El rostro de lo que no sé. Lectura de Juan Carlos Onetti (I)

The Face of What I do not know. Reading Juan Carlos Onetti (I)

O rosto do que não sei. Leitura de Juan Carlos Onetti (I)

DOI: http://dx.doi.org/10.15359/siwo.7-2.2

Jonathan Pimentel

jonathan.pimentel@gmail.com

Recibido: 19 de julio de 2013

Aprobado: 5 de marzo de 2014

Resumen

El artículo lee y comenta la primera parte de la novela La vida breve del uruguayo Juan Carlos Onetti. Se sostiene que Onetti realiza un acercamiento radical a la formación de identidades, la función de la escritura y el fetichismo del dinero. Entonces, en lugar de hacer un uso terapéutico y pedagógico de la ficción, el autor se inserta en los intersticios de su realidad.

Palabras clave: escritura, Juan Carlos Onetti, literatura, teología

Abstract

In this article I read and comment on the first part of the novel La vida breve written by the Uruguayan author Juan Carlos Onetti. I affirm that Onetti offers a radical approach to the formation of identities, the function of writing and money´s fetishism. Thus, rather than a therapeutic and pedagogic use of fiction, Onetti procures to descend to the interstices of his reality.

Keywords: writing, Juan Carlos Onetti, literature, theology.

RESUMO

O artigo lê e comenta a primeira parte da novela La vida breve do uruguaio Juan Carlos Onetti. Argumenta-se que Onetti realiza uma aproximação radical à formação de identidades, a função da escritura e o fetichismo do dinheiro. Dessa forma, em lugar de fazer um uso terapêutico e pedagógico da ficção, o autor se coloca nos interstícios de sua realidade.

Palavras chave: escrita, Juan Carlos Onetti, literatura, teologia.

§. Sobre literatura y teología

La metonimia incluida en el título quiere enfatizar un modo de abordaje. El ensamble alerta acerca del quiebre entre producción y consumo; deshace si se quiere la vocación del hombre de letras, escindido siempre por sus obligaciones y, entre ellas, la fundamental: conceder calma y preparar para vivir decentemente, modernizar mientras apalea la insatisfacción. La literatura es un residuo que, amalgamado con otras sobras, ha cumplido una función retentiva: salvaguardar el dinamismo de la ciudad de los gritos inclasificables que abren fisuras y operan desagregaciones. La literatura expresa una política con ramificaciones y núcleos que admiten una síntesis provisional, hoy es literatura lo que ya no puede más, no tiene aire. Esto es, lo que ha sido vaciado de toda posibilidad de disonancia o alteración del lenguaje de la publicidad o el producto que aparenta desmesura mientras que siente vergüenza de sí mismo. La literatura es una forma refinada de publicidad; su expresión más desdichada puesto que es incapaz de reconocer su servidumbre. Honor, prestigio y malditismo rentable, lo grotesco también es una función del entretenimiento, no agotan la literatura, son apenas sus prótesis; en la conformación de la literatura son necesarios otros estímulos y operaciones. La literatura es condensación del desgaste coordinado de físicos cercenados, el tiempo que ahorran esos cuerpos para las diversiones públicas es el contenido reprimido de la práctica literaria. El literato o, más ampliamente, el artista, tiene funciones específicas: encantamiento, diversión y recato son sus puntos de tensión. El artista, residuo de una división intensa, expone y vende su cuerpo para disipar el horror al hacerlo aspecto constitutivo de la cotidianidad. La literatura es una forma de defender la sociabilidad contra la tristeza y el desparpajo que trata de expresarse, gritar, insinuarse en gestos básicos e ignorados por la máquina de entretenimiento o tomados como expresiones de bestialidad. Divertirse es el buen humor en medio de la barbarie, del cansancio impagable que es exigido para el entretenimiento, aplacar el fanatismo para dar lugar al reconocimiento público de que el mundo tal y como se expresa en las noches exiguas de los declamadores expresa su naturaleza, la culminación de sus posibilidades históricas. Esta cruel diversión, sin embargo, debe contenerse, evitar desplegar lo que en ella pueda irradiar sus contenidos y formas divergentes. Divertirse sí, pero con cautela y propiedad; sin dejar que se instaure, entre las fisuras de los desfiles y emblemas, un anhelo por la celebración jubilar. Cuando se celebra con júbilo nuestra pasión no es el trabajo administrado por el capital y sus  mercancías. Lo que se mantiene o retiene no es dinero para intercambiar por mercancías que maten el tiempo sino el tiempo propio, la temporalización de la existencia social, para que no sea necesario vender el cuerpo y machacar la carne. Festejen, escribe la filosofía, no impidan que su conexión con el tiempo rápido de lo nuevo y excelso sea roto por prejuicios o artificios: sean hombres y por siempre. Para que se extienda la barbarie es imperativo ubicar su fuerza en lo más hondo e íntimo de cada quien; que se asuma que la carroña cotidiana es nuestro banquete. La literatura: ese sonido de fondo en el eructo de un funcionario. Tufo que cede su lugar vertiginosamente y quizá no logre recuperar; hoy, en su lugar, lo que sale de los discursos es el olor inconfundible de cadáveres.

