letras

Revista Letras

EISSN: 2215-4094

Número 59 Enero-junio 2016

Páginas de la 13 a la 28 del documento impreso

Recibido: 26/3/2016 • Aceptado: 27/5/2016

URL: www.revistas.una.ac.cr/index.php/letras



Persistencia cuentística de Sergio Ramírez1

(Persistence of the Short Story in Sergio Ramírez)

Fernando Burgos Pérez2

University of Memphis, Estados Unidos

Resumen

Este estudio establece en primer lugar los factores estéticos por los cuales la extensa trayectoria de la obra cuentística de Sergio Ramírez ha constituido una aportación innovadora en las letras hispanoamericanas. Enseguida se procede a un análisis sociocultural del cuento «Charles Atlas también muere» concentrado en su crítica a la mercantilización del cuerpo humano. Esta aproximación dilucida sobre la función artística de constituyentes históricos y fetiches socioculturales así como sobre las fraudulentas redes engendradas por las manipulaciones de los símbolos del capital y su devenir espectral.

Abstract

This study discusses, in the first place, the artistic factors expounding the innovative contribution of the short story production by Sergio Ramírez in Latin America. The second part of this study is a sociocultural analysis of the story “Charles Atlas also dies” focusing on his critique of the commodification of the human body. This approach involves elucidating the artistic function of historical components and sociocultural fetishes as well as the fraudulent networks generated by the manipulations of the symbols of capital and its spectral becoming.

Palabras clave: Sergio Ramírez, cuento hispanoamericano, fetichismo, mercantilización, simulación fantasmagoría y espectralidad.

Keywords: Sergio Ramírez, Spanish-American short story, fetishism, commodification, simulation, phantasmagoria and spectrality.

El mismo año que se publicaba Rayuela, obra señera de la narrativa de vanguardia a nivel internacional y eje novelístico del fenómeno literario del boom en Hispanoamérica, Sergio Ramírez ingresaba en las letras de la América Hispana en 1963 con su primera colección de relatos, Cuentos3. A más de medio siglo de esta fecha, su obra cuentística despliega un imponente legado que lo sitúa como uno de los grandes maestros del cuento hispanoamericano y que torna bizantino discutir si su obra correspondería incluirla en un momento posterior al fenómeno literario del despegue mencionado anteriormente, especialmente frente al hecho de que tales pertenencias taxonómicas ya sean estrictas periodizaciones de desenvolvimientos literarios, o ajenas como en el caso de consideraciones de mercado —éxito de ventas, escritores convertidos en celebridades— no constituyen indicadores estéticos válidos que garanticen una calidad artística determinada. Cuando puntualizo la cuestión de clasificaciones subsiguientes a las del boom, me refiero a la de post-boom literario latinoamericano, utilizada en las dos últimas décadas del siglo veinte y canalizada en ensayos como los de Donald Shaw y Juan Manuel Marcos.

El distanciamiento temporal produce, además, otras perspectivas de valoración respecto de la grandeza y perdurabilidad artística de las obras creativas. Lo significativo es destacar que en la cuentística de Ramírez se reúnen las más variadas tradiciones y fuentes literarias, afirmación esta última con la que de ningún modo sugiero influencias. No estoy familiarizado con las lecturas formativas de Ramírez ni es algo que interesaría en este análisis ya que la formación intelectual de un artista implica una formidable red de lecturas y experiencias cuyo aprovechamiento en un tejido multivalente y personal es el que decidirá el ingenio, maestría y lo que de un modo relativo podría calificarse de original en la trayectoria de un escritor.

He leído la cuentística de Ramírez en varias fases de mi labor crítica y en los primeros encuentros con su obra ya podía advertir un aspecto que me pareció sumamente fascinante. Una sensación de estar involucrado en los universos narrativos de sus cuentos como un personaje más de estos textos, tal vez siendo el vecino o familiar de ese protagonista a quien yo observaba con preocupación e interés, acompañando así desde dentro el desenvolvimiento de la materia narrativa. Me sentía consiguientemente en el centro de una narración admirable que generaba el poder de absorber a quien la leía como si este lector que era yo mismo fuese más bien parte del público de una obra teatral que buscaba incorporar activamente a su audiencia, conectándola emocional e intelectualmente no con lo que la línea narrativa mostraba en un nivel anecdótico sino con lo que sugería en un nivel de reflexión.

En otros términos, ese lector que había dejado de ser el crítico no se había cautivado por averiguar qué era lo siguiente que le iba a suceder a un personaje determinado, o cómo se resolvería todo hacia el final del cuento sino precisamente por aquello que yo debía de asimilar y hacerlo parte de mí introspectivamente antes de que se concluyera cuestión alguna. Recuerdo, por ejemplo, haber deseado quedarme sentado en las gradas del estadio vacío junto al padre que observa jugar al hijo en «Juego perfecto». Acongojado con los altibajos de euforia y angustia de un ser tan cercano a uno para quien la vida es luz y tinieblas, sueños de éxito e imposición de la cruda y banal realidad de lo cotidiano, un espacio en el que la travesía de la existencia es sostenida por el hilo de una frágil ilusión. Llegué también a anhelar que el protagonista peruano de «Vallejo», quien en un comienzo fastidia al escritor y narrador del texto, no abandonase jamás el cuento porque yo necesitaba conversar y acercarme a él aunque sólo fuese para entender de un modo íntimo y personal por qué había dado ese primer timbrazo en el apartamento de quien se proponía terminar una novela, más allá, ciertamente, de cualquier lógica garantizada por su explicación narrativa. Recuerdo, asimismo, haber armado mentalmente un puente narrativo entre los cuentos «Gran Hotel», «Perdón y olvido», «La viuda Carlota», «Catalina y Catalina», «Kalimán el magnífico y la pérfida Mesalina», acicateado posiblemente por una corriente refulgente de tristeza alojada en los rincones inhóspitos de estos textos y que al mismo tiempo provocaban en mí su relectura enlazada que llevaba a un principio de goce de la naturaleza humana. Desde allí me imaginaba que esa totalidad se fusionaría por entero para desembocar en un final incierto aunque deslumbrante de erotismo.

Fue la espontánea invitación del autor de Margarita, está linda la mar a esta experiencia personal de lectura la que me llevó a reflexionar que en una revisión amplia de los cuentos de Ramírez se percibían algunos elementos de tecnificación y estéticos de grandes cultivadores del cuento de todos los tiempos. Entre los que para mí llegaban de ese rico pozo que contiene la narrativa breve de Ramírez destacaban el esplendor en el propio dominio del contar de Las mil y una noches; la portentosa ironía de Augusto Monterroso, Juan José Arreola, Armonía Somers, y Augusto Roa Bastos; el trazo sinigual de personajes cuya existencia es insignificante y por lo mismo materia artística de Juan Rulfo; la desenvoltura con la que es posible hacer desaparecer la trama del cuento o colocarla en el trasfondo y desde allí hacer surgir los significantes de una historia de Katherine Mansfield, Felisberto Hernández, y Antonio Benítez Rojo; el dominio excelso de la tensión narrativa y conjuntamente la inmersión en extraños espacios físicos y síquicos de Horacio Quiroga y Julio Cortázar; el magnífico poder de Ernest Hemingway para ingresar en el alma humana sin titubeos; la intensidad de la inscripción sociocultural y política de Esteban Echeverría, Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, Baldomero Lillo, Roberto Arlt, Mario Monteforte Toledo, Sylvia Lago, Hernando Téllez, y Julio Ramón Ribeyro; la crítica social e histórica junto con la creación de espacios existencialistas de Kafka, Teresa de la Parra, Luisa Mercedes Levinson, José Luis González y José Revueltas; la crítica de las justificaciones históricas de Alejo Carpentier; la aparente facilidad con que Chéjov revela sentimientos humanos que en la superficie son comunes, pero que en realidad conducen a profundas obsesiones; los inquietantes y expansivos referentes paratextuales de Lugones y Borges; la necesidad de innovar en el género y de ocupar diversos planos sociales e individuales simultáneamente de Dublineses de Joyce; los enigmas abiertos por la caracterización psicológica en los personajes de Salinger.

