Las zonas de reserva campesina como figuras para el desarrollo rural colombiano

Peasant reserve areas as figures for colombian rural development

Andrea Reyes Bohorquez
Universidad Javeriana Pontificia.
Coordinadora de proyectos. Área de formación.
anrebo77@gmail.com

Resumen

En este artículo se pretende presentar los principales intentos de reforma agraria que se han dado en Colombia durante los últimos 100 años, especialmente en relación con la tenencia de la tierra para el campesinado colombiano y la connotación que ésta tiene en el desarrollo rural de la nación. Posteriormente se analizan las zonas de reserva campesina como figuras de ordenamiento del territorio que promueven el desarrollo rural, a partir de la reivindicación del derecho a la tierra y el ejercicio de autodeterminación de las comunidades campesinas para el logro del reconocimiento estatal. Finalmente se presentan algunas consideraciones finales respecto a la voluntad política para alcanzar el cambio deseado, el papel de las comunidades rurales como responsables de su propio desarrollo y la necesidad de retomar experiencias previas y aprendizajes de las zonas de reserva campesina constituidas.

Palabras claves: tenencia de la tierra, desarrollo rural, zonas de reserva campesina

Abstract

This article aims to present the main attempts of an agrarian reform in Colombia for the last 100 years, specially related to land owning by the Colombian farmers and its connotation for the country’s rural development. Afterwards, it will analyze the zones reserved for farmers as a form of territory organization that promotes rural development from the claim of the right to the land and the exercise of self-determination for rural communities to achieve state recognition.  To close, it will present some final considerations regarding the political will to achieve the desired change, the role of rural communities as responsible for their own development and the need to revisit past experiences and learn from the established rural reserve areas.

Key words: land owning, rural development, rural reserve areas

Introducción

Hablar de desarrollo rural en Colombia supone hablar de las estructuras enmarcadas en las decisiones económicas y políticas que en el último siglo han aportado a la situación actual del contexto rural, especialmente en lo que corresponde a la concentración de la tierra. Existen diversas condiciones sociales, económicas y políticas, además de las culturales y ambientales, que inciden en la tenencia de la tierra y han determinado y limitado el acceso de la población campesina a ésta a lo largo de la historia. Entre estas condiciones se encuentran la estructura latifundista del país, la historia de violencia en varias regiones, los grupos armados como foco de desplazamiento forzado, el auge del narcotráfico asociado a la concentración de la tierra[1], los infructuosos procesos de reforma agraria y la débil institucionalidad encargada de ejecutar la política pública en el medio rural.

En este panorama, las Zonas de Reserva Campesina se advierten como una figura organizativa del territorio que le permitiría al campesinado colombiano delimitar, asignar y aprovechar el territorio de una manera organizada, planificada y participativa, reivindicando así su derecho a la propiedad rural y fortaleciendo también su proyecto de vida en el medio que tradicionalmente conoce. Sin embargo, este proceso no ha sido ajeno a conflictos y tensiones, pues debido a la ausencia de mecanismos institucionales para la distribución equitativa de la tierra, las comunidades se han visto obligadas a efectuar la constitución de Zonas de Reserva Campesina por las vías de hecho.

Si bien hoy por hoy esta es una estrategia que se fortalece institucionalmente desde las políticas de INCODER como mandato presidencial prioritario en la agenda de desarrollo del país, es cierto que existen contradictores que fuertes que tratan de restar importancia a la discusión sobre la conveniencia de crear zonas de reserva campesina como un mecanismo para la distribución equitativa de la tierra.

La reforma agraria y el campesino colombiano

En Colombia, el desarrollo del sector rural está atravesado por las tensiones dadas históricamente en relación con la tenencia de la tierra, aspecto en torno al cual gira los intentos de reforma agraria. La necesidad de una reforma agraria profunda y la distribución equitativa de la tierra constituyen  un debate que ha estado vigente a lo largo de los últimos sesenta años en el país, el cual se ha convertido en una cuestión que ha transformado tanto las actividades productivas como las dinámicas territoriales. Estas dinámicas muchas veces se han visto  agudizadas por el conflicto armado, lo que ha desencadenado fenómenos como el desplazamiento que impactan negativamente el desarrollo rural de los territorios. A esto se suma el mecanismo de coerción de narcotraficantes y esmeralderos que han incrementado el valor de la tierra muy por encima de los precios del mercado, consolidando de esta forma un proceso de concentración de la propiedad territorial que ha desplazado a la población, transformando así los valores, organizaciones y comportamientos que al final afectan lo más profundo de la sociedad rural (Pérez, Rojas y Farah, 1999: 656-658).