La teología, entendida como aparato de la economía política, se ha dedicado, desde que se pensó como economía cívica[1], a la conquista completa del corazón humano. Es decir, se ha ofrecido a sí misma como técnica para la expansión del capital desde el corazón de cada ciudadano civilizado hasta la tierra recóndita y cálida de los bárbaros. El trabajo excesivo requiere no sólo de relajación ocasional, sino una fuerza capaz de menguar la necesidad del descanso, para mantenerlo dentro de los límites precisos de la productividad, el tiempo del reloj. Esta fuerza es aquella capaz de proveer un doble horizonte: por una parte el horizonte de una ruptura, de un evento autónomo que nos relevará de la futilidad de esta forma de administración de la existencia y, al mismo tiempo, de la promesa de que si se continúa hasta el límite se alcanzara la libertad perfecta. Este horizonte lo provee no una forma desdoblada de teología pero su expresión específicamente disciplinar, profesional, culta. En su movimiento la teología acalla y adorna, asegura con su desprecio y amor por la carne firme que espera para ser instruida, la utilidad del vendedor de su cuerpo y la moralidad de su familia. Garantiza que el pueblo, iletrado e incapaz de mirar más allá del uso de los materiales que le permiten subsistir, instituya para sí mismo un inmanencia trascendente: el bien común, expresado en toda práctica diaria, es una virtud teologal. Así, la extenuación y la rabia, florecida y marchita en la piel, son entendidos como insignificantes y, cuando es requerido, como cicatrices, medallas de la peregrinación que nos ha sido reservada con exclusividad a nosotros. Que sobreabunde el espíritu para que se solidifique la autorregulación y el comercio; la forma más efectiva de acceder al corazón humano no es ir hasta su casa y mostrarle calidez, la vía más efectiva es darle ese corazón, empujarlo, embotar sus resistencias y silencios con discursos. Amputar nuestros múltiples corazones y colocar, con lentitud o apresuradamente, o, más precisamente, que todos, sin reparo o malestar, realicemos nuestro procedimiento: afilar la navaja y abrir el pecho, dejar que caiga en pedazos, como inmundicia, la razón de nuestros sueños y carencias. La memoria de lo que en cada quien dice luchemos porque ellos saben lo que hacen y nosotros también. La gran ciudad, con sus calles cubiertas de sangre y banderines, rinde honor a literatos y teólogos, la crítica burguesa de la religión entusiasta e intraducible es la negación del tiro de gracia: para los que han inventado sus claves secretas sepan, mientras agonizan, que sus supersticiones, como ellos mismos, sólo producen asco y repugnancia. Entre nosotros se quiso liberar la teología, lo que debió denominarse liberarse de la teología, para enfrentarse, con rigor e imaginación, a los múltiples conflictos y violencias irresueltas que fueron cristalizadas, acotadas como parte de una profesión, del automatismo de la división y la especialización compulsiva que aleja lo que hay de liberador en esas trayectorias y testimonios.