Por otra parte, en la misma lectura cabal de la obra cuentística de Ramírez apreciaba que en realidad ésta reunía todas las perspectivas anotadas de esos grandes narradores sin quedarse en ninguna de ellas en particular y proyectando al mismo tiempo visiones artísticas específicas del narrador nicaragüense, lo cual es el primer paso para aproximarse al escurridizo acabado de lo original en el arte. Consecuentemente, esta obra había creado para mí su propia huella, dejando en claro que al leer a Ramírez estaba leyendo a Ramírez, un escritor enraizado en la experiencia histórica y social centroamericana y al mismo tiempo a un creador indudablemente universal.

En este ensayo me centro en el tema del engaño en cuanto trasfondo del desarrollo y auge de las sociedades modernas. El corpus de los cuentos que puede examinarse al respecto es mucho más amplio del texto aquí escogido cuya selección en este trabajo está claramente influida por lo que Mario Benedetti apuntaba en el prólogo a Cuentos completos, publicado en 1996: «No obstante, tres de las historias más extensas del volumen son las que sitúan a Sergio Ramírez en el mejor nivel de la cuentística hispanoamericana» (14). El escritor uruguayo se refería a los cuentos «Charles Atlas también muere», «A Jackie, con nuestro corazón», y «Vallejo». Considerando lo que he sostenido anteriormente, reafirmo que el estatus alcanzado por Ramírez de acabada maestría del relato breve a nivel internacional se reparte en el total de su obra cuentística, es decir, no se trata de que la sofisticación narrativa corresponda principalmente a tres cuentos, pero naturalmente cada lector cuenta con sus preferencias y Benedetti como escritor no perdió de vista la eficacia narrativa con la que se habían realizado estos tres relatos.

En 1991 escribí lo siguiente sobre «Charles Atlas también muere»:

El cuento aquí transcrito trabaja con la materia de los mitos culturales rápidamente exportados hacia medios que los absorben a través de artificios y peripecias creados por subculturas sin capacidad crítica. Ramírez viaja hacia la formación del mito; con un magnífico ejercicio de la ironía levanta capa tras capa los espejos de los engaños, las actitudes narcisistas, las ilusiones individualistas del súper-yo4.

Una idea que expando ahora mediante un análisis implica dilucidar la función artística de estamentos históricos y fetiches socioculturales, lo cual supone fundamentar los significantes de estos dos contextos esenciales y claramente vinculados en el funcionamiento crítico del cuento. En esta postulación discurro también sobre la utilización de la parodia —procesos burlescos de codificación y decodificación de la producción y reproducción de la mercancía— como dispositivo conjetural respecto a los alcances metatextuales del relato.

Ha sido un distintivo particular de toda etapa histórica diseñar sus propios estándares de optimización de los cuerpos femeninos y masculinos. Sin embargo, las épocas que siguieron a la revolución industrial —incluido su segundo período de expansión que situaría el total de su desarrollo entre 1760 y 1870— añadirían un factor peculiar a los ideales del cuerpo. En el avance de la modernización urbana —con posterioridad a 1870— que implica nuevas prácticas de mercadeo, y el auge de la globalización de los siglos veinte y veintiuno, la utilización pública del cuerpo humano saldría de su confinamiento en los lienzos de la pintura, el tallado de la escultura, su retrato de frescos, murales, y de la descripción literaria. Adquiriría, así, una autonomía particular de tasación y de rápido intercambio de una parte, y de otra como instalación de íconos de belleza o perfección física omnipresentes en todos los medios disponibles de comunicación masiva desde las revistas, periódicos, el cine y la televisión hasta los carteles de publicidad, letreros luminosos, todo tipo de comerciales, y la red informática mundial. Lógicamente una y otra instancias estarían completamente ligadas por un hecho fundamental. En esta nueva fase de la modernización el cuerpo había devenido un valor de cambio cuya apreciación monetaria en el mercado no difería del de ningún otro producto de consumo mercantil.

