Vol 16, No 32, Julio-Diciembre 2018 ISSN: 1409-3251 EISSN: 2215-5325

 

 

 

 

 

 

 

Identidad y desarrollo con las mujeres Xi’oi

de San José de las Flores, Arroyo Seco,

Querétaro, México

Development and identity of the Xi’oi women of San José de las Flores,

Arroyo Seco, Querétaro, Mexico

DOI: http://doi.org/10.15359/prne.16-32.2

 

Ilithya Guevara Hernández

Universidad Autonoma de Queretaro, México.

ilithyaquetzal@gmail.com

 

 

Recibido: 07/11/2017 Aceptado: 22/08/2018 Publicado: 30/12/2018

 

Resumen

El desarrollo es uno de los elementos que ha marcado la vida del medio rural en América Latina, particularmente en México, por más de 50 años, y que, a pesar de que en el discurso político “busca mejorar las condiciones de vida de los otros”, va dejando a su paso pobreza y marginación. San José de las Flores es una comunidad indígena-mestiza a la que el desarrollo le ha llegado no solo como un proceso de cambio para una vida mejor, sino como algo que redefine su identidad social, pues, aun con los objetivos planteados, etiqueta a sus habitantes como “pobres y necesitados” y marca la pauta de lo que deberían aspirar para ser desarrollados. A partir de la metodología cualitativa, combinando las estancias de campo, entrevistas a profundidad, la observación participante y el intercambio con la comunidad, el objetivo del presente artículo es entender el papel que la identidad social juega en los procesos de desarrollo, como uno de los elementos que determina el desenlace de los proyectos con un impacto social no deseado, con énfasis en la perspectiva de género en dicho proceso.

Palabras clave: identidad, desarrollo, mujeres indígenas, género, medio rural.

 

Abstract

Development has marked rural life in Latin America, particularly in Mexico, for over 50 years. Despite in the political discourse it “seeks to improve people’s living conditions”, development leaves poverty and marginalization in its path. San José de las Flores is an indigenous-mestizo community that has experienced development not only as a process of change to improve life, but also as an element that has redefined their social identity. Even though the objectives have been established, from a development point of view, the community is labeled as “poor and in need” and standards are set for them to follow to be developed. Using a qualitative methodology by combining field visits, in depth interviews, participant observation, and interaction with the community, the objective of this paper is to understand the role that social identity plays in development processes, as one of the elements that determines the outcome of projects with an undesirable social impact, emphasizing the gender perspective in this process.

Keywords: identity, development, indigenous women, gender, rural life.

 

Introducción

 

A más de medio siglo de que arrancara la carrera hacia el desarrollo, este sigue siendo una promesa inalcanzable para la mayoría de quienes han emprendido tal tarea, particularmente, para las poblaciones rurales e indígenas, al menos en México. Lo anterior como consecuencia de la falta de inclusión que tienen en los programas y proyectos los beneficiarios, pues, si bien es cierto se ha debatido sobre la pertinencia de la inclusión y la importancia de incorporar los aspectos socioculturales, el desarrollo sigue representando para quienes lo reciben una invasión en la vida cotidiana, en términos identitarios y culturales. Por ello, pese a las expectativas, su llegada para muchas comunidades rurales implica empobrecimiento y marginación, pues aparece como modelo civilizatorio de lo que no son… y que difícilmente llegarán a ser. Dicho impacto es resultado tanto del concepto de desarrollo que se utiliza como de las diferentes formas de aplicarlo.

 

Por lo anterior, valdría la pena preguntarse: ¿cuál es el papel que juegan los actores sociales en este proceso, ante la llegada de una serie de programas y proyectos de carácter social (vivienda, alimentación, salud, educación), ofrecidos como la solución a su problemática? Los beneficiarios no son receptores pasivos, pues los reciben o rechazan desde la reinterpretación que de ellos hacen, hecho que los convierte, en mayor o menor medida, en responsables de su éxito o fracaso. Estos efectos son generalizados en el medio rural mexicano, pero los grupos indígenas han sido incorporados al desarrollo en una situación aún más desventajosa y a partir de la pérdida o minimización de su cultura.

 

Este es el caso de San José de las Flores, una comunidad indígena-mestiza que se ubica en la Sierra Gorda queretana y que, de acuerdo con las estadísticas oficiales, es una de las poblaciones con altos grados de marginación y pobreza, situación que, además, es compartida regionalmente (SLP e Hidalgo). Esto tiene como consecuencia la aplicación, desde finales de los 90, de una serie de programas y proyectos sociales que buscan subsanar el problema, sin que hasta la fecha de la investigación los resultados sean alentadores, lo cual se refleja, entre otras cosas, en el incremento de la emigración de los y las jóvenes de la comunidad por falta de oportunidades.

 

El desarrollo no es lo único que llega a la comunidad, pues en 2005 es declarada comunidad indígena por la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indios (CDI), lo que va a impactar no sólo en el proceso de desarrollo sino en el identitario e histórico del lugar.

 

El objetivo del presente artículo es brindar un análisis de la percepción que las mujeres de la comunidad tienen del impacto de los programas, con énfasis en el choque cultural que se da entre los agentes del desarrollo y los receptores, así como las problemáticas derivadas de la intervención en términos identitarios. El trabajo está dividido en cuatro apartados: en el primero de ellos se describe la aproximación metodológica, para continuar en el siguiente con una breve descripción de la historia de la comunidad, analizada desde la identidad social y el desarrollo. En el tercero se debate el concepto del desarrollo, se plantea la identidad indígena Xi’oi como uno de los elementos principales del proceso, así como el papel de las mujeres en este; finalmente, a manera de conclusión, se habla de los resultados del desarrollo para la comunidad a partir de las experiencias vividas.

 

De la teoría a la práctica: aproximación metodológica

 

Toda investigación surge de una postura epistemológica, pues en ella se encierra la forma en la que el/la investigadora percibe e interactúa con la realidad, su posición ética, su inclinación política y demás motivaciones que guían la forma en que se interrelaciona con los “otros”, en este caso, los sujetos investigados. De ahí, surgen las perspectivas teóricas y metodológicas que guiarán el proceso y que responden al para qué y para quién se investiga (Mato, 2005). Esta investigación se enmarca, así, en la teoría constructivista del conocimiento, considerando que es desde la experiencia personal y directa de haber estado en contacto con ellos, que surge el conocimiento de una realidad, pues conocer implica tratar algo o a alguien en muy variadas circunstancias. En una construcción en donde tanto el sujeto investigado como el investigador se transforman, por lo que hay que considerar que no hay investigación sin intervención (Amuschástegui, 1999; Berger y Luckman, 1986; Villoro, 1998).

 

El presente trabajo es el resultado de una experiencia en la cual la investigadora tuvo la oportunidad de interactuar y compartir con los otros sus vivencias, su historia, sus sueños y sinsabores, en un continuo proceso de reflexión que permitió la elaboración de diferentes herramientas de recopilación de información que fueron la respuesta a las necesidades inmediatas de conocer sobre un elemento particular del grupo, pero también de cómo interactuar con ellos.

 

Así (...) el conocimiento es la sistematización de las experiencias vividas, la toma de conciencia que viene después de que se realiza una acción y que se hace posible con la narración del proceso histórico que se vivió, por nosotros mismos o por los ‘otros’ (…). (Guevara, 2011, p.138).

 

Se privilegió la recopilación de información mediante técnicas cualitativas que posibilitan no sólo el intercambio con el grupo estudiado, sino que además permiten recabar información sobre la percepción que tienen de los fenómenos estudiados quienes viven en el lugar (Corbetta, 2007; García y Martínez, 1996; Lerner, 1999). El primer acercamiento con la comunidad fue a partir de estancias de campo y observación participante durante que inician en el verano de 2007, las cuales permitieron establecer comunicación y confianza entre la investigadora y el grupo, pero además fueron la materia prima que permitió establecer la problemática y las preguntas de investigación. El siguiente paso fue la elaboración de una serie de talleres participativos, durante los meses de septiembre-octubre y noviembre de 2007, con las mujeres de la comunidad, con el objetivo de identificar desde su perspectiva las carencias, necesidades y problemas sentidos con referencia a los programas y proyectos de desarrollo. Esta información permitió, además, identificar informantes clave y ejes temáticos para las entrevistas a profundidad. Estas permitieron visibilizar los elementos identitarios y culturales que fueron trastocados por el desarrollo y la forma en que quienes viven en San José de las Flores, particularmente las mujeres, perciben y se enfrentan a dicho proceso. Las entrevistas se llevaron a cabo durante febrero-marzo 2008 y junio-julio 2008. Los y las entrevistadas estuvieron de acuerdo en que sus nombres aparezcan en este trabajo.

 

El análisis de la información empírica se hizo en un continuo ir y venir entre la revisión bibliográfica y las estancias de campo, que siguieron durante el primer semestre de 2009, y en las posteriores visitas de campo en junio 2010, lo que permitió que ambas fuentes de información entablaran una comunicación directa, sin que una tuviera más peso que la otra se buscó en todo momento que fueran los problemas y las voces de quienes habitan en el lugar los que nos explicaran acerca de su realidad.

 

San José de las Flores, una comunidad “subdesarrollada”

 

El concepto de desarrollo ha abanderado una carrera que lleva consigo las insignias de cambio y transformación en las comunidades y los pueblos, en cada uno de los lugares a los que ha llegado. Este desarrollo en el transcurso de su aplicación se ha ido modificando y adaptando o bien chocando con las diferentes dinámicas y perspectivas socioculturales de quienes se busca beneficiar. El concepto del desarrollo se ha convertido, así, en un símbolo que forma parte de las identidades de los pueblos, pero que no necesariamente implica alcanzar o llegar a “una vida mejor”. Para comprender dicho proceso es necesario contextualizar las realidades, pero también entender que el punto de partida de este análisis es la identidad.

 

La identidad es, fundamentalmente, parte de la cultura. Identidad y cultura constituyen la realidad social de una comunidad, de un pueblo, de una nación, pues en ellas se encuentra inmersa la historia y la vida de quienes la conforman (Fraccia, 2007; Giménez, 2005; Taylor, 1996). Hablar de cultura es hablar de creación, de procesos, de conocimientos, de concepciones del mundo, de identidad. Es hablar de significados que se encuentran anclados a los procesos históricos en donde “la historia (…) conlleva una permanente construcción de identidades” (Guzmán y León, 1999: 71). En cada grupo, los sujetos que lo conforman viven de manera dinámica, expresada a partir de una serie de interacciones de factores y relaciones tanto “internos” como “externos” que van a permitir, en cada momento de su historia, que dicha identidad se construya al adicionar y recrear distintos elementos que permiten que en momentos específicos, ésta se recree y se transforme (Aguirre, 1997; Guzmán y León, 1999; Lisón, 1997). Por su parte, la historia, que es la que los unifica por haberse construido comunitariamente, ha posicionado a cada uno de los habitantes de la comunidad en un lugar particular, desde el cual se les asigna patrones y valores diferenciados, de los cuales se enfatizarán el género y la filiación étnica, como veremos más adelante (Zúñiga y García, 1999).

 

En términos geopolíticos, San José de las Flores se ubica al norte del municipio de Arroyo Seco –figura 1-, colinda con el núcleo importante de población Xi’oi en Santa María Acapulco, SLP; uno de los cinco municipios que comprenden la región de la Sierra Gorda de Querétaro, a saber: Jalpan de Serra, Pinal de Amoles, Arroyo Seco, Landa de Matamoros y San Joaquín; a su vez pertenece a la delegación de San Juan Buenaventura. La población de la comunidad, de acuerdo con el último Censo de Población y Vivienda 2010 (Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática INEGI, 2011a) fue de 159 habitantes, de los cuales 77 son hombres y 82 son mujeres.

 

 

Figura 1. División Municipal

Nota: Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática INEGI, 2011b.

 

 

La propiedad de la tierra es ejidal y hay una mínima parte de pequeña propiedad. El ejido se conforma junto con las comunidades de Laguna de la Cruz y El Bosque –ver figura 2- lo que lleva a una continua confrontación entre ejidatarios y avecindados por el uso de la tierra comunal y su distribución. Por otro lado, las condiciones socioeconómicas los colocan con altos índices de marginación y, por lo tanto, son receptores de programas y proyectos promovidos por las diferentes instancias gubernamentales y no gubernamentales para atacar el problema. A 2010, la comunidad contaba con los programas de: Oportunidades, Alianza para el Campo, Seguro Popular, 70 y más, Piso Firme, Desayunos en Caliente y Proyectos productivos por parte de los Fondos Regionales de la CDI; hasta 2008, participaban, además, en el Club del Nopal, promovido por la Agencia de Desarrollo Local.

 

 

Figura 2. Municipal. Delegación San Juan Buenaventura

Nota: SCT. Querétaro, Mapa Turístico de comunicaciones y Transportes. (1994) y adecuaciones de Ilithya Guevara Hernández.

 

 

Históricamente, la comunidad se construyó a partir del proceso migratorio originado por la presencia de la hacienda de San Francisco, denominada la “Gata”, que se ubicó en la región a finales del siglo XIX y hasta la segunda década del XX. Como resultado de la demanda laboral de esta, llegaron al lugar grupos provenientes de las cercanías: mestizos e indígenas de Santa María Acapulco en el estado de San Luís Potosí (Bárcenas y Guevara, 2007). Se cree que la hacienda fue abandonada por los propietarios en la década de los 20 por las revueltas revolucionarias que tardíamente llegaron al lugar; así se constituye el ejido de Laguna de la Cruz con la primera dotación en 1927 (Phina, 2009). Su configuración se da, entonces, a partir de la integración de dos grupos étnicos principales: los indígenas y los mestizos. Desde sus orígenes, el componente indígena será de sujeto discriminado y obligado a integrarse al grupo mayoritario compuesto por los mestizos. Sin embargo, con el paso de los años y a partir de las experiencias vividas, ambos van a consolidar una identidad comunitaria que los unifica como grupo y los lleva a trazar un camino común.

 

La identidad comunitaria se ha ido redefiniendo a lo largo de su proceso histórico como grupo –hacia afuera- y enmarcando sus diferencias como individuos –hacia adentro— desde la filiación étnica hasta los roles de género que dividen a hombres y mujeres por edad y sexo en diferentes actividades, y les otorgan características específicas, así como patrones de comportamiento. Uno de los elementos que evidencia esta división, lo encontramos en la migración que se practica casi en su totalidad por los hombres, que son quienes tienen el papel de “proveedores”, mientras que las mujeres se quedan a cargo del hogar y la crianza de los hijos/as y, más recientemente, en la participación de programas que de acuerdo con algunos señores de la comunidad: “esos programas son para las señoras… a ellas les gusta andar en esas cosas” (Marín, comunicación personal, 2008).

 

La identidad colectiva, social o grupal se construye en alianza con los otros y a partir de una serie de prohibiciones y negociaciones, en un proceso que se va reconfigurando a partir del establecimiento de imposiciones y acuerdos (Giménez, 2005; Larraín, 2004). Es, además, un espacio de integración, que implica la utilización de una serie de estrategias que permiten la adaptación de los individuos que la componen y se establece en el proceso histórico de la conformación de relaciones sociales que permiten la sobrevivencia y la reproducción de un grupo, en donde “[…] la pertenencia a un grupo que constituye o refuerza la identidad se construye por comparación y en oposición a otros grupos” (Dubet, 1989, p. 521).

Para quienes habitan en la comunidad, el desarrollo llegó, como en la mayor parte del país, para quedarse. Este ha transformado los diferentes elementos que componen la estructura social, pero en este trabajo se centrará el análisis en la identidad comunitaria, que lleva implícita la forma en que se conciben como grupo: lo que son, lo que fueron y lo que quieren ser; en donde pasado y presente se conjugan para dirigir su futuro. Es decir, ellas y ellos también tienen una conceptualización de desarrollo que le es propia a sus patrones culturales y a su prospección de futuro, que se ancla en la identidad comunitaria. En dicho proceso, el desarrollo llegó en un primer lugar para designarles lo que son: pobres, marginados e indígenas; es decir: subdesarrollados, y por lo que no quieren o lo que deben dejar de ser: pobres. En el siguiente apartado se profundiza en este aspecto.

 

El Xi’oi del desarrollo

 

El concepto de desarrollo comienza a cuestionarse desde diferentes perspectivas, a partir del análisis de los resultados obtenidos con la implementación de los modelos, políticas y proyectos de desarrollo, aplicados en los denominados países subdesarrollados -Tercer Mundo-. Esto demuestra que el proceso de modernización aplicado por más de 50 años ha dado como resultado el incremento en las condiciones de pobreza y marginación social; y que ha extendido la polarización entre los países del Primer y Tercer Mundo (Escobar, 2007; Esteva, 2000; Kay, 2007; Ávila, 2007), clasificados ahora por el Programa de la Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD-ONU) como países de muy alto, alto, mediano y bajo nivel en Índices de Desarrollo Humano (IDH). Una de las causas a las cuales se adjudican los resultados negativos es la falta de claridad en las definiciones del concepto, aunado a la falta de inclusión de los fenómenos socioculturales en la elaboración y aplicación en los diversos modelos y políticas de desarrollo que se han llevado a todo el Tercer Mundo, particularmente a América Latina.

 

A pesar de que desarrollo no es un término nuevo, algunos autores como Escobar (2002/2007), Esteva (2000/2009), Rioja Peregrino (2000) y Viola (2000), entre otros, coinciden en que dicho concepto está directamente relacionado con el pensamiento moderno occidental y con la idea de progreso que lograría elevar la calidad de vida de las sociedades. El concepto de desarrollo pasó de ser en el siglo XVII una palabra que designaba la evolución de los organismos vivos a la metáfora civilizatoria que preside los siglos XX y XXI, la cual:

 

(…) convirtió la historia en programa: un destino necesario e inevitable. El modo industrial de producción, que no era sino una forma, entre muchas, de la vida social, se convirtió en la definición del estadio terminal del camino unilineal de la evolución social. (…) La palabra retiene hasta ahora el significado que le dio hace un siglo el creador de la ecología, Haeckel: “Desarrollo es, a partir de ahora, la palabra mágica con la que podemos resolver todos los misterios que nos rodean o que, por lo menos, nos puede guiar a su solución.” (Esteva, 1996, p.56).

 

Para quienes habitan en los países no desarrollados, no es más que una condición indeseable e indigna; para escapar de ella, necesitan hacerse esclavos de las experiencias y sueños de otros (Esteva, 1996).

 

El desarrollo, como idea de cambio, se ha introducido a las diferentes comunidades rurales de nuestro país a partir de la aplicación e implementación de la política económica, que por un lado se expresa en el fomento económico al campo y, más tarde, en una política social que se manifiesta en los diferentes programas y proyectos que buscan, al menos en términos del discurso, “elevar el nivel de vida de sus habitantes” y de esta manera incorporarlos a un sistema nacional de “bienestar” (Gutiérrez Garza, 1997); el cual se ha ido trasformando de acuerdo con los diferentes momentos económicos y políticos que viven el país y el mundo. Así, uno de los matices que mayor impacto ha tenido en las poblaciones es la utilización de la perspectiva de género, que ha sido mal traducida por las instituciones como la atención y focalización de los programas a las mujeres y niñas (Duahu, 2001; Kusnir, 2000; Sen, 2003).