Leer intervenciones escritas no pertenece a la disciplina de la teología o literatura; es una tarea carnal que busca darse sus tradiciones, raíces y ámbitos para escucharnos a nosotros mismos, para reforzar, mediante el debate y el disenso, las razones de nuestros sueños y para reconocer en cada uno las señas que nos impiden batir la culpa y la sonrisa triste que nos exige la publicidad y el neón. Lo que en cada uno es escupitajo que se lanza contra los más próximos en nuestras prácticas cotidianas. Práctica que se orienta a comprender, y toda comprensión es un enfrentamiento y muchos afectos, la medida de los sueños en los que hemos sido soñados, la barbarie que ha organizado los desfiles que hacen olvidar la densidad de la muerte y trituran las posibilidades del nacimiento. Leemos, sí, pero no para capturar sino para extender y tensar; no para mostrarnos, en medio de nuestras carencias, que también podemos ser como ellos, con su combinación de solemnidad y apabullamiento, mas para esforzarnos en que su brutalidad cínica, de la que también tomamos parte, no se apodere incluso de los registros que procuran darnos la intensidad y el entusiasmo necesarios para no abnegar de la fe en que este no es el mejor mundo que podemos darnos y que todavía no hemos ensoñado otro mundo porque hemos querido con su mismo querer. La fe contra toda evidencia, contra todo contrato, con todos los que se irritan y hacen de su irritación una invitación universal para hacernos muchos, no identificarnos, imaginar nuestras ciudades sin temor a la vulnerabilidad, el cansancio, la vejez y la muerte. Sabernos muchos y rotos, no implica ninguna concesión sino entusiasmo por lo que es aplastado pero no destruido. Entusiasmo hace referencia a expectativas que se nutren desde y con un horizonte que aún no ha tenido pleno lugar pero que se abre en nuestras pasiones vulgares, de unas expectativas que riñen intensamente con la esperanza de recibir protección de lo que nos mata o nos da distracciones infames que nos ayudan a disfrutar lo que debería llevarnos al borde de la rabia incontenible. Unas expectativas que no prometen la evasión del dolor pero podrían ayudarnos a ser sabios, a darle nombre al dolor personal y social, para que no quede en la esfera de lo inevitable. De esta forma ya no buscaremos nuestro resguardo en el trámite de ofrecernos en el intercambio de nuestra fuerza productiva, el dinero no nos saciaría, no habría precio razonable para nuestras energías. Nos abocaríamos a comprender la razón del precio, su circulación e inscripción en todos los ámbitos de nuestra existencia. Interrumpir la compra y venta de nosotros mismos: la expectativa, ya presente entre nosotros en la imaginación carnal, de acercarnos, darnos intimidad social, sin la mediación de mercancías y con la satisfacción del trabajo que provee la ocasión de expresar esfuerzo y proyectos. Si la razón luminosa enseña que el buen uso de nuestras facultades humanas debe impulsarnos a aceptar que cada cosa está en buena relación con el todo, nosotros debemos insistir en que el todo, al subsumir las particularidades, bloquea el despliegue de una universalidad que se cuela entre rendijas, que se graba en las paredes, las cortinas mohosas, en las voces agrias de los que posiblemente no vemos y no veremos jamás pero así, con y a través de su distancia, nos exigen que nos queremos a nosotros mismos y escuchemos las relaciones que vienen con sus voces. Si hay distancia es porque la historia nos ha ocurrido, en cambio si hay distancia absoluta, ignorancia o desdén es que la historia no ha pasado por nosotros o, que hay aún historias, o formas de practicar la existencia, que no están todavía con y por nosotros. Suspirar en homenaje a las cosas perdidas es dejar a merced de museos y conmemoraciones lo que nos debe dar para sentir y trazar la espesura de nuestras posibilidades. El trabajo de lectura carnal no es suspirar pero tomar en sus raíces lo que nos hace temblar, el gas salvaje que afloja las lámparas de luz artificial y nos acerca a los sueños de sueños que son la viva carne de este espacio que tenemos encajado, ardiente, entre cada uno de nosotros.  Por el grito de los profetas hebreos sabemos que la gloria es una espada que se cierne sobre millones de cabezas y que para que nuestro cuerpo carnalizado pueda vivir necesitamos de todos, del ensamble de lo que nos nutre y soporta. Lo que la filosofía desprecia como mujeril y supersticioso nosotros lo afirmamos como condición afectiva de una vida nuestra: tenemos que asumir que para preservar nuestras vidas no basta una comprensión de preservación que tiene como sustento el matadero y el estado, el sonido de nuestra razón no es un eco del martillo que cae sobre la cabeza del declarado culpable por un juez guiado por una razón congelada. La libertad se expresa en un movimiento que interroga el entramado completo que faculta para que accedamos a que nuestra carne se acople a la ley; en ese movimiento encontramos la metafonía de Juan Carlos Onetti. Nosotros también nos oponemos a la acatalepsia y entendemos que la práctica del entendimiento ha de expresar la crítica de los ídolos, pero no porque queramos hacernos nuestros propios amos, sino para dejar constancia de que no queremos amos. Onetti no es el cantor de un nuevo mundo o la huella de otro que se ha desintegrado, mucho menos el creador de su propio mundo. Hay una insistencia en sus intervenciones, una perspectiva sostenida con algún desgano: la vida no ha terminado, siempre podemos nacer y dar nacimiento, no a lo completamente nuevo, mas sí a un posicionamiento personal, contra toda esquilma de la posibilidad de individuarse, que sea capaz de enfrentarse al absurdo de una felicidad pagada con deuda, culpa y miseria amontonada en calles, avenidas y murmullos nocturnos. Hay que abreviar esa vida de trámites espurios y perdidas no sentidas en las que, precisamente por ello, no podemos pensar.