De acuerdo con el Informe Nacional de Desarrollo Humano del año 2011, en Colombia la tierra representa un caso especial por sus diversas connotaciones, como un factor de producción, un modo de vida, una fuente de renta y de especulación, que además es utilizada como un instrumento de la guerra y del lavado de activos del narcotráfico cuya tenencia puede ser vista como una fuente de poder político ligado a la violencia ejercida por grupos armados ilegales (PNUD, 2011: 181).

Para comprender su trascendencia, se deben revisar los limitados y escasos intentos de reforma agraria que se han dado a través del último siglo. Al igual que varios de los “países colonizados por España, Colombia se caracterizó por una distribución inicial de tierras y otros recursos económicos llevada a cabo de acuerdo con criterios de linaje y casta en una sociedad segmentada entre blancos, mestizos, indígenas y negros esclavos” (Kalmanovitz y López, 2006: 4), con resultados bastante inequitativos, favoreciendo especialmente “a personas influyentes, oficiales de los ejércitos y a los acreedores del gobierno, quienes recibieron grandes extensiones de territorio, tejiendo una estructura de propiedad muy desigual y difícil de delimitar y asegurar” (Kalmanovitz y López, 2006: 4). 

En 1936 nace la Ley 200 como la primera normativa que abordó la propiedad de la tierra. Ésta fortaleció la propiedad privada pero no logró su redistribución, pues su motivación se centró “en la explotación económica de los predios de manera obligatoria, otorgando el derecho de dominio sobre los mismos o su restitución al Estado” (Balcázar, López, Orozco y Vega, 2001: 9), disposición que desestimuló la agricultura e impulsó la ganadería extensiva para la ocupación y producción de los predios. Para Kalmanovitz (2003), durante este periodo se demostró claramente que “el Estado apoyaba el desarrollo capitalista de la gran propiedad y lo protegía frente a las aspiraciones democráticas del campesinado” (Kalmanovitz, 2003: 377).

Posteriormente, con la Ley 100 en el año 1944, se “pretendió establecer los contratos de arrendamiento y aparcería como de utilidad pública, primando la coparticipación en la explotación de las tierras y ampliando el plazo de extinción de dominio de diez a quince años” (Franco y De los Ríos, 2011: 102), disposición que para el concepto de Franco y De los Ríos (2011), replegó los avances que se dieron en materia de reforma agraria y legalizó la relación propietario-trabajador por medio del fomento de las relaciones de aparcería.

La decisión política en los primeros 30 años del siglo XX respecto al respaldo de la gran propiedad, propició el auge de la explotación cafetera y la convirtiera en la base más importante de expansión y consolidación del capitalismo colombiano hasta los años cincuentas. Esta actividad agrícola marcó la economía nacional con un crecimiento inusitado de los ingresos públicos y la intensificación del tráfico comercial, a la vez que incentivó la construcción de ferrocarriles, vías y puertos para responder a las demandas internacionales de café. Entre tanto, al interior del país, factores como la tenencia concentrada de la tierra, la precariedad de los derechos sobre ésta, los bajos niveles de educación y los conflictos entre los partidos políticos, agudizaban lentamente la problemática social en el medio rural (Kalmanovitz, 2001).

Durante la década de los años cincuentas en Colombia, se inicia lo que se denominó la época de la violencia, originada por las pugnas de los partidos políticos liberal y conservador. A partir de esta situación surgen diversos movimientos sociales, posteriormente organizados como grupos alzados en armas, quienes son los principales causantes del desplazamiento de cientos de campesinos colombianos.

En los años sesentas llega al país el programa estadounidense de apoyo económico para los países de latinoamericanos, Alianza para el Progreso, cuyo principal objetivo era la estabilidad política y democrática en el continente (Machado, 1998). A partir de esta circunstancia nace la Ley 135 de 1961, como una medida que propone a la organización institucional como núcleo de soporte para la reforma agraria. Es así como se crea el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (INCORA) como el organismo público encargado del tema de las tierras cuyos principales lineamientos “eran: dotación de tierras a campesinos carentes de ellas, adecuación de tierras para incorporarlas a la producción y dotación de servicios sociales básicos” (Franco y De los Ríos, 2011: 103). Para Machado (1998), éste fue uno de los intentos del Estado por tratar de dar solución a la distribución de la tierra, que al igual que la Ley 1 de 1968 se elaboraron “dentro de los patrones tradicionales y con criterios distribucionistas”, aunque son consideradas por el autor como marginales y superficiales para el cambio de la estructura agraria (Machado, 1998: 49).

