REVISTA

Praxis

e-ISSN: 2215-3659

Número 80, Julio-diciembre 2019

http://dx.doi.org/10.15359/praxis.80.3

URL: www.revistas.una.ac.cr/index.php/praxis



DEL “HOMBRE CIVILIZADO” AL “BÁRBARO TECNIZADO”: EL CINE INDIGENISTA EN MÉXICO Y BRASIL

FROM THE “CIVILIZED MAN” TO THE “TECHNICIZED BARBARIAN”: INDIGENISTA CINEMA IN MEXICO AND BRAZIL

Natalia Möller González

Investigadora independiente, Chile

natalia.moller.gonzalez@gmail.com

Recibido: 30 de agosto / Aceptado: 12 de octubre / Publicado: 15 de noviembre

Resumen

En el presente artículo busco aproximarme al tema de la yuxtaposición de indígenas y máquinas en el cine. Para ello abordo cines que se pueden denominar “indigenistas” en el sentido de una corriente de opinión favorable a los indígenas, adoptada por quienes no son indígenas. Reviso para ello dos películas que se enmarcan, respectivamente, en dos proyectos de cine indigenista latinoamericano: aquel producido por el Instituto Nacional Indigenista en México y el que es realizado por antropólogos brasileños en el marco de Video en las aldeas.

Palabras clave

Cine indigenista, mestizaje, antropofagia, Instituto Nacional Indigenista, Video en las aldeas

Abstract

In this article I seek to explore the juxtaposition of indigenous subject and machine in film. Thus, I approach “indigenista” films, that is, films that show a well-disposed stance towards indigenous people from a non-indigenous perspective. I analyze two films that are representative of two projects of “indigenista” cinema in Latin American: the first one, produced by the Instituto Nacional Indigenista in Mexico and the second one, made by Brazilian anthropologists from the organization Video in the Villages.

Keywords

Indigenista film, mestizaje, anthropophagy, Instituto Nacional Indigenista, Video in the Villages.

- Oh no, you can’t take my photograph.

- I’m sorry. Do you believe it will take your spirit away?

- No, you got the lens cap on.

(Diálogo entre Neville Bell y Sue Charlton en Crocodile Dundee)

Cine e indigenismo

En el breve y esclarecedor video Magia salvaje y automatismo técnico (2008), Margarita Alvarado revisa una serie de fotografías en las que aparecen indígenas junto a máquinas: sentados en automóviles, usando máquinas de coser o sosteniendo armas. Alvarado identifica variaciones estéticas e ideológicas en estas yuxtaposiciones de lo que supuestamente es primitivo y los aparatos paradigmáticos del “avance” tecnológico que Occidente vanidosamente se auto-atribuye. Sobre una de las escenas paradigmáticas de Nanook (Flaherty, 1922), en la que vemos lo que hoy sabemos es una puesta en escena del protagonista inuit desconcertado ante un tocadiscos, Alvarado comenta:

Solo experimentamos una especie de absurdo cómico al observar cómo este ‘otro’ no supera su estupefacción frente a las tecnologías de las máquinas del escuchar y el mirar … Estas imágenes revelan a través de algunos de los dispositivos y procedimientos visuales descritos, una oposición entre esa curiosidad ansiosa que le suponemos a un nativo frente a lo automático y nuestro señorío de hombres blancos en el supuesto delirante del dominio técnico, dejando de manifiesto la dicotomía etnocéntrica profunda: barbarie y civilización. (Alvarado, 2008)

Este “absurdo cómico”, que Alvarado describe como efecto de las relaciones de poder inscritas en estas fotografías, ha tenido, por cierto, interesantes giros en manos de los indígenas mismos. Cuando los kayapo irrumpieron en la Reunión de Altamira en el estado brasileño de Pará de 1989, por ejemplo, llegaron vestidos a la usanza tradicional –con taparrabos y adornos corporales–, pero manejando diestramente cámaras sobre sus hombros. Con ello, los kayapo buscaban documentar las reuniones con funcionarios estatales y llevar registro de sus promesas y acuerdos, que en el pasado habían sido incumplidos con tanta frecuencia. Sin embargo, la imagen de sus cuerpos semi-desnudos equipados de modernas máquinas, causó tal revuelo entre los presentes, que los kayapo pasaron de ser quienes registraban los eventos, al evento a ser registrado por la prensa mundial que estaba allí presente (Turner, 1992, p. 7).

La misma supuesta incompatibilidad de indígena y máquina moderna aparece en los casos revisados por Margarita Alvarado y en el caso de los kayapo, con objetivos distintos: tal presunta incompatibilidad es el punto flaco al que vuelve el poder para hacerse de evidencia y arraigo, pero también es, acordemente, la fisura sobre la que se torna productiva la resistencia. Se trata, por supuesto, de una dicotomía que no se sostiene sin variaciones en el tiempo, como pone en evidencia Magia salvaje y automatismo técnico. El filme analiza diversos motivos que se reiteran en fotografías de la primera mitad del siglo XX, como, por ejemplo, las que muestran a sujetos indígenas manejando una máquina de coser o aquellas en las que aparecen indígenas posando con armas en sus manos. Mientras las del primer conjunto dejan entrever una alteridad proletarizada, las del segundo conjunto apuestan por destacar la fiereza de los sujetos retratados. Y aunque se trata de mensajes que se contradicen, ambos funcionan como tropos en los que se reproduce la otredad indígena en función de intereses neocoloniales: en la evidencia del sometimiento de la fuerza de trabajo, en el primer caso, y en el argumento a favor de la invasión y el genocidio de los “bárbaros”, en el segundo caso.

