REPERTORIO AMERICANO

ISSN-0252-8479

Segunda Nueva Época, N.° 26, Enero-diciembre 2016

Páginas de la 65 a la 84 del documento impreso

URL: http://www.revistas.una.ac.cr/index.php/repertorio/index

Doi: 10.15359/ra.1-26.4



La sociedad posible en el discurso político latinoamericano: Miranda, Bolívar, Sarmiento y Martí

Gerardo Morales

Facultad de Ciencias Sociales

Universidad Nacional



Resumen

En este artículo se analiza América Latina como una región donde el concepto de “sociedad posible” ha sido utilizado por mucho tiempo. Este tipo de sociedad en Latinoamérica se asocia a un proyecto social y ciudadano en el cual la solidaridad, la justicia y la igualdad pueden ser desarrolladas plenamente como un proyecto de nación.

Palabras claves: utopía, América Latina, nación, construcción de una sociedad

Abstract

In this article we analyze Latin America as a region where the concept of “possible society” has been considered many years ago. This kind of society in Latin America is a social and civic project in which solidarity, justice, and equality can be totally developed as a nation project.

Keywords: utopia, Latin America, nation, constructing a society


Introducción

El historiador español José Antonio Maravall, en un sugestivo ensayo sobre el pensamiento utópico, señala que la historia europea se asienta en el conflicto generado por la existencia de dualismos en su trama social. Así, se puede observar “poder laico y potestad eclesiástica, vida civil y militar, actividad económica y dominación política, fuerzas locales e impulsos de centralización”, entre otros (Maravall, 1982: 27).

Señala, asimismo, otra contraposición dualista que tiene para nosotros particular importancia y que él ilustra remitiéndose a la metáfora de la ciudad:

de un lado, la experiencia de la ciudad real en que de hecho viven los hombres, y de otro, el anhelo de la ciudad ideal que orienta aspiraciones más o menos enérgicas de reforma. Bajo este doble juego de ciudad empírica-ciudad ideal han vivido las sociedades europeas, por lo menos a partir de cierta época, la interna tensión de contraponer dos planos: el de las imperfecciones, insuficiencias y alienaciones de los regímenes de convivencia, en los que de hecho y por hallarlos constituidos sobre sí, han desenvuelto su coexistencia los hombres (y) el del modelo de la ciudad perfecta en el que la plenitud de realización de la vida humana se juzga posible. Este modelo actúa como eficaz término de comparación, como paradigma con el que se confronta lo existente (...) La tensión bipolar entre lo que, de momento podemos llamar “realidad actual” y lo que podemos llamar “paradigma de futuro” (...) aparece bajo formas diferentes, desde muy temprana fecha en la historia de Occidente, confiriéndole ese aspecto de dinamismo que le es peculiar: los hombres se han considerado viviendo en la inestable situación de hallarse insertos en una ciudad defectuosa y piensan que les es posible reformar ese mundo que les rodea, bajo la aspiración que ejerce sobre ellos un modelo paradigmático, mentalmente proyectado. (Maravall, 1982: 27-28)

La referencia a un “paradigma de futuro” que se confronta con una “realidad actual”, la cual se asume como defectuosa, sitúa claramente la persistencia de la construcción utópica, ideal, que atraviesa la historia de las sociedades. La búsqueda o construcción de la “ciudad ideal”, de un mundo donde hombres y mujeres realicen plenamente su naturaleza, su destino, es uno de los compromisos más insistentes en las sociedades modernas, tanto europeas como latinoamericanas.

El movimiento iluminista y la misma Revolución Francesa de 1789 contenían y encarnaban, en los varios proyectos de sociedad en disputa, esa “ciudad ideal” de que habla Maravall. Los movimientos sociales del siglo XIX en Europa, aquellos que van de 1830 hasta 1871, figuran también, en un contexto ya posfeudal, como el intento por acabar con la “ciudad real” e instaurar un nuevo contrato social, un nuevo pacto societal. El socialismo y sus vertientes definen su propio proyecto de sociedad, su propia “sociedad posible”, que articulan entre la sociedad histórica y la imaginada.

En los movimientos artísticos y culturales se observa de igual manera, cuando no se proponen explícitamente, escapar de la “ciudad real” a mundos de naturaleza “preciviles”, la urgencia por participar en la construcción de nuevas estéticas, que se correspondan con nuevos modelos de sociedad y de sensibilidad.

La política como teoría del pacto social se ha preocupado, desde sus inicios, en atender esa tensión entre lo que es –un estado de cosas particular– y lo que puede ser –la sociedad posible–. Los movimientos sociales, por su parte, se orientan precisamente, desde el ámbito de la voluntad y la acción, a hacer posible lo que es deseo o imagen, lo que es proyecto de sociedad. Hugo Zemelman ha insistido en recuperar, dentro del ámbito de la política y de lo político, lo que él denomina “proyectos de sociedad (...) viables” (Zemelman, 1989: 33), cuyos horizontes de posibilidad se articulan alrededor de dos ejes de definición: una situación histórica particular y visiones posibles de realidad. Según este autor, la relación enunciada es fundamental para la comprensión de los procesos históricos, en particular los propios de América Latina.

Asumimos, sin embargo, que confrontar el presente y adelantar una “sociedad posible”, de ninguna manera ha de verse como propio de la acción utópica. El no lugar de la utopía clausura, en muchos casos, la posibilidad misma de cambio y hasta de la acción política que se articula como movimiento. Preferimos, por esta razón, relacionar el “paradigma de futuro” de Maravall con la noción de “sociedad posible” en tanto esta se articula en el pensamiento político como expresión del proceso histórico y que, además, se puede convertir fácilmente en acción colectiva y hasta en sociedad real. La “sociedad posible”, por otra parte, implica dos ámbitos: el contexto externo de la sociedad que se desea construir y el interno, donde se pretende instaurar un nuevo tipo de ciudadanía, un nuevo pacto social.

Desde esta perspectiva, consideramos que América Latina es una de las regiones donde más se ha reflexionado y escrito sobre la “sociedad posible”, entendida esta como un proyecto de sociedad y ciudadanía donde la solidaridad, la justicia y la igualdad puedan realizarse plenamente, pero además como proyecto de “nación” en sus dos vertientes, la nación particular (la patria chica) y la nación latinoamericana (la patria grande). Si hablamos en América Latina de historia política, de historia social o cultural, en sus distintas fases históricas, debemos considerar esos proyectos de sociedad o “sociedades posibles” que de una u otra manera emergen, con particular fuerza, desde finales del siglo XVIII pero no exclusivamente, en el pensamiento y la acción tanto de individuos como de colectividades, tanto de pensadores como de grupos de ciudadanos.

Así, cuando se habla en las primeras décadas del siglo XIX de “gobierno republicano” o cuando después de la Segunda Guerra Mundial se insiste en la construcción de la “sociedad democrática”, tenemos frente a nosotros horizontes de posibilidad o, mejor, de aquello que puede ser en contraposición con un estado de cosas que se tiene por insuficiente, incompleto o no deseado.

Colonialismo, dependencia económica, desequilibrios económicos, opresión, injusticia, pobreza, corrupción, imposición cultural, cualquiera de estas situaciones se conjuntan en un estado de cosas que sirven de punto de partida para la reflexión acerca del porvenir inmediato, acerca de lo posible en relación con lo existente.

Un estudioso francés de la cultura latinoamericana, Nöel Salomon, escribe:

Los escritores y los poetas latinoamericanos del siglo XIX fueron en su mayor parte –hasta la época del Modernismo– hombres de acción mezclados en las luchas de sus naciones en proceso de formación. Casi siempre entraban en las lides literarias con los ojos del ciudadano preocupado por los problemas de su país o de su continente de ámbito indefinido. Antes que los temas estéticos, preferían y ansiaban la realización histórica de ciudades ideales. (Salomon, 1980: 19)

De tal manera que lo posible es ciertamente uno de los ejes más importantes de la cultura, la economía y la política latinoamericanas en tanto los esfuerzos en estos ámbitos tienen siempre como base una situación real y un horizonte de posibilidad. Lo posible articula constantemente los movimientos sociales y culturales latinoamericanos, sea que se tenga como perspectiva la reforma o la revolución.

La concreción de la posibilidad es precisamente la culminación de un proceso de desarticulación y reestructuración de la “ciudad real” y la consecuente afirmación, como nuevo orden social o como nuevo contrato social, de una imagen que se predica como deseable (paradigma de futuro) y para cuya realización se lucha hasta la muerte. La revolución cubana, liderada por Fidel Castro y sus compañeros, es, antes de 1959 y en el contexto de un gobierno neocolonial como el de Fulgencio Batista, un momento en el proceso de construcción de una “sociedad posible”, cuyos antecedentes se pueden encontrar tanto en las luchas por la independencia de Cuba de finales del siglo XIX como en el pensamiento de José Martí. Así, la nueva “sociedad real”, que se consolida muchos años después de la revolución, se manifestó primero como “sociedad posible”, como “imagen y posibilidad” de acuerdo con la bella expresión del escritor cubano José Lezama Lima.

De hecho, la teoría de la revolución en América Latina, más que teoría política, hay que entenderla como el esfuerzo sacrificial para el logro de lo posible, de la posibilidad. Sea que se piense en los procesos de la independencia entre 1810 y 1830, o en la creación de los estados liberales, o en la lucha anticolonial y antiimperialista de Cuba hacia finales del siglo XIX, o en los movimientos de lucha armada contemporáneos, en cualquier caso tenemos siempre la aspiración a fundar una nueva sociedad, esa “sociedad posible” soñada y adelantada por el discurso y que se tematiza como un horizonte de posibilidad para superar los obstáculos o los límites impuestos por lo existente, llámese sociedad colonial, neocolonial, o poscolonial.

Cabe anotar que la “sociedad posible” tiene sus raíces, como se ha planteado, en la “sociedad real”, pero no emerge de una manera automática de esta. Es necesaria la existencia de grupos de actores o sujetos que articulen esa “sociedad posible” y que luchen por hacerla realidad. En el caso de América Latina, la cuestión del sujeto de la acción política ha sido ampliamente debatida. Miranda, Bolívar, Sarmiento y Martí tenían claro el papel y el lugar de los distintos sectores o grupos de la sociedad en los nuevos proyectos de sociedad que proponían. José Martí, en Nuestra América, de 1891, se refirió al “hombre natural” (Martí, 1998: 7), como fundamento de la cultura hispanoamericana, el hombre natural en el sentido del sujeto llamado a desplegar la posibilidad de este “pequeño género humano” que somos, en palabras de Simón Bolívar.

Ese “hombre natural” martiano figura, a nuestro juicio, como el agente de una “sociedad posible” pensada y articulada plenamente por Martí, no ya alrededor de la dicotomía “barbarie y civilización” como en el caso del argentino Sarmiento, sino en un proyecto de sociedad de naturaleza incluyente, en todas sus dimensiones: étnicas, políticas, económicas, éticas y culturales que supera, en mucho, las dicotomías propias del pensamiento de la modernidad eurocéntrica.

Si analizamos de igual manera el discurso de otros pensadores y precursores como, Hostos, Manuel Ugarte, Sandino, Che Guevara, o de intelectuales como Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Ornar Dengo, Joaquín García Monge, aun si los instalamos debidamente en sus respectivos campos intelectuales, en su tiempo y circunstancia, encontraremos en ellos esa “sociedad posible” que se articula como imagen y posibilidad.

Debemos señalar, desde ahora, que la “sociedad posible”, presente en los autores mencionados o en otros, se corresponde plenamente con la naturaleza de la sociedad existente y con las posibilidades de esta sociedad por superarse a sí misma, de pensarse e imaginarse de otra manera. Asimismo ocurre con la particular configuración de los proyectos políticos de cada uno de estos pensadores, hombres de acción e intelectuales y la configuración del campo del poder en un momento determinado.

En el caso de Miranda y Bolívar, “la sociedad posible” se articula a partir de la exclusión, con todo y que estos pensadores y hombres de acción hayan sido definidos como demoliberales. Ni uno ni otro asumieron plenamente la participación activa de la totalidad de la población civil de sus sociedades. El temor a la solución jacobina, extremista, les alejó de los gobiernos populares y los acercó a los modelos de sociedad articulados alrededor de los sectores criollos propietarios y aristocratizantes, más que en la plebe o los sectores populares a quienes consideraban incapaces de gestión política. Otro insigne prócer latinoamericano, Domingo Faustino Sarmiento, cuya influencia durante buena parte del siglo XIX fue definitiva, optó por un proyecto de sociedad excluyente, donde el inmigrante europeo, blanco y culto era el centro gravitacional. En este caso, como en los dos anteriores, a pesar de la defensa de sociedades modernas, ilustradas y liberales, el componente indígena o popular se asume con recelo, más como rémora que como una posibilidad.

Así, Miranda, Bolívar y Sarmiento, con todo y su importancia en los procesos de independencia y consolidación de los Estados nacionales latinoamericanos, quedaron presos, a nuestro juicio, del paradigma civilizatorio, es decir, de la opción eurocéntrica del desarrollo societal. Es notoria, en estos tres pensadores, la presencia de la “ciudad industrial” que expresa el progreso de la civilización, contra la pesadez de la ruralidad criolla.

En el caso de Martí, su propuesta de “sociedad posible” comporta una ruptura con las anteriores. Martí, como más tarde Mariátegui, asume que tanto la nación continental latinoamericana (Nuestra América) como las distintas patrias chicas, han de incorporar, si desean ser consecuentes, a los sectores excluidos: indios, negros, pobres, mujeres, etc. Se trata de “sociedades posibles” democráticas y populares orientadas hacia la inclusión. La presencia del imaginario martiano en intelectuales como Rodó, Ugarte, Vasconcelos, Mariátegui, García Monge, Omar Dengo o en el Che, se corresponde con la defensa, moderada o radical, de un proyecto de “sociedad posible”, en la cual se realice plenamente la ciudadanía inclusiva.

La existencia de estas sociedades posibles en la historia latinoamericana, desde finales del siglo XVIII, quizá sea una de las coordenadas que hace posible entender la pervivencia, hasta el día de hoy, de una cultura plural y contestataria que no acepta, de buenas a primeras, la imposición de la arbitrariedad y del pensamiento único. O mejor, en momentos como los actuales, donde la “sociedad posible” es la sociedad global, pensada y diseñada desde los centros imperiales contemporáneos, y tematizada en abundancia, resulta imperativa la incorporación como referencia ética y política, del tema de la “sociedad posible” pensada desde América Latina.

Considerando lo anterior, el propósito de este trabajo es indagar en algunos escritos fundamentales de próceres, hombres de acción e intelectuales latinoamericanos, la presencia y naturaleza de la “sociedad posible”, de algunos elementos centrales de sus proyectos de sociedad y valorar, en consecuencia, la importancia de estos imaginarios en la cultura contemporánea latinoamericana.

La sociedad posible en Francisco de Miranda y Simón Bolívar

Francisco de Miranda (1750-1816) ha sido catalogado por don Mariano Picón Salas como “el primer criollo de dimensión histórica mundial”. Según Ricaurte Soler,

en la corriente demoliberal de la emancipación todos los temas hispanoamericanos –la nación americana, autodeterminación de los pueblos, reinterpretación de su historia– encontraron en la acción y pensamiento de Miranda la más decidida formulación (...) La acción y pensamiento mirandianos constituyen, con anterioridad a Bolívar, el más permanente empeño en pro de la unidad hispanoamericana. (Ricaurte Soler, 1980: 42, 45)

Miranda, como otros tantos liberales de los sectores criollos dominantes de finales del siglo XVIII y principios del XIX, conocedor, como ninguno, de los movimientos sociales europeos, posee una clara conciencia del agotamiento del modelo de dominación español, a partir, sobre todo, del momento en que el modelo inglés de sociedad emerge como paradigma y el cual relaciona de manera directa con el progreso de las sociedades modernas. Para Miranda, el propósito de su prédica es convencer a los americanos de la arbitrariedad del poder español, luchar por la independencia, construir una sociedad que garantice la libertad pero siempre bajo el esquema de la exclusión de aquellos que no cumplan con ciertos requisitos como ser libre, propietario de tierras o con una renta anual. En su Plan de Gobierno de 1801, lo primero que proclama Miranda es la abolición del gobierno español: “toda autoridad emanada del gobierno español queda abolida ipso facto” (Miranda, 1977: 13). Establece, inmediatamente, las condiciones de participación de la población civil en los distintos ámbitos de la nueva sociedad:

Los comicios estarán formados por todos los habitantes nativos o ya afincados en el país, cualquiera sea la casta a que pertenezcan, siempre que hayan cumplido los 21 años, que hayan jurado lealtad a la nueva reforma del gobierno y a la independencia americana, que tengan una renta anual de 36 piastras, que hayan nacido de padre y madre libres, que no ejerzan servidumbre doméstica ni hayan sufrido pena infamante. (1977: 13)

Con respecto a las nuevas autoridades que participarán en los cabildos y ayuntamientos de las diferentes ciudades, se establece que los miembros de estos órganos “deberán ser propietarios de no menos de diez arpentes de tierra” (1977: 13). Aunque dispensa a los indios y negros de esta última condición, de ninguna manera se garantiza su plena incorporación a la actividad política. Como Bolívar, Miranda teme la solución jacobina. Aboga por una sociedad libre pero bajo la dirección de los patricios propietarios.

Sin duda, esta “sociedad posible” se constituye a partir de la independencia del gobierno español, pero bastante lejana del modelo revolucionario francés o de cualquier modelo con participación popular. Es posible que durante los años anteriores, durante y después de la independencia, se haya hablado de “revolución”, como lo reconoce Acosta Saignes (1977: 469), con respecto a Bolívar, pero este término hay que ubicarlo en el contexto semántico “criollo”, de los sectores profundamente afectados por el dominio del gobierno español que para entonces se había convertido en un obstáculo para las aspiraciones de los americanos y de su proyecto de sociedad. La independencia es, sin duda alguna, la solución histórica a la relación conflictiva entre colonias e imperio, donde este último, incapaz de asegurar el desarrollo moderno de las sociedades coloniales, se constituye en el término por reemplazar.

En esta situación real, o de esta situación real, emergen las visiones de realidad o las “sociedades posibles”, que delinean, con sus propias contradicciones, el horizonte de futuro. En el caso de Miranda y de Bolívar, difícilmente podían plantearse un proyecto de sociedad incluyente por la sencilla razón de que los procesos de la independencia fueron liderados, fundamentalmente, por criollos de los sectores dominantes y no tanto por quienes, en el siglo XX, se definirían como pertenecientes al “pueblo/nación”. Los sectores populares, indios, negros, esclavos, campesinos pobres, u otros que se puedan incluir, no fueron exactamente los sujetos del proceso aunque participaran aportando su contante presencia y sacrificio.

Tanto Miranda como Bolívar tienen frente a sí más que un modelo jacobino, revolucionario radical, los modelos inglés y norteamericano de los que toman muchas de las instituciones políticas que proponen.

