ISSN: 1405-0234 • e-ISSN: 2215-4078
Vol. 11 (2), julio – diciembre, 2023
Licencia: CC BY NC SA 4.0

Presentación General


Ocurrió lo que, en el año 1990 se acabó el régimen de Pinochet, parecía imposible: Chile llegó a cincuenta años del Golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende, con la misma Constitución impuesta por la dictadura en el año 1982. Lenta, muy lentamente, han girado los enmohecidos engranajes de la historia contemporánea en Chile. Medio siglo ha transcurrido y una buena parte del legado de la dictadura se mantiene incólume, no solo en cuanto a la Carta Magna del país, sino, especialmente, en lo tocante al modelo económico neoliberal, impuesto a sangre y fuego en el país sureño. En los primeros años de la dictadura, un número significativo de intelectuales, artistas, científicos y académicos chilenos encontraron generoso refugio en Costa Rica. De ese contingente, muchos se incorporaron a la naciente Universidad Nacional de Costa Rica, y pudieron así participar en la gran empresa de crear la Universidad Necesaria, definida de este modo por el presbítero Benjamín Núñez, quien seguía la inspiración y el sueño del gran intelectual brasileño Darcy Ribeiro.

Así, la UNA y Chile, y los largos años que han corrido desde 1973 hasta el presente, impulsaron ambas entidades en direcciones casi simétricamente opuestas: mientras la primera se consolidaba como una institución de educación superior, cuya misión es favorecer a sectores sociales históricamente desfavorecidos, la otra, el lejano país del sur no ha dejado de moverse hacia la consolidación de un sistema de vida colectivo cada vez más desigual y más al servicio de minorías privilegiadas. Dos modelos, dos caminos, dos destinos entrecruzados. Es como una parábola de la América Latina de hoy: nuestra región se mueve al compás de un ominoso péndulo que oscila entre la falsa puerta del fascismo y la esperanza siempre trunca de construir un presente de justicia y libertad.

Y qué puede decir el nuevo humanismo sobre la encrucijada actual en nuestra región? Mucho, en realidad, pero depende de lo que llamemos nuevo humanismo. Si, por ello, entendemos lo que la larga e intermitente historia de la praxis (unión de teoría y práctica) humanista desde la Grecia clásica en el siglo V antes de nuestra era hasta hoy nos revela en retrospectiva, debemos concluir que el nuevo humanismo debiera ser una proposición transversal y universal para la emancipación plena de la humanidad en este siglo tan convulso y peligroso, en que nos desenvolvemos en la actualidad. La reivindicación de la capacidad innata del ser humano para autoemanciparse y no depender de un orden divino y sobrenatural para regir los destinos de la humanidad es la idea cardinal que los sofistas griegos del siglo V antes de nuestra era impulsaron durante la Edad de Oro de Pericles.

Por primera vez, se definía explícitamente en un discurso ético filosófico que el ser humano es la medida de todas las cosas, colocando a nuestra especie en el centro de nuestro destino y derrotero histórico, y no a seres divinos gobernando a su antojo nuestra existencia colectiva e individual. Era un giro cultural e intelectual de 180 grados y que apuntaba en una dirección perfectamente contraria a la que hasta ese momento la mayoría de las civilizaciones y sociedades humanas habían planteado como una verdad incuestionable: los humanos somos una criatura de origen divino y regida por esas mismas fuerzas sobrenaturales que nos habían creado. Era para los griegos de hace dos mil quinientos años, y aún lo es para muchos, una creencia central de sus vidas. Sin embargo, el humanismo germinal de los filósofos griegos clásicos le dio un giro completamente opuesto y novedoso a tal noción, advirtiendo que los dioses podían estar tranquilos, pues no pretendían negarlos, ya que ello era irrelevante para lo que estaban planteando: estamos dotados de razón y volición autónoma, ergo, podemos asumir nosotros mismos nuestros propios asuntos humanos. Y agregaban, que el solo hecho de poder formular esta idea, es prueba suficiente de lo que estamos afirmando. Pensamos, luego existimos; tenemos voluntad propia, luego actuamos; poseemos consciencia propia, luego nos autoidentificamos; tenemos naturaleza humana, luego somos humanistas. Siguiendo a Sartre, ese humanista del siglo XX, aunque Dios existiera nada cambiaría. Al final de cuentas, para bien o para mal, todo dependerá únicamente de nosotros mismos, de las interacciones con otros seres humanos y quizá también de eso que llamamos la fortuna o la suerte.