§ 1.    La voz y la perdida

Sonido de lo invisible, rumor de rostros, la sombra de un voyeur que no mira mas es afectado y describe; escucha contornos, un ensamblaje de cuerpos impiden que la luz crezca hasta tragarse todo. El sonido se exacerba hasta hacerse carne cansada, agónica y anhelante.  En el principio hay murmullos y un ojo que no puede ver. La materia obstruye, bloquea y, al mismo tiempo, comunica e invita. Es el ámbito de las texturas, del clima, del declinar de los ecos. El voyeur toca y escucha la pared, ella le da mundo, lo hace mundo, carne. La vida de los otros, su condición carnal, es donada en la mundanidad del ensamble de lo que en un mismo movimiento se ofrece y refracta. La pared es, insiste Juan Carlos Onetti (1909-1994), dúctil y laberíntica, su espesura es la de los cuerpos que quizá están arraigados en sus zonas invisibles. La pared es otra para el cuerpo endeble que es llamado, jaloneado por el quejido. Con el rostro colgado en la tibia extensión de la habitación, quien escucha es tomado por la vibración de la voz; es movido a la condición básica del habitar. Al campo en el que confluye lo que lo acosa y lo hace dar rodeos, eyecciones, abrir la piel a todo lo que no ha tenido tiempo ni lugar. Aquello mostrado como inservible, inútil, despojado de lo que le da verdad. Es un quejido el que exige escuchar, al tiempo que una disposición para la escucha late, crece subterráneamente (históricamente) en quien es interpelado. La escucha no es el resultado de un esfuerzo de poner fundamentos; mas una posibilidad abierta por una herida que ha de ser reconocida en su incurabilidad. Escuchar es un acto posibilitado por dación y pendencia; pero en esta lucha noctámbula no se asume un nombre sino todos y ninguno; la lucha no concentra poder ni funda mecanismos de recapitulación; abre a lo desconocido, apertura sin treguas, transforma el carácter del poder. La apabullante sonoridad de la ciudad se matiza, incluso en sus bordes o exquisitamente en ellos, por un súbito rasgado de su inteligibilidad. La cualidad de ser inteligible le viene a la ciudad del ahogo de las necesidades carnales, de la exigencia, a cada quien, en todas las esquinas, de ofrecerse simplemente como uno; nombre, presencia, economizado. Individuo social en una forma de sociabilidad que bloquea en sus raíces el proceso de individuar.

Con todo, aquí no se plantea un subterfugio, tampoco un modelo de reforestación capaz de repoblar con detalles mínimos y esenciales una tierra que haga frente a la urbanización de lo pretérito y a la contaminación de lo prístino. No que no haya en Onetti una búsqueda o, más precisamente, indagación acerca de lo puro o primigenio; aquello que se yergue desde y contra uno mismo: la infancia y la juventud; entendidas como focos fantasiosos, momentos de plena libertad e inocencia devorados en el tiempo. La cuestión de la indagación acerca de los focos fantasiosos, vinculados al fetichismo de la mercancía, ha de ser diferenciada de la ficción como un reino que faculta para desarticular las efectivas heridas ocasionadas y distribuidas socialmente. Reino que oculta pero no desarticula ni siquiera identifica el origen de las llagas; todavía más, propaga el daño que producen al desvincularlo de sus condiciones específicas de surgimiento. La escritura de Onetti interroga precisamente aquel uso de la “ficción” que la imagina como expresión de un pesimismo satisfecho que pretende crear para sí una esfera personal de auto-flagelación. La ciudad, por ello, está atravesada de pasajes, intersticios y fisuras que inauguran transiciones o desajustes.