Tal es el primer contexto en el que se inscribe el cuento de Ramírez. La historia del italiano Angelo Siciliano quien, como cualquier otro inmigrante europeo de fines del siglo diecinueve y primera mitad del veinte, desde su desembarco en la isla Ellis llega a Nueva York con la idea de realizar el sueño en la tierra de las oportunidades. En realidad, y paradojalmente, en su caso, se trata de una utopía pragmática más que de un sueño, la cual Angelo asimila perfectamente con su integración al modelo económico imperante y que le permite el hacer de su propio cuerpo una industria. La manufacturación del fisicoculturismo y su transformación corporativa necesitarán ciertamente de todos los códigos que hacen un producto no sólo vendible sino que también creado como auténtica necesidad. Esto último supone una maquinaria de manipulaciones por la cual el producto se presente de modo irresistible para el consumidor potencial.

Es el comienzo de las simulaciones. Angelo converge en Charles (un nombre inglés y fácil de pronunciar). Siciliano deviene Atlas (el coloso de la mitología griega). El flujo del producto pasa a ser ahora su mercantilización: para tener un cuerpo como Charles Atlas se sigue un fácil curso de correspondencia que no requiere de gimnasios ni de máquinas especiales en casa (esto último eliminaría un número alto de la clientela). Comercialmente, por lo tanto, el producto que en este caso es un ser humano no puede ser una entelequia. Se requiere de su concreción, de su entrega humana. Benjamin dice al respecto: «Representar a los hombres de un modo verdaderamente tangible, ¿no significa hacer nacer en ellos nuestro recuerdo?»5. Así desaparece la corporación que está detrás de ello y la mercancía que se adquiere proviene de un ser humano con quien la identificación es posible. La mercantilización se asiste a su vez con publicidad. Es decir que aparte de tener un cuerpo musculoso es preciso activar otros resortes de venta que apelen a la mentalidad del ego masculino.

Estos artilugios son fáciles de encontrar, entre ellos la fabricación de un alfeñique que pasea con su novia por la playa, quien es intimidado por un fornido bravucón. Cuando el joven enclenque no responde, debe escuchar la recriminación de su novia. Después del curso, el alfeñique es un Charles Atlas que contesta a cualquier agresión. Esta publicidad en el formato de la tira cómica, enmarcada, además, como una historia real del mismo autor de su producto de venta es aun mucho más eficaz en vistas a la construcción de una necesidad a instalarse principalmente en la psiquis del joven adolescente y del hombre maduro cuya imagen física de fuerza le afirma —alienadamente, por supuesto— el don de la conquista, el sentido de superioridad, el aplauso y posición sociales. Una vez que el fetiche mercantil despliega todo el poder de su imperativo de consumo, es prácticamente imposible disuadir al comprador de lo contrario. Aquí se llega a otro umbral en el que lo que comienza a circular es en realidad el reflejo de una fantasmagoría. Después de todo, las relaciones entre las últimas etapas de la modernización con el capitalismo y el neocapitalismo son claras como también la vinculación que Benjamin hizo entre fantasmagoría y modernidad: «El mundo dominado por sus fantasmagorías es —para servirnos de una expresión de Baudelaire— la modernidad»6.

El cuento de Ramírez ingresa en las redes de esa fantasmagoría, mas para ingresar críticamente y dilucidar los tejidos de ese espejismo no necesita crear héroes ni vencedores. Mucho menos atribuirle a la literatura una misión redentora. Esquiva el siguiente escenario: un intrépido protagonista nicaragüense que en su viaje a Nueva York y visita a la oficina central de Charles Atlas revela gloriosamente las vertientes deshonestas del capitalismo. En los textos de Ramírez, la desconfianza hacia la creación de héroes establece tanto la dimensión política de su obra como su capacidad de artista de visualizar en todos los frentes posibles el carácter humano. El cuento empieza por lo tanto como una revuelta hacia todo maniqueísmo, eliminando la posibilidad de plasmarse como la metáfora del país colonizado dotado de pureza ética que revela la corrupción moral del país colonizador. Tampoco se opta por plasmar una imagen maniquea y falsa de la bondad de quien compra versus la perversidad de quien vende.

