and the Latin Middle Ages, 1973: 183 y siguientes; una interpretación salvadoreña, podemos apreciarla en el óleo “Escuela bajo el amate (1939, 1943)” de Luis Alfredo Cáceres Madrid en el Museo Forma de San Salvador.

12 Los cuentos aparecen en el orden siguiente: “El arreo” (Ambrogi, 1961: 33-45), “La molienda” (Ambrogi, 1961: 67-87), “La sacadera” (Ambrogi, 1961: 109-126), “Las pescas del miércoles de ceniza” (Ambrogi, 1961: 127-139), “La muerte del rey moro” (Ambrogi, 1961: 141-161), “El rezo del santo” (Ambrogi, 1961: 191-212) y “El Bruno” (Ambrogi, 1961: 213-233).

13 E. R. Curtius, op. cit.

14 Rafael Gutiérrez Girardot, Modernismo. Supuestos históricos y culturales, 1988.

15 “La sacadera” (Ambrogi, 1961: 109-126), “La muerte del rey moro” (Ambrogi, 1961: 141-161) y “El chapulín” (Ambrogi, 1961: 177-190).

16 Ambrogi, 1961: 117.

17 Ambrogi, 1961: 147.

18 L. Gallegos Valdés, Panorama de la literatura salvadoreña, 1981: 193.

19 Miranda Ruano, 1929: 6.

20 Miranda Ruano, 1929: 79.

21 Excélsior, op. cit. y Salarrué, 1969: 213.

22 Salarrué, 1971: 19.

23 Salarrué, 1971: 119-127.

24 Véase el capítulo “La llama”, Salarrué, 1974: 125-137, el cual narra la encarnación del “fantasma” femenino en el encuentro carnal con “tu desnudez... mi vino delicioso”.

25 Ricardo Roque Baldovinos, “Nota introductoria” en Salarrué, 1999: 209 y Salarrué, 1999: 214 y 219.

26 Salarrué, 1974: 139.

27 Salarrué, 1974: 144.

28 Salarrué, 1974: 146.

29 Salarrué, 1974: 146 y 150.

30 Salarrué, 1974: 150.

31 Salarrué, 1974: 152.

32 Salarrué, 1974: 148 y 152.

33 Tampoco la historia literaria publica una antología de las actividades artísticas y literarias del año 1932, ya que falsificaría la tesis de una censura de prensa hacia los “héroes de la pluma”. La guía bibliográfica incompleta la recopila Juan Felipe Toruño: diecinueve revistas, seis libros y otras tantas obras de teatro (Revista de El Ateneo de El Salvador, Año XX, N.° 145, 1932: 101-106).

34 E. Ching, “In search of the party”, 1998.

35 Carlos Gregorio López Bernal, “Lecturas desde la derecha y la izquierda”, 2004, quien certifica su ausencia y para su reconstrucción, “(Pre)historia como vivencia” y “El concepto de -Kujkul (Gespenst)”.

36 Salarrué, 1945: 3-7.

37 Estrellas en el pozo (1973: 113-128) y Tierra de infancia (1974: 297-443 y 1987).

38 Lars, 1973: 118.

39 Lars, 1973: 120-121.

40 Lars, 1973: 121.

41 Lars, 1973: 121.

42 Lars, 1973: 121.

43 Lars, 1973: 126.

44 Lars, 1987: 44.

45 Lars, 1987: 151.

46 Lars, 1987: 161.

47 Lars, 1987: 200.

48 Lars, 1987: 190 y 211.

49 Lars, 1987: 221.

50 Lars, 1987: 44.

51 Lars, 1987: 45.

52 Lars, 1987: 181-184.

53 Lars, 1987: 184.

54 Lars, 1987: 80.

55 Lars: 1987: 203.

56 Lars, 1987: 204.

57 Espino, 1936: 81-82.

58 Espino, 1936: 21.

59 Espino, 1983: 184.

60 Espino, 1936: 13-14.

61 Véase: F. Escobar, 1989 en Espino, Jícaras tristes, 1989.

62 Nótese en Espino la confusión generacional entre lo biológico, la “raza” y la “sangre” como determinantes de lo cultural, sin distinción de etnias. Al hablar de “nuestra enorme corriente migratoria”, Excélsior. Revista Semanal Ilustrada (13 de julio de 1929) aplica ese mismo concepto racial a la migración salvadoreña hacia Honduras, a la vez que considera difícil la adaptación a los EE. UU., por la diferencia de “raza” y de “lengua”. En casi todos los autores reseñados esa idea sigue vigente hasta mediados del siglo XX.

