La música bailable del caribe: una forma de acercamiento entre el campo y la ciudad

The dance music of the Caribbean: a form of rapprochement between the countryside and the city

Edgardo I. Garrido Pérez
Investigador Asociado, Herbario y Jardín Botánico
Universidad Autónoma de Chiriquí (UNACHI), Panamá
Website: http://edgardoga.jimdo.com

Resumen

La música bailable del Caribe desafía la permanente subestimación de lo rural por lo urbano. Muchas canciones urbanas idealizan al campesino como libre, enamorado, autosuficiente, combativo, justiciero y audaz; respetable aunque no siempre moralmente puro. Otras canciones evocan paisajes y sonidos rurales, o denuncian la injusticia social mientras exaltan al campesino rebelde. En su forma de vendedor de frutas, yerbas, o chamán, el campesino que visita esporádicamente la ciudad es alabada como portador de beneficios para el cuerpo y para el alma. Con todas estas valoraciones, los músicos urbanos del Caribe contribuyeron a la aceptación de sus colegas músicos del campo ante una audiencia citadina que antes los rechazaba. Esto complementa el esfuerzo de los propios músicos rurales que interactúan con igual y respetuoso afecto con sus bailadores en los conciertos que realizan tanto en las aldeas más remotas como en las ciudades más modernas. Allí los músicos observan cómo reaccionan sus bailadores ante determinados sonidos creativamente articulados, controlando así la calidad. En medio de las presiones que enfrenta el campo es necesario que lo urbano respete y cuide mejor la riqueza cultural rural; los conciertos bailables son un instrumento para ello y hay que evitar que desaparezcan.

Palabras clave: identificación público-artista, cumbia salsa

Abstract

Music danced in the Caribbean challenges the permanent underestimation of rurality by urban life. Many urban songs idealize the farmer as someone free, in-love, sovereign, fighter, justice-oriented, and brave; always respectable –though not always morally right. Other songs evocate rural landscapes and sounds or denounce social injustice while applauding rebelled farmers. Fruit-and-herb salesmen as well as chamans are visitors from the country side who are romantically portrayed in urban songs as carriers of benefits for the body and the soul. By all these means, urban musicians contributed to rural musicians to be welcome by city inhabitants who previously rejected rural music. This complements the efforts by rural musicians who respectfully exchange affection with their dancers during live concerts in both remote villages and modern cities. Musicians directly observe how dancers react to their creatively articulated sounds thereby controlling musical quality. Given the pressures suffered in rural areas, respecting rural cultural richness by urban life need to be enhanced; dancing concerts are an instrument to achieve the latter so avoiding them to disappear is needed.

Keywords: artist-audience identification, cumbia, salsa.

Introducción

Entre el proletariado urbano, y lamentablemente en algunos gobiernos (e.g. Rodríguez, 2012), se discrimina y subestima con frecuencia lo campesino y lo indígena. Pero existe un influyente aspecto de la vida diaria en el cual la discriminación de lo rural está en declive: la música bailable del Caribe. Esta influye grandemente a nivel mundial, exalta frecuentemente lo rural y en muchos casos es claramente campesina. La Cumbia y el Merengue son apenas dos géneros de la considerable lista de músicas rurales que han conquistado la vida urbana, desde el Caribe hasta Europa, contra toda discriminación y mofa. También el Reggae y el conjunto de ritmos colectivamente conocidos como Salsa, se bailan, cantan y producen en todo el mundo. Así, dentro del panorama de discriminación de lo rural en el ámbito urbano, la entusiasta aceptación del aporte musical campesino constituye una anomalía que vale la pena estudiar a fin de conservarla mejor como forma de acercamiento entre los habitantes de la ciudad y el campo.

Este ensayo comienza exponiendo algunos hechos que posiblitaron la conquista de las ciudades por la música campesina del Caribe, haciendo hincapié en el esfuerzo de los “salseros” urbanos por proyectar imágenes positivas sobre lo rural. Luego se explican algunas causas de la permanencia, renovación y expansión de la influencia que tiene la música rural del Caribe, y se resalt la relación bailador-músico como piedra angular.

Metodología

Se realizó una revisión de los textos de las canciones de artistas representativos de la música bailable urbana, mayormente del conjunto de ritmos conocido como “Salsa”, así como Merengue. Se incluyeron en la revisión grabaciones de formas musicales que componen lo que hoy se llama “Salsa” (e.g. Son, Guaracha, Danzón, Mambo, Bomba, Plena). También se incluyeron canciones de los “Combos nacionales panameños” –que fusionaron ritmos afrocubanos con otros del folklore colombo-panameño y el Calypso de Trinidad y demás Antillas angloparlantes. Para los efectos de este ensayo, lo antedicho se hizo para una colección de aproximadamente 400 canciones en formato digital. El origen de la colección fue la búsqueda activa de esa música de parte del autor a partir de influencias provenientes de los gustos de tres generaciones de una familia panameña urbana: dos abuelos (nacidos en 1926 y 1936), padres y tíos (nacidos entre 1949 y 1955) y la generación del autor y coetáneos (nacidos entre 1966 y 1975). La exposición a esta música se dio mayormente en: (1) el barrio de Boca La Caja, Ciudad de Panamá, donde muchos vecinos escuchan música tanto urbana como rural debido a que son campesinos emigrados a la ciudad. También (2) taxis y autobuses de uso público en dicha ciudad que, hasta 2012, eran famosos por exponer permanentemente a sus pasajeros a la música afrocaribeña en alto volumen. (3) Intensa interacción con habitantes de otros barrios de la Ciudad de Panamá. Finalmente, con la invención de internet, (4) escucha de emisoras de radio de países como Puerto Rico, Colombia y República Dominicana.

A partir de aproximadamente 1982 se inició la búsqueda activa, aunque no estructurada, de música bailable del Caribe para formar una colección, lográndose hoy en día la mencionada cifra de cerca de 400 examinadas para este ensayo. Las canciones fueron escuchadas, en muchos casos recurrentemente, entre los años 1976 y 2013, manteniendo la costumbre de oír esos tipos de música al menos seis días por semana durante al menos tres horas al día. Los artistas de la colección son mayormente de Puerto Rico, Nueva York, Cuba, República Dominicana, Panamá, Venezuela, Colombia, aunque también Haití y Trinidad-Tobago.

En la colección se buscaron canciones cuyos textos explícitamente tuvieran alusiones a la vida rural y a sus habitantes bajo al menos uno de los siguientes criterios: (1) Preponderancia de paisajes, animales, plantas y sonidos del campo ausentes en la ciudad. (2) Uso no metafórico de palabras como “campo”, “campesino”, “monte”, “manigua” y otras, con carácter protagónico en la historia de que habla la canción. (3) Protagonismo de individuos identificados explícitamente como rurales (aunque la historia los ubique en ciudades), señalados como “campesino”, “jíbaro”, entre otros. (4) Faenas y labranzas de agricultura, ganadería, caza, recolección y entretenimiento rural (e.g. rodeo). (5) Personajes centrales históricamente reconocidos como habitantes del ámbito rural y selvático tales como indígenas, cimarrones, guerrilleros, aunque también bandoleros. Las canciones que hablan sobre pescadores fueron excluidas porque en las ciudades también hay sitios habitados por ellos.

Aunque la música se buscó por artista y no por casa disquera, se reconoce un sesgo hacia las producciones de la casa disquera Fania y sus asociadas (e.g. Tico), así como a la disquera Karen, para las cuales ha trabajado el mayor número de “salseros” y merengueros mejor favorecidos por la comercialización. Esto, sin embargo, hace de dichos artistas los más comúnmente escuchados en un amplio número de ciudades del Caribe, lo cual implica que la muestra de canciones aquí analizadas es representativa de las ideas sobre lo rural que los músicos urbanos del período estudiado transmitieron a sus audiencias. Cabe destacar que no se encontró ninguna canción cuya letra menospreciara o ridiculizara a los campesinos o la vida rural, por lo que no se reportan aquí textos al respecto.

La idealización del campo y del campesino

En Latinoamérica suele haber tres visiones acerca del campesino, incluyendo aquí al indígena, al negro rural y al mestizo del campo. (1) Algunos lo excluyen, por su pobreza, por el color de su piel, y por lo que consideran su poca adaptación a la vida “moderna”. (2) Se le compadece de manera patriarcal. (3) Se le idealiza asociándolo a un mundo “ecológica y moralmente sano y respetable”; concentrémonos por ahora en esta idealización.

Bajo el prisma idealizador, la vida en el campo se considera feliz, con aire limpio, sin estrés, e independiente. El sociólogo, y sobre todo compositor portorriqueño Catalino “Tite” Curet Alonso exalta la belleza de la vida en el campo en su “Aleluya de los campos” (Feliciano 1973). Otro sonero claramente urbano, Ismael Rivera, contribuyó en 1973 a difundir dicha idealización cantando “Mi jaragual”, escrita en 1940 por Felipe Rosario Goyco (Rivera, 1973). Allí se retrata a un campesino que le canta su canción al viento, que no presta su caballo, que siembra maíz a solas, y que es “un cacique patriarcal “ de lo que considera suyo. Esta canción contrasta con la vida de sus bailadores: el público urbano, que vive sometido al estrés de la ciudad y que debe obedecer órdenes de algún jefe so pena de quedar desempleado y, por ende, sin seguridad alimentaria. Cabe destacar que Ismael Rivera, antes que cantante, fue obrero de la construcción. Años antes, Rivera se mofaba de la vida urbana diciendo que en los bailes del campo, aunque menos refinados, se goza más (Rivera y Cortijo, 1958).

La muy urbana Nueva York vio nacer el movimiento musical denominado “Salsa” (Rondón, 2008). Casi un himno salsero es la canción “Vámonos pa’l monte” (Quintana y Palmieri, 1971), la cual denuncia que “en las grandes ciudades se ve mucha congestión, pero allá en el monte mío hallas paz y fascinación”. En “Campesino: el pregón de la montaña”, Quintana y Palmieri (1967) proclaman que “me siento de lo mejor cuando estoy en mi bohío (porque) los pájaros van cantando con el murmullo del río”. Luego, Rubén Blades, en “Descarga caliente” (Blades y Rodríguez, 1972a), encarna a un carretero que alega no rinde cuentas a nadie, y que quien trate de obligarle debe “conversar con su puñal”. Todas estas canciones hechas por citadinos invitaban si no a rebelarse y escapar de la vida urbana, al menos a respetar y amar la vida en el campo. Por su parte, Richie Ray y Bobby Cruz (1980) contrastan la “pureza moral y religiosa” de la vida en el campo con los “vicios, placeres, envidia, traición” de la vida urbana en su gospel-guaracha “Juan en la Ciudad”. Previamente los mismos artistas retratan a dos traviesos niños de monte adentro como “siempre contentos” en la canción “Gan-Gan y Gan-Gón” (Ray y Cruz, 1975). La pareja campesina también es bellamente retratada. La guaracha “Monte adentro” (Los Excelentes, 1975) se refiere a cómo un hombre y su mujer comparten los esfuerzos y el optimismo de los amaneceres allí donde el machete y el espíritu hacendoso se consideran vehículos para seguridad tanto alimentaria como personal. Juan Luis Guerra aprovecha esta visión romántica para tratar de enamorar a “Rosalía”, cuya boca buscaba inútilmente en los matorrales, y a quien ofrece compartir “un conuco de arco iris bajo el arroyo” (Guerra, 1990a).

De “macho respetable” a justiciero ejemplar

La persistencia del desprecio urbano al campesino fue desafiada de manera contundente en 1979 cuando Oscar De León cantó “Bravo de verdad” (De León, 1979). El artista interpreta a un hombre “de monte adentro, donde los guapos son guapos” que, ante la arrogancia de los picapleitos del arrabal, enumera sus “hazañas” tales como haber matado a un cocodrilo “a patadas y a pisotones”. Esta canción contribuye al menos a tres efectos: (1) divertir a oyentes y bailadores, (2) imponer en las zonas más hostiles (y pobres) de las ciudades el respeto a los hombres de origen rural, y (3) mantener firme la autoestima de aquellos que emigraron del campo a la ruda y peligrosa ciudad. Otras canciones del repertorio “salsero” ponen en alto la fortaleza de carácter, aunque no necesariamente física ni moral, que se atribuye a los hombres del campo convertidos, ora en guerrilleros, ora en bandoleros. Es el caso de dos canciones de Ismael Miranda, escritas por Rubén Blades, cuyo personaje central es “Cipriano Armenteros”, un pistolero que –junto a otros cinco desafió, se fugó y venció a tropas oficiales españolas en el ocaso del período colonial (Miranda, 1975; 1977). Previamente, Rubén Blades (Blades y Rodríguez, 1972b) había relatado que los pobres del mundo lloraron la muerte de (el guerrillero) “Juan González”. Bobby Valentín y su cantante Carlos “El Cano” Estremera se refieren a “Manuel García” (Valentín, 1979; el personaje lo creó Curet Alonso), cuyos enemigos sólo pudieron emboscar esperándole en la casa de quien fuera “su primer amor”. Al panteón de estos rebeldes, Curet Alonso agregó, mediante la voz de Lalo Rodríguez, las historias de “Máximo Chamorro” (Rodríguez, 1980) y “Perico Díaz” (Rodríguez, 1982), guerrilleros con claras aspiraciones agraristas no especificadas para Juan González, Cipriano Armenteros, ni Manuel García.

En Nueva York, la salsa inventó personajes campesinos para convertirlos en “paladines de la justicia latina”, superando como paradigma moral a Superman (un personaje urbano de poses afectadas). En lugar del puritanismo dudoso de Superman (quien además era blanco anglosajón y no un discriminado), los “caballeros andantes” de la salsa tenían defectos como el machismo, cierto desprecio por la vida y un apetito sexual que podía acarrearles la muerte. Su imperfección garantizó que fueran aceptados por los habitantes del barrio, quienes conocen perfectamente que, para conservar la bondad en medio del abandono y la hostilidad astuta de los suburbios, es obligatorio mantener el temple sin caer en ingenuidades. Y todo esto es válido porque ninguno de los paladines rurales que la salsa promovió era explícitamente criminal o buscapleitos, sino un exponente de la virilidad y la pureza moral que se atribuye a lo rural. El “Bravo de verdad” (De León, 1979) no agrede, pero advierte “No se tire compay, hágame caso, mire que se va a caer”; y Cipriano Armenteros, acorralado y al momento de lanzar una contraofensiva, toma licor y grita a sus perseguidores: “¡Yo soy un macho, soy un varón y soy de los buenos!” (Miranda, 1977).

Los justicieros de la épica salsera también combatieron la injusticia colonial. Curet Alonso habla del sufrimiento de la vida esclava en “Plantación adentro” (Blades y Colón, 1977) y “La caña y la plantación” (Santiago y Barreto, 1983). También nos presenta a una heroína y mártir, acaso la única mujer con dicho rol en el repertorio salsero: “Anacaona” (Feliciano, 1971), la jefa taína que organizó la resistencia en Quisqueya pero que no pudo evitar el exterminio de su pueblo. La misma suerte corrieron en Cuba los Siboneyes, a quienes Ernesto Lecuona dedicara la pieza “Siboney”, interpretada entre muchos por la soprano Xiomara Alfaro (1959). Allí los Siboneyes son símbolos de amor perdido, acaso por la violencia con que fueron aniquilados “en el rudo manigual”, esto es, en el campo y en los aledaños. Décadas más tarde, la canción “Rebelión”, de Joe Arroyo (1999), relata cómo un esclavo respondió con azotes a un hacendado que había golpeado a su mujer.

Cruzando la frontera agrícola

Durante siglos las ciudades latinoamericanas fueron pequeñas, colindaban con el campo y, en muchos casos, estaban cerca de la selva, facilitando así el escape de los esclavos; la música afrocaribeña urbana también exalta a estos cimarrones y sus descendientes, al extremo de que más de un conjunto musical en el Caribe se llama “Cimarrón”. Talvez el último negro cimarrón “de la vieja guardia” vivió en pleno siglo XX: Enrique Blanco, un escurridizo hombre del campo dominicano que desertó del ejército trujillista, cruzó la frontera agrícola y se internó en la selva, desde donde incursionaba en haciendas, caseríos y ciudades. La historia fue tomada de voces populares y hecha canción por el merenguero Wilfrido Vargas (Vargas, 1978).

La pobreza rural empuja a muchos campesinos a afrontar la dura ciudad buscando realizar sus esperanzas; es el caso de “Juancito”, de Willie Colón (Colón, 1979). El anhelo de solución a los problemas del campo es el tema de “Ojalá que llueva café” de Juan Luis Guerra y 4-40 (Guerra, 1990b), al rogarle al cielo que se verifique un milagro que llene la tierra de alegría. Durante la primera mitad del siglo XX se le cantó a quienes, sin emigrar a las ciudades, las visitan para vender sus productos. Lo hace el “Yerbero moderno” (Cruz, 1956) y “Frutas del Caney” (Trío Matamoros, c.a. 1928; re-masterizada en 2009). La orquesta Dimensión Latina volvió a interpretar la canción antedicha, aunque llamándola “El frutero” (Dimensión Latina, 1975); todos personajes que aún hoy parecen desafiar a los supermercados.

Muchas canciones de la religión santera, practicada por muchos cimarrones y yerberos, completan el lazo que traspasa la frontera agrícola desde la selva hasta la ciudad. “Changó ta vení” (Machito, 1954), “Mata Siguaraya” (Cruz, 1950), “El Señor Botánico” –escrita por Rubén Blades (Miranda y Harlow, 1976), “Cuídate bien”, por Isaac Fernández (Miranda, 1973) y muchas otras llevan en sus textos símbolos santeros y a la vez rurales como el gallo, el hacha, el machete, las yerbas y el árbol de ceiba. La africanidad es evocada explícitamente como una gloria rural, selvática en “Afro-Cuban Jazz Suite” de Mario Bauzá (Parker y Machito, c.a. 1950), “Jungla” (Gillespie, 1954), “Aguanile” (Colón y Lavoe, 1972), y “Juana” 1600, (Chucho Valdés e Irakere, 1978), y con gloriosos sabores “primitivos” en “El hijo de Obatalá” (Allen y Barreto, 1973).

Discriminación a los que “son de la loma”

Casi todas las canciones y artistas hasta aquí mencionados son eminentemente urbanos, aunque proyectaban con éxito entre los bailadores su visión de lo rural. Pero los artistas nacidos, crecidos y criados en el campo tienen que luchar muy duro para que su música llegue al ámbito urbano, particularmente el de lujo intermedio y alto (véase también Ventura, 1999). En lugar del Merengue, la aristocracia y la clase media dominicanas preferían la música de las Antillas Holandesas, con clara estructura e instrumentación europeas (Ventura, 1999).