Para la década que inicia en 1970, habrían desaparecido la mayoría de las formas de producción como la aparcería y el terraje, y al mismo tiempo comenzaron las luchas de los campesinos por acceder a la tierra mediante de las instancias legales o por las vías de hecho, con invasión de fincas y terrenos de particulares o de la nación. Es en este período cuando se alcanza la más amplia redistribución de tierras y reivindicaciones que, sin resolver las necesidades estructurales, aliviaron en alguna medida su situación económica y social (Tobasura Acuña, 2005: 60).

Luego, en el año 1991, la Constitución Política del país estableció “que el Estado colombiano reconoce y protege la diversidad étnica y cultural, y señala que su obligación y la de todas las personas, es proteger las riquezas naturales y culturales de la nación colombiana” (Rodríguez, 2006: 198-199). Este esquema diferencial se hizo explícito para indígenas y afrodescendientes a partir de la conformación de territorios colectivos, con sus respectivas instancias de representación, como lo son los cabildos y los consejos comunitarios respectivamente. En el caso del campesinado la situación es diferente, debido a que no cuentan con normativas constitucionales particulares que lo favorezcan.

Según el Informe Nacional de Desarrollo Humano de Colombia 2011 (en adelante INDH 2011), la llamada falla de reconocimiento de los campesinos “tiene su expresión en las preferencias de las políticas públicas por los empresarios, a quienes se ve como los protagonistas de la integración de la dinámica global y sus exigencias de competitividad y eficiencia” (PNUD, 2011: 116), dejando de lado la importancia que representan para el desarrollo social y económico nacional, las actividades rurales de los pequeños y medianos campesinos.

El último de los intentos realizados por el Estado con el fin de dar respuesta a la sentida necesidad de las comunidades rurales, se presentó con la Ley 160 de 1994, y básicamente surge como respuesta a dos situaciones originadas en el mismo año: por una parte, la preocupación del Estado por el deterioro de los recursos naturales a raíz del poblamiento de colonos y campesinos desplazados en zonas ambientalmente protegidas; y por otra parte, la presión de las manifestaciones campesinas que reunieron cerca de 130 mil campesinos, quienes exigían soluciones frente a la fumigación de los cultivos ilícitos y el recrudecimiento del conflicto armado en el Putumayo, Caquetá, Cauca, Sur de Bolívar y Guaviare[2].

Esta ley estableció nuevos mecanismos para la redistribución de la propiedad de la tierra por medio del mercado asistido, proporcionándole subsidios a los pequeños productores y facilitando líneas de crédito para la compra de parcelas. Adicionalmente, creó las denominadas Zonas de Reserva Campesina como figuras de ordenamiento territorial o formalización de las zonas de colonización y de “aquellas en donde predomine la existencia de tierras baldías” (Congreso de la República de Colombia, 1994), cuyo objetivo es regular, limitar y ordenar:

la ocupación, aprovechamiento y adjudicación de las tierras baldías de la Nación, así como los límites superficiarios de las que pertenezcan al dominio privado (…) con la finalidad de fomentar la pequeña propiedad campesina, evitar o corregir los fenómenos de inequitativa concentración de la propiedad rústica y crear las condiciones para la adecuada consolidación y desarrollo de la economía de los colonos (Congreso de la República de Colombia, 1994).

Así, pues, en ausencia de una reforma agraria que propicie condiciones de igualdad, las Zonas de Reserva Campesina resultaron de gran importancia para el campesino colombiano, como una forma de reorganización o redistribución de la tierra, de reasignación del capital humano y de diversificación de la producción, entre otros aspectos fundamentales que podrían aportar al bienestar de una comunidad, de un territorio y de una región.