En el presente artículo busco abordar el tema de la confluencia de indígena y máquina en el cine. Para ello me aproximo a cines que se pueden denominar “indigenistas” en el sentido que le da Henri Favre al término, esto es, como “una corriente de opinión favorable a los indios” adoptada por quienes no son indígenas y que “se manifiesta en tomas de posición que tienden a proteger a la población indígena, a defenderla de injusticias de las que es víctima y a hacer valer las cualidades o atributos que se le reconocen” (Favre, 1999, p. 7). En la acepción de Favre, dicha “corriente favorable” no se reduce solamente al proyecto estatal que se identificó con dicha denominación, sino que es tan heterogénea como de largo aliento: comienza ya con los primeros contactos en el siglo XV, adopta varias manifestaciones entre clérigos, colonos criollos y, más adelante, en tiempos republicanos, aparece de diversas maneras en discursos estatales, artísticos, intelectuales; en lugares tan irreconciliables que van de las nociones de folclor andino de la elite liberal boliviana de principios del siglo XX (Wahren, 2016), hasta la denuncia del problema de la tenencia de la tierra en el marxismo de Mariátegui (Mariátegui, 2007). Un abordaje del indigenismo debe, por tanto, tener en cuenta esta heterogeneidad desbordante y, con ello, no perder de vista el horizonte histórico en el cual produce sentido.

Como para recalcar este carácter heteróclito del indigenismo y, en particular, del cine indigenista, me aproximo a continuación a dos proyectos que por sí solos son ya evidencia de dicha complejidad. El primero de estos proyectos fue desarrollado en México por el ya inexistente Instituto Nacional Indigenista (INI) que, prácticamente desde su fundación en 1948 hizo prolífico uso de herramientas audiovisuales con fines pedagógicos, propagandísticos y científicos. Hoy, el Acervo de Cine y Video Alfonso Muñoz cuenta con casi 3 mil cintas audiovisuales y 13 mil videos que fueron realizados en el marco del trabajo del INI y de la actual Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI). Interesantemente, estos filmes, aunque identificados mayormente con enfoques estatales, contienen una diversidad casi inconmensurable de discursos audiovisuales, con variados y hasta contrastantes contenidos políticos y fundamentos antropológicos. El segundo proyecto al que deseo referirme se gestó, en cambio, en condiciones absolutamente dispares a los del cine indigenista mexicano, en un contexto de movilizaciones políticas en contra de medidas promovidas por el Estado. Se trata de Video en las aldeas (VNA), un proyecto que fue inaugurado por la organización no gubernamental Centro de Trabajo Indigenista (CTI) en Brasil, con el fin de poner a fotógrafos y cineastas al servicio de organizaciones indígenas. Sin embargo, VNA es bastante más célebre por los videastas indígenas que por sus películas etnográficas y militantes. Existe ya, por tanto, un buen conjunto de valiosas investigaciones dedicadas al estudio del denominado “cine y video indígena”, como las realizadas por Patricia Aufderheide (2008) y Amalia Córdova (2014), mientras que son relativamente escasas aquellas que abordan los filmes propiamente indigenistas, es decir, los filmes que han sido realizados por cineastas que no son indígenas, pero que se identifican con sus causas. Aunque en este caso el corpus de cine indigenista es bastante más acotado que el mexicano, y los realizadores menos numerosos −casi todas las películas están hechas por Vincent Carelli, Virginia Valadão y Mari Corrêa−, cabe destacar también la diversidad de estéticas y discursos audiovisuales, que pueden atribuirse sin duda al ánimo decididamente experimental de estos realizadores.

En los siguientes dos apartados de este artículo propongo, entonces, esbozar el contexto político, social y cultural de estos proyectos, dando cuenta de algunos de sus momentos y obras más importantes, para luego pasar a realizar un análisis propiamente fílmico de dos películas que proponen vías muy distintas para comprender y poner en escena la relación entre máquina y ser humano; la primera es el cortometraje Todos somos mexicanos (Arenas, 1958) y la segunda, Antropofagia visual (Carelli y Valadão, 1995). Mi intención es que estas películas, puestas en diálogo en las siguientes páginas, en especial respecto a la yuxtaposición de sujeto indígena y máquina moderna, permitan traslucir la modernidad de lo indígena como tensión que es más política que esencial y que, por tanto, admite la proyección de las sociedades indígenas hacia el futuro. En un sentido más amplio, espero, además, proponer una lectura más crítica de aquellas actitudes que, también hoy (y sobre todo, hoy), promueven una “postura favorable” hacia los pueblos indígenas, como por ejemplo aquellas planteadas bajo el manto del reconocimiento multicultural, aquel “que valora las diferencias del otro en tanto cuerpo cerrado, no histórico, tradicionalizado y folclorizado” (Antileo, 2012, p. 199). En otras palabras, que solo admite una “postura favorable” hacia los pueblos indígenas mientras mantengan una “autenticidad” pretérita y desistan de la pugna política.