Así, estos modelos de sociedad, o “sociedades posibles”, como proyectos de nación, no superarán, no lo podían hacer, su contenido oligárquico, el cual será afirmado, asimismo, por Simón Bolívar. De este último dirá Juan Marichal lo siguiente: “Para Bolívar su constitución es la mejor concebible para los países de la América recién emancipada porque representa (...) la fusión de la democracia y la aristocracia, del imperio y la república” (Marichal, 1978: 42).

Simón Bolívar (1783-1830) constituye, sin duda, una de las más importantes referencias en el pensamiento latinoamericano. Es una figura ejemplar en tanto piensa, hacia finales de la época colonial, los dos ámbitos de la “sociedad posible” latinoamericana. Su acción política se orienta hacia la construcción de las “patrias chicas” latinoamericanas, pero también a la construcción de la “patria grande”. Tanto las primeras como la segunda se definen a partir de la independencia del gobierno español el cual es valorado por Bolívar de una manera virulenta: “más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes que reconciliar los espíritus de ambos países” (Bolívar, 1978: 10). Omar Dengo (1971: 168) asigna a Bolívar un papel de primer orden: “Bolívar le dio a América el sentido de la libertad”. Joaquín García Monge, mientras tanto, lo llama “nuestro cabal padre Bolívar” (1981: 260).

Los libros de texto latinoamericanos reconocen plenamente el papel esencial de Bolívar en la construcción de “nuestra América”. Pero lo cierto es que Bolívar, como a otros hombres de acción, ha de ubicársele en su contexto de posibilidades. Su pensamiento y obra se corresponden con una sociedad real, con una serie de coyunturas históricas precisas. A su vez, la “sociedad posible” adelantada por Bolívar, que incorpora las urgencias de la hora, contiene las limitaciones y contradicciones propias de un periodo de transición, donde la colonia se prolongará todavía en la República. Sobre Bolívar escribe John Lynch:

Simón Bolívar era un producto de la aristocracia criolla, nacido (...) de una de las más ricas y poderosas familias de la colonia, propietarios de haciendas de cacao, plantaciones de algodón, ranchos ganaderos, molinos de azúcar, varias casas en Caracas y, por supuesto, un gran número de esclavos. Empezó su vida de adulto con una gran fortuna personal en capital y en propiedades, y fue un miembro distinguido, aunque no representativo, de la clase terrateniente. Era de estos intereses de los que hablaba cuando denunció la servidumbre de los americanos, su exclusión de los cargos públicos y del comercio, su papel como productores de materias primas y consumidores de manufacturas españolas. (1976: 224, 225)

Este mismo autor reconoce que Bolívar superaba a su clase en conocimientos, juicio y capacidad. Su formación política, estrictamente liberal, lo familiarizó desde temprano con el pensamiento de la Ilustración y el pensamiento liberal inglés. Por otra parte, hay que tener muy presente que los modelos inglés y norteamericano de sociedad gravitaban ya en la teoría política criolla.

Así, el horizonte de posibilidad está dado por las sociedades latinoamericanas reales, la existencia de sociedades concretas que sirven como referentes y las propias “sociedades posibles” que se articulan en el pensamiento de una figura como la de Simón Bolívar.

En la Carta de Jamaica fechada en Kingston el 6 de setiembre de 1815 y dirigida a Henry Cullen, Bolívar acomete la tarea de definir algunos ámbitos de su proyecto político y, en particular, aspectos esenciales de la “sociedad posible” americana. Lo primero que hace Bolívar es enjuiciar severamente, como ya lo vimos, la política del gobierno español. Para Bolívar esta política condujo a una anulación total de la posibilidad de desarrollo de esta América, con el agravante de que tanto la “Europa civilizada”, como denomina a la Europa no española, como los del Norte de América apenas si se preocuparon por su destino. Escribe Bolívar: “No sólo los europeos, pero hasta nuestros hermanos del norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos” (Bolívar, 1978: 15). Líneas antes pregunta Bolívar: “¿Y la Europa civilizada, comerciante y amante de la libertad, permite que una vieja serpiente, por sólo satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está la Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia?” (1978: 13,14). Es evidente que el Libertador tiene muy claro que el destino de esta parte del mundo no está ligado a la suerte de España, a la cual ubica en un estadio menor de desarrollo económico y social, sino a esa “Europa civilizada”, la propia de la expansión capitalista, la Europa comerciante, que tanto admira. Así, su lucha por la independencia de las naciones meridionales se relaciona directamente con un “proyecto civilizatorio” dentro del cual la idea liberal es determinante. Resulta fundamental, asimismo, resaltar que Bolívar tematiza a temprana hora el problema de la identidad de estas naciones o, si se quiere, de la constante perplejidad acerca de nuestra pertenencia:

Nosotros –dirá– somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil (...) mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles… ( 1978: 17).

En el Mensaje al Congreso de Angostura (1819) matizará su planteamiento original:

Tengamos en cuenta que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte, que más bien es un compuesto de África y de América que una emanación de Europa, pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado; el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y este se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes de origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza, trae un reto de la mayor trascendencia. (Fernández Retamar, 1995: 129).

Este importante reconocimiento es de particular interés en tanto más que la oposición entre dos estados de espíritu o dos estados de civilización, lo que tenemos acá es el principio de hibridación cultural. Nuestra América es una América mestiza, híbrida, que se define a partir de la diferencia, de la heterogeneidad. Con mucha razón sostiene Martí en Madre América que nuestra tierra es una “tierra híbrida y original, amasada con españoles retaceros y aborígenes torvos y aterrados, más sus salpicaduras de africanos y menceyes” (Salomon, 1980: 39). Martí será quien defina, con extraordinaria lucidez, los términos de nuestra cultura. Ni barbarie ni civilización: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie –dirá Martí –, sino entre la falsa erudición y la naturaleza” (Martí, 1998: 7). Hay que reconocer, indudablemente, que Bolívar fue uno de los primeros en plantear la pregunta y adelantar la respuesta sobre la naturaleza de nuestro ser histórico. El proyecto de sociedad o la “sociedad posible” bolivariana contempla con mucha claridad el carácter distintivo de este “pequeño género humano” con respecto a la sociedad europea y norteamericana. Con claridad observó Bolívar, asimismo, que una América disgregada, presa de las guerras civiles y en manos de caudillos inescrupulosos, conducía al desorden y la anarquía. Su lucha por una Patria Grande se inscribe en este contexto.

La posición de Bolívar se complica, sin embargo, cuando reflexiona acerca de la forma y espíritu de las sociedades nacionales. En este punto, encontramos que su “sociedad posible” acusa los rasgos de un modelo orientado por esos “criollos” patricios o propietarios que disputan la hegemonía al gobierno español. En su propuesta de gobierno es claro en afirmar la república pero bajo un esquema de poder que garantice la libertad y el orden. Que garantice, además, las jerarquías. Se trata, a nuestro juicio, de lo que Guillermo Castro ha llamado el Estado y la sociedad oligárquica, que emergen inmediatamente después de la independencia y se consolidan en la década de los ochenta del siglo XIX (Castro, 1985). Y en este modelo, como bien lo anota Castro, lo nacional-popular se subsume en lo nacional-oligárquico.

La sociedad posible en Sarmiento

Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) es una figura paradigmática en la historia cultural y política latinoamericana. Sus planteamientos han originado tanto posiciones de apoyo incondicional como de vehemente rechazo. Ezequiel Martínez Estrada ha llamado la atención acerca de la complejidad de la figura de Sarmiento y de la necesaria ponderación de los extremos de su pensamiento, para no caer en la tentación de una lectura superficial de sus escritos que lleve a una inmediata desautorización del personaje, en un escenario a su vez complejo como eran las sociedades decimonónicas en América Latina. (Martínez Estrada, s.f.: 113).

Como pensador y hombre de acción, su obra se configura como expresión del proceso histórico latinoamericano del siglo XIX, en particular en la coyuntura posindependentista donde las sociedades recién emancipadas se dan a la tarea de constituirse en naciones. Sarmiento, como otros intelectuales de su generación, pertenece a los sectores medios de una oligarquía poscolonial, para los cuales la tarea más importante es la construcción de una sociedad que garantice el progreso en todas sus expresiones. A Sarmiento se le ha definido como “liberal romántico”, lo cual implica asociarlo a los movimientos políticos y culturales europeos del momento. En palabras de Juan Marichal: “puede así mantenerse que Sarmiento es una de las figuras más completas del liberalismo romántico que recogió el legado humanitario del siglo XVIII para identificarse plenamente con la democracia” (Marichal, 1978: 66, 67). Este legado humanitario hay que situarlo, sin embargo, en su debido contexto. Sarmiento es un liberal que tiene detrás suyo una sociedad en construcción, una sociedad a la que hay que dotar de instituciones y de estructuras de poder.

Como bien lo señala Guillermo Castro, siguiendo el planteamiento de Agustín Cueva, el proceso de construcción de las sociedades nacionales durante la segunda mitad del siglo XIX se inscribe en un contexto interno particular: “un proceso de desarrollo capitalista de tipo “junker” u oligárquico, que comporta como una de sus características la dependencia neocolonial, que se combina y se sustenta con la ausencia de una transformación democrático-revolucionaria de las estructuras productivas del período colonial” (Castro, 1985: 23, 24). Para Sarmiento, justamente, el problema fundamental no será la relación entre las colonias y el imperio, sino el proceso de construcción de las sociedades criollas bajo un esquema que bien puede denominarse oligárquico-liberal. Entiende Sarmiento que estas sociedades no son las europeas y que por la naturaleza de sus historias arrastran las rémoras de un pasado indígena y colonial que las sitúa por debajo de las sociedades “civilizadas”. Su enjuiciamiento de la sociedad americana lo hace a partir del paradigma civilizatorio, de la idea que tiene de las sociedades industriales y capitalistas. Sarmiento observa fundamentalmente las carencias, los déficit acumulados que impiden a las sociedades de nuestra América un despegue semejante a los países capitalistas europeos o a los Estados Unidos. Son estas carencias las que hay que superar rápidamente con el propósito de salvar etapas y llegar a ser como los países industriales y desarrollados. “Alcancemos a Estados Unidos –escribe en 1883–. Seamos la América, como el mar es el Océano. Seamos Estados Unidos” (Sarmiento, 1978: 18).

Sobre él, Roberto Fernández Retamar escribe:

Para Sarmiento, por su parte, la historia de América son “toldos de razas abyectas, un gran continente abandonado a los salvajes incapaces de progreso”. Si queremos saber cómo interpretaba él el apotegma de su compatriota Alberdi “gobernar es poblar”, es menester leerle esto: “Muchas dificultades ha de presentar la ocupación de país tan extenso: pero nada ha de ser comparable con las ventajas de la extinción de las tribus salvajes”: es decir, –concluye Fernández Retamar– para Sarmiento gobernar es también despoblar de indios (y de gauchos)”. (1995: 151).

En otro importante ensayo, Fernández Retamar recoge las tesis de Sarmiento que afinara en 1883. Escribe Sarmiento:

Puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que están en posesión de un terreno privilegiado; pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de las que pueblan la tierra; merced a estas injusticias, la Oceanía se llena de pueblos civilizados, el Asia empieza a moverse bajo el impulso europeo, el África ve renacer en sus costas los tiempos de Cartago y los días gloriosos de Egipto. Así pues, la población del mundo está sujeta a revoluciones que reconocen leyes inmutables; las razas fuertes exterminan a las débiles, los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes. (Retamar, 1986: 313)

En su Facundo, Sarmiento explicita su visión dual de las sociedades latinoamericanas:

el hombre de la ciudad –escribe– viste traje europeo, vive la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes; allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto; el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades, peculiares y limitadas: parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños el uno al otro... (se trata) de la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia. (Castro, 1985: 89)

Podría caer uno en la tentación del enjuiciamiento moral, en la descalificación sin más de tales criterios. Sucede, sin embargo, que este era el pensamiento genuino de muchos de los intelectuales de mediados del siglo XIX en América Latina, en particular de los liberales de la oligarquía criolla. Así pensaba el compatriota de Sarmiento, y otros muchos. La tesis del dominio del más fuerte, en este caso del europeo y de su “civilización”, de su “ciudad industrial y comercial” y de la incapacidad de la “barbarie indígena” para resolver los problemas planteados a estas sociedades por el desarrollo de los países “civilizados”, era algo muy común en estos sectores. Sarmiento expresa, así, un sistema de creencias muy difundido en una intelectualidad criolla cuyos modelos de sociedad tienen como referencia la europea. Para estos pensadores, el americano blanco era un europeo nacido en estas tierras. Desde esta perspectiva, el criollo, que no era ni indio ni europeo, se podía definir como una emanación europea. En Sarmiento, aquel “pequeño género humano” de Bolívar, se transfigura en una prolongación del género humano “civilizado”, la raza blanca caucásica. Años más tarde, el mexicano Vasconcelos, arraigado en una sociedad de profunda raíz indígena, proclamará su particular teoría de la “raza cósmica” o “quinta raza” como una forma de disputar las tesis de la inferioridad de nuestra “raza”, que expresa de una manera franca y directa Sarmiento. De aquí que sea coherente la idea sarmientina de fomentar la inmigración como política nacional para erradicar los resabios de la sociedad prehispánica y la colonial y dar así paso al progreso y a la civilización.