Reivindicación del campesino: zonas de reserva campesina

En el año 1996 con la Ley 160, la presión de las movilizaciones campesinas incidió en la rápida reglamentación de la ley [3] al colocar en funcionamiento el Proyecto Piloto de las Zonas de Reserva Campesina (ZRC) con el apoyo del Ministerio de Agricultura y el Banco Mundial [4] para la creación de tres zonas de reserva campesina en el país. Una de las principales conclusiones de este proyecto afirma que “las ZRC pueden ser el embrión de procesos muy positivos de desarrollo local”  (Ortiz, Pérez, Castillo y Muñoz, 2004: 171), lo cual requiere colocar en sintonía las realidades rurales locales y las institucionales diseñadas para planear su desarrollo.

Es así como las Zonas de Reserva Campesina aparecen en el escenario nacional y político rural como figuras ideales para “la definición de los derechos de propiedad sobre los territorios, el desarrollo de actividades productivas sostenibles y el apoyo a procesos de autogestión comunitaria” (Ortiz et. al, 2004: 46). Sin embargo, durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002 – 2010) las ZRC fueron estigmatizadas bajo el argumento de la presencia y el fortalecimiento guerrillero en zonas definidas como reservas campesinas, perdiéndose de esta manera la oportunidad “de consolidar una política de ZRC como principal estrategia de defensa del territorio y desarrollo rural integral” (ILSA e INCODER, 2012: 30), y de paso dejando la iniciativa de ordenamiento por fuera del escenario político nacional por los siguientes ocho años.

Debido al incumplimiento del gobierno en los acuerdos estipulados en 1996, “las comunidades deciden ejercer el legítimo derecho a organizarse, autodeterminarse y defender su territorio a través de acuerdos internos sin necesidad de una aprobación oficial” (ILSA e INCODER, 2012: 30), al adoptar “la figura de las Zonas de Reserva Campesina, ZRC, como el instrumento más adecuado para garantizar sus derechos, especialmente al territorio, a la tierra y la seguridad jurídica de su tenencia” (ILSA e INCODER, 2012: 15). Es así como “el ejercicio de constitución de ZRC de hecho, se fundamenta en los procesos campesinos que se han apropiado de la naturaleza de la figura” para construir un territorio y buscar “caminos alternativos para el avance de los planes de desarrollo sostenible” (ILSA e INCODER, 2012: 32). Aunque las zonas de Reserva Campesina constituidas de hecho no se encuentren “legalmente constituidas, durante muchos años ante la desidia del gobierno las ZRC han existido como un ejercicio legítimo de construcción territorial alternativa” (ILSA e INCODER, 2012: 32).

En este escenario, el gobierno de Juan Manuel Santos (2010 – 2014), retoma las ZRC y se incluyen en las estrategias de desarrollo rural del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural[5], creando de esta forma una oportunidad para la consolidación de las zonas de mayor conflicto y amenaza ambiental. En cumplimiento de esta directriz presidencial, entre los procesos misionales del INCODER está el ordenamiento productivo (INCODER, 2012), el cual se realiza por medio de procedimientos como la constitución de zonas de reserva campesinas, entre cuyas metas para el periodo 2010 – 2014 se tienen la reactivación de 100% de las Zonas de Reserva Campesina ya creadas y la constitución del 100% de las nuevas Zonas de Reserva Campesina que hayan cumplido con los trámites y los requisitos.

Adicionalmente con los diálogos de paz que se vienen adelantando desde octubre del año 2012 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), las asociaciones campesinas han hecho manifiesto su interés en colocar sobre la mesa de negociación la “constitucionalización de la figura del territorio campesino, en cabeza de las comunidades campesinas y de sus organizaciones, la cual representará una de las formas de organización territorial del Estado colombiano en los mismos términos que para las comunidades indígenas y afrodescendientes”, donde se exige que los territorios campesinos sean inembargables e imprescriptibles, y con regulaciones específicas sobre la transferencia de derechos (Revista Semana, 2013).

Consideraciones finales

Al analizar las políticas que se han implementado a la fecha, se puede observar que la voluntad del Estado para fortalecer el sector rural no se ha dado de una manera coherente ni suficiente con las necesidades de las poblaciones campesinas. Acorde con Machado (1998), el fracaso de las reformas de la tenencia de la tierra en Colombia sigue siendo “la falta de voluntad de los dirigentes, de los políticos y de las clases propietarias para facilitar procesos pacíficos de cambio y de adecuación de la estructura agraria a las necesidades de las sociedades rurales […] del país” (Machado, 1998: 49).