Cine indigenista institucional en México: Todos seremos civilizados

La gran cantidad de materiales audiovisuales, películas y documentos realizados por el Instituto Nacional Indigenista (INI) ha sido escasamente abordada por las investigaciones. Es probable que este desentendimiento se deba al presunto carácter doctrinario de estos filmes que, por lo menos, a mí, me parece mayormente injustificado, en especial porque las prácticas estatales (y de poder, en general) raramente son tan homogéneas como parecen. No habría que pasar por alto, por ejemplo, el hecho de que los primeros impulsos para la creación y promoción del cine y video indígena en México se originaran aquí. Luis Lupone, quien se formó en la escuela de Jean Rouch en París, terminaría por imponer el pionero taller de super 8 para las mujeres de la Organización de Artesanas de San Mateo del Mar, a pesar de las aprensiones de las directivas institucionales (Becerril, 2015, p. 41). En 1990, otro realizador del INI, Guillermo Monteforte, lograría también poner en pie un proyecto de más largo aliento (aún vigente): el proyecto de Transferencia de Medios Audiovisuales a Comunidades y Organizaciones Indígenas (TMA). Tras 1994, fecha del Levantamiento Zapatista, el proyecto de Monteforte sería mirado con creciente recelo, de manera que el cineasta se separaría del INI para dar continuidad al proyecto desde otros márgenes. Así, se da en México una situación paradójica en la que el Estado es, a la vez, impulsor y celador de los procesos que desembocaron en las prácticas indígenas de auto-representación audiovisual (Wortham, 2013). Pero en el cine y video indígena solo se repite una vez más, en el particular contexto de impulsos neoliberales, el carácter esquizoide del rol estatal. Prueba de ello son, también, los variados y contradictorios materiales audiovisuales indigenistas realizados por el INI, que preceden al cine y video indígena.

El indigenismo integracionista mexicano llegaría a tener tremenda influencia durante el siglo XX y constituiría un marco de referencia para toda la región. Manuel Gamio sentaría sus bases como corriente de pensamiento y proyecto político en su obra Forjando patria (1916), en donde propondría la incorporación de las poblaciones indígenas a cierta idea de nación culturalmente homogénea –mestiza– a través de la educación y las políticas públicas. Gamio consideraba, además, que la antropología era una herramienta clave, porque el estudio y la comprensión de las “pequeñas patrias” existentes al interior del territorio nacional, podía contribuir a la fusión, “tendiendo (…) a hacer coherente y homogénea la raza nacional, unificando el idioma y [haciendo] convergente la cultura” (Gamio, 1916, p. 14). En este espíritu es que Gamio sería una pieza clave para la creación del Instituto Indigenista Interamericano en 1940, que más adelante, en 1948, fundaría su filial mexicana, el INI.

Esta anhelada fusión cultural, sintetizada en la idea del mestizaje, no designaba solamente la mezcla de “razas” diversas, sino que apuntaba, en particular, a cierta idea de ciudadanía armoniosa. No se trataba, así, en primera instancia, de alcanzar meramente una homogenización étnica: con el ideario del mestizaje se buscaba conceptualizar la división interna de México en términos que hoy estimaríamos que pertenecen a distintos ámbitos: diversidad cultural, dispersión geográfica y desigualdad social (Zapata, 2013, p. 114). En estos idearios, el indígena constituye un punto especialmente problemático, porque, si bien es componente neurálgico del ser mestizo, también es considerado incompatible con la modernidad anhelada. Villoro escribe al respecto que en el México post-revolucionario conviven nociones paradójicas de mestizaje: por un lado, un concepto de mestizaje “exterior” que buscará remediar las divisiones que existen en México a través de la homogenización y por el otro lado, un concepto de mestizaje “interior” o “espiritual” donde la parte indígena se encuentra idealizada (Villoro, 2014, p. 211). Es esta paradoja del mestizaje la que se encuentra en la base de las dispares manifestaciones indigenistas –estatales y culturales– en las que lo indígena será “lo propio a la vez que lo extraño, lo mismo y lo diverso a un tiempo” (Villoro, 2014, p. 211).

Por la centralidad que tendría la pedagogía para el indigenismo estatal, el INI utilizaría, en primer lugar, recursos audiovisuales para informar a las poblaciones indígenas, cuyos miembros eran en su mayoría analfabetos, de enfermedades, cría de animales, el uso del agua y la utilidad de las vacunas. Por el éxito alcanzado con esta estrategia, se crearía en 1952 una sección central de ayudas audiovisuales dedicada exclusivamente a la creación de estos materiales, que trabajaría directamente desde los llamados Centros Coordinadores Indigenistas (CCI), las sedes del INI que actuaban a nivel local con el propósito de ajustar objetivos y metodologías a las circunstancias particulares de cada región. Los CCI se dieron también a la tarea de organizar muestras de cine con fines pedagógicos –por ejemplo, de películas históricas– para las comunidades (Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, 2009, p. 9).

Pronto el uso del cine se aplicaría además en dirección opuesta, es decir, ya no solamente para llevar información y educación afuerina a las comunidades, sino también para informar a la sociedad mexicana sobre la vida rural indígena y, por supuesto, sobre las medidas que el INI tomaba para solucionar los problemas en áreas remotas. El cine aparecía como herramienta idónea para este propósito, en tanto permitía informar eficazmente a grandes porciones de la población.

En 1958 se produce la primera película en este espíritu. El cortometraje Todos somos mexicanos fue realizado por el cineasta José Arenas, con la dirección fotográfica de Nacho López, uno de los más importantes fotógrafos de la época, y un guion escrito por el historiador Gastón García Cantú, la escritora Rosario Castellanos y el filólogo y cineasta Fernando Espejo. Aunque dirigida a un público vasto, es evidente la “pluma” erudita de Todos somos mexicanos y no tan solo en lo que respecta al contenido, sino también por su calidad estética. Este cortometraje y otros de la época, como Misión de Chichimecas (López, 1970), reflejaban el ideario nacionalista que perseguía la unión de la población del territorio mexicano bajo una misma cultura y una sola lengua.