 

La aplicación del término en función de los resultados debe analizarse desde cómo el desarrollo es entendido por quienes se encargan de elaborar los programas y proyectos sociales, pero de manera fundamental desde cómo es reinterpretado por quienes los reciben. No se trata, solamente, de reconceptualizar el desarrollo, sino de entenderlo como un proceso que ha abanderado el cambio en la mayoría de las comunidades rurales y que implícita o explícitamente sigue siendo la meta por seguir. Valdría la pena preguntarse: ¿Cuál ha sido la participación en dicho proceso de las comunidades rurales? ¿Cómo interpretan y entienden el desarrollo? ¿Cómo esto afecta en su vida cotidiana y en su perspectiva de futuro? Y, finalmente: ¿Qué papel juega la identidad comunitaria en todo este proceso?

 

En el proceso de conformación de la comunidad como grupo identitario, la consolidación y reafirmación de un nosotros “frente a los otros” se han visto permeadas por los programas y proyectos de desarrollo –que han tenido en ellos un efecto- y que no es lo único que ha llegado a San José de las Flores como factor externo, que ha cambiado las expectativas tanto comunitarias como familiares e individuales. En dicho proceso, las mujeres han ido tomando un papel importante, pues por las características de la comunidad son ellas quienes se han quedado a cargo de la reproducción del grupo. La falta de oportunidades laborales y educativas ha llevado a los jefes de familia a considerar la migración, principalmente a los Estados Unidos, como única fuente de obtención de ingresos, a pesar de las contrariedades y los riesgos al realizarse, en la mayoría de los casos, como indocumentados.

 

No obstante de que la experiencia migratoria de la comunidad viene desde sus orígenes, y se consolida como actividad económica en la década de los 80, la primera etapa fue una migración dirigida principalmente hacia la ciudad de México. Esta era una actividad comunitaria, y el establecimiento de los migrantes y la búsqueda de trabajo se realizaban a través de las redes familiares y sociales que se iban construyendo; era una migración temporal en la cual se iban los jefes de familia y en ocasiones las familias completas. A finales de los 90 es cuando inicia la migración a los Estados Unidos, en grupos de familiares o vecinos; se iban principalmente los hombres o jóvenes mayores de 15 años y lo hacían de manera indocumentada, pagando un a “coyote”, como se ha denominado a quienes ayudan a los migrantes sin documentos a cruzar la frontera. Con el paso de los años la migración se ha ido consolidando como la principal actividad económica de las familias. Como resultado quedan, la mayor parte del tiempo, las mujeres solas con los hijos/as y los adultos mayores, lo que ha cambiado la organización interna y los patrones culturales e identitarios de la comunidad (Blanca, comunicación personal, 2008; S. Castillo, comunicación personal, 2007; Martínez, comunicación personal, 2007; F. Castillo, comunicación personal, 2007).

 

Esta tendencia es posible que se haya transformado a partir de los cambios políticos de las administraciones de Obama y más recientemente Trump, con el tema migratorio. Con la migración no sólo se transportan bienes económicos, también se intercambian bienes culturales e identitarios reconfigurándose así la estructura interna y ampliándose las fronteras que delimitan la comunidad. Aunado a esto, desde finales de los 90, la comunidad se ha visto envuelta por una serie de programas y proyectos que llegan con el objetivo de “sacarlos de la pobreza” y “mejorar las condiciones de vida” de quienes habitan en el lugar (Guevara, 2011). Los proyectos han ido llegando pero no como una “oportunidad” para San José de las Flores, sino como una etiqueta de lo que son y de lo que deben dejar de ser, pues con su llegada se hacen visibles las condiciones de pobreza en las que se encuentran. No es que no tuvieran una serie de carencias y necesidades en términos de infraestructura, alimentación y educación, sino que los programas más que una oportunidad para ellos implica una representación de cómo los perciben los demás: pobres y necesitados.

 

Si bien es cierto, que todos reconocen la existencia de un pasado indígena, que se manifiesta en las características fenotípicas y el origen geográfico de algunas de las familias, es un pasado que han tratado de olvidar para convertirse en un grupo, sin que las diferencias hayan desaparecido totalmente y considerando que la parte indígena ha estado en una continua desventaja por la discriminación. Hasta la fecha del estudio, se les sigue denominando “gente sin razón”, los “feos”, “los prietos”, lo que los ha llevado al desconocimiento de su pasado indígena y a la aculturación de lo mestizo para evitar el rechazo y ser parte del grupo dominante.

 

A este proceso se agrega otro elemento externo. En nuestro país, a la par de la política social y la llegada del desarrollo, se ha buscado la incorporación –o desaparición- del elemento indígena que, dependiendo de los momentos políticos, ha pasado de ser un obstáculo para el desarrollo al reconocimiento de una riqueza cultural y, por lo tanto, de la multiculturalidad del país, lo que supondría el reconocimiento de la existencia y convivencia de varios grupos culturales en la nación, a pesar de que dicho termino ha estado cargado de connotaciones discriminatorias por hacer referencia a las etnias como minorías en desventaja con respecto al grupo dominante: los mestizos (Giménez, 2005; Reyna, 2007). Uno de los ejemplos de dicha atención es la creación de instituciones como el Instituto Nacional Indigenista en 1942, que atravesó diferentes etapas de atención para dicha población (Krotz, 1998). Desde 2003 se conoce como CDI, que sería el encargado de atender las demandas y necesidades de los pueblos indios y de buscar su incorporación, aunque sólo sea en el discurso, al proceso de desarrollo nacional.

 

La región de la Sierra Gorda Queretana no es la excepción y cuenta desde los años 80 con una Coordinación de Desarrollo Regional que atiende a los pueblos indios, la cual de acuerdo con Huerta (2008), inicia su intervención en la comunidad en el año 2004, pero que ya trabajaba desde 1999 en el Centro Regional de Tancoyol, en donde también se atendía el municipio de Jalpan de Serra y las siete comunidades indígenas que en él se reportan. A pesar de que la población identificada como indígena en la región es una minoría, según estadísticas oficiales mostradas en el Plan Municipal de Desarrollo 2006-2009 de Arroyo Seco, “existen 55 habitantes que hablan alguna lengua indígena (5 años y más), de los cuales 24 son hombres y 31 mujeres. Las lenguas indígenas predominantes son el Otomí y el Pame” (Presidencia Municipal de Arroyo Seco, 2007, p. 23).

 

Como sabemos, la población indígena en el país se “mide” en función de la lengua, y dada la discriminación de que siguen siendo objeto los grupos indios, no representa una alternativa para considerarlos o no como parte de una etnia, además de que en la contabilización quedan fuera los menores de 5 años. La lengua es, además, la representación no sólo de la discriminación sino de profundas diferencias; así por ejemplo, doña Cristina y doña Jerónima, indígenas Xi’oi de Santa María Acapulco, “no han enseñado a sus hijos el idioma, pues no les sirve para comunicarse con los demás” (C. Montero, comunicación personal; J. Montero, comunicación personal, 2007). La adscripción indígena se encuentra más allá de la lengua en la identidad y la persistencia cultural de los pueblos, es decir, en cómo se perciben y se consideran a sí mismos hoy en día, considerando que los agentes de cambio ya son parte de su cultura.

 

En el caso de San José de las Flores, la CDI ha tenido un papel fundamental en el proceso histórico y particularmente en la consolidación de la identidad comunitaria, pues a pesar de haber estado presente con programas y proyectos dirigidos exclusivamente a las familias indígenas “pames” en sus inicios, en el año 2005 atraviesa por un proceso de reestructuración que amenazaba con desaparecer la Coordinación Regional por no justificar su trabajo el porcentaje de población indígena en la región. Una de las estrategias que asume la Coordinación es la Declaración de Comunidad Indígena que se otorga a San José; es decir, al igual que el desarrollo llegó a nuestro país como una etiqueta y cuestionando lo que somos, el indigenismo llegó de una vez y para siempre a partir de que la comunidad es “bautizada” como indígena en el año 2005, lo que implicó no sólo que dejaran de ser lo que eran: ‘no indios’, sino además adscribirse a “algo” que hasta ese momento sólo había representado discriminación: “lo indio” (Guevara, 2011).

 

Anteriormente, había una idea clara de lo que eran los “indios” y el lugar que ocupaban tanto al interior de la comunidad como regionalmente, la cual está rodeada de significados –la mayoría negativos– que se reflejan en la vida que cada uno de ellos tiene. Esto puede vislumbrarse en el discurso que siguen manejando quienes habitan ahí y que cambia de acuerdo con las diferencias generacionales. Históricamente para San José de las Flores, el ser indígena implicaba tener una posición de inferioridad con respecto a los “no indígenas”, que se explicaba en un primer momento por la falta de tierra para la vivienda y el cultivo, por el tipo de trabajo y por el uso de otra lengua que dificultaba la comunicación con el resto de la comunidad, lo cual podemos también explicarlo por la discriminación hacia los grupos indígenas desde tiempos de la Colonia; así, llegaron los indígenas a la región como “los otros”, quienes tenían que adaptarse a nosotros para poder pertenecer al grupo. El ser indio implicaba, entonces, la categoría más baja, a la que se le fueron agregando adjetivos con el tiempo: los prietos, los feos, los sin razón; lo cual implicaba una lucha por quienes así eran categorizados por dejar de serlo para ser incorporados al grupo dominante, en el caso particular de la comunidad de análisis (A. Hernández, comunicación personal, 2008; M. Martínez, comunicación personal, 2007; J.L. Marín, comunicación personal, 2008). Blanca (comunicación personal, 2007), de 15 años al momento de la entrevista, considera que a pesar de que sus abuelos vienen de una familia indígena, ella no lo es: porque soy blanca…este si debe ser porque está prieta… ¡yo no!

 

Así se fueron conformando las familias mezclando ambos elementos, pero en donde predominaba la cultura no indígena. Los “no indígenas”, por su parte, eran ubicados como la categoría más alta y como provenientes de los hacendados, es decir, como quienes ostentaban el poder económico y, por lo tanto, productivo de la región. Dichos valores y significados no han desaparecido del todo, pues sigue siendo un privilegio venir de las familias de los hacendados, y a los que provienen de la zona indígena se les sigue considerando los “más pobres”.

 

Con la designación de comunidad indígena, este significado de la indianidad tiene un nuevo giro dado que, en este caso, el valor asignado no fue del todo negativo, pues a diferencia de la adscripción negativa de la pobreza, ésta -la indianidad- vino acompañada de un significado positivo, el cual representaba que a partir de ese momento todos aquellos que habitaran en San José de las Flores eran automáticamente acreedores de los “beneficios” de los programas y proyectos auspiciados por la CDI. Con ello, la comunidad no sólo se vuelve “indígena”, sino que como consecuencia inmediata se ve rodeada de apoyos y proyectos a los que anteriormente no tenían acceso más que los hablantes de la lengua “pame”, lo que sin duda ha trastocado la identidad comunitaria. Si bien es cierto que la identidad es un proceso interno tanto para el sujeto que pertenece a un grupo, como para el grupo mismo, esta imposición de una filiación étnica ha llevado a la gente de la comunidad a percibirse de una manera diferente en función de los otros y del papel que ocupan en el nivel regional, y ha cuestionado lo que son y lo que quieren ser.

 

La identidad comunitaria, es decir, ese reconocimiento de un nosotros en función de los otros, se está viendo afectada por este factor externo, pues se vuelve necesaria o “conveniente” la reivindicación de un pasado indígena sustentado en un origen común y un pasado compartido con tradición y cultura, el cual se justifica por los lazos consanguíneos y familiares, pero también por los patrones de comportamiento. Esta reivindicación puede ser una estrategia hacia afuera que busca captar el mayor número de apoyos y beneficios que les sea posible, pues al acudir a reuniones de mujeres, es común encontrar respuestas como: “aquí todos somos indios, pues lo llevamos en la sangre, como la mayoría somos familia, todos hemos de llevar algo de eso en la sangre” (F. Castillo, comunicación personal, 2007).

 

Sin embargo, este se vuelve un discurso que no sólo se contradice en las prácticas sino que busca evidenciar al interior de la comunidad las diferencias, lo cual se percibe en algunos discursos cuando se dice:

 

Los indígenas son aquellas personas que tienen un familiar que lo es, mi esposo es uno de ellos, pero yo pienso que ya no soy indígena, indígenas son todos aquellos que vienen de Santa María, en la comunidad yo creo que hay unas 7 familias en total. Hay unas personas que hablan la lengua, pero sólo entre ellos y cuando van a visitar a su gente. Las familias indígenas tienen tradiciones diferentes a los demás” (M. Martínez, comunicación personal, 2007), o “todos somos indígenas, pero yo digo que hay unos que sí son bien de allá” (S. Castillo, comunicación personal, 2008).

La identidad comunitaria está siendo redefinida como una estrategia –hacia fuera- para obtener los beneficios que ofrece el ser una comunidad indígena, a pesar de que al interior de esta, en los discursos y en las prácticas, se sigue resaltando una diferenciación entre los que son y los que no son indígenas, considerando lo indígena como una cuestión de filiación sanguínea, pero también como un rasgo de inferioridad, más que como elemento que los identifique como comunidad.

 

Es decir, este elemento del desarrollo que busca “mejorar la calidad de los pueblos indios” ha impactado la identidad comunitaria a partir de la reinterpretación que la comunidad, en particular las mujeres, tienen de dicho proceso. Uno de los efectos es la fragmentación de la organización tradicional, que en comunidades rurales e indígenas se refleja en tres ejes básicos: el respeto y/o prestigio que se adquiere por la representación de la comunidad mediante cargos civiles o religiosos, la solidaridad comunitaria y la faena en la solución de problemas de diversa naturaleza: de producción, de festividades cívico-religiosos y de servicios en general. La faena o trabajo colectivo es aquella actividad que se realiza para la comunidad mediante una jornada de trabajo, en la cual son los integrantes de esta quienes determinan el tiempo y el trabajo que se va a realizar, ya sea individual o por familia, donde participan hombres y mujeres, quedando en la mayoría de los casos determinada su participación en función de los roles de género. A partir de la llegada de diversos programas y proyectos se ha convertido en “una de la obligación de quienes tienen Oportunidades, las que no cuentan con el apoyo, ya no quieren participar, [pues piensan que no reciben nada a cambio], que lo hagan a las que les pagan, nosotros no tenemos por qué participar” (S. Castillo, comunicación personal, 2008; J. Castillo, comunicación personal, 2007). Es decir, el desarrollo ha dejado huella y no necesariamente para mejorar sus condiciones de vida.