Respecto a la reforma agraria, parte de los fracasos en este tema, como lo menciona el INDH, se debe también a los intentos fallidos de la sociedad rural en la construcción de la democracia y el tejido social, a la falta de participación de los campesinos en la formulación de las reformas agrarias y al débil apoyo institucional para estimular la participación comunitaria (PNUD, 2011: 222). Parece tomar importancia reconocer los aspectos que movilizan a las comunidades a participar activamente como agentes de cambio de una región, desde el aprovechamiento de espacios estratégicos creados por el Estado, o por organismos internacionales, que permitan el despliegue de su capacidad de agenciamiento y, con ello, colocar en marcha políticas nacionales que promueven el desarrollo de sus localidades y territorios. Esto como ejercicio de análisis que aporte al conocimiento y comprensión para las comunidades rurales y la  institucionalidad presente, tanto del nivel local y regional como del nivel nacional.

Si bien existen diversas dimensiones que determinan y condicionan la tenencia de la tierra en Colombia, existe una corresponsabilidad bastante marcada en la relación Estado y sociedad civil para garantizar los derechos de las comunidades y la ejecución real de las políticas orientadas a regular el acceso a la tierra. Por este motivo, resulta interesante conocer cómo las zonas de reserva campesina han incentivado a las comunidades rurales a organizase, haciendo uso de sus capacidades o desarrollando capacidades sociales y políticas para aprovechar la coyuntura actual.

Resulta admirable la gestión de las asociaciones campesinas que representan las zonas de reserva, dado que éstas han obtenido importantes recursos del ámbito internacional, que les han permitido ejecutar algunos de los programa productivos que se han propuesto. Sin embargo, es indispensable alcanzar el reconocimiento del Estado, de manera que se les transfiera el respaldo requerido para garantizar la estabilidad y realización de los proyectos y programas definidos en el plan de desarrollo sostenible.

Para finalizar, en la actualidad las zonas de reserva campesina se encuentran en un escenario nacional con fuertes contradictores políticos por esta razón, es importante retomar los aprendizajes y experiencias existentes como es el caso del Proyecto Piloto de Zonas de Reserva Campesina, desarrollado entre los años 1998 y 2003 en territorios de alta complejidad social. De esta manera se podrían identificar elementos que contribuyan a la búsqueda de soluciones, y a su vez aporten criterios para la creación de instrumentos, herramientas y programas que contribuyan efectivamente a la reivindicación de los derechos del campesinado, al desarrollo rural de los territorios y a la dignificación de la labor de pequeños campesinos y colonos mediante la adquisición o asignación de tierras.

Bibliografía

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[1] Una cifra que puede acercarnos a la comprensión de la concentración de la tierra en Colombia es el Índice de Concentración IGINI. Éste se calcula sobre el coeficiente de GINI, y se mide de 0 a 1. A mayor valor del IGINI, el municipio, departamento o país “presenta menor concentración de las propiedades, es decir, los terrenos están distribuidos de manera más equitativa” (PNUD, 2011: 410). En Colombia para el año 2008 este índice representó un valor de 0.13, muy por debajo de los niveles deseables para el campesinado colombiano.

[2] Sin el ánimo de justificar su actuación, es importante apuntar que las motivaciones de los campesinos que se dedicaron a la producción de cultivos ilícitos se debieron entre otros, a la ausencia de apoyo institucional para el desarrollo agrícola y pecuario, inclusive a la ausencia en el territorio, lo que impidió generar las suficientes garantías que le permitieran mantenerse en la producción legal de cultivos alimenticios.

[3] Decreto 1777 de la Presidencia de la República de Colombia, y el Acuerdo 24 del Instituto Colombiano de Reforma Agraria de 1996.

[4] El Proyecto Piloto de Zonas de Reserva Campesina fue realizado por el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, por medio del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA) con la financiación del Banco Mundial bajo la línea de aprendizaje e innovación, préstamo por valor de US$ 5 millones para ser ejecutado en 3 años.

[5] Anteriormente Instituto colombiano de Reforma Agraria (INCORA). El INCODER se creó en el año 2003 en reemplazo del INCORA, y su objeto fundamental es la ejecución de la política agropecuaria y de desarrollo rural, “facilitar el acceso a los factores productivos, fortalecer las entidades territoriales y sus comunidades y propiciar la articulación de las acciones institucionales en el medio rural, bajo principios de competitividad, equidad sostenibilidad, multifuncionalidad, y descentralización, para contribuir a mejorar la calidad de vida de los pobladores rurales y el desarrollo socioeconómico del país” (Decreto 1300 de 2003 del Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural).