R E P E R T O R I O


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A M E R I C A N O


Segunda nueva época N.° 28, Enero-Diciembre, 2018

ISSN: 0252-8479 • Doi: 10.15359/ra.1-28.13



Católicos no-practicantes en América Latina: reflexiones sobre un fenómeno desafiante

"Non-practicing Catholics" in Latin America: Reflections on a challenging phenomenon

Marco Antonio Quesada Chaves

Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión

Universidad Nacional, Costa Rica

marcos.quesada.chaves@una.cr

Resumen

Dentro de las aceleradas transformaciones en lo religioso que se vienen observando en las sociedades occidentales durante las últimas décadas, en América Latina se halla un interesante fenómeno en la Iglesia Católica, los llamados "católicos no-practicantes", un término de por sí ambiguo y discutible, pero cuyo fenómeno al que hace referencia tiene un impacto importante en la Iglesia, por el decrecimiento en el número de fieles que se involucran activamente en la vida religiosa. En el presente artículo se reflexiona y se discute acerca de varios aspectos sobre la presente situación, desde una perspectiva teológica católica que busca identificar lo que podría ser un signo de los tiempos y una oportunidad histórica de profundizar en la renovación iniciada desde el Concilio Ecuménico Vaticano II, para la Iglesia y la Teología católicas.

Palabras claves: América Latina, religión, catolicismo, católicos no-practicantes, lo eucarístico

Abstract

Within the accelerated religious transformations that have been observed in Western societies during the last decades, in Latin America there is an interesting phenomenon in the Catholic Church as is that of the so-called non-practicing Catholics, a term in itself ambiguous and debatable, but whose phenomenon to which it refers has an important impact on the Church, due to the decrease in the number of faithful who are actively involved in religious life. In this article we reflect and discuss various aspects of the present situation, from a Catholic theological perspective, seeking to identify what could be a sign of the times, and a historic opportunity for the Catholic Church and Theology to deepen the renewal since the Second Vatican Ecumenical Council.

Keywords: Latin America, religion, Catholicism, non-practicing Catholics, eucharistic

América Latina, albores de la segunda década del siglo XXI. Se halla el ser humano sumergido en una época marcada por una tendencia al cambio constante y acelerado, la mayoría de las veces sin ningún rumbo; la región latinoamericana se integra a un mundo globalizado, fascinado por los progresos exponenciales en la innovación tecnológica, la fértil amplitud del conocimiento científico en las ciencias médicas, las ciencias exactas, las ciencias ingenieriles y demás disciplinas que se dedican a la mejora sustancial de las condiciones de vida material. Sin embargo, aunado a este desfile de cambios, la realidad contemporánea arrastra también importantes desigualdades socioeconómicas entre los centros de poder económico y geopolítico en el Atlántico Norte -donde se gesta la mayoría de estas innovaciones- y las regiones que conforman el Sur, en vías de desarrollo y castigadas por la pobreza, el hambre, el narcotráfico o los conflictos militares atizados por extremismos políticos y religiosos, lo que en definitiva brinda un panorama y unas condiciones de vida que son una afrenta contra la dignidad humana.

Para las sociedades occidentales, dicho cambio cultural al que se atiende, ha redundado también en una serie de transformaciones sustanciales en lo que respecta a lo religioso, su vivencia o no vivencia, que es donde se centrará el presente artículo. Pero no debe perderse de vista que lo religioso no está separado de la variedad de cambios históricos a los que se ha hecho mención, pues en el nivel estructural se hallan profundamente vinculados. La tarea, ya en desarrollo desde varias disciplinas, es identificar esas conexiones sistémicas que subyacen en la realidad contemporánea. En este sentido, en América Latina, la situación de lo religioso en los últimos 30-35 años ha resultado ser particularmente interesante, pues habiendo sido una región histórica y mayoritariamente católica, se ha ido configurando ahora un escenario más plural, variado e incierto en cuanto a su evolución posterior.

Según los últimos estudios del Pew Research (2014) y el Latinobarómetro (2014), el catolicismo ha pasado de ser la denominación cristiana mayoritaria, a compartir el espacio social con otras denominaciones cristianas, así como con otras religiones y lo que se ha venido a llamar nuevas espiritualidades. De ser un 90% hacia 1960, actualmente un 69% o 67% de los latinoamericanos se declaran católicos, mientras que 19% se identifican como protestantes en diversas denominaciones, seguido de un 8% que no se identifica con ninguna religión en particular, pero que no necesariamente se consideran ateos o agnósticos. A grandes rasgos, esto ha devenido en una serie de situaciones paradójicas, en las cuales “lo católico”, sustrato histórico, político, religioso y cultural de las sociedades latinoamericanas, se ha transformado hoy en un fenómeno meramente cultural, más que en una activa y consciente experiencia religiosa, en una experiencia de vida para la mayoría de latinoamericanos.

Es decir, los católicos siguen siendo la mayoría de creyentes en América Latina, pero más por moldeamiento cultural; por haber nacido y crecido en sociedades culturalmente católicas, permeadas en todos sus estratos por la cosmovisión cristiano-católica, y no necesariamente por una decisión libre y consciente de ser y vivir como católicos, lo que en principio implicaría, entre otras cosas, un asentimiento reflexionado y voluntario del conjunto de la doctrina y prácticas mantenidas por la Iglesia Católica. A raíz de esta situación, el catolicismo es más una cuestión cultural; temática sobre la cual se desgranaron varias reflexiones en un anterior artículo, y que en Norteamérica y Europa ha sido ya discutido por numerosos intelectuales de distintas vertientes académicas, políticas y religiosas, tales como: Charles Taylor, Luis Duch, Robert Barron, Roger Scruton, Oriana Falacci y Gianni Vattimo, entre muchos otros que han intentado dar luz sobre por qué y cómo el Cristianismo -especialmente el Catolicismo- se ha convertido en una realidad cultural y no en la experiencia religiosa de plenitud a la que aspira la mayoría de la población.

Falacci y Vattimo, por ejemplo, plantean desde una disputable noción de “ateísmo católico”, que el catolicismo ha llegado a modelar los valores culturales de Occidente, tanto así que una persona puede o no profesar la fe católica, o no profesar del todo una creencia en Dios, y ser influenciada e interpelada por una sociedad culturalmente católica. Dicho fenómeno también se ha denominado como el de los “cristianos culturales”, pero en el caso de América Latina y para mayor precisión terminológica, se propone hablar de los “católicos culturales”, por la fuerte herencia católico-ibérica en la región.

A raíz de lo anterior, y para propósitos de la reflexión por desarrollar, es importante profundizar en otro fenómeno que se ha venido dando entre los católicos latinoamericanos, una serie de variaciones en lo que el Pew Research (2014) denomina la “observancia religiosa” (p. 7), o lo que el Latinobarómetro (2014) llama la “práctica religiosa” (p. 30), es decir, en qué medida practican las personas aquella fe que dicen profesar. En ambas variables se hace alusión no sólo a la forma de vivir la religiosidad católica, sino al nivel de involucramiento en la vida de la Iglesia: la asistencia a la misa, la frecuencia de la oración, la participación de los sacramentos, la vinculación a grupos eclesiales, las devociones particulares, entre otros. En este sentido, por dar un breve ejemplo, alrededor de un 62% de católicos en la región asiste a la iglesia al menos una vez al mes según constata el Pew Research (2014), mientras que en los países sondeados por el Latinobarómetro, en ninguno la práctica religiosa activa llega al 70%, siendo así que, en algunos países como Chile y Uruguay, apenas un 21% y un 24% de los católicos encuestados respectivamente se consideran “practicantes”.

La búsqueda de una experiencia de fe o de una experiencia de vida que brinde un sentido de trascendencia, claramente no ha desaparecido entre los latinoamericanos, sino que ha mutado, ha aparecido una serie de reconfiguraciones en la que se expresa lo religioso de nuevas maneras, algunas no siempre tan novedosas, pues muchos se mudan a iglesias protestantes; no cortan lazos con el cristianismo en su totalidad. Ellas son manifestaciones de una fe más ligada al ámbito privado, pero que en el caso de algunas congregaciones evangélicas y neo-pentecostales ha desembocado también en un importante activismo, cuya presencia en la arena política muchas veces se ha traducido en una vinculación con la derecha (Córdova, 2014), donde los evangélicos son una fuerza política importante en países como: Guatemala, Brasil, Colombia y, recientemente, Costa Rica.

Ya sea uno u otro el caso que se tenga presente, es necesario sondear las raíces profundas de dichos fenómenos, las cuales teológica y filosóficamente implican un giro importante en la relación del ser humano con Dios, con aquello que se percibe trascendente, valor supremo o fuente de sentido. Varios autores como Küng (1996), Buber (2003) y Taylor (2014) consideran que, en las sociedades occidentales, Dios ha dejado de ser esa realidad última, abarcadora y decisiva que religa todas las dimensiones del ser humano, aquello que el historiador católico Bernard McGinn (1991) llegó a denominar como la “consciencia de la presencia de Dios” dentro de la tradición mística cristiana. Como lo afirma Taylor (2014), al darse los procesos de secularización en Occidente y transformarse las formas de organización social, en muchos casos Dios ha llegado a ser convertido en objeto de espiritualidades construidas y vivenciadas desde y en función del individuo, desde sus preferencias e inclinaciones personales.

No necesariamente es ya la experiencia o la consciencia de una Presencia que interpela o desinstala desde el amor, desde el compromiso con los otros, así como lo testimonian profetas y místicos, experiencia que también es mediatizada por las nociones de autoridad, colegialidad y tradición que, por ejemplo, se hallan en las iglesias históricas, principalmente la Iglesia Católica. Este giro es fundamental para comprender la perentoria relativización de tradiciones religiosas institucionalizadas por un extremo, mientras que, por otro, están la rigidez y el fundamentalismo en que incurren algunos sectores dentro de dichas tradiciones para preservarse ante tal escenario social. Tradiciones religiosas que, vale decirlo, no son homogéneas en cuanto a la manera de expresar y vivir lo religioso. Pero sí es cierto que dicha privatización de la experiencia religiosa ha conllevado a que también lo espiritual y lo moral se desliguen no sólo de las instituciones y tradiciones religiosas, sino también de realidades sociales marcadas por: la violencia, la injusticia, la discriminación y demás prácticas deshumanizantes; realidades que interpelan y demandan una respuesta ética, práctica y solidaria, pero que no siempre se da.

La distinción entre “católicos practicantes” y “católicos no-practicantes” que se asoma en las encuestas mencionadas, entre quienes practican el cristianismo católico y aquellos que no lo practican, es una consecuencia de este giro, y ha cobrado fuerza tanto en el imaginario social como en el académico, por lo cual será el objeto de las reflexiones del presente artículo. Vale enfatizar que es una distinción que por sí sola es ambigua y discutible no sólo en el nivel teológico, sino en el nivel práctico, pues dificulta la comprensión de lo que significa ser católico y deja muchas preguntas abiertas, por ejemplo: ¿qué diferencia, en última instancia, a un católico practicante de un no-practicante? ¿qué es lo distintivo del catolicismo? ¿qué se entiende por practicar o no practicar una religión? ¿cuáles son los fundamentos antropológicos, filosóficos y teológicos de estas reconfiguraciones en la experiencia de fe?

Sin embargo, es también una distinción que al mismo tiempo refleja de forma muy transparente la situación existencial del ser humano contemporáneo, alérgico a lo religioso, pero al mismo tiempo huérfano de contenido, sediento de trascendencia, de participar de una realidad que integre todo su devenir en el mundo contemporáneo, un mundo pobre en referentes axiomáticos, líquido como lo afirmó Bauman (2003) en su momento. El ser humano se encuentra a sí mismo como un ser contingente, sujeto al sigiloso embate de las leyes físicas que todo lo transforman en mortalidad, pero que desde la Teología católica es también un ser en el que lo inmanente se encuentra con lo trascendente, un ser arrojado a la tierra misma: cuerpo, alma y espíritu, amasijo de impulsos, fragilidades y anhelos, de sublimidades y perversidades; polvo y ceniza a lo largo de su devenir histórico, y desde los cuales aprende a forjarse en una fe que ante todo es una profunda experiencia de adhesión incondicional al Dios inefable. Dios que, como afirmó San Agustín (trad. en 2010): “…estabas más dentro de mí que mi más profunda interioridad y por encima de lo más alto a lo que podía yo llegar.” (p. 198)

La intención, entonces, es intentar dilucidar la presente situación desde la Teología católica como un signo de los tiempos, un dato de la realidad sobre el cual son muchas las posibilidades de construir nuevas vías de acceso al misterio de la condición humana, imagen del misterio de Dios revelado en Jesucristo, como lo llegó a afirmar en su momento el Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática Dei Verbum.

Católicos no-practicantes: de la des-institucionalización a la institucionalización de la desidia.

Según un término popularizado sobre todo en las encuestas e investigaciones de las ciencias sociales, un católico no-practicante es, por lo general, una persona que fue bautizada por la Iglesia, se considera a sí misma como católica, pero no “practica” el catolicismo. Sería tentador concluir de manera simplista que el “no-practicante” no vive conforme con lo que cree, abarcando de un solo plumazo el conjunto de la vida de una persona; pero median aquí muchas situaciones e historias personales que es necesario tener presentes antes de emitir un criterio medianamente sensato. Empero, sí puede considerarse que ese “no practicar” implica que no se vive según la totalidad de los principios que constituyen la fe católica, es decir, no hay una integración del sujeto a todas las dimensiones de esa totalidad, y esa totalidad por su parte, no ha sido apropiada de manera significativa.

Ya sea por desinterés, desconocimiento, o por mantener una “espiritualidad católica” personalizada -lo cual es algo cada vez más frecuente-, existe una amplísima variedad de motivos detrás de esta situación, pero en todos ellos predomina una decisión voluntaria de no religar, ni vivir conforme con dicha totalidad de lo que se llama el depositum fidei, el depósito de la fe o el tesoro de la Revelación divina en Jesucristo, contenido en la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica, las cuales se relacionan mutuamente, y son interpretados por el Magisterio de la Iglesia. En la Constitución Dogmática Dei Verbum, promulgada en el Concilio Vaticano II, se reafirma de la siguiente manera:

La Tradición y la Escritura constituyen, pues, un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia; fiel a este depósito todo el pueblo santo, unido con sus pastores en la doctrina de los apóstoles y la comunión, persevera constante en la fracción del pan y en la oración, de suerte que prelados y fieles colaboran estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida. Pero el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. (Pablo VI, 1965, p. 80)

Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio son, de tal manera, los tres pilares fundamentales que en el catolicismo forman la vida de fe, pero es justo aquí donde se entra en el campo de las relativizaciones y las múltiples variables que adquiere el fenómeno de los “no-practicantes”. Puede suceder que la persona haya sido bautizada, haya mantenido durante temprana edad una vida activa en la Iglesia, al participar de grupos, asistir a la misa de manera regular, recibir los otros sacramentos como la confesión, la comunión e incluso la confirmación hasta la adolescencia, pero por multiplicidad de motivos, se da luego un alejamiento de la Iglesia durante esta etapa de la vida, cargada de crisis y dilemas en lo que respecta a la construcción de la identidad, la visión de mundo y la definición de las prioridades y los proyectos personales.

En otros casos, puede tratarse de personas que sólo fueron bautizadas, recibieron uno u otro sacramento, pero por diversas circunstancias se dio un alejamiento; sin embargo, la influencia familiar fue un factor de peso, ya sea para la formación moral y religiosa, o bien como una fuente de conflictos; la variedad de posibles situaciones es muy extensa para discutirla a profundidad en el presente artículo. Cada persona puede vislumbrarlas, tener conocimiento de estas en otros, o bien haberla vivido o estar viviéndolas; es una situación que más allá de sus implicaciones en el Derecho Canónico o en el conjunto de la doctrina católica, remite a una realidad profundamente humana, a la dinámica de la experiencia religiosa, al espacio silencioso de la intimidad y, en última instancia, a cómo ser y estar en el mundo.

Existen muchas historias de vida cargadas de sufrimiento, incertidumbre y hastío existencial, tan comunes en las sociedades contemporáneas, por lo cual es algo que la Teología católica necesita abordar con una visión integral, movida no tanto por un celo apologético, sino por una auténtica experiencia de fe cuyas raíces nazcan de los principios evangélicos que conforman la doctrina católica. Este ha sido el distintivo teológico del Papa Francisco: la misericordia, una comprensión teológica crítico-constructiva que se plasma tanto en varios pronunciamientos y documentos, como en su accionar pastoral.

En resumen, puede entreverse que todas estas situaciones tienen un común denominador: el católico no-practicante es un sujeto que se considera a sí mismo católico, pero por una gran variedad de motivos mantiene un alejamiento, una distancia y hasta una desidia hacia la vida eclesial y el involucramiento en las distintas actividades que conforman la vida religiosa, principalmente la asistencia regular a la misa y, sobre todo, la participación y profundización en el misterio de la Eucaristía, lo cual es fundamental en el catolicismo, como se verá más adelante. Otra característica distintiva es el rechazo de unas u otras doctrinas, dogmas y ritos de la Iglesia Católica; muy frecuente es también el rechazo y no identificación con la postura de la Iglesia en temas polémicos en el panorama sociopolítico latinoamericano, como el aborto y la eutanasia; o bien en aspectos de moral sexual como el uso de anticonceptivos, las relaciones sexuales prematrimoniales y el celibato, entre otros. Pero esta discrepancia también se da en temas doctrinales y teológicos como el rechazo o relativización de uno o varios sacramentos, principalmente la Confesión o el Matrimonio, o bien el cuestionamiento de los dogmas, como la Infalibilidad papal, la Inmaculada concepción de la Virgen María, y otros.

A este respecto, resulta interesante lo mencionado por Fuentes (2015) en un reciente estudio sociológico sobre creencias religiosas en Costa Rica, en el cual se afirma que en los católicos no-practicantes se encuentra una serie de características como la desvinculación institucional, la selección a conveniencia de las creencias que les resultan más significativas y, a veces, el acercamiento a grupos religiosos no-católicos o no-cristianos. La asistencia a misa en ocasiones especiales como: bautismos, matrimonios o funerales, los acercaría en el nivel de conducta al “católico cultural”, con la diferencia de que los católicos culturales no necesariamente se consideran católicos, pueden incluso no ser cristianos del todo, pero como se mencionó anteriormente, son personas que han crecido y se desenvuelven en sociedades latinoamericanas culturalmente católicas.

Existe también un distanciamiento de la Iglesia y de la participación en la liturgia que es, por lo general, admitido, ya que según Fuentes (2015): “Las personas católicas no practicantes asumen abiertamente que se encuentran divorciadas de la institucionalidad católica, cuyos rituales devienen para estas personas básicamente un compromiso social o familiar.” (p. 77) La situación no es muy distinta en otras latitudes de América Latina e incluso España, donde Duch (2012) afirma que, a raíz de los cambios sociales tan acelerados en Occidente, la gente se ha vuelto incapaz de identificar y experimentar lo religioso por medio del antiquísimo y sofisticado lenguaje que muchas veces se emplea en las tradiciones religiosas institucionalizadas. Habría entonces un desencuentro entre lenguajes para entender la vida, para significar realidades como: el amor, la sexualidad, el cuerpo, el mal, la muerte y la trascendencia; es un desencuentro entre el lenguaje que la doctrina y la jerarquía de la Iglesia Católica emplean en su vida litúrgica, eclesial, en sus documentos, y el lenguaje que sus fieles y las personas en general utilizan para significar sus experiencias en un mundo cambiante.

Prini (2003), por su parte y desde el contexto italiano, considera que a raíz de la falta de implementación del aggiornamento o la “puesta al día” de la Iglesia impulsada por el Papa San Juan XXIII durante el Concilio Vaticano II, se ha dado una progresiva incapacidad de confrontar la dos veces milenaria fe católica con los “resultados doctrinales y metodológicos de las ciencias antropológicas de hoy” (p. 11). Lo anterior ha suscitado una dificultad para comprender lo que el filósofo italiano llama el “carácter en esencia intersubjetivo de la comunicación” (p. 11). La fe católica es ante todo una experiencia vital, donde se da también una mutua interrelación entre lo experiencial, lo comunitario y lo doctrinal-litúrgico, pero las estructuras lingüísticas, teológicas y de significado con que se ha desarrollado a lo largo de los siglos se están encontrando hoy en día con importantes dificultades para ser apropiadas por las personas.

Considerado lo anterior, podría plantearse la pregunta, ¿han venido a surgir entonces dos formas de ser católico(a)? La respuesta a esta pregunta es tan amplia, y compleja. Desde el acervo de la Sagrada Escritura, la Tradición, el Magisterio eclesiástico como la Teología católica, la respuesta es rotunda como negativa. No existe ni siquiera tal diferenciación, ambos términos son constructos artificiosos propios de la época actual, pero es más un “no” crítico hacia la relativización y confusión que pueden causar ambos adjetivos, sobre todo el de “no-practicante”. Por otra parte, la respuesta es también afirmativa -al menos en principio- en cuanto que, según la tradición y doctrina de la Iglesia, todo bautizado, al ser incorporado a Cristo mediante dicho sacramento, lleva en sí “un sello espiritual indeleble” (p. 360), como lo afirma el famoso numeral 1272 del Catecismo de la Iglesia Católica (Asociación de Editores del Catecismo, 1997). Es decir, es un sello permanente; constituye la esencia de la persona, su realidad humana, corpórea y espiritual, independientemente de las circunstancias o las decisiones personales, salvo que en la persona surja la decisión consciente de apostatar formalmente de la fe católica, acto cuya realización se admite y se legisla en el Código de Derecho Canónico.

Salvo dichos casos de apostasía, todo bautizado, “practicante” como “no-practicante”, es católico, sin distinción, pues ha muerto y resucitado con Cristo (Romanos 6:4-5) y forma parte de su cuerpo místico que es la Iglesia; es la realidad espiritual y experiencial que da sentido al bautismo. En este sentido, el adjetivo “practicante” es el único de los dos que describiría de manera terminológica y doctrinalmente coherente lo que significa ser católico. En otras palabras, es redundante. Sin embargo, es importante tener presente que el catolicismo no se reduce a una cuestión legalista o puramente doctrinal; es primordialmente una experiencia de fe que abarca la totalidad de la persona, permea la historia personal y la sensibilidad emocional, pues si se piensa desde su contraparte, es justamente a partir de una serie de experiencias particulares y significativas en lo emocional que muchos católicos no-practicantes han llegado a autodefinirse así.

Una posible respuesta a la pregunta ha sido la de considerar a los católicos no-practicantes como otra forma de catolicismo, uno des-institucionalizado y adaptado a las inclinaciones personales, a la concepción de mundo de la persona. El problema con esta interpretación es que, valida a priori el fenómeno como tal, sin profundizar en sus dimensiones históricas, sociales, religiosas y teológicas. Tal noción de un “catolicismo des-institucionalizado” no se halla en la Teología católica, ni tiene sentido teológico, pues es un constructo que toma como válida la ruptura del vínculo entre la experiencia de fe de la persona y su participación en la Iglesia no sólo personal, sino institucional, litúrgica, comunitaria, doctrinal y moral (González de Cardedal, 2015); integralidad que en la cosmovisión católica es reflejo de la comunión celestial. Más bien se puede vislumbrar aquí otra característica distintiva del “no-practicante”, como la entronización del individuo, de la valoración subjetiva, por encima de las otras dimensiones que conforman la fe católica.

Sin embargo, no se niega que exista dicha des-institucionalización entre muchos católicos; ésta, de hecho, tiene antecedentes históricos en una pluralidad de movimientos religiosos de protesta, reforma y hasta cisma en la Iglesia Católica, cuyos desenlaces han sido tan variados como enriquecedores para la reflexión histórico-teológica. La des-institucionalización es, por tanto, palpable, se puede constatar, pero más bien podría afirmarse que es uno de los síntomas de la relación crítica y ambivalente que la Iglesia Católica ha venido manteniendo con el mundo desde los inicios de la Modernidad, sobre todo si se toman en cuenta las aceleradas transformaciones históricas, sociales, políticas y culturales en Occidente a las que ya se ha hecho alusión. El ya mencionado Concilio Vaticano II, celebrado de 1962 a 1965, es el mejor ejemplo del intento de la Iglesia en el siglo XX por replantear una relación que desde el siglo XVI se encontraba notablemente agriada, buscando así trazar su postura de una manera más constructiva, tanto al interior de sus comunidades de fe como al exterior con las sociedades, lo cual -y en cierta discrepancia con Prini (2003)- todavía se encuentra en desarrollo.

De acuerdo con esta última característica, como lo es la entronización del individuo, resulta interesante notar que los “no-practicantes” en América Latina reflejan en muchas formas la situación de los “no-practicantes” en Norteamérica y Europa. Duch (2012) afirma que a partir de las Reformas protestantes del siglo XVI, emerge un sujeto religioso y político que es individualista e intimista, el cual se contrapondría al “nosotros colectivo” (p. 36), todavía vigente en el catolicismo. Esto implicaría considerar que en los “no-practicantes” se da un conflicto de origen sociohistórico y cultural que ha repercutido en el sujeto mismo: la colisión entre un sujeto individualizado moderno y un sujeto colectivo premoderno, este último perteneciente a un “nosotros” comunitario e institucional inserto en una tradición religiosa que ha sido puesta en cuestión, situación europea que América Latina ha reproducido de manera progresiva, pero a la vez diferenciada, puesto que se daría en la región lo que Beriain (2002) en su momento llamó “modernidades múltiples”, es decir, en América Latina no se daría una Modernidad homogénea y “omnipresente”, sino la coexistencia de varias formas de modernidad, muchas veces al interior de las mismas sociedades, las cuales por momentos se convierten en el escenario del enfrentamiento entre sectores sociales con una visión de mundo premoderna, y sectores sociales con visiones de mundo que podrían considerarse modernas e incluso posmodernas. ¿Se daría en el mismo sujeto esta coexistencia -a veces conflictiva- de “modernidades múltiples”? Es una pregunta que vale la pena mantener en la reflexión.

¿Del “no-practicante” al “practicante”? El sentido eucarístico y la búsqueda de la pertenencia

En el fenómeno de los “católicos no-practicantes” se aprecia cómo la vivencia de lo religioso ha experimentado transformaciones importantes en Occidente, de las cuales América Latina participa tanto por el sustrato religioso católico de las antiguas sociedades coloniales, como por el fenómeno actual de la globalización. Duch (2012) plantea muy atinadamente que uno de los principales cambios está en que lo religioso tiende a vivirse de forma menos vinculada a la tríada institución-comunidad-tradición religiosa, con el predominio de una concepción y vivencia más individualistas cuya tendencia es des-vincularse.

Esto último en América Latina se observaría con ciertas variaciones, pues el traslado de muchos católicos a otras iglesias cristianas demostraría que sigue vigente un fuerte deseo de pertenencia a comunidades religiosas, pero que ofrecen otro tipo de experiencias de culto, más centradas en el individuo, como cargadas de estímulos audiovisuales que propicien una experiencia emocionalmente intensa, pero individualmente compartida, por paradójico que pudiera resultar; estilo de culto que es característico de muchas iglesias evangélicas y neo-pentecostales. De hecho, y según el estudio del Pew Resarch (2014), los dos principales motivos esgrimidos por los fieles que dejaron la Iglesia Católica para unirse a iglesias protestantes fueron precisamente la búsqueda de una “conexión personal con Dios” (p. 4) y el hecho de que “disfrutan el estilo de culto de la nueva iglesia” (p. 4). A este respecto, Cipriani (2015) considera que, en varias regiones de América Latina, el catolicismo se ha convertido en una “religión difusa”:

Una vez más, una religión difusa otorga a otra forma religiosa - que atrae creyentes en tránsito - mayor consistencia numérica y visibilidad social. Sin embargo, en el fondo permanecerá casi siempre la fuerza y la contundencia de una socialización primaria que ofrece los primeros valores básicos, que permanecen activos, no en modo superficial sino arraigados y que posiblemente resurjan en momentos críticos, problemáticos, cuando estén en juego asuntos de gran importancia. (p. 270)

Habría una transmutación de muchos “católicos no-practicantes” a “protestantes practicantes” -si se quiere jugar con los términos- lo cual demuestra que no es un fenómeno en el que lo religioso esté desapareciendo, como algunos sectores militantes del laicismo latinoamericano quisieran proclamar.

¿Qué repercusiones tiene esto para la Iglesia y la Teología católicas? Su abordaje se encuentra en curso, pero son tanto un problema eclesiológico y pastoral, como una oportunidad histórica para la reflexión y la práctica teológicas desde el catolicismo: se trata de reconocer los signos de los tiempos. El acento o la piedra angular de la vivencia religiosa no está ya en lo teocéntrico -como todavía lo mantiene la mayor parte de la tradición católica- sino en lo antropocéntrico, como lo imponen de facto las aceleradas transformaciones sociales y culturales iniciadas a partir de la Modernidad. Emerge, así, una oscilación entre uno u otro paradigma, los cuales no son mutuamente excluyentes, sino que tiende a haber trasposiciones de uno a otro. Es lo que algunos como Zuccaro (2007) enfatizan desde la relación entre una ética cristiana y una ética laica, los fines últimos y comunes a los que cada una aspira, lo cual atañe a las preguntas fundacionales, a las preguntas definitivas, especialmente en lo que concierne al cada vez más polémico concepto de “verdad”:

La verdad de la persona no puede cambiar de manera arbitraria ni a causa de la existencia de Dios, ni a causa de su no existencia. Esto quiere decir que existe una verdad única de la persona y, por tanto, una continuidad entre el ejercicio de la razón laica que busca sinceramente esta moral y su interpretación a la luz de la fe cristiana. (Zuccaro, 2007, p. 68)

El fenómeno de los católicos no-practicantes puede entenderse desde la pregunta por el sentido de la condición humana, objeto también de la pregunta religiosa, cuya actualidad es tangible, pues en el ámbito público occidental se ha convertido en una fuente continua de discusiones y conflictos. América Latina viene siendo testigo de una ya consolidada tendencia en Norteamérica y Europa: afloran nuevas y hasta exóticas reconfiguraciones de lo religioso que buscan responder a esta búsqueda de sentido y chocan tan fragmentarias e hiperplurales cosmovisiones modernas con una cosmovisión católica que, en sí, tampoco es absolutamente homogénea. Existe una pluralidad al interior del catolicismo, pero siguiendo el espíritu de Vaticano II, dicha pluralidad no atañe a cuestiones de fondo, dogmáticas, sino a cuestiones de forma, litúrgicas, devocionales, simbólicas, inclusive estéticas, si se admite el término, es decir, a la manera de expresar y vivir aquello que es fundamental y distintivo de la fe cristiana: en cómo se comunica aquello que es esencial. Es la imperecedera tensión entre el espíritu y la letra que los padres conciliares intentaron resolver.

El catolicismo aún sostiene, basándose en el hecho de la Revelación divina en la persona de Jesucristo, una perennidad teológica que es problemática para la mentalidad contemporánea. El gran teólogo católico del siglo XIX John Henry Newman llegó a expresar que dicha Revelación es para el cristianismo una realidad actualizada, asumida y comprendida de manera evolutiva por la Tradición, en lo que él llamó la Teoría del desarrollo de la doctrina (Newman, 1887). Es decir, los contenidos de la Revelación, si bien manifestados una vez y para siempre en el transcurso del espacio-tiempo, en tanto trascendentes, no pueden ser comprendidos de manera total por las generaciones subsiguientes. Mantienen una profunda impronta, la cual ha sido asumida en la Tradición de manera paulatina por las sucesivas generaciones, requiriendo ser renovadas y vueltas a vivir desde las necesidades de cada contexto histórico. La Tradición está viva, en constante evolución a partir de un núcleo originario como la Revelación. No está de más decir que lo anterior es un planteamiento conflictivo para la mentalidad contemporánea, en especial la idea de que existan realidades o verdades sustanciales que trasciendan las fronteras del individuo, su sociedad y cultura, pero no cabe olvidar que Newman fue justamente uno de los precursores intelectuales del Concilio Vaticano II, proyecto que continúa en desarrollo.

Siguiendo este camino, es donde emerge para el catolicismo -en este caso en América Latina- la necesaria recuperación de lo que podría denominarse como el sentido eucarístico de la vida, el cual fundamenta e inspira todas las demás dimensiones de la fe católica. Tal y como se mencionó anteriormente, tanto en la “observancia religiosa” del Pew Research (2014) como en la “práctica religiosa” del Latinobarómetro (2014), destaca la importancia que posee en el catolicismo, la participación y, sobre todo, la vivencia de la misa. De las primeras variables que los investigadores analizan -a veces en una forma tentadoramente simplista- es la frecuencia con que sus fieles asisten a la misa, sobre todo los domingos. Y ello no es casualidad: de la participación e involucramiento en la misa puede una persona inicialmente hacerse una idea de la vitalidad y dinamismo de la Iglesia Católica en una región o país. Se afirma que inicialmente, puesto que no es el único aspecto por medio del cual puede comprenderse el catolicismo, pero cierto es que la Eucaristía posee el lugar fundamental por excelencia no sólo en el catolicismo, sino también en el cristianismo ortodoxo y en varias iglesias orientales, siendo por ello uno de los principales puntos de encuentro ecuménico que se vienen impulsando desde el Concilio Vaticano II.

La Eucaristía es “fuente y culmen de toda la vida cristiana”, como lo afirma la Constitución Dogmática Lumen Gentium, donde también es “la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza”, como lo expresa la Constitución Sacrosantum Concilium. Gesteira (2006) afirma cómo la Eucaristía es el sacramentum princeps y, empleando una evocativa metáfora, afirma cómo el sacramento eucarístico es aquel del cual “brotan” y al cual “retornan” todos los demás sacramentos:

El sacramento primordial está constituido, por tanto, por Cristo-Iglesia-eucaristía como un todo o una unidad indisoluble. O, en otras palabras, el sacramento fundamental es el cuerpo de Cristo, que abarca, por una parte, al Señor como cabeza, y por otra, a su cuerpo, a la vez eclesial y eucarístico. (p. 661)

La lejanía o poca identificación con la liturgia en el católico no-practicante, pero incluso en el católico practicante, se traduce inevitablemente en un alejamiento de la comunión eucarística, experiencia mística por excelencia en la tradición cristiana, quedando, así, desprovista de un sentido integrador toda la vivencia de la fe y los elementos que la componen. Este es uno de los motivos por los cuales el binomio “practicante/no-practicante” es tanto ambiguo como periférico para describir y comprender la relación de un católico con lo eucarístico, pues no es una cuestión de blanco/negro, sino del vínculo y su profundidad y en qué medida este permea todas las áreas de la vida de una persona.

Considerado lo anterior, se aprecia cómo la Eucaristía remite a un paradigma teocéntrico, a una forma de ser y estar que se mantiene en relación con la gratuidad del amor Divino, realidad misteriosa como le llamaría el teólogo peruano Gustavo Gutiérrez (1995), una realidad que es íntima y comunitaria, capaz de re-ligar, de re-unir en la oración, en la llamada cena del Señor y en la solidaridad concreta con el otro. Lo anterior es justamente lo opuesto a la tendencia contemporánea, posmoderna, la cual se halla centrada en el individuo, cada vez más desvinculado de los otros, cuyas inclinaciones y preferencias en el imaginario distópico de la globalización neoliberal, se supone, son satisfechas por el mercado. La comunión eucarística es un referente crítico hacia aquello que es insolidario e inhumano en la sociedad contemporánea, pero también hacia la misma Iglesia en cuanto institución y comunidad de seres humanos propensos a lo que Ricoeur (2004) llamó la falibilidad, la posibilidad, inscrita en la misma condición humana, de incurrir en el mal, y en una perspectiva teológica, de romper esa comunión.

Uno de los que mejor expresa este paradigma es San Juan de la Cruz, el cual al mismo tiempo está considerado entre los más grandes místicos de la tradición católica, quien, en el Cántico espiritual, lo expresa vívidamente: “¿Adónde te escondiste, Amado, ¿y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste habiéndome herido; salí tras ti clamando y eras ido.” (Trad. en 1992, p. 5). El verso del místico carmelita, como muchos otros provenientes de su pluma, son un reflejo límpido de la mentalidad católica como también del núcleo de la pregunta religiosa, que a su vez es la pregunta por la condición humana, en última instancia rodeada en el misterio, en un imponderable silencio. Dios es Aquel que hiere las conformidades, el que desajusta las falsas seguridades que provee una sociedad del espectáculo y del consumo, el que se esconde (Isaías 45:15), el que invita a cruzar la puerta estrecha (Mateo 7:13-14).

Constituido por lo que Duch (2012) llamaría el contraste entre la trascendencia divina y la insuperable imperfección del ser humano y su mundo, se agrega también que el ser humano es aquel ser contingente, que sale clamando tras un Alguien, el absolutamente Otro que, sin embargo, ha asumido lo humano plenamente en la persona de Jesucristo. Gutiérrez (1995), cuando se refiere al lenguaje teológico, llega a llamarle la plenitud del silencio; una realidad absolutamente trascendente, pero a la vez cercana a las peripecias y dramas de lo humano:

Dios no es un problema ante el cual nos situamos impersonalmente y tratamos -e incluso disecamos- como un objeto; tampoco es un enigma, una realidad definitivamente desconocida e incomprensible. Para la Biblia, Dios es un misterio en la medida en que es un amor que todo lo envuelve, alguien que se hace presente en la historia y en el corazón de cada uno a través de un impulso vital y liberador. (p. 141)

Como lo llega a afirmar Küng (1996), lo distintivo del cristianismo es la persona de Jesucristo, en torno a la cual giran los interrogantes existenciales, los referentes axiológicos, imperecederos, idolátricos o pasajeros de las distintas épocas históricas. La centralidad en el catolicismo de la Eucaristía, como el misterio de la transubstanciación que la constituye, es el punto de encuentro entre lo humano y lo divino que se actualiza y re-actualiza en el Cristo que se dona a sí mismo, pero al mismo tiempo es el punto equidistante entre la consciencia de la presencia de Dios y la capacidad humana para expresarla. El desencuentro entre el lenguaje empleado por la Tradición y el utilizado por las personas es reflejo de esta equidistancia, y remite también al problema de que los católicos no-practicantes -como inclusive muchas personas no-cristianas- no encuentran en su sociedad y su cultura los elementos simbólicos necesarios para vitalizar su búsqueda de sentido desde nuevas mediaciones.

Dicho sentido eucarístico de la vida cristiana no implica tampoco una desconexión de los desafíos socioculturales, políticos y éticos del mundo, no significa que el cristiano se aparta de su cotidianeidad, de su red social, como de los sufrimientos y sublimidades concretas que padecen los seres humanos, sino que más bien su ser y estar en el mundo es en apertura a los otros. Su vivencia de la fe bebe de la fuente que es el encuentro eucarístico y retorna a este en búsqueda de respuestas. Es la vivencia del banquete eucarístico desde la gratuidad del amor, la celebración de la vida, la comprensión resiliente de los sufrimientos y la solidaridad; una solidaridad comprometida especialmente con aquellos sectores más vulnerables a la violencia y la exclusión en una sociedad, quienes conllevan una actuación muchas veces contracultural sobre aquellas estructuras que alimentan la injusticia (Bieritz, 1994). Uno de los teólogos que ha intentado resolver esta cuestión ha sido Torres Queiruga (2016), quien, desde un intento por “re-traducir” el cristianismo, mantiene una postura constructiva hacia los saberes modernos:

En una palabra, si ante la cuestión estructural el lenguaje religioso ha de buscar su renovación acudiendo sobre todo a los hondos recursos de la tradición bíblica, del diálogo de las religiones y de la experiencia religiosa e incluso mística, en lo que respecta al desafío cultural son principalmente las ciencias humanas las que han de ser aprovechadas (párr. 32).

La Eucaristía es, así, punto de encuentro y de quiebre que puede permitir profundizar en la comprensión del tan complejo fenómeno de los católicos no-practicantes, pues se da el desencuentro no sólo entre dos lenguajes, sino entre dos formas de concebir al ser humano y el mundo. Por ende, en el católico no-practicante se encontraría encarnado en la propia vivencia ese encuentro y desencuentro de lenguajes, entre formas de ser y estar en el mundo; entre lo eucarístico-perenne y lo secular-contemporáneo.

Algunas reflexiones finales

En su obra monumental en dos tomos, La era secular, Taylor (2014) plantea, entre otras cuestiones, que la fe no es ya la opción cumbre ni axiomática en las sociedades contemporáneas. Dios no es ya aquella realidad suprema e igualmente interpelante para todos los sujetos, sino una opción más en un complejo entramado de plurales estilos de vida, con el agregado de que no es la opción más viable, sino la más desafiante en sociedades donde predomina la increencia, la indiferencia ante lo religioso y lo espiritual.

Anteriormente, se discutía sobre la necesidad para la Iglesia y la Teología católicas de abrirse a la posibilidad de discernir los signos de los tiempos, probablemente en contextos que tradicionalmente no han sido considerados sagrados. En este sentido, la entronización del individuo podría ser a la vez un signo de los tiempos para poder comprender a profundidad las aceleradas transformaciones en lo religioso que, por supuesto, han incidido e inciden entre los católicos latinoamericanos.

La dimensión personal y la experiencia interior de la fe son importantes y necesarias, pero la centralización -y por momentos absolutización- de lo subjetivo para valorar y analizar la fe en la propia vida es síntoma de este giro en la relación del ser humano con lo Divino, tema sobre el cual se ha reflexionado. Ya la Declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa reafirma el derecho de cada persona, en tanto dotada de raciocinio y voluntad, a buscar la verdad, dándose así un vínculo íntimo entre la libertad religiosa y la dignidad humana. El gran desafío es su interpretación y vivencia en el contexto actual, en el cual la misma Iglesia Católica, tanto en Norteamérica y Europa como en América Latina, viene experimentando un decrecimiento en el número de fieles.

De manera oportuna para la libertad y dignidad del ser humano, la fe, y lo que Newman llamó el asentimiento religioso, no son ya una realidad impuesta desde afuera como lo fueron en otros períodos de la historia, sino que la sociedad y cultura contemporáneas, en su alienante tendencia a la individualización/absolutización de lo subjetivo, abren la posibilidad para que la fe cristiana se renueve y retorne a lo que se testimonia desde sus orígenes bíblicos: ser fruto de un encuentro entre el ser humano y el Dios que se ha manifestado a sí mismo en la persona de Jesucristo. Ser un encuentro entre el don que la fe constituye y una decisión libre y consciente de la persona, librando así al cristiano de ser un sujeto coaccionado u oprimido por el institucionalismo, el legalismo, el ritualismo y demás flagelos que corrompen la vitalidad de la experiencia interior, como de la comunidad eclesial.

La fe requiere ser también fruto de una decisión libre y consciente del sujeto, algo que ya el mismo Rahner (1984) afirmó en su momento; es algo absolutamente necesario en la presente realidad histórica. Pero desde la Teología católica se afirma también que la fe es un don divino, estableciendo así un equilibrio dinámico frente a los riesgos por el otro extremo: los de un subjetivismo irreflexivo y desvinculado de la Tradición y la comunidad. González de Cardedal (2015) es particularmente sugestivo sobre esta cuestión:

Para el cristianismo, Dios es vida personal en comunión, relación y autodonación recíproca: en suma, vita trinitaria. Las posibles carencias y las reales sombras de la vida cristiana deben ser corregidas por una vuelta a las verdaderas fuentes del cristianismo, no por sucedáneos o absolutizaciones de aspectos reales de la vida cristiana que no pueden ser separados del resto. (p. 35)

De esta forma y a manera crítica, se puede apreciar que la distinción entre “católicos practicantes” y “no-practicantes” es potencialmente arbitraria como superficial, pues no hace justicia ni permite profundizar en la dinámica de un fenómeno religioso que es complejo, por la acelerada mutabilidad que muestra. ¿Podría distinguirse a cabalidad entre unos y otros católicos basando tal distinción en una serie de variables? Es discutible, pues en los avatares de la experiencia de fe hasta se pueden dar trasposiciones entre una y otra, lo cual evidencia la escasez de recursos lingüísticos, conceptuales y analíticos para entender este fenómeno, lo cual dentro del catolicismo ha venido generando una serie de cambios sociales y subjetivos en la manera de vivir la fe, que por momentos conllevan un conflicto entre el acervo histórico-teológico de la tradición y la doctrina católicas y la experiencia personal de los sujetos; dimensión de lo religioso que ha cobrado un gran peso en las sociedades contemporáneas, marcadamente individualistas.

En el católico no-practicante se constataría esa ruptura con lo institucional-sacramental, pero no necesariamente con lo comunitario, doctrinal o moral. Pueden darse varias combinaciones y he ahí, justamente, las paradojas de la cuestión, la fragmentación de la integralidad -no integrismo- a la que aspira la fe católica. De la des-institucionalización se pasa a una institucionalización de la desidia que, por lo general, conlleva la entronización cuasi-absoluta del individuo. Dios no ya como presencia, realidad y valor supremos, sino como objeto de la cambiante búsqueda de satisfacción individual, al vaivén de una sociedad de consumo que posee recursos asombrosos para inventar necesidades. ¿Se encontraría entonces en la distinción entre católicos practicantes y no-practicantes una colisión entre dos formas de religiosidad, una teocéntrica y otra antropocéntrica, lo cual a su vez refleja las transformaciones en lo socioreligioso que viene experimentando Occidente y, por ende, América Latina? Posiblemente por ello valdría discutir más ampliamente la cuestión, siendo el presente artículo una invitación a la reflexión y la discusión. Desde la Teología católica puede afirmarse que, en última instancia, la experiencia personal de la fe no es el referente absoluto, pero es la primera piedra que cimenta la apertura consciente, reflexiva y experiencial de la persona a las otras dimensiones que constituyen la fe. Integralidad que no está exenta de conflictos y ambigüedades, pues no hay experiencia humana que esté libre de tales oscilaciones entre la incertidumbre y la certeza.

Referencias

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Recibido: 19 de mayo, 2018 • Aceptado: 17 de junio, 2018

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