Lo que viene del ensamble es un grito “-Mundo loco-dijo una vez más la mujer”[2]: en el principio está la voz y un interdicto. No la voz personal de un yo que fragua un mensaje o revela una norma sino confluencia de ritmos y coloraciones. La oclusión del ojo enfatiza la onda del grito hasta que el espacio es un vendaval de fluidos que fractura el equilibrio modelado por el olvido. Los ensambles que intervienen en La vida breve están a disposición de la voz y ésta los conduce a las zonas clausuradas de su memoria. Voyeurismo interior, radical, ¿soteriológico? El sonido y la furia: la voz es el juicio de lo que aplasta el fetiche, de la disponibilidad de los cuerpos, de la vigilia comercial, del movimiento perpetuo. Es el juicio al cuerpo fantasmático de Gertrudis,  juicio, entonces, al ideal de simetría, utilidad y accesibilidad que da placer a una específica forma de mirar: la mirada del agente letrado. La voz no tiene pretensiones modeladoras o instructivas, ofrece la desnudez y la fractura; toca y desgarra las vestiduras. ¿Vindicación del sonido o concentración en el espacio?  El quejido de una mujer se concentra en el cuerpo amputado de otra mujer: el cuerpo roto invade en y por la voz, es el extraño primordial, el corte que se desplaza hacia el propio cuerpo, la continuidad del dolor, el hundimiento en lo más nebuloso y espeso. El interdicto de la mujer suena como un remedo o traducción (“como remedando, como si lo tradujese”). Lo que es exhalado bloquea la respuesta inmediata, exige la escucha de un remanente. La voz del amo, por su univocidad, no requiere discernimiento, únicamente disciplina. Esto quiere decir formarse para poder aceptar los límites autónomos e intraspasables de la autorregulación de su razón abstracta que se manifiesta en el trabajo.

El silencio enfatiza y ensancha el cuerpo roto; debilita la virilidad del sujeto. El retorno de la voz (“Cuando volvió la voz de la mujer”[3])  empuja la mirada moral hacia el terror: lo más hondo, lo dañado, herido y sometido al filo del cuchillo. Lo que se ha intentado obturar y que la voz ha abierto es una fractura constitutiva, el roce permanente de la muerte, la imposibilidad de evadir lo inminente y el intento por traspasarlo. La voz trae consigo, en sí, un desconcierto que es la impotencia del propio poder; el extrañamiento acerca de lo que en uno mismo ha llegado a ser lo más íntimo. La educación sentimental, el nombre propio, la pertenencia a una república y, particularmente, sus procesos de sedimentación y reproducción se tornan ofuscantes. Los héroes, las banderas, la música que lleva al campo de batalla pierden su capacidad de embargar los sueños y con esto sobreviene la imaginación desencarnada: una forma de razón, radical y clandestina, que se enfrenta a sus propias fantasías; procura dar cuenta del tejido cotidiano que envilece la existencia al opacar conflictos, rupturas y a ofrecer a cambio pantallas.

Ante la potencia de la voz parece necesaria una interrupción, un ensanchamiento de los posibles que haga surgir, desde lo imprevisible, una “primavera”.[4] Lo más conocido es, de esta forma, la retirada de la claridad, lo opaco que se hace espacio través una equivalencia: el internamiento en la oscuridad ofrece desde sí su compensación libidinal.[5] Equivalencia que bloquea el crecimiento y la estancia de lo roto, que cose en su matriz el exilio, la dislocación que supone habitar sin morada. Quien se acerca a la pared habita múltiples ensambles pero carece de morada, quien es traído por la voz y la sustracción posterga todo clamor por salvación y, con ello, se atiene a la hondura que no da de sí: “No me sería posible escribir […] mientras no lograra olvidar aquel pecho cortado”.  El olvido es el dispositivo que permite estar