63 M. A. Espino, 1976: 14.

64 M. A. Espino, 1976: 25.

65 M. A. Espino, 1976: 23.

66 M. A. Espino, 1976: 75.

67 M. A. Espino, 1976: 59.

68 M. A. Espino, 1976: 61.

69 N. Rodríguez Ruiz, 1986: 8.

70 N. Rodríguez Ruiz, 1986: 177.

71 N. Rodríguez Ruiz, 1986: 326.

72 Véase: R. Darío, Cantos, ¿1903?: 166; 1977: 91-92 y Sucre, 1985: 112-113) y las obras antes referidas.

73 R. Dalton, 1982a: 28.

74 R. Darío, ¿1903?: 166; 1977: 91.

75 R. Dalton, 1982: 37.

76 R. Dalton, 1982: 31-33.

77 Dejamos para otra ocasión desarrollar una tercera línea melódica de la novela testimonial (véase: Del dictado, 2007). Se trata de la importancia del “azar objetivo”, una de las nociones claves del surrealismo. Dicho concepto se halla presente tanto en el encuentro “fortuito” entre el testimoniante, Miguel Mármol, y el escritor, Roque Dalton, en un lujoso restaurante de Praga, así como en los innumerables sucesos inverosímiles (apariciones de Santos, de la Cihuanaba, del náhual de Quetzalcóatl, el venado, sueños premonitorios, etc.), gracias a los cuales Mármol pudo prolongar su vida por largos años. La consciencia que Dalton poseía sobre la necesidad de aplicar el surrealismo a la renovación del canon nacional se vuelve patente en Pobrecito poeta que era yo... (1982a: 129), al declarar que “los grandes idiotas salvadoreños [...] jamás leerán a los surrealistas porque Stalin dijo quién sabe qué”. Igualmente, sucede con la recreación cristo-marxista de Anastasio Aquino cuyos conceptos materialistas elementales remiten al catolicismo de Dalton: sacrificio de Cristo, Martirio, Resurrección, Esperanza, Hostia, etc. (véase: La ventana en el rostro, 1962: 76-87).

78 Véase: R. Lara-Martínez, Del dictado, 2007.

79 R. Dalton, 1982a: 9.

80 R. Dalton, 1982a: 9.

81 R. Dalton, 1963: 13.

82 Laplanche y Pontalis, 1973: 485-486.

83 En un sentido psicoanalítico, entendemos por id-entidad el id (= el ello; el inconsciente) de la entidad. Se trata del movimiento que explica que “todo aquello que es consciente fue inicialmente inconsciente”, separado de la entidad (Yo) por la barrera de la represión (Laplanche, 1976: 136). En este sentido, nuestra reflexión sobre la id-entidad literaria salvadoreña saca a relucir al otro (Tú), agazapado, reprimido al interior mismo de nos-Otros. Entre esas temáticas tabúes pueden mencionarse las dos siguientes: asimilación del náhuat al náhuatl y del ch’ortí’ y poqomam al maya-yucateco, así como silencio del lenca, desde el siglo XIX. Así lo demuestra la falta de manifiestos en lenguas indígenas para todas las revueltas que la historia social detalla hasta 1932, sin voz directa del agente histórico. Esta omisión la reitera la dimensión política de la sexualidad que ‒según la antigua noción de derecho de pernada‒ revela una amplia esfera de poder ligada a la triple distinción de clase, etnia y género. Según se dijo, el testimonio de la preñez y su fallo tiende a acallarlo la opinión masculina.

84 Tendencias, N.° 44, septiembre 1995: 1.

85 Véase también el trabajo de Alfredo López-Austin, Cuerpo humano e ideología (1980), el cual demuestra que el “cuerpo humano” no solo ofrece una entidad anatómica universal. En cambio, sirve de sustento a la expresión de conceptos abstractos, es decir, de una filosofía propia, tal cual el náhuatl y náhuat “macuil”, “cinco, mano-agarrar/tener-pasivo” o base aritmética, cuyo traslado al francés “maintenant, manteniendo” lo desvía hacia el “ahora”, unidad temporal presente.

86 R. Lara-Martínez, Baratta inspira a Dalton, 2021. Sin cita, Dalton recita los textos náhuat y las bombas populares que recopila Baratta. El avance de la crítica literaria a los estudios culturales suplanta el archivo histórico por las teorías contemporáneas a la moda. Sin historiografía, la más obvia idea de la historia la señala el título mismo del libro ‒el “Pulgarcito de América‒. Dalton le atribuye a la chilena Gabriela Mistral el ensayo que Julio Enrique Ávila publica en Cypactly. Revista de Variedades (N.° 140, agosto 25 de 1939). Las varias reproducciones de esta reseña nacionalista en libros anteriores sobre la literatura salvadoreña indica el reconocimiento pasado que debe olvidarse en nombre de las nuevas teorías.

87 Véase: “Opinión” de laprensagrafica.sv y diario.elmundo.sv, junio-septiembre de 2022, donde obviamente a los hombres les corresponde dictaminar la legalidad del aborto.

88 M. de Certeau, 1975: 321-322.

89 La consciencia más lúcida de esta marca indeleble la expresa Rodríguez Ruiz. En la soledad migratoria de la montaña, La Loncha “rasgó con movimiento febril el cordón... limpió cuidadosamente con su vestido el cuerpecito” (1986: 184). Jaraguá vivió desnudo hasta el día en el cual asumió su madurez y se vistió de hombre para volverse campisto.

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