La “sociedad posible” de Sarmiento pasa, consecuentemente por: a) la liquidación de los elementos propios de la “barbarie” que son las poblaciones atrasadas conformadas por indígenas, negros, gauchos; y b) la atracción del elemento blanco europeo o norteamericano que transforme estas regiones en sociedades modernas. El proyecto de “nación” de Sarmiento se funda en un concepto muy particular de “civilización”, el dominante en el pensamiento europeo que es profundamente excluyente y limitado. Según Jean Franco:

Sarmiento ve los hechos en términos de conflicto: el conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el colono y el indio, entre la ciudad y el campo, entre la barbarie y la civilización. Hay también un drama entre el bien y el mal. Para Sarmiento el ideal de la vida se asocia al comercio, que engendra la civilización y la cultura (...) Para él la ciudad es el centro de la cultura, de las virtudes sociales y de la ley y el orden. (1983: 78-81)

En Sarmiento, como en Miranda y Bolívar, los modelos de sociedad existentes, en particular el modelo inglés y el norteamericano, le sirven de “paradigma de futuro” para pensar la “sociedad posible” latinoamericana. Esta sociedad posible, a diferencia de la de Martí, se estructura a partir de dicotomías u oposiciones, que es lo propio del pensamiento eurocéntrico. Para Sarmiento, el pueblo-nación, compuesto por los sectores populares, no era ciertamente el llamado a civilizar la sociedad argentina, sino los inmigrantes y los americanos blancos. Por esta razón, su tarea como Presidente de su país se centró en hacer realidad la sociedad imaginada por él:

Sarmiento –anota Franco– a diferencia de muchos pensadores y escritores del siglo XIX, tuvo la oportunidad de poner en práctica muchas de sus ideas. Después de la caída de Rosas tomó parte en la reforma educativa de la región de Buenos Aires, y al ser elegido presidente en 1868, consiguió, a pesar de la guerra civil y de una fuerte oposición, fundar escuelas, fomentar la inmigración y construir ferrocarriles. (Franco, 1983: 81).

En las conclusiones de su libro Conflicto y armonía de las razas en América, expresa Sarmiento, una y otra vez, su teoría de la superioridad de los europeos y la necesidad de atraerlos para superar nuestro atraso. Escribe, por ejemplo: “La emigración sola bastaría de hoy en adelante para crear una nación en una generación, igual a cualquiera de las que más poder ostentan hoy en la Europa occidental” (Sarmiento, 1978: 14). La razón principal de esta política, según su lectura sobre el atraso de su país y en general de la América meridional, se debía fundamentalmente a que en estos países “están mezcladas a nuestro ser como nación, razas indígenas, primitivas, prehistóricas, destituidas de todo rudimento de civilización y gobierno” (Sarmiento, 1978: 16). Sobre estos criterios fundó Sarmiento su teoría sobre la lucha entre la civilización y la barbarie, y el necesario triunfo de la primera como la única opción de “sociedad posible”. Contra esta teoría se manifestará firmemente José Martí, al finalizar el siglo XIX.

La sociedad posible en José Martí

José Martí (1853-1895) es, quizá, la figura solar más importante en la constelación de luminarias que atravesaron el siglo XIX latinoamericano. Expresó, como ninguno, la unidad de cultura, ética y política. Su sensibilidad de poeta, de escritor, de maestro, de humanista, de político cabal orientado por una ética de entrega desinteresada y de sacrificio, lo convierten en el paradigma mayor de “hombre nuevo”. En su vasta producción literaria, periodística y ensayística, encontramos los más variados temas y problemas, vistos siempre desde perspectivas nuevas vinculadas con la urgencia de construir y afirmar un proyecto de sociedad incluyente, tanto en su dimensión nacional como continental y universal.

Su visión dialéctica y ecuménica la encontramos plenamente articulada en una de sus más definitivas expresiones:Patria es humanidad”. En la Patria, la humanidad y en la humanidad las distintas patrias, las distintas naciones. A diferencia de los nacionalismos excluyentes y estrechos, la concepción martiana de la nación contempló siempre los encuentros entre culturas y el diálogo fraterno entre ellas, sin imperialismos de ningún tipo. Él mismo, en múltiples artículos periodísticos, se dio a la tarea de dar a conocer autores de otros continentes pertenecientes a culturas distantes de la suya. Por esta razón, la “sociedad posible” martiana es radicalmente diferente a la de los letrados liberales de la oligarquía criolla.

Guillermo Castro ubica a Martí como uno de los más destacados miembros de un nuevo tipo de inteligentsia “estrechamente vinculada al pueblo a través de una fuerte ideología nacionalista y democrática” (Castro, 1985: 71). Ideología exenta, como ya anotamos, de chovinismo patriotero. Noël Salomon aclara muy bien el sentido que tiene en Martí su concepto de patria y nación: “la patria nueva anhelada por el joven Martí con espíritu de lucha histórica, la patria concebida como una forma de la comunidad cubana que habría que conquistar heroicamente, no entraba en conflicto con una apertura verdaderamente ecuménica, una apertura hacia el mundo entero” (1980: 82). Y más adelante, el mismo Salomon escribe: “El sentido patriótico de José Martí es, en mi opinión, el más avanzado, el más original de su tiempo americano: se sitúa en las antípodas del nacional-chovinismo” (1980: 83). Es una visión distinta, que ha superado ya un concepto de frontera excluyente, y que más bien se orienta a construir una relación nueva entre la patria-nación y la humanidad. No es, como sí en cambio lo es la visión de los nacionalistas decimonónicos latinoamericanos, la de Martí una visión que asuma a los otros pueblos y patrias latinoamericanas como potenciales enemigos. Al contrario, su concepto de “Nuestra América”, más afectivo que posesivo, como bien lo reconoce Salomon, es profundamente dialéctico e incluyente. Esta es la razón por la que afirmamos que el pensamiento de Martí y en particular su proyecto de “sociedad posible” expresa una ruptura. Ruptura con respecto al pensamiento conservador de las oligarquías criollas y sus intelectuales, pero también una superación con respecto a figuras tan determinantes como Miranda, Bolívar y Sarmiento.