Todos somos mexicanos está narrada por una voz masculina superpuesta, omnisapiente al grado de que tiene la capacidad de adivinar pensamientos y sentimientos de los personajes colectivos e individuales que aparecen en la pantalla. Si bien el narrador hace gala de plenos conocimientos antropológicos, sociológicos y económicos, más que una voz científica, su tono es paternal y a ratos, adquiere una tonalidad enardecida por las injusticias que muestra o bien, exaltada por el patriotismo que defiende. El lenguaje es pedagógico, dirigido a un público con un nivel de información más bajo que el narrador. Si el Estado mexicano hubiese podido hablar, este habría sido, sin duda, el tono de su voz.

La primera secuencia de Todos somos mexicanos abre con un mapa de México pintado en un mural, soporte paradigmático del arte mexicano de su tiempo. Ilustraciones de diversos personajes pintorescos ocupan el espacio de la nación en el mapa, cada uno representando a una etnia en su respectiva región, rodeados de animales y objetos típicos de la zona. Se detiene la cámara en la zona del grupo mazateco, a la que posteriormente pasará esta historia. Así, el filme va de lo general a lo particular, en donde la vista por sobre el territorio nacional hace evidentes las “pequeñas patrias”, como las llamó Gamio. La amalgama de diferencia cultural, desconexión y pobreza propia que hace esta corriente indigenista, se refleja en el comentario que acompaña a la secuencia: “En México habitan más de tres millones de indígenas compatriotas nuestros que hablan más de 64 idiomas diferentes. Cada grupo tiene sus propios problemas, su propio aislamiento, su propia miseria”. El argumento central de este filme se mueve por estas líneas: si la diferencia cultural está asociada al atraso histórico, al desaparecer la desigualdad, la diferencia también se esfumaría (Bonfil, 1990, p. 169).

La imagen pasa, más adelante, de las pinturas del mapa a una toma de vuelo de pájaro sobre un extenso territorio natural, interrumpido a lo lejos por los grandes muros de una represa. El narrador anuncia que estamos en la zona de indígenas mazatecos. Aquí, nos dice, la construcción de la represa ha desplazado a más de 3000 familias que deben recoger todas sus pertenencias y dejar el pueblo, porque pronto quedará bajo el agua. Aparecen las imágenes de un pueblo abandonado, de casas de paja y calles de tierra desoladas. Por una de ellas marchan en fila varias personas con sus muebles y animales a cuestas, para tomar una balsa que los llevará a su nuevo hogar. La cabeza gacha de algunos aldeanos denota tristeza, pero eso se mantiene más bien en segundo plano, porque la presentación de la masiva represa es acompañada de una melodía animada y de una narrativa celebratoria. La represa, en suma, es progreso inevitable y el abandono del pueblo, una difícil pero necesaria medida. Solo el hechicero del pueblo – un hombre de ojillos ladinos – hace un último intento de brujería para maldecir la represa, pero en vano.

Mujeres, hombres, niños, perros, burros emprenden en fila un éxodo que los lleva por parajes desolados, algunos ya inundados, para abordar luego una especie de barcaza que los transporta, con todo y animales, a una nueva vida. Cuando los desplazados llegan al Centro Coordinador Indigenista de Papaloapan, el tono apocalíptico es reemplazado por uno alentador. Aquí podemos apreciar a hombres manejando tractores y fumigando las plantaciones con máquinas, médicos de pulcra bata blanca atendiendo a los enfermos, a dóciles niños escuchando las palabras de su profesor.

El filme nos traslada más adelante, con un paneo sobre el mismo mapa, a un lugar en Chiapas, donde, según nos cuenta el narrador, los indígenas no pueden acceder a las bondades del progreso porque monumentales montañas obstruyen la comunicación con el resto del mundo. El comentador se embarca en una explicación bastante dudosa de la pobreza de sus habitantes. Los campesinos, relata, siguen sembrando sus tierras (“parajes dispersos”) con la primitiva herramienta del esqueje, de manera que sus cultivos no alcanzan para alimentarse debidamente, lo cual conduce a enfermedades y miserias. De nuevo, se ofrece un alentador contraste con la introducción del Centro Coordinador Indigenista de Chiapas, en donde “los alumnos aprenden a cultivar la tierra con otros procedimientos, a protegerla de las plagas, a injertar nuevas variedades de árboles”. Sobre un campo sembrado trabajan ahora mujeres y hombres vestidos de blanco, armados de distintas herramientas de riego y cultivo. Después, una mujer indígena se dispone a manejar una gran máquina y nuestro narrador nos cuenta que “después de cientos de años, en una aldea se oye por primera vez el motor de un molino de maíz” y asegura, con ello, que se trata de “una enseñanza que liberará a otras mujeres como ella”.

Numerosas escenas ilustran de variadas maneras el comentario, que insiste en comparar tradición y modernidad para probar la superioridad de la última sobre la primera. Vemos mujeres indígenas, vestidas todas iguales, manejando máquinas de coser en una hilera perfecta que divide el cuadro diagonalmente. Niños, ancianos y campesinos visten de manera similar y, a veces, exactamente igual. Todos ellos parecieran admitir y celebrar al unísono esta “nueva vida”, en la que, según el comentario, serían “capaces de convivir sin desventajas con sus otros hermanos mexicanos”, sugiriendo con ello que la desventaja consiste en vivir atado a las tradiciones obsoletas de su cultura. Sobre un grupo de jóvenes indígenas que disfrutan de un espectáculo de títeres, se cierra el filme. El narrador exclama, entonces, en exaltación nacionalista, que todos estos personajes “¡también son mexicanos!”.

De esta manera, podríamos asegurar que en Todos somos mexicanos la reunión de indígena y máquina moderna tiene matices distintos a la recién comentada escena de Nanook, en tanto no buscaría destacar la incompatibilidad entre uno y otro, sino reunir ambas cosas en armonía. Los pueblos indígenas debían ser integrados al proyecto desarrollista mediante la modernización de sus formas de trabajo y la educación. En el filme, la mirada del Estado se posa sobre el territorio mexicano, no solo para observarlo desde una lejanía científica, sino también para hacerlo encajar en cierta imagen emotiva que se condensa en el concepto de “mexicano”.

Tal es el afán homogeneizador, que cada vez que aparecen grupos de indígenas, todos ellos visten atuendos idénticos o muy similares. En general, el filme destaca a muy pocos individuos indígenas y tiende a mostrar grupos como colectivos uniformes, a cuyos miembros frecuentemente ordena obsesivamente en filas o figuras, casi como si sus cuerpos fuesen líneas o puntos en un diagrama sociológico. El mestizaje “exterior” aquí propuesto se condice con cierta idea civilizatoria que comprende al progreso como la adopción de máquinas que realizan trabajo de manera automática, con mayor eficiencia, superando el trabajo manual del ser humano. La homogenización pasa por hacer del indígena un operario de la máquina, lo cual es afín a su constreñimiento en un uniforme. El mestizaje “interior” o “espiritual”, aquel que en palabras de Villoro convierte al indígena en una figura ensalzada de virtud y pureza1, tiene aquí su correlato en un indígena vehementemente abstraído.

Cine indigenista militante en Brasil: Video canibalismo

Video en las aldeas es un proyecto bien conocido por promover la capacitación y producción de videos por indígenas de Amazonas y Mato Grosso en Brasil. Nace en 1987 como iniciativa del Centro de Trabajo Indigenista (CTI), una organización no-gubernamental creada al calor del ciclo de movilizaciones políticas que se activó en 1979 a propósito de un proyecto de ley que pretendía anular la condición legal de “indígena” con el fin de acabar con las medidas de protección hacia tierras comunales (Ramos, 1992, p. 4). Las protestas en torno a este proyecto de ley reunieron en una misma arena a antropólogos, abogados, periodistas, artistas y misioneros que solidarizaron con la causa indígena. Pero lo más característico de este ciclo de movilizaciones es la aparición protagónica de dirigentes indígenas, que antes habían mantenido un perfil más bien bajo. Finalmente, el proyecto de ley fue suspendido gracias a la acción conjunta, pero muchas de las organizaciones indígenas y solidarias permanecieron en el mapa político brasileño hasta la actualidad. El CTI, formado mayormente por antropólogas y antropólogos solidarios, existe aún y se ocupa del fortalecimiento de las autonomías indígenas, apoyando prácticas que promueven la organización comunitaria. Video en las aldeas se alinea con este objetivo, en la medida en que la producción de filmes reúne a las comunidades, echa a andar procesos de articulación, disenso, consenso y memoria.

Durante los años ochenta, y en afinidad con las movilizaciones recién mencionadas, proliferan en Brasil además los documentales etnográficos y políticos que buscaban registrar tradiciones, costumbres y rituales con el fin de afirmar que los indígenas existían y que, por tanto, tenían prerrogativa sobre sus tierras (Amancio, 2015, p. 14). Video en las aldeas nace, entonces, en la confluencia de estas circunstancias históricas, políticas y culturales. Pero el CTI no echa a andar esta iniciativa para capacitar a indígenas en la realización audiovisual –la razón por la cual se conoce mayormente el proyecto hoy en día−, sino más bien para que los realizadores solidarios pudieran apoyar las causas indígenas con registros fotográficos y audiovisuales.

Por esta razón, quienes estudian este proyecto, concuerdan en que Video en las aldeas consta de dos fases: la primera, que es de talante mayormente etnográfico y militante, que va desde su fundación en 1986 hasta el año 2000, y la segunda fase, que empieza en el año 2000 con la creación de talleres permanentes de capacitación en diversas aldeas y con la aparición de autores indígenas como Divino Tserewahú y Zezinho Yubé (Queiroz, 2013; Aufderheide 2008). Sobre la segunda fase ha corrido bastante tinta, pero en este artículo quisiera centrarme más bien en la primera fase de Video en las aldeas, su fase etnográfica política, en especial en las obras audiovisuales de los antropólogos Vincent Carelli y Virginia Valadão.

De esta primera fase se ha dicho (injustamente, a mi parecer) que las películas etnográficas comprometidas son una forma más de colonialismo visual, porque en ellas se subordinaría la representación de los indígenas a determinados objetivos políticos, por ejemplo, aquellos que se oponían a la dictadura militar brasileña. El antropólogo Rubén de Queiroz ha señalado, además, que los filmes de la primera fase del proyecto estuvieron mayormente dirigidos al público general, no-indígena, lo cual habría conducido a adoptar formas del cine clásico y del cine militante en desmedro de un esfuerzo por trasladar estéticas indígenas a los filmes. En la primera fase, entonces, habría prevalecido el espectáculo; mientras que, en la segunda fase, los autores indígenas habrían trasladado a la pantalla un “pensamiento indígena”, invisible a los ojos occidentales (Queiroz, 2013, p. 47).

Cuál sería esta mirada, y por qué Queiroz sería capaz de detectar lo que otros occidentales no ven, es, por lo pronto, harina de otro costal. Pero es importante mencionar, eso sí, que el objetivo expreso de Carelli no consistió en trasladar miradas indígenas al cine. El antropólogo ha señalado en reiteradas ocasiones que, durante esta primera fase, buscaba deliberadamente trabajar con indígenas que comprendían el audiovisual como herramienta política, y que evitaba trabajar con quienes querían optar por una carrera como cineastas (Aufderheide, 2008, p. 29). Ello no tendría que ver, a mi parecer, con un deseo inconfesado de suprimir una “auténtica” perspectiva indígena, sino, al contrario, con una preocupación por hacer y difundir películas que fuesen representativas de las demandas políticas de organizaciones indígenas, en un contexto en el que ser o no ser indígena ante el Estado tenía considerables repercusiones en las vidas de las personas. A la vez, estos filmes perseguían el objetivo más mundano, pero no menos importante, de recaudar fondos que asegurasen la supervivencia del proyecto (Aufderheide, 1995, p. 84). Por eso los filmes estaban dirigidos mayormente a un público general y menos pensados para la circulación intra e intercomunitaria.

Entonces, efectivamente, estos filmes parecen ceñirse a moldes comerciales y clásicos del cine documental y del reportaje. Pero un análisis más atento sugiere que, si bien ellos no destruyen la relación de sujeto y objeto con los pueblos indígenas que retratan, los antropólogos ponen a prueba diversas metodologías participativas desarrolladas en el campo, que, por lo menos, ponen en riesgo los lugares seguros del observador del documental etnográfico canónico.

Una de las metodologías participativas desarrolladas por Carelli y Valadão es la del feedback, es decir, la práctica de exhibir lo filmado a los involucrados en el rodaje, para que tengan la posibilidad de opinar, comentar y debatir. Aunque Carelli ha dicho que en aquellos años no estaba familiarizado con el trabajo de Jean Rouch, es sorprendente que las reflexiones de ambos realizadores (no necesariamente sus obras) hayan tomado rumbos tan similares como, por ejemplo, la inclusión de un registro audiovisual de las sesiones de feedback en las ediciones finales de sus películas. Festa da moça/ Fiesta de la muchacha (1989) es el documental que mejor da cuenta de esta metodología: en él, una comunidad queda inconforme con el registro audiovisual de un ritual de paso femenino y exige a Carelli repetir la filmación.

Otra de las metodologías desarrolladas por Carelli y Valadão es la del diálogo audiovisual, que consiste en el intercambio de videos entre distintas aldeas, estando una de ellas, por lo general, más aislada del mundo moderno que la otra. En O arca dos zo’é/ El arca de los zo’é (Carelli y Gallois, 1993) una comunidad waiapi que mantiene contacto con los blancos desde hace dos décadas, se comunica audiovisualmente con una comunidad zo’é, contactada por los brasileños hace muy poco. Tras haber intercambiado varios videos entre comunidades, el jefe waiapi, Wai-wai, viaja a la aldea zo’é con los camarógrafos indígenas entrenados por Video en las aldeas, para hacer una especie de análisis etnográfico de los zo’é, en vista de que ellos conservan, por su relativa incomunicación, costumbres y tradiciones que los waiapi han perdido (Ginsburg, 2011). Pero, además, advierte Wai-wai a los zo’é de los males que acarrea el trato con los blancos y, en un televisor conectado a un generador en el centro de la aldea, muestra a los desconcertados zo’é imágenes de un bulldozer destruyendo la selva. Si bien O arca dos zo’é es una película hecha por los antropólogos para documentar este encuentro, ella es narrada enteramente por Wai-wai, quien dirige el “trabajo de campo” en el territorio de los zo’é, explica a los demás waiapi las costumbres y creencias zo’é, y saca conclusiones de este encuentro para futuras alianzas inter-comunitarias.

Otro de los videos de esta primera fase es Antropogafia visual (Carelli y Valadão, 1995). Es interesante aquí que los autores recurran al concepto de la antropofagia para hablar de los procesos participativos que estaban desarrollando. Como ha observado Carlos Jáuregui en su Canibalia (2008), es posible comprender la antropofagia como palimpsesto, es decir, como una figura que vuelve constantemente en formas diversas, cargada de contenidos residuales y emergentes. En el caso de la aplicación del concepto a esta película, no se trata de un retorno a la vanguardia modernista, ni tampoco de una alusión a las películas que en los años setenta revisitaron el tema2. Pero sí es, en cambio, una reformulación de la cuestión que preocupaba tanto a las vanguardias como al tropicalismo: la apropiación emancipadora de las tecnologías alienantes del norte, ya no por el mestizo o brasileño, sino, esta vez, por indígenas.

En Antropofagia visual, Carelli y Valadão visitan a los enawenê y descubren que ellos establecen un vínculo particular con la cámara, que Carelli describe como un “espíritu performático” propio de su cultura. Con ello, plantea Carelli una idea que por cierto es muy rouchiana, a saber, que la cámara no encuentra acciones y eventos independientes de ella, que hubieran sucedido aunque estuviese la cámara ausente, sino que es la cámara la que los provoca. Esta calidad dialógica del encuentro entre ser humano y máquina en la película, permite hacer una lectura distinta de la que hace Queiroz de las películas de esta fase, aunque a primera vista sea, en efecto, un filme destinado a un público más amplio, que recurre a las convenciones más clásicas del documental expositivo. Para desarrollar a continuación esta otra lectura, abordaré dos secuencias de la película.

La primera inicia con una breve introducción en la que una voz masculina superpuesta y la “cabeza parlante” de Vincent Carelli, explican al público el “espíritu performático” que despliegan los enawenê ante la cámara. La pantalla da cuenta, en tanto, de un grupo de hombres enawenê que camina en hilera hacia la cámara por un sendero selvático. De pronto, uno de ellos rompe el paso constante para sacar su pene del estuche tradicional que lo contiene, tomarlo entre las manos y sacudirlo ante la cámara con una gran sonrisa en su rostro, haciendo reír a carcajadas al hombre que camina detrás de él. A esta escena le siguen varias otras de similar calibre: más hombres meneando sus penes para la cámara, una pareja de muchachos fingiendo penetrarse, varios otros separando los glúteos y exponiendo el ano para el lente. Para quienes no somos enawenê, las escenas serán seguramente experimentadas como grotescas o, por lo menos, insólitas. Pero la película no se tarda en brindar alivio al shock cultural a través del comentario expositivo que reza:

El gesto que acabamos de ver no tiene la misma connotación agresiva que tiene en nuestra sociedad. Los enawenê hacen este tipo de bromas frente a la cámara para regalarse unas cuantas risotadas al final del día, cuando se sientan juntos frente al televisor.

La voz masculina del comentario, sobria y sosegada, nos asegura con autoridad etnológica que la lectura de estos gestos debe hacerse con disposición relativista. Cuando la otredad amenaza con desbordar todo sentido común –y yo diría que esto sucede especialmente cuando vemos a niños involucrados en estas performances sexuales– la autoridad del comentario experto interviene para instalar una tregua. Una escena de los enawenê reunidos en torno a un televisor conectado a un generador en medio de la plaza del pueblo, mirando las mismas escenas que acabamos de ver, riendo juntos a carcajadas y comentando los registros, ilustra las aclaraciones del locutor. No se trataría, según esta lectura, de un “salvajismo” en el que la sexualidad se encuentra despojada de cultura y desplazada a la “pureza natural”, sino de un ritual de cohesión social que culmina ante una televisión y que, por tanto, no dista mucho de nuestras propias prácticas culturales.

La segunda secuencia que me interesa revisar es algo posterior. En ella, Virginia Valadão narra un inesperado acontecimiento sucedido durante una entrevista que realizaba a un hombre enawenê. Este relataba a la antropóloga un hecho tremendamente traumático, vivido recientemente por los habitantes de la aldea; un asalto por parte de los cinta larga, un pueblo indígena vecino de los enawenê, que al parecer practica la antropofagia. La secuencia alterna los registros audiovisuales de la entrevista al hombre enawenê y los posteriores sucesos en la aldea, con la “cabeza parlante” de Valadão, que brinda una explicación posterior de la escena desde su oficina, sentada a la par de una televisión por la que pasan las imágenes de lo sucedido en la aldea.

La situación se dispara cuando el hombre enawenê muestra a Valadão las cicatrices que sobre su cuerpo dejaron las flechas de los cinta larga. En ese momento, varios niños se levantan y empiezan a fingir con gran escándalo que se tiran flechas unos a otros. Pronto, se le unen los adultos de la aldea, que además de disparar sus flechas, fingen desmembrar a sus compañeros con grandes machetes y morder sus carnes. Sin comprender lo que está sucediendo, los antropólogos corren a resguardarse tras una choza, hasta que entienden, por señas de los enawenê, que están siendo exhortados a filmar la situación, que resulta ser, a fin de cuentas, una puesta en escena de las memorias que recién estaba narrando el hombre enawenê.

Los antropólogos descubren así que los enawenê realizan esta performance del ataque como una forma de elaborar una memoria colectiva y que comprenden, además, que la cámara está allí para lo mismo: para contar una historia. La “cabeza parlante” de Valadão, por su parte, confiesa, desde su oficina, que tardó en comprender el significado de lo que estaba presenciando y es justamente porque los enawenê le exigen que filme, que la antropóloga termina de entender que le estaban mostrando el evento del cual conversaban.

La situación aparece encuadrada por la pantalla televisiva que acompaña a la “cabeza parlante” de Valadão en su oficina. Como ha señalado Bill Nichols (1991) la “cabeza parlante” es la convención del documental expositivo que sirve para comunicar saber “experto” y apelar a la cognición del espectador. Lo interesante es que, en este caso, lo que se ve en la pantalla de la televisión que adorna el fondo de la “cabeza parlante” de la antropóloga es lo contrario: el momento en el que los enawenê toman el control de la situación, y los “expertos” quedan desamparados, sin comprender lo que está pasando, al menos por algunos minutos. El espacio desde el cual se explica el evento, la oficina como lugar de reflexión y creación de conocimiento, podría comprenderse, siguiendo la metáfora de la antropofagia, como el momento de la digestión antropológica, con la televisión actuando como una especie de mecánico estómago que contiene los datos recogidos en su estado aún de materia prima.

En las siguientes escenas, los enawenê se reunirán en la plaza para ver Danza con lobos (Costner, 1990). Entusiasmados con las posibilidades del video, deciden hacer su propia película, en la que cuentan cómo mataron a buscadores de oro que merodeaban por su territorio. Antropofagia visual concede así sus últimos cinco minutos a esta primera producción enawenê, como una película dentro de una película.

Si bien es cierto que en Antropofagia visual hay un uso predominante de aquellas convenciones documentales que Queiroz acusa de alienantes y cosificantes –comentarios superpuestos y “cabezas parlantes”–, me parece que también hay mucho más que eso: a lo largo de sus 16 minutos, antropólogos y enawenê pugnan incesantemente por el poder sobre la imagen, aunque no lo hacen, eso sí, en igualdad de condiciones: los enawenê toman el control de la situación bromeando ante la cámara para incorporar la nueva tecnología a su vida social, en un proceso colectivo que se da posteriormente en torno al televisor. Los antropólogos, por el otro lado, contienen estas “irrupciones” con comentarios sabiondos, atrapan las situaciones incómodas en sus televisiones y las llevan a sus cuevas para someterlas a digestión. Finalmente, conceden los últimos minutos del filme a una película “otra”, cuyo guion y puesta en escena se encuentra en manos indígenas.