Las orquestas más glamorosas de la Cuba de la primera mitad del siglo XX tocaban para turistas norteamericanos y clases medias-altas locales. Acaso por eso Mario Bauzá indicó que los directores de orquesta se empeñaban en garantizar “la blancura” del personal. El irremplazable bongocero de la Orquesta Casino de la Playa, por su tez morena, era escondido tras los demás músicos (Rondón, 2008). Desafiando eso, Mario Bauzá y Frank Grillo “Machito” emigraron al Bronx en Nueva York y llamaron a su banda “Machito y sus Afro-Cubans”. Otro desafío, quizá más discreto, fue la canción “Son de la loma”, del Trío Matamoros (Matamoros, 1923), que proclama, ante las glamorosas ciudades de La Habana y Santiago de Cuba, que los cantantes no son de allí, sino que “son de la loma y cantan en llano” (Matamoros, 1923); es decir, que son del campo y cantan allí.

Conquistando las ciudades

La música rural del Caribe conquistó unas ciudades antes que otras. Veamos cómo casos lo de Cuba, Puerto Rico, República Dominicana y Panamá-Colombia –de donde proviene la Cumbia, que ha conquistado todos los países de América y muchos países del mundo. Las zonas urbanas de Cuba y Puerto Rico aceptaron primero lo rural en sus escenarios de lujo, aunque “blanqueándolo”. Por ejemplo, Don Aspiazú y su orquesta, con todo su arsenal de instrumentos rurales, tocaban a mediados de los años 20 en el Casino Nacional de La Habana (Giro, 2007), luego de lo cual brilló con sus evocaciones rurales en las urbanísimas Nueva York y París (Carpentier, 1932). En contraste, la conquista total de Santo Domingo por el Merengue dominicano debió esperar hasta la segunda mitad del siglo XX (Ventura, 1999). La alta sociedad de las principales ciudades de Panamá (y Colombia) produjo y bailó pasillos, de clara afinidad con el Vals, dando así la espalda y cerrando la puerta de las salas de baile a los ruralísimos tambores del Caribe local, preñados de negritud y aceptados por las mayorías rurales. Un bello y famoso pasillo es “Suspiros de una fea”, de Vicente Gómez Gudiño, aquí por Tobías Plicet y su Conjunto (Plicet, 1972).

la Cumbia y sus ritmos afines parieron héroes rurales que, aun siendo rechazados por lo urbano fueron plenamente aceptados por la ruralidad. Es el caso de Rogelio “Gelo” Córdoba –e.g. las piezas “A Chitré” y “Canajagua Azul” (Córdoba, 1942a-b) en Panamá y, mucho antes, Francisco “Pacho” Rada (1907-2003), en Colombia (Biblioteca Luis Ángel Arango, 2013). Estos y muchos otros juglares amenizaban bailes de caserío en caserío, robusteciendo a la Cumbia y sus ritmos afines en su ámbito natal. Con el crecimiento de las grandes ciudades, la cumbia sólo se bailaba en los arrabales poblados por campesinos emigrados a la ciudad, a pesar de la alta calidad de dicha música. En Panamá, esta situación persistió hasta mediados de los años noventas cuando incluso la clase media urbana fue conquistada por el vestuario sexy, el baile provocativo y los textos “de pimpinella” de una joven vocalista llamada Sandra Sandoval y su hermano Sammy (particularmente con la canción “La Gallina fina” (Sandoval et al. c.a. 1995). Desde entonces muchos citadinos bailan con entusiasmo las canciones de músicos más “viejos”, con un sonido mucho más tradicional y más afianzados en el público rural, tales como el finado Victorio Vergara, Dorindo Cárdenas, Alfredo Escudero, y jóvenes como Herminio Rojas y Leslie Santamaría.

