Un camino tortuoso
A tortuous road
Um caminho tortuoso

Anacristina Rossi
cristirossi@gmail.com
Escritora

Recibido: 30 de setiembre de 2013
Aprobado: 16 de octubre de 2013

 

Resumen
Este ensayo plantea, a partir de una experiencia de vida individual, una paradoja. La paradoja es la siguiente: ¿Cómo puede una intensidad sexual excepcional, una vida sexual variada y satisfactoria, tener en su origen un abuso sexual? El ensayo sigue, en forma cronológica, las distintas etapas de la sexualidad de una niña hasta convertirse en mujer. La sigue en sus avatares como mujer y luego explica cómo esa trama sexual se conecta con la de sus hermanos, padres, abuelos, tíos. El ensayo examina las marcas eróticas dejadas en los cuerpos de los niños muy temprano, antes de los dos años de vida, y cómo esas marcas pueden definir la vida sexual y social de las personas marcadas, para bien o para mal. El ensayo termina preguntándose cuántas gentes habrá tenido estas experiencias, y si dichas experiencias pueden o no integrarse a la vida de las/lossujetos una vez descubierto el abuso que las subyace.

Palabras clave
Sexualidad, abuso sexual, orgasmo, frigidez, genitalidad, erotismo

 

Abstract
This essay, based not on books but on a life experiencia, deals with the following paradox: how can a varied and rich sexual life, and an extraordinary sexual intensity, has as its origin sexual abuse? The essay follows, chronologically, the sexual development of a little girl, follows her through her sexual experiences as a woman, and then explains what her sexuality has to do with the family history and abuse. The essay examines the erotic marks left on the bodies of children very early, before the second year of their lives, and how those marks can define the sexual and social life of grown ups, for good or for bad.   The essay concludes by wondering how many people share a similar experience, and how people can come to terms with their sexual choices and intensities once they discover the abuse underlying them.

Key words
Sexuality, sexual abuse, orgasm, frigidity, family, erotism

Resumo
Este ensaio apresenta, a partir de uma experiência de vida individual, um paradoxo. O paradoxo é o seguinte: como pode uma intensidade sexual excepcional, uma vida sexual variada e satisfatória, ter na sua origem um abuso sexual? O ensaio acompanha, cronologicamente, as distintas etapas da sexualidade de uma menina até se converter em mulher. O texto a acompanha em suas vicissitudes como mulher e explica como essa trama sexual se relaciona com a de seus irmãos, pais, avós, tios. O ensaio examina as marcas eróticas deixadas nos corpos das crianças desde muito cedo, antes dos dois anos de vida, e como essas marcas podem definir a vida sexual e social das pessoas marcadas, positiva ou negativamente. O ensaio termina questionando sobre a quantidade de pessoas que terão vivido estas experiências, e de que forma as mesmas podem ou não se integrar à vida das/dos sujeitos uma vez descoberto o abuso que as subjaz.

Palavras chave:
Sexualidade, abuso sexual, orgasmo, frigidez, genitalidade, erotismo

Quiero decirles que yo no vengo aquí a plantearles soluciones ni optimismos. Vengo a plantearles un problema, una perplejidad. Un problema, una perplejidad tomados de mi vida, no de los libros. Tendré que hablar de mí, tendré que exponerme ante ustedes. No me importa.

Empieza por el olor. Como Mariestela, el personaje femenino de María la noche,  siempre tuve con el mundo una relación sensual. Me fascinaba y me sigue fascinando el olor de la boca de los gatos, de su saliva. Los busco cuando bostezan o se lamen. Ese olor me reconforta. Desde muy niña -tres, cuatro años- adoraba oler caballos. Vivía en una finca. Me encantaba oler el pasto -el calinguero. El olor de las vacas, y tocarlas, tocar sus narices lisas, sus lenguas rasposas. Me gustaba el olor de la boñiga y el de los peones, que no usaban desodorante. 

Continúa por los enamoramientos. A los tres años me enamoraba perdidamente de hombres maduros. El maestro de la escuelita del pueblo. Un peón rubio que se llamaba Aníbal. Más tarde, a los cinco, cuando volví a San José, me enamoraba de los compañeros universitarios de mi tío.

Pero a las siete años, exactamente como dice Freud, entré en latencia. La sensualidad se fue. Yo era -o creía ser- una chica muy resguardada y vigilada de padres cursillistas, muy católicos. Tuve una educación católica severa. Y entre los siete y los catorce  fue como si mi sensualidad y mi deseo estuviesen cerrados con llave.

Poco a poco, con la adolescencia, fueron despertando. Primero se despertó mi inteligencia rebelde, a los dieciséis años. Dejé de ir a misa, dejé de creer en la Iglesia. Tiré lejos mis valores burgueses. Comuniqué formalmente a mis padres que no creía en el matrimonio sino en la unión libre. Mis padres respondieron quitándome Cien años de soledad y tirándolo a la basura, y trayendo a un padre -creo que era del Opus Dei- que me hizo varios exorcismos. Me prohibieron salir.

Saqué el bachillerato con honores y una nota alta en el examen de ingreso a la UCR. Pero no me dejaban ir a la universidad. Para mi padre era un antro de comunistas. Según mi madre, las mujeres que estudiaban no conseguían marido. Yo les decía que yo no quería marido, quería una carrera. Y novios, pensaba pero no se los decía.

Igual me matriculé y me escapaba para ir a clases. Por fin me dieron el permiso. En primer año de universidad me enamoré y perdí la virginidad pero no sentí mucho, mi cuerpo tenía anestesia intermitente. Hasta que sucedió.

Terminé con ese novio y llegó a mi vida un muchacho muy inteligente y bellísimo, de grandes ojos color miel y un cuerpo como un dios. Me sentí atraída por ese cuerpo y esa inteligencia como nunca antes. A él le pasaba lo mismo, me confesó. Cuando me tocaba una mano o el brazo, se estremecía todo.

Era marzo y los dos teníamos diecinueve años. Nos hicimos novios. Venía mucho a mi casa. Una tarde en que yo estaba sola oyendo música tirada en el sofá, él se sentó a mi lado. Yo andaba sin brassiere. Metió la mano y me tocó los pechos. Y entonces el mundo desapareció. Corrientes eléctricas me recorrieron de arriba abajo, y me pasó algo inaudito: mis partes sexuales se dilataron, se hincharon tanto que supe que no me podría mover de ahí hasta quién sabe cuando.

 Perpleja le pedí que se marchara. Él me hizo caso y se fue sin preguntar. A mi cuerpo le tomó más de una hora volver a la normalidad. Y así supe que ese muchacho tenía en sus manos una bomba.

Peor no me imaginaba la potencia de esa bomba.

La descubrí una tarde de abril en que tomamos un bus a Santa Ana y nos metimos a un potrero lleno de árboles. Nos tiramos en el suelo. Allí sucedió.
En realidad objetivamente no sucedió nada, yo no pude desvestirme porque venía de danza y llevaba un leotardo muy ceñido y un pantalón de corduroy. El muchacho, al darse cuenta, puso su mano sobre mi vientre, sobre la ropa. Cuando la sentí bajar a la ingle mis muslos se convirtieron en plumas. Me derretí. Él temblaba, todo su cuerpo temblaba de deseo. Y entonces mi cuerpo explotó deliciosamente. Se arqueaba incontenible. Me fui, me perdí. Después supe que era que había tenido varios orgasmos.

Pero el muchacho al verme así se asustó. Me tomó de los brazos, me sacudió, me puso de pie. Me dijo que lo que estábamos haciendo era pecado, que yo tenía el diablo adentro. Mi orgasmo y la maravilla que sentía mi cuerpo quedaron congelados. Se cortaron.

Salimos, tomamos el bus, regresamos en silencio y yo no quise volverlo a ver. Corté mi noviazgo pero mi sexualidad también se cortó. Me había quedado frígida.

Recobrarme fue un proceso laborioso, de años. Ma ayudó que pronto después de eso me mandaron a Londres, donde todo era más abierto, liberado y franco.

Mis novios de ese entonces me ayudaron: aprendí a masturbarme, sola o con mi pareja. Pero, al contrario de mi experiencia previa, ahora me costaba llegar al orgasmo. A las amigas con que hablaba también les costaba. "No es algo que se da simplemente con la penetración, como le hacen creer a una en las películas", nos decíamos. Y juntas leíamos libros sobre eso, el informe Shere Hite, por ejemplo.

Sin embargo, a ninguna le había pasado como a mí: del orgasmo instantáneo a una sexualidad ávida pero complicada pasando por la frigidez.

Poco a poco mi vida se abrió de nuevo al deseo llegando casi a recuperar la sexualidad fuerte de mis diecinueve años con aquel muchacho. Casi. Lo que nunca pude volver a recuperar fue el orgasmo instantáneo.
Y luego me pasó algo que fue para bien, fue como otra vuelta de tuerca hacia arriba. No sé cómo explicarlo, palabras casi no hay. Algo inaudito.

Creo que fue gracias a experiencias con hombres muy generosos que realmente me amaban  que la sexualidad se convirtió para mí en una experiencia trascendente. Una experiencia de conocimiento del cuerpo y del alma. Para poder sentir eso tenía que sentirme enamorada y que mi compañero me amara también. O sea, no podía ser una experiencia rápida o deportiva, no. Ni una aventura de una noche. A menos que se prolongara toda la noche y después hubiese, en consecuencia, muchos días o meses. O años. Y sólo sucedía con hombres generosos que estaba deseosos de entregarse. Hombres que tenían paciencia y humildad. Y todo tenía que empezar demorándose años en la piel.

Si sólo era por una noche o por deporte podía hacerlo pero no sentía nada. Pero cuando en los ojos de un muchacho o un hombre había una luz de ternura, de querer saber, todo se transformaba en magia.

Había redescubierto el poder, la potencia de la sexualidad femenina.

Me convertí por eso en la obsesión de hombres que me amaron, me buscaron, insistieron. Recibía cartas que decían: nunca he tenido orgasmos tan enormes como con usted.

La sexualidad fue para mí, y para esos compañeros de camino, vía de conocimiento. No tenía nada que ver con la gimnasia, nada con el kama sutra, eso me parece masculino. Tenía que ver con la curiosidad, con la paciencia, con la ternura, con el amor y sobre todo con la piel y la profundidad. Porque lo más profundo es la piel, dice un escritor mexicano. Así, el erotismo se conviertió en más de la mitad de mi vida.

Por esa época empecé a escribir María la noche.
Viví quince años afuera y un día, recién llegada a Costa Rica, mi hermana me enfrentó. "María la noche es el libro de una persona abusada", me dijo. "¿Por qué?" le pregunté extrañada yo. "Por la erotización del lenguaje", me dijo. "Cuando una es abusada de niña no sabe qué es, cómo canalizarlo, pero siente, y entonces todo se erotiza".

Yo rechacé la hipótesis. Pero ella insistió. Aquí debo aclarar que soy la mayor de seis hermanos, tres hombres y tres mujeres. Me siguen dos hombres y mi hermana es la cuarta. Es bellísima y es epiléptica, toma medicinas para eso desde los doce años. La escuché.

Me contó que durante un tiempo largo en su infancia mis dos hermanos la abusaron. La tocaban y la obligaban a que les hiciera cosas. Que a los 12 años empezó a convulsionar y eso les dio miedo y la dejaron en paz. Ella pensaba que su cuerpo había usado la epilepsia para detenerlos.

Yo me horroricé de mis hermanos, me compadecí de ella y me puse a su disposición para apoyarla ante la familia, pues sacó todo a la luz. Por supuesto mis hermanos lo negaron. Mis padres no se dieron por aludidos. La única prueba de mi hermana era la epilepsia, el resto era su palabra contra la de ellos dos.

Yo seguí mi vida y mi sexualidad y mi erotismo. Una sexualidad que poco a poco se había vuelto devorante. Me obsesionaba con los hombres. Se estaba volviendo peligroso.

Y un día, como ocho años después de que salió lo de mi hermana otra vez sucedió algo inaudito. Otra vuelta de tuerca.

Estaba en la sala del ginecólogo leyendo revistas mientras esperaba que me atendiera cuando topé con la historia de una niña abusada a los dos años. Venía la foto. Empecé a llorar al ver la foto,  al ver la expresión de la niña, y no podía parar. Esa foto me recordaba algo, pero ¿qué? Tuve que cancelar la cita. Me fui a la casa. Había enviudado recién de mi segundo marido, las chicas en la escuela y la empleada no estaba. Me encerré en mi cuarto. Lloré y lloré.

Tengo que decir que siempre me había preguntado por qué a menudo en la masturbación o en el orgasmo tenía la sensación de haber vivido eso hacía mucho. No a los diecinueve años sino antes, mucho antes.

Entonces recordé.

Recordé los momentos de intenso placer cuando mi abuelo me alzaba -yo tenía ocho meses- y ocultas sus manos por esos batones que nos ponían a las niñas en esa época, me acariciaba el sexo bajo el pañal.

A veces poco a poco, a veces en un aluvión, recordé todo lo que me hicieron mi abuelo y mi tío el menor entre los ocho meses y los dos años. A los dos años pararon, ya fuese porque ya yo hablaba mucho o porque nos fuimos a vivir a una finca de mi padre, muy lejos.

Recordé mi confusión, el desconcierto, pero sobre todo la enorme intensidad de lo que sentía, y cómo me gustaba y lo odiaba al mismo tiempo.

Hablé con mi hermano el que me sigue. Él negó haber abusado a mi hermana pero sí aceptó que el abuelo lo había tocado a él durante la tierna infancia. Se lo llevaba a dormir a su cama y ahí...

Hablé con mis dos hermanas. Compartimos los recuerdos. Llegamos a la conclusión que todos, los seis, pasamos por la cacerola de mi abuelo. No todos por la de mi tío. Talvez sólo yo, la mayor.

Lo que más me perturbó de esos descubrimientos que discutí con mis hermanas fue la intensidad de lo sensual. Quiero decir también, la identidad de lo sensual. De dónde venía en mí ese chorro enorme. Mi búsqueda de hombres desde los tres años. Luego la erotización total de mi cuerpo y esa capacidad de sentir que si bien era maravillosa, era muy perturbante. Muy cargada. Y luego, más adelante en mi vida, las obsesiones, las obsesiones sexuales por los hombres. Sí, estaba seguro, todo eso venía de allí, tenía que venir de allí.

Mi abuelo, un señor supuestamente intachable, de familia de alcurnia, sobrino, bisnieto y nieto de próceres y beneméritos que no mencionaré. Detrás de su alcurnia, su buen francés, sus viajes, su cultura, estaba su educación militar en México. Y detrás de eso, lo innombrable.

Entonces, a mis casi cincuenta años, entendí las rarezas de mi familia. Los desastres, los pleitos. Las quiebras, el alcoholismo, las drogas lícitas, los brotes psicóticos, la depresión. Mi sensibilidad exacerbada a los olores de los cuerpos de hombres y animales. Y muchas de mis fobias. A los gusanos grandes, por ejemplo.

Como por arte de magia la sexualidad obsesiva y devorante y peligrosa de mis últimos tiempos desapareció. Sentí un inmenso alivio.

Hablé con mi madre. Le conté. Me dijo: "Lo creo. Vos tenés personalidad de persona abusada". Y me dijo que por fin podía entender por qué yo le tenía terror a la flor de una gramínea, el pasto "imperial", que parecía un pene.

Y entonces recordé el pene de mi abuelo. Su olor. Lo que me hacía en el baño.

Y pensé en  épocas de mi niñez en que no podía comer más que hielo.

Y mis insomnios perennes desde que tenía un año que sólo cedían cerca del amanecer.
Y los gritos y los llantos cuando lograba dormirme.
 
Y ya no pude ver la sexualidad como la veía antes: como un maravilloso don, como una vía de conocimiento, como algo trascendente.  Era un regalo envenenado, producto de una violación. La sexualidad se me volvió un problema, una paradoja: de esto que estoy sintiendo, ¿qué viene de qué?

Sé que hay un libro, de Esther Perel, que se llama Inteligencia erótica, que explica que hay que asimilar esas experiencias como parte de la propia sexualidad. Y disfrutarlas y vivirlas.

Pero yo no puedo hacerlo, o no he podido, Quizás nunca podré. Porque siento que en las raíces de tanta maravilla hay una violación, un crimen, si bien ni mi tío ni mi abuelo me penetraron. Pero la paradoja es que ellos me dieron, probablemente, la extraordinaria intensidad. ¿Cómo aceptarla?

¿Cómo aceptar un maravilloso regalo envenenado? ¿Que hacer ahora?

Durante diez años viví desgarrada por esa paradoja. No podía dejar de sentir pero me desgarraba sentir.

Ahora tengo sesenta años y mi sexualidad es tranquila. Ya no estoy desgarrada porque mi sexualidad no tiene el mismo fuego. En parte por la edad, por las hormonas, y en parte porque pienso que talvez ese fuego se lo dieron los abusadores y ese pensamiento ya no lo soporto. Del todo no lo soporto.

En vano me pregunto cómo habría sido yo, cómo habrían sido mis libros, si ellos no hubieran hecho lo que hicieron.

Ya no puedo escribir escenas eróticas en mis novelas. No sé si algún día podré volver a hacerlo pero la verdad es que no me interesa. Ya las escribí, ya viví. Se pueden hacer novelas sobre muchas otras cosas.

Lo que sí es verdad es que la sexualidad, con una historia como la mía, no puede dejar de ser una paradoja y un problema.

Y también me pregunto: ¿para cuántas personas será lo mismo? ¿O parecido?


Escritora costarricense. Ha recibido varios premios y distinciones, entre ellos, el Premio Aquileo Echeverría y el Premio Latinoamericano de Narrativa José María Arguedas. Es diplomada en traducción por la Escuela Superior de Intérpretes y Traductores de París, Francia, y posee una maestría en estudios de la mujer y desarrollo por el Instituto de Estudios Sociales de La Haya.