La antropofagia se da de ambos lados: los antropólogos digieren a los enawenê en sus marcos teóricos y los enawenê incorporan la nueva tecnología para sus propios fines. Solo que son los enawenê, no los antropólogos, quienes transforman con ello el carácter de la tecnología de una manera que es cercana a la propuesta antropofágica oswaldiana: la antropofagia en el sentido del “bárbaro tecnizado” (Andrade 1990), es decir, aquel hombre que al deglutir la tecnología, la humaniza, en desmedro del “hombre civilizado” que es esclavo de su propia tecnología, como aquel que asecha tras el tono optimista de Todos somos mexicanos. Al deglutir la tecnología afuerina, los enawenê, junto a Carelli y Valadão, responden a la pregunta de cómo seguir siendo indígenas sin renunciar a los bienes culturales de la modernidad. La originalidad de su propuesta consiste en que no recurren para ello a una definición abstracta del “ser indígena”, sino que practican la antropofagia como forma de organizar la convivencia social (Nitschack 2016, pág. 160).

Conclusiones

Las películas aquí revisadas dan cuenta de dos vías tan dispares como complejas de abordar la idea de una supuesta distancia insalvable entre indígenas y modernidad. Todos somos mexicanos responde a idearios indigenistas integracionistas que, en 1958, al año de su estreno, estaban en plena vigencia, pero prontos a quedar obsoletos ante el advenimiento de indigenismos participativos y, más adelante, multiculturalismos normativos. El filme esboza la idea de una nación armoniosa en su aspecto simbólico, social y económico, en función de la cual los indígenas debían ser reformados. Pero las inconsistencias propias de este discurso se encargarían, por sí solas, de minar tan descabellado proyecto nacional: la actitud benévola hacia los pueblos indígenas dejaría traslucir tarde o temprano la violencia simbólica, social y económica allí implícita. La imposición de la máquina no admite dudas al respecto: la sujeción del ser humano a su automatismo y la consecutiva proletarización de su vida, componen un funesto panorama para el futuro. La misma mirada cinematográfica atrapa a cuerpos y paisajes en rígidos planos que parecieran querer contrarrestar la falta de control estatal sobre estos mismos; en la medida en que el Estado quiere convertirlos en apéndices de máquinas productivas, el filme busca someterlos a su régimen estético obsesivo-compulsivo.

En cuanto a Antropofagia visual, es posible asegurar que hay allí un indigenismo de tendencias más bien suicidas. No solo porque los indigenistas admiten y fomentan la toma de control por el “otro” que tradicionalmente es su “objeto de estudio”, sino también en un sentido más amplio, como parte del proceso global de transferencia tecnológica y promoción de la auto-representación. Por supuesto, el sentimiento de estar ante un acto de benevolencia antropológica resulta engorroso, por lo bajo. Pero me parece que tampoco habría que desmerecer la iniciativa de realizadoras y realizadores indígenas que exigieron ser capacitados porque comprendían (desde hace buen tiempo) que la máquina de registro visual también dispara balas. El uso de esta para fines propios, así como para la reproducción de relaciones sociales comunitarias e inter-comunitarias (ya sea a través de la risa colectiva, de la correspondencia o de la articulación política) vuelven a hacer relevantes las ideas vanguardistas del antropófago como “bárbaro tecnizado”. De la segunda fase de Video en las aldeas se puede decir también, por cierto, que hay un proceso de antropofagia en marcha. Yo diría, sin embargo, que es importante destacar que en las películas de Zezinho Yubé, Divino Tserewahú o Valdete Pinhanta, hay un trabajo experto, con propuestas que dan cuenta de un conocimiento vasto del dispositivo y que, por tanto, se trata de autores que son mucho más dueños de la situación que Carelli, Valadão o los enawenê en Antropofagia visual.

Y es que si alguna vez creímos que los indígenas quedaban estupefactos ante nuestra “complejidad” civilizatoria –como Nanook ante el tocadiscos–, hoy es menester reemplazar esta convicción por la admisión de que, en realidad, solo deseábamos ver al indígena estupefacto. Ya no basta explicar este deseo con argumentos culposos acerca de nuestra ignorancia respecto a los pueblos indígenas, y mucho menos con actitudes condescendientes que insisten en remitir la diferencia cultural a algún dudoso origen mítico pre-moderno. Más apropiado sería entender que la producción de este deseo está engastada en una historia de largo aliento –un horizonte colonial–, cuyos contenidos aparentan ser estáticos, aunque a todas luces transmuten constantemente de acuerdo con las necesidades del poder. Respecto a la fantasía que separa al indígena de la modernidad, plantea por cierto el videasta kayapo Mokuka una reflexión que es tan simple como esclarecedora: “Solo porque yo sostenga una cámara del hombre blanco, no significa que deje de ser kayapo… si [un hombre blanco] se pusiera uno de nuestros tocados, ¿acaso sería indígena?” (Ginsburg, 1994, p. 9).

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1 Ejemplos paradigmáticos de esta idealización se encuentran en las películas de la Edad de Oro del cine mexicano tales como María Candelaria (Fernández, 1944) y La Zandunga (Fuentes, 1938).

2 Películas como Macunaíma (Pedro de Andrade, 1969) y Como era gostoso o meu francês (Pereira dos Santos, 1971), vinculadas a una fase tardía del Cinema Novo y al movimiento del tropicalismo… Ver Ramos 2008.


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