La importancia de los conciertos bailables en vivo

Las músicas del Caribe rural no sucumbieron ante la música urbana en las ciudades porque los campesinos que emigraron hacia los centros urbanos aman su propia música, y porque los músicos rurales se ganan la vida ofreciendo conciertos en vivo también a esas personas, con el mismo afecto respetuoso en los caseríos más apartados que en las ciudades más modernas. Marginados, apartados, y hasta ridiculizados “por primitivos”, los emigrados que van del campo a la ciudad tienen en aquella música un cordón umbilical que les nutre de sus orígenes y alivia sus desarraigos. Eso ayuda a que el concierto bailable sea el sitio mejor para la persistencia de la música rural: allí los músicos observan directamente cómo los bailadores reaccionan ante determinados sonidos, coreografías y vestuarios. Por ejemplo, Johnny Ventura introdujo el “bum-bum” de un bombo de batería en el merengue al percatarse de que, sin ello, los jóvenes preferían la música anglosajona (Ventura, 1999); también fue la primera orquesta merenguera que llevó el show al frente de los propios bailadores. Por ende, hay gran preocupación entre algunos músicos rurales ante los riesgos de desaparición de los sitios donde se baila en vivo (Guerra, 2011), porque no sólo pierde el dinero de una noche sino también la oportunidad de mantener actualizadas las relaciones músico-bailador, tan necesarias para mantener culturalmente vivos a ambos.

Pero existe otro motivo por el que es necesario mantener los conciertos bailables en vivo. La gran riqueza acústica de la música del Caribe se debe a que los gustos son variados, lo que fomenta la variedad de sonidos, conjuntos, orquestas, canciones, y hasta versiones de una misma canción. Lo contrario sucede cuando la música se fabrica en oficinas controladas por individuos dedicados al marketing, que creen poder decirles a millones de personas lo que deben bailar. Ante la avalancha de música enlatada y estereotipada que prolifera con la globalización, es necesario lograr que la música del Caribe, particularmente la música rural, se siga saliendo con la suya mediante los conciertos bailables en vivo: que “el eco de este canto de cristal no se pierda por entre el rudo manigual” (Lecuona, 1929; cantado por Alfaro, 1959).

Conclusión

La admiración por lo rural que proyectaron los músicos urbanos del Caribe ante su público ayudó a abrir las puertas de la aceptación generalizada de la música rural en el Caribe. Esto catapultó dicha música hacia todo el mundo, por ejemplo gracias a los miles de turistas de las grandes metrópolis que visitan esas ciudades para bailar ritmos urbanos como la Salsa y tan rurales como la Cumbia. La solidez de la penetración de las ciudades del Caribe por la música rural se debe a la legitimidad de que el músico rural siempre gozó ante el propio campesinado, ante el cual permanentemente realiza conciertos en vivo, tanto en los sitios más remotos como en los barrios urbanos habitados por campesinos emigrados. Esos conciertos son la clave de la conservación de la música rural, ayudando a que esta cambie más en función de los gustos del público que de las oficinas de marketing disquero. En medio de las presiones que enfrenta el campo, es muy importante ayudar a que la música rural se conserve y evolucione allí, como parte de la diversidad cultural de las zonas rurales, porque es una forma de acercamiento armonioso entre los habitantes del campo y la ciudad, capaz de reducir las absurdas barreras de la discriminación.

 

Referencias bibliografías

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Discografía:

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Feliciano, Cheo. 1973. Aleluya de los campos. Album Felicidades, Vaya Records.

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Santiago, Adalberto y Barreto, Ray. 1983. La caña y la plantación. Álbum Celia, Ray y Adalberto –tremendo trío. Fania Records.

Plicet, Tobías y su conjunto. 1972. El suspiro de una fea. Tamayo Records.

Valentín, Bobby. 1979. Manuel García. Album Cállate corazón. Bronco Records.

Vargas, Wilfrido y sus beduinos. 1978. Enrique Blanco. Álbum Punto y Aparte. Karen Records.

Sammy y Sandra Sandoval y su conjunto Ritmo montañero. c.a. 1995. La Gallina Fina: http://youtu.be/yHr8bHfiwzY, búsqueda realizada el 19 de enero de 2014.