El protagonista que viaja a Nueva York para conocer personalmente a Charles Atlas en los años veinte del siglo pasado es un telegrafista del pueblo de San Fernando en Nicaragua. Son los años de la lucha del líder revolucionario Augusto César Sandino contra la ocupación militar norteamericana. Este entorno histórico es el segundo contexto clave del cuento. Los mensajes entre Sandino y el capitán Hatfield de la infantería de marina de Estados Unidos están a cargo precisamente de ese telegrafista, colaborador de las fuerzas militares que han invadido su país, amigo, por tanto, del capitán de la marina, y principalmente delator a través de una confección de listas de los vecinos simpatizantes de Sandino. Es en una de las revistas al estilo Playboy que le regala Hatfield como compensación por sus servicios de informante donde el telegrafista ve por primera vez la publicidad de un joven débil y timorato que gracias al método de tensión dinámica se trasforma en un hombre musculoso y seguro de sí mismo. Las continuas denuncias que él hace de sus vecinos le aseguran el pago del curso de Atlas y las vías para imitarlo.

Lo último que acabo de señalar constituye asimismo el dilema narrativo: ¿quién estará encargado de descubrir que lo único real de todo lo que significa el cuerpo Charles Atlas es la corporación que hay por detrás mercadeando un producto? La respuesta en principio perturba. Se le encomendará a quien justamente es desconcertante comisionarle gestión alguna: no sólo un delator sino que también una imitación local del mito. Que el narrador sea un remedo es, además, parte integral de la narración. En el telegrafista nicaragüense —cuyo presente textual es el de un envejecido narrador— se inscribe la misma evolución de Siciliano.

La experiencia vergonzosa de su falta de masculinidad frente a la novia:

Desde muy niño había sufrido por el hecho de ser un pobre enclenque. Recuerdo que una vez paseando por la plaza de San Fernando con mi novia después de misa —tenía yo 15— años dos tipos grandes y fuertes pasaron junto a nosotros y me miraron con burla; uno de ellos se regresó y con el pie me lanzó arena a los ojos. Ethel, mi novia, me preguntó: ¿por qué dejaste que hicieran eso?7

La superación de su debilidad luego del curso de fisicoculturismo y el origen de su nuevo nombre:

Hacía apenas cuatro años que el grandulón había lanzado arena a mis ojos y yo ya me sentía otro. Un día Ethel me señaló en una revista la foto de una estatua del dios mitológico Atlas; mirá, me dijo, si es igualito a vos. Entonces supe que iba por el camino correcto y que alcanzaría mis ambiciones8.

Las proezas de su fuerza ostentadas socialmente:

Ya era un hombre nuevo, con bíceps de acero y capaz de una hazaña como la que realicé en Managua, la capital, el día que el Capitán Hatfield USMC me llevó allá para que diera una demostración de mi fuerza: jalé por un trecho de doscientos metros un vagón del ferrocarril del pacífico cargado de coristas, vestido solamente con una calzoneta de piel de tigre. Allí estaban presenciando el acto el propio Presidente Moncada, el ministro americano Mr. Hanna y el comandante de los marinos en Nicaragua Coronel Friedmann USMC9.