Martí no piensa ya en unas patrias chicas incomunicadas o fragmentadas sino en una América conjuntada, con políticas de comunicación orientadas al bien común y liberada de cualquier injerencia colonial o imperial. Asimismo, en una América incluyente, profundamente democrática, donde el pueblo-nación realmente sea sujeto y no objeto de las políticas de los gobiernos.

Hay que recordar que la historia de Cuba es muy particular, pues además de ser una isla ubicada en el Caribe, será una de las dos últimas colonias españolas. Pero también que en Cuba la abolición de la esclavitud será tardía, lo cual tendrá un importante impacto en los acontecimientos que van de 1868 a 1895. Martí debió asumir, por tanto, varios frentes de lucha: la independencia de Cuba, la abolición de la esclavitud, la lucha contra el naciente imperialismo norteamericano, la lucha contra la oligarquía criolla, además de su lucha por la construcción de una América solidaria e incluyente. De nuevo aquí patria es humanidad, en tanto la lucha por la liberación de su país del colonialismo implica, también (con excepción de Puerto Rico que como Cuba era colonia española), la lucha por liberar a los países latinoamericanos de la ya absorbente dominación norteamericana. Así, el contexto en que Martí elabora su proyecto de “sociedad posible” será muy distinto a los contextos de relación de Miranda y Bolívar, y el de Sarmiento. En el caso de los dos primeros, la lucha es por la independencia de España y el inicio de las sociedades y Estados independientes; en el caso de Sarmiento, su lucha se orienta a la implantación en su tierra de un modelo de sociedad semejante al europeo, para lo cual recurre a la inmigración. En el caso de Martí, como ya vimos, se conjuntan varios frentes, lo cual lo distingue radicalmente de los demás. Martí tiene encima dos tipos de dominación: la colonial y la neocolonial, pero además un país atravesado por la esclavitud. Su proyecto de sociedad es, por consiguiente, mucho más complejo en lo interno y externo. En lo interno, su propuesta de “sociedad posible” contempla la abolición de una sociedad polarizada, donde los derechos básicos del hombre y del ciudadano deben ser afirmados. En lo externo, contempla la independencia de la dominación colonial española y, al mismo tiempo, la lucha por la no dependencia del naciente imperialismo norteamericano. Bajo estas coordenadas es que deben leerse los textos: Madre América (1889) y Nuestra América (1891) de José Martí.

Madre América es un diálogo sincero con el otro, con los representantes de otras culturas y políticas. Es un repaso de los distintos procesos históricos vividos por los habitantes de nuestra América y los habitantes del Norte de América, y las razones por las cuales nuestra América es como es. En Madre América, Martí asume plenamente la naturaleza híbrida de nuestras sociedades y culturas, adelantándose así a recientes teorías de la cultura. Martí, al igual que Miranda y Bolívar, enjuicia severamente el proceso español desde sus orígenes:

Una guerra fanática sacó de la poesía de sus palacios aéreos al moro debilitado en la riqueza, y la soldadesca sobrante, criada con el vino crudo y el odio de los herejes, se echó, de coraza y arcabuz, sobre el indio de peto de algodón. Llenos venían los barcos de caballeros de media loriga, de segundones desheredados, de alféreces rebeldes, de licenciados y clérigos hambrones. Traen culebrinas, rodelas, picas, quijotes, capataces, espaldares, yelmos, perros. Ponen la espada a los cuatro vientos, declaran la tierra del rey, y entran a saco en los templos de oro. Cortés atrae a Montezuma al palacio que debe a su generosidad y prudencia, y en su propio palacio lo pone preso. La simple Anacaona convida a su fiesta a Ovando, a que viera el jardín de su país, y sus danzas alegres, y sus doncellas; y los soldados de Ovando se sacan de debajo del disfraz las espadas, y se quedan con la tierra de Anacaona. (Martí, 1998: 41, 42).

En Madre América reconoce Martí, asimismo, el proceso de asentamiento de los inmigrantes europeos en los territorios de lo que después se conocería como Norte América y su lucha por independizarse de Inglaterra:

Con mujeres y con hijos se fían al mar, y sobre la mesa de roble del camarín fundan su comunidad, los cuarenta y uno de la “Flor de Mayo”. Cargan mosquetes, para defender las siembras; el trigo que comen, lo aran; suelo sin tiranos es lo que buscan, para el alma sin tiranos. Viene, de fieltro y blusón el puritano intolerante e integérrimo, que odia el lujo, porque por él prevarican los hombres; viene el cuáquero, de calzas y chupa, y con los árboles que derriba, levanta la escuela; viene el católico, perseguido por su fe, y funda un Estado donde no se puede perseguir por su fe a nadie; viene el caballero, de fusta y sombrero de plumas, y su mismo hábito de mandar esclavos le da altivez de rey para defender su libertad. Alguno trae en su barco una negrada que vender, o un fanático que quema a las brujas, o un gobernador que no quiere oír hablar de escuelas; lo que los barcos traen es gente de universidad y de letras, suecos místicos, alemanes fervientes, hugonotes francos, escoceses altivos, bátavos económicos; traen arados, semillas, telares, arpas, salmos, libros. (Martí, 1998: 36- 37)

Intenta Martí rastrear los distintos orígenes de la América nuestra y de los Estados Unidos con el propósito de fundamentar la razón de la lucha de estos nuestros pueblos por su independencia y en particular la necesidad de que los otros reconozcan la particularidad de América. El resultado del proceso vivido por nuestra América lo resume Martí:

De las misiones, religiosas e inmorales, no quedan ya que paredes descascaradas, por donde asoma el búho el ojo, y pasea melancólico el lagarto. Por entre las razas heladas y las ruinas de los conventos y los caballos de los bárbaros se ha abierto paso el americano nuevo y convida a la juventud del mundo a que levante en sus campos la tienda. Ha triunfado el puñado de apóstoles. ¿Qué importa que, por llevar el libro delante de los ojos, no viéramos, al nacer como pueblos libres, que el gobierno de una tierra híbrida y original, amasada con españoles, retaseros y aborígenes torvos y aterrados, más sus salpicaduras de africanos y menceyes, debía comprender, para ser natural y fecundo, los elementos todos que, en maravilloso tropel y por la política superior escrita en la naturaleza, se levantaron a fundarla? (Martí, 1998: 48-49).