 

A manera de conclusión

Es así como junto con el proceso histórico de la comunidad se ha hecho necesario moldear permanentemente la apertura de la identidad de acuerdo con las condiciones de cada momento, en donde las crisis económicas y la reproducción del grupo permean la búsqueda diaria por la sobrevivencia e incorporan una cantidad de elementos externos como lo son nuevas actividades económicas, destinos migratorios y patrones de consumo. Al mismo tiempo que son incorporados a “la modernidad” a partir de los programas de desarrollo, incorporándose a otros mundos sin dejar el suyo, se alejan del propio sin que les pertenezca lo otro (Guzmán y León, 1999). A su vez, reivindican lo propio a partir de las fiestas comunitarias y la reproducción de las prácticas de la vida cotidiana mientras que, el espacio y las fronteras geográficas se han ampliado más allá de la comunidad por los lazos migratorios, conservando así el apego a su cultura y a su tierra a pesar de la distancia.

 

Dos categorías que en el pasado –antes de los programas– eran vistas por la comunidad como negativas o discriminatorias: el ser “indígena” y “mujer” resultan ahora una ventaja comparativa para “alcanzar el desarrollo”, pues los programas no sólo son dirigidos a los “pobres y marginados del sistema”, sino también a los grupos vulnerables: “las mujeres y los indígenas”. Es así como para San José de las Flores el ser mujer e indígena es la llave para acceder a un mundo nuevo de posibilidades, las cuales, no obstante, no tienen los resultados esperados porque siguen chocando con su visión de futuro y lo que ellas entienden por desarrollo, pero sí es palpable en la forma en que se relacionan con las instituciones y en la interacción en la vida cotidiana. Si bien es cierto que aún falta ver los resultados a largo plazo, hasta el momento de la investigación, sólo han incrementado las diferencias al interior de la comunidad y las mujeres se siguen viendo a sí mismas como “abandonadas” e incapaces de realizar muchas actividades sin “alguien” que las apoye.

 

Por su lado las nuevas generaciones se encuentran más abiertas a solicitar apoyos y asumirlos. La prospección de futuro tiene un nuevo elemento que puede no estar tan arraigado pero que se percibe en la vida cotidiana, pues el ser indígena es un medio que a corto plazo les permite acceder a “beneficios” de tipo económico a los que anteriormente no tenían acceso, ya “no es necesario hablar lengua para que den un apoyo, ahora todos en San José de las Flores tienen financiamiento por parte de la CDI” (Alejandro, comunicación personal, 2008). Para la comunidad lo que antes era símbolo de discriminación se torna un “privilegio”, al menos en apariencia, pues lo indígena les da un pase directo a recursos económicos y todo tipo de apoyos y proyectos. El ser comunidad indígena les proporciona, además, una visión distinta del desarrollo, tanto el propio como el que es impuesto.

 

Esto no quiere decir que desaparezcan las diferencias al interior de la comunidad entre los que son y no son indígenas; no obstante, como diría Don Pablo, “Para mí todos son indígenas, pero hay unos que no lo aceptan, pues si ya dijeron que esta es una zona indígena hay que aceptar. Hay algunos en la comunidad que hablan una lengua diferente y es algo muy bonito, pero que todos podrían aprender si quisieran (comunicación personal, 2007)”.

El desarrollo llegó a la comunidad, pero no como una mejora en las condiciones de vida de sus habitantes, sino como una etiqueta de lo que son, de cómo los identifican y los perciben los otros y, por lo tanto, de lo que a partir de ese momento buscarían dejar de ser: una comunidad pobre. En términos de identidad comunitaria, el desarrollo implica la reafirmación como grupo y una búsqueda por un pasado común que les permita mantenerse en un mismo nivel económico, o bien justificar las diferencias. Todos son parte de la comunidad, pero hay quienes están “más necesitados que otros” (K. Castillo, comunicación personal, 2007; F. Sandoval, comunicación personal, 2007), pero siempre han estado en esa condición por no ser originarios, por ser indígenas, mujeres solas o por no contar con tierra propia para el cultivo. El no ser pobres es una meta la cual que va a cambiar sus expectativas y la forma en que cubren sus necesidades, e incluso el tipo de necesidades que tienen; pero, al no ser una meta propia, esta adquiere una serie de características aún no definidas, que, evidentemente, les hablan de una necesidad: recibimos programas y proyectos porque los necesitamos, y cuando estos no tienen un resultado inmediato es porque no les dieron el apoyo, la capacitación o la información necesarios. Y en este sentido no podrán alcanzar el desarrollo, mientras sigan persiguiendo las metas que les imponen otros, las necesidades fabricadas por un mundo moderno en donde otros mundos aún siguen sin tener un espacio para coexistir.

 

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Identidad y desarrollo con las mujeres Xi’oi de San José de las Flores, Arroyo Seco, Querétaro, México
Ilithya Guevara Hernández

 

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