En la progresiva construcción del facsímil de Charles Atlas irrumpe el registro de la historia como se puede apreciar en la última cita. Es una acometida violenta puesto que Charles Atlas no es celebrado por los ciudadanos de Nueva York sino que —aparte del presidente nicaragüense— por dos representantes de país que ha ocupado Nicaragua. Esto no es un detalle sino el significante por el cual el cuento sustancia su función política. En El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Marx acepta la idea hegeliana de que la Historia se repite pero corrige un olvido fundamental de Hegel, es decir que cuando esto ocurre —indica Marx— la primera vez es tragedia, pero la segunda farsa, clarificando, además, que «El ser humano hace su propia historia, pero no la hace a su libre arbitrio, bajo condiciones elegidas por él mismo sino por aquéllas en las que se encuentra y que están a su alcance»10. El calco local de Angelo Siciliano, es decir, el telegrafista delator de San Fernando replica de una manera bufona su conversión en Charles Atlas toda vez que su devenir Atlas ha sido facilitado por su labor de informante, y culpable, en consecuencia, de la Historia trágica que celebra sus hazañas. Entre Angelo y el telegrafista se desenvuelve el grotesco de una Historia impuesta. Por ello, Ramírez no necesita de héroes para narrar el cuento porque en las farsas no es necesario. De allí también que se haga necesario que sea este remedo caricaturesco de Charle Atlas el que viaje a Nueva York para revelar no sólo la fantasmagoría mercantil de su mentor sino que también su propia máscara: su vida, aparente éxito, envejecimiento y muerte.

Rolf Tiedemann, a quien debemos la publicación de la obra inconclusa de Benjamin, señala lo siguiente, reflexionando sobre las ideas del pensador alemán:

Fantasmagórico es «el brillo del que se rodea la sociedad productora de mercancías», un brillo que parece estar no menos en conexión con la «bella apariencia» de la estética idealista que con el carácter fetichista de la mercancía. Fantasmagorías son las «imágenes mágicas del siglo», ellas son las «imágenes desiderativas» del colectivo, mediante las que éste busca «tanto superar como transfigurar la inmadurez del producto social y las carencias del orden social de producción». Antes que nada, la función de la fantasmagoría parece ser de carácter transfigurador: las exposiciones universales transfiguran el valor de cambio de la mercancía dejando en la sombra el carácter abstracto de sus determinaciones de valor; el coleccionista transfigura las cosas al despojarlas de su carácter mercantil. (Libro de los pasajes 22)

Dos cuestiones significativas se desprenden de esta cita en conexión con mi enfoque sobre el cuento del escritor nicaragüense. En el viaje que el telegrafista hace a Nueva York para conocer personalmente a Charles Atlas se produce en un nivel supratextual —es decir de una lectura crítica que duda de las lecturas que el original y el calco hacen de sus vidas— una visión íntima sobre los laberínticos pasos a través de los cuales un producto desarrolla su fijación fetiche, llenando así los espacios de carencia de los diversos órdenes sociales. Igualmente significativo es entender que estos fetiches transformados en fantasmagorías tienen un poder transfigurador por el cual se hace prácticamente invisible su operatividad mercantil, especialmente, el hecho de presentarse como necesidades sin que realmente lo sean.

En consonancia con esta perspectiva analítica, el viaje a Nueva York emprendido por el telegrafista nicaragüense —convertido el mismo en un Charles Atlas provinciano— para conocer al verdadero Charles Atlas universal, no tiene el propósito de exaltar el original y denigrar la copia que se ha hecho de él puesto que el original es también un fraude engendrado por manipulaciones de cálculo económico, una expresión de lo que los símbolos del capital son capaces de producir aun cuando esa creación no sea otra cosa que una fórmula espectral. Quizás sea la persistencia de los binarismos de percepción cultural la que lleva a depender de distinciones tales como engaño y verdad al punto de que en realidad sea posible aceptar irrefutablemente que allí donde se cree encontrar el árbol de la verdad desaparece el engaño. Novalis notó dos cuestiones significativas al respecto. Primero que «la distinción entre engaño y verdad se encuentra en la diferencia en sus funciones de vida»11. Segundo, que «el engaño vive en la verdad»12. Esto le lleva a asociar el engaño a una enfermedad, cuestión que se haría evidente cuando se intenta desmantelar lo engañoso, punto en que para el escritor alemán «el engaño no sería otra cosa sino una lógica inflamación o su extinción» (24). La imagen de enfermedad fisiológica como metáfora de malestar social da énfasis a la idea de que lo engañoso yace escondido en el cuerpo de la verdad y que lo efectivamente falaz consistiría en suponer que son dos vertientes que fluyen separadamente.

El facsímil Atlas en el que ha devenido el telegrafista es una reproducción posible en cuanto se le incluye y se le relaciona al original. Vive dentro de él y depende de él por lo cual ni siquiera alcanza a ser un engaño dentro de una verdad —en la relación que hace Novalis— sino un fraude dentro de otro fraude. Su valoración, por lo demás, es viable sólo en la medida que exista un original y que este último pueda aún tasarse como mercancía. El calco, por tanto, no tiene otra existencia real que aquella otorgada por su comparación con la celebridad de un inmigrante pobre que ha triunfado en Nueva York. El original, a su vez, ha dejado de ser Angelo Siciliano para convertirse en un producto mercadeable que debe rodearse de sus propios mitos y fantasmagorías.

En estas intersecciones fantasmáticas, la diferenciación entre lo verdadero y lo ilusorio se ha hecho borrosa, perdiendo sentido. Por otra parte, el encuentro entre el calco y su original ocurre en el estado final de destrucción de este último: «Cuando en 1843 gané el título del hombre más perfectamente formado del mundo...en Chicago... —dijo, pero la voz se transformó en una sucesión de lastimeros silbidos y por un largo rato calló»13. Un Charles Atlas moribundo por un cáncer a la mandíbula es además un espectáculo grotesco y fantasmal al que asiste su copia, el telegrafista, a quien el propio original que agoniza y se desintegra le va revelando que lo que el Charles Atlas nicaragüense sentía como una historia personal y única, por ejemplo, su nombre Atlas basado en la estatua, el arrastrar a un vagón lleno de coristas no es realmente su historia sino que la fabricación del calco.

Repasando su pasado desde la cama donde agoniza, Charles Atlas indica: «Estudié la estatua y pensé: bueno, un nombre como el mío no es muy popular aquí, hay mucho prejuicio. ¿Por qué no habré de llamarme Atlas? Y también cambié el Angelino por Charles. Después vino la gloria. Recuerdo el día que arrastré un vagón lleno de coristas, por... doscientos metros»14. El telegrafista, sumamente sorprendido, balbucea pensando que las palabras que acaba de escuchar le están despojando de su propia versión de Atlas: «Caramba —exclamo yo—, tal como... pero la voz meticulosa y eterna, sigue su curso»15. Negar la versión original de la cual se ha engendrado la suya intentando escamotear al Charles Atlas neoyorquino significaría escamotearse a sí mismo. El telegrafista nicaragüense debe, así, seguir escuchando que él no es un original y permanecer en ese extraño espacio donde el mito Atlas yace esperando su muerte:

...veo a la enfermera accionando un cordón arriba de la cama y a Charles Atlas de espaldas en el suelo, completamente desnudo y cubierto de sangre, el aparato desprendido de su mandíbula...veo a la enfermera gritando: fue demasiado el esfuerzo, por Dios, no resistió una pose más, y muchos hombres que levantan el cuerpo para depositarlo en una camilla, sacada rápidamente de la habitación16.

En este punto, el flujo narrativo del cuento está dirigido a la provocación de una doble duda. ¿Se puede confiar de la versión proveniente de una entidad que es una imitación? O quizás recelar de ello entendiendo que lo que se expone aquí en realidad es el hecho de que en la constitución del Charles Atlas telegrafista no hay Historia sino una burda repetición, una entelequia, una completa farsa. Por otra parte, ¿se puede depositar confianza alguna en una versión del Atlas original? O tal vez sospechar de ello a sabiendas de que en él se encarna la transfiguración de una realidad inventada y mitificada para su mercadeo. En la apertura de esas dudas y en sus posibles lecturas se encuentra un significativo fundamento estético del cuento.