La cabal comprensión de José Martí de los procesos históricos es lo que le permite articular, como ninguno, un proyecto de “sociedad posible” donde todos los elementos fundamentales son incorporados: la historia, el sujeto histórico, el contexto particular, la coyuntura, el futuro, las fases, etc. Es realmente impresionante la capacidad de Martí, con su lenguaje maravilloso, de adelantarse a su tiempo. Ya en Madre América, asume Martí la disputa con Sarmiento quien, como vimos, reduce su proyecto de sociedad a la búsqueda de la semejanza y no tanto a la construcción de la diferencia. A Martí no le importa la lucha falsa entre “la ciudad universitaria y los campos feudales” (Martí, 1998: 49), porque reconoce que Nuestra América tiene la plena capacidad de llevar a término su propio proyecto. Pero este proyecto de sociedad no es cualquier tipo de proyecto, no es el propio de una oligarquía autosuficiente. Guillermo Castro, refiriéndose a Nuestra América, documento que se asume como la segunda declaración de Independencia de América Latina, escribe:

“Nuestra América” vendrá a ser, justamente, el resumen más preciso y complejo de la reflexión en torno a una alternativa no oligárquica para el desarrollo histórico de la América Latina, el cual comprenderá dos vertientes fundamentales: una concepción de la historia dotada de significado y sentido propios, y un modelo de sujeto social en el que las especies encontrarán unidad del género, tornándose así adecuado a la solución de los problemas que esa concepción de la historia revele como efectivamente prioritarios para los pueblos de la América Latina. (Castro, 1985: 77)

En Nuestra América, Martí elabora con sorprendente lucidez una verdadera teoría de la cultura latinoamericana, pero asimismo una teoría del cambio social, donde se especifica claramente el sujeto del cambio. El “hombre natural” latinoamericano es el llamado a construir la nueva sociedad, una sociedad incluyente, donde lo nacional-popular se articule plenamente. He aquí su punto de vista:

Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpárgata en los pies y la bincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la bincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. (Martí, 1998: 16-17)

Se trata de un planteamiento opuesto radicalmente al de Sarmiento para quien el indio y el negro, o el gaucho, eran más bien un lastre que tirar. Martí aboga por la plena incorporación en su proyecto de sociedad al “pueblo natural”, que es el llamado a crear las nuevas condiciones para su propio desarrollo. Martí rechaza, asimismo, la teoría de las razas, tan presente en el pensamiento oligárquico decimonónico:

No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta, en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. (Martí, 1998: 23)

Martí rechaza, asimismo, la dicotomía entre civilización y barbarie, tan cara a Sarmiento: “Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza” (Martí, 1998: 7). Y, consecuente con su principio de que Patria es Humanidad, escribe: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas” (Martí, 1998: 11). Quizá sea este uno de los principios de política cultural más importante o el más importante planteado en América Latina desde la independencia hasta la actualidad. Desde este principio es posible leer, de una manera diferente, los actuales planteamientos que hacen de la sociedad global la única “sociedad posible” en el mundo.

Conclusiones

Difícilmente un trabajo de estas características agota la temática planteada, sobre todo cuando hay tanto material disponible de los pensadores aquí estudiados y de otros que, continuando a estos, elaboraron sus propios proyectos de “sociedad posible” y lucharon por hacerlos realidad. Durante los siglos XIX y XX, los campos intelectuales latinoamericanos acusan un sinnúmero de proyectos que incorporan elementos de distinta naturaleza pero todos con un denominador común: el propósito de redefinir la situación real y construir una sociedad alternativa, que supere las limitaciones de toda índole que impiden el desarrollo pleno de las potencialidades de las sociedades latinoamericanas. Sea que lo plantee un intelectual o un grupo de ellos, sea que se exprese por medio de una teoría o de un movimiento social, lo cierto es que hay una gran continuidad entre las distintas propuestas de “sociedad posible” en nuestra América. Este es uno de los saldos positivos de nuestra cultura. Si analizamos la evolución del pensamiento político latinoamericano de las primeras décadas del siglo XX, encontraremos una importante relación entre las nuevas propuestas de sociedad y las anteriores, sobre todo las que, como la de Martí, se presentan como incluyentes. De hecho, muchas de estas propuestas, inconclusas en cuanto a sus resultados, constituyen una de las más importantes tradiciones críticas de América Latina, aunque es cierto que los proyectos de “sociedad posible” siguen siendo marcos de referencia, más que realidades plenas. De ahí su inconclusividad.

De las propuestas surgidas durante el siglo XIX, podría uno establecer varias tradiciones de “sociedad posible” que se complementan con las distintas ideologías orgánicas que se expresan mediante organizaciones políticas formales. Así, de Sarmiento se derivó una buena cantidad de propuestas políticas que hasta la fecha andan con buena forma en nuestro continente. Pero también de José Martí, de cuya tradición crítica se han enriquecido muchos movimientos sociales. Temas como la identidad latinoamericana, la relación entre nación e imperialismo, o entre nación y economía mundo, o entre cultura global y cultura local, o la naturaleza de la dependencia de nuestros países, de una u otra manera derivan de esos proyectos de sociedad elaborados por pensadores del tipo de los aquí analizados.

De Martí derivamos una línea de elaboración que pasa por intelectuales como Manuel Ugarte, Rodó, Vasconcelos, Antonio Palacios, Mella, Sandino, José Carlos Mariáteguji, y el Che Guevara. En esta tradición crítica, el sacrificio es un componente fundamental. Recordemos que Martí murió en 1895 en pleno campo de batalla, lo mismo que el Che en la Bolivia del 67. La Revolución Cubana, cuyo triunfo costó muchas vidas, tiene en Martí a uno de sus autores intelectuales. Desde otra perspectiva, tenemos otro tipo de propuestas, como las de la CEPAL, que retoman el principio de pensar América Latina desde su especificidad y a partir de ella proponer un modelo de sociedad que retoma los procesos de las sociedades industrializadas.

Así, es posible y deseable recuperar una tradición que bien puede alimentar el debate actual sobre la naturaleza de la sociedad global y nuestra participación en ella. Hay una tesis que plantea que, a diferencia del pasado, la situación actual obliga a pensar las naciones a partir de la sociedad global y no lo global a partir de las especificidades nacionales. A nuestro juicio, este planteamiento no contribuye al desarrollo de la diferencia en tanto la “sociedad global” es una propuesta de “sociedad posible” elaborada colectivamente desde los centros de poder de los países desarrollados. En este modelo de sociedad lo que importa es que los países compartan los mismos hábitos de consumo, que se conviertan en los consumidores compulsivos de los productos elaborados por las grandes corporaciones internacionales. Y cuanto más rápido desaparezcan las diferencias culturales, mejor. Ante esta situación, el pensamiento martiano recupera toda su validez. Sociedades híbridas como las nuestras se afirman como tales ante la avalancha de lo global.

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