Ahora, estamos inmersos en este maelström que conocemos como el siglo XXI, mientras la crisis del cambio climático global sigue su curso casi imperturbable hacia nuestra posible extinción como especie biológica o, al menos, dotada de una vida social compleja y civilizada. Para cualquiera que se tome unos minutos para buscar en Google, podrá encontrar un listado de las 100 empresas que generan el 70% de los gases de efecto invernadero que nos están llevando a un eventual holocausto. Sorprende leer que muchas de las mayores empresas más contaminantes son de propiedad estatal. Los neoliberales y apologistas de diversos pelajes del capitalismo han sido rápidos en ufanarse, levantando su dedito flamígero: “Ven señores, no es el capitalismo, no son las corporaciones privadas, sino las públicas las que nos está conduciendo a nuestra autodestrucción”. Y con este argumento parecen exonerar al capitalismo del peligro que se nos avecina, señalando de paso que es el Estado, ese viejo Leviatán de Hobbes, la bestia que debe ser domada y reducida a su mínima expresión. Adiós subsidios populares, adiós Estado benefactor, adiós populismo progresista, adiós educación universal gratuita, adiós salud pública, adiós todo altruismo y solidaridad, bienvenidos otra vez a la ley de la selva, al triunfo descarnado del más fuerte, al mundo feliz del capitalismo químicamente puro.

Pero todo ello es fútil. Las empresas públicas no funcionan en un vacío ahistórico, en una suerte de limbo que se sustrae de las poderosas realidades del sistema económico hegemónico en el nivel global. Nada escapa desde el ángulo económico a los infinitos tentáculos del sistema capitalista. Incluso, las formas residuales de formas de trueque, intercambio de dones, economías de subsistencia campesina, en fin, el sistema de mano vuelta sin salario, las mingas; todos los modos de producción e intercambio material de bienes que todavía se sostienen a duras penas en el mare-magnum capitalista están, de una forma u otra, severamente constreñidas e impactadas por esta subsunción. Entonces, ¿qué se podría esperar de formas de socialización estatal, ubicadas en el centro neurálgico de economías nacionales completamente dominadas y condicionadas por los imperativos del capital? ¿Cómo podrían subsistir y ser viables las empresas estatales de hidrocarburos de México o China, por ejemplo, sin generar utilidades? Lo pueden hacer solo si son subsidiadas por el erario, lo que, de ninguna manera, podrá ser duradero en una empresa que genera hidrocarburos o los mercadea, dado que esa industria energética es una de las más regidas por el mercado, por ende, son empresas funcionales al capitalismo y operan dentro y para él. Su carácter público no las exime —a diferencia de otras ramas, cuyo fin principal es teóricamente el de servir al bien común, como la salud, educación y servicios básicos— de la imperiosa necesidad de ser autosustentables y generar ingresos para el Estado. Y si no lo logran, a veces, por sabotaje intencional por parte de las elites neoliberales, serán vendidas al mejor postor, como ocurrió, por ejemplo, en México con buena parte del lucrativo sector energético. De modo que todo subterfugio neoliberal para hacer apología del capitalismo privado más agresivo, en detrimento de cualquier forma de socialización parcial, nunca será suficiente para declarar al capitalismo como un sistema económico que puede ser “verde” y, cuya responsabilidad en la debacle ambiental que vive la humanidad en el presente, puede ser relativizada y, en último término, vaporizada con seudo racionalizaciones convenientes. Claro que, a fortiori, el capitalismo y sus actores principales, nunca pararán en mientes para seguir adelante con la persecución incesante de la maximización de la ganancia y la acumulación de capital.

El sociólogo clásico alemán Webber escribió que el estudioso de la sociedad nunca debía cesar de estar asombrado con el curso de los acontecimientos. Cuando ya pensábamos que la guerra en Ucrania y su significado ominoso dentro de la crisis de hegemonía en el nivel planetario marcaba un hito insuperable por sus implicaciones para nuestra vida colectiva global, se desencadena una nueva y muy peligrosa explosión bélica en el Medio Oriente. Esta vez no se trata de las cruentas incursiones neocoloniales de EE.UU. y sus vasallos de la OTAN, en países estratégicos por su petróleo y ubicación geopolítica, sino de un nuevo episodio de la lucha incesante del pueblo palestino por ser libre, soberano y autónomo en su propia tierra ancestral y de las brutales acciones de Hamás, una rama de su frente de resistencia y las atroces represalias israelíes contra una población civil desarmada, indefensa y compuesta casi en un 50% por infantes completamente inocentes. Las imágenes que nos llegan de ese holocausto dejarán una huella indeleble en muchos de nosotros, que nos llevan de regreso a los terribles documentos gráficos que ilustran la barbarie humana de los campos de exterminio nazis.