La muerte de Charles Atlas es necesaria por cuanto «el capital es en realidad un cuerpo sin órganos»17 como indican Deleuze y Guattari. El viaje a Nueva York de la copia-Charles Atlas no tiene el propósito de una revelación puesto que este «personaje» es sólo la emanación de un flujo de su producción original, un símbolo de la abstracción que implica la creación y distribución de efectos cuya oferta y demanda va más allá de las necesidades humanas para instalarse como un exceso del potencial narcisista que se encuentra en todo individuo. Es una abstracción cuyo capital es generado desde el conocimiento íntimo de la psiquis humana.

Conocer al Charles Atlas «verdadero» no es develar en este cuento sino decodificar el culto de su abstracción, es decir el flujo de su devenir capital. Deleuze y Guattari sostienen que la decodificación de deseos y los deseos de decodificación necesitan de un encuentro témporo-espacial para hacer posible la producción de una máquina deseante, de una tecnificación sociocultural de capital: «Es por ello que el capitalismo y su irrupción se definen no sólo por la decodificación de flujos sino que por la decodificación generalizada de flujos, la nueva deterritorialización masiva, la conjunción de flujos deterritorializados»18.

La nostalgia del telegrafista —«Ahora en mi ancianidad, al escribir esta líneas, me cuesta trabajo creer que Charles Atlas no vive y no sería capaz de desilusionar a los muchachos que todos los días le escribe, solicitando informes sobre sus lecciones, atraídos por su figura colosal, su rostro sonriente y lleno de confianza»19— apunta precisamente al incontrolable flujo emitido por la máquina de signos de consumo. Es decir, entre la muerte del Charles Atlas «real» y el envejecimiento del Charles Atlas que ha imitado a esta supuesta realidad y quien también eventualmente va a morir, media una disolución de lo tangible completamente imprescindible y que por la misma razón permite la continua e indefinida producción del signo cuya demanda es también permanentemente alimentada en la misma maquinaria de simulaciones.


1 Recibido: 26 de marzo de 2016; aceptado: 27 de mayo de 2016.

2 Correo electrónico: fburgos@memphis.edu

3 Sergio Ramírez, Cuentos (Nicaragua: Editorial Nicaragüense, 1963). Incluyó los siguientes diez cuentos: «El cobarde », «El estudiante», «La tarjeta», «Al rescate», «Félis Concóloris», «El hallazgo». «Tumulto». «Los graneros del Rey», «La banda del presidente» y «El poder».

4 Fernando Burgos, Antología del cuento hispanoamericano (México: Porrúa, 1991) 763.

5 Walter Benjamin, Libro de los pasajes, Edición de Rolf Tiedemann. Traducción de Luis Fernández Castañeda, Isidro Herrera, y Fernando Guerrero (Madrid: Ediciones Akal, 2007) 842.

6 Benjamin, 63.

7 Sergio Ramírez, Cuentos completos (México: Alfaguara, 1996) 124.

8 Sergio Ramírez, 125.

9 Sergio Ramírez, 125.

10 Karl Marx, The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte. Traducción al inglés de Daniel de León. Mi traducción al español. (Chicago: Charles H. Kerr & Company, 1907) 5.

11 Novalis, Philosophical Writings. Traducción y edición de Margaret Mahony Stoljar. Mi traducción al español. (New York: State University of New York Press, 1997) 24.

12 Novalis, 24.

13 Sergio Ramírez, 134.

14 Sergio Ramírez, 134.

15 Sergio Ramírez, 134.

16 Sergio Ramírez, 135.

17 Gilles Deleuze y Félix Guattari, Anti-Oedipus. Capitalism and Schizophrenia. Traducción del francés de Robert Hurley, Mark Seem, y Helen R. Lane. Mi traducción al español (Minneapolis, MN: University of Minnesota Press, 1983) 10.

18 Gilles Deleuze y Félix Guattari, 224.

19 Sergio Ramírez, 135.


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