La humanidad se acerca un paso más al abismo de su propia autodestrucción y, debemos admitirlo con dolor, que aun así, ante estos espantosos acontecimientos y sus sombrías implicaciones no solo para los inocentes que derraman su sangre y mueren por miles, sino para todos nosotros, incluso, aquellos que vivimos a miles de kilómetros de distancia de esa carnicería. Gran parte de la población sigue con sus rutinas diarias en total ignorancia de los nubarrones que se acumulan en el horizonte histórico de nuestra especie. Ignorancia aprendida, que es fomentada por los grandes medios corporativos coludidos con las elites del poder y del dinero, que convierten, astutamente, lo negro en blanco y viceversa, mientras borra todos los matices intermedios. Así, la mentira coordinada en gran escala esconde la realidad de los hechos y también la gravedad existencial que ellos revisten para el conjunto de la población mundial. La sangre de los inocentes cae sobre nosotros moralmente en un principio y, quizá, caerá físicamente nuestra propia sangre si se desata una gran conflagración bélica en el Medio Oriente. Y podemos todos ser arrastrados a esa vorágine, pues no es cuestión solo de Palestina e Israel; es, en último análisis, algo mucho más amplio y profundo: la estructuración y desestructuración del sistema de poder internacional.

Parafraseando a Chomsky, la población no sabe lo que está pasando y ni siquiera sabe que no sabe. La gran masa de la población mundial danza del consumismo (real y ficticio; efectivo o apenas deseado, como una quimera distante, pero poderosamente atractiva) en la bruma junto al abismo, mientras seguimos el avance gradual, pero incesante hacia la crisis ambiental terminal para nuestra especie; el espectro de una tercera guerra mundial se alza en el horizonte, la economía capitalista se hunde en el marasmo de la deuda y la inflación y, cuántas más fuentes de información proliferan, menos capacidad media colectiva existe para procesarla en una civilización, donde el dinero es más importante que la vida. Frente a todo lo anterior, el humanista del siglo XXI no puede desfallecer, dejarse llevar río abajo, ya incapaz de seguir bregando contra la corriente. El poder de nuestra labor está en gran medida en la persistencia, en el valor de seguir luchando sin rendirnos ante la magnitud de los desafíos y obstáculos. No podemos vaticinar la fructificación efectiva de nuestros desvelos, pero tampoco podemos asegurar que todo está perdido. Y, ante esta incertidumbre, que es doblemente desalentadora y esperanzadora al mismo tiempo, según la perspectiva de cada uno, debemos continuar perseverando en aportar nuestro granito de arena humanista y emancipador: como académicos, intelectuales, científicos, artistas, investigadores y docentes en nuestro pequeño, pero potencialmente fructífero ámbito de pensamiento y acción.

La universidad pública por sí sola no puede cambiar la historia de los pueblos, pero puede contribuir mucho a ello. De allí que siempre ha sido un objetivo de los sistemas de poder neoliberales imperantes desde hace varias décadas, limitarla, cercenarla, privatizarla y quizá mantenerla, pero no como una cantera ciudadana, sino convertirla en un erial intelectual útil al mercado y sus prioridades. En tal perspectiva, y en consonancia con la misión y la visión de la UNA, hoy amenazada por la ofensiva privatizadora de la educación superior en el país, la Revista Nuevo Humanismo (RNH) ratifica su intención de ser un órgano intelectual, destinado a difundir el caleidoscopio de perspectivas y problemáticas de nuestra era; abordajes todos ellos de diferente índole, pero que consideramos de interés para meditar y actuar en pos de la emancipación de la humanidad en este siglo decisivo.

La RNH es bastante joven en comparación con otras publicaciones académicas de la Universidad Nacional de Costa Rica. Con este número 11.2, apenas rebasamos una década desde su aparición en el segundo semestre del año 2013. Desde entonces, la revista ha cubierto procesos, experiencias, debates, ideas y problemas muy diversos, con artículos que tocan algunos de los innumerables tópicos que son relevantes para distintos aspectos una visión humanista del siglo XXI. Mi rol en tanto Editor de la RNH llega a su término, luego de un ciclo de muy ricas y valiosas experiencias para mí, y transfiero la batuta a la Dra. Paula Alonso Chacón, quien de seguro sabrá conducirla con éxito en los próximos años. Por mi parte, seguiré apoyando y contribuyendo dentro de mis posibilidades, a que el proyecto de la RNH continúe creciendo en su papel de pequeño faro del pensamiento nuevo humanista en estos tiempos turbulentos.

Dr. Miguel Baraona Cockerell

Editor

29 de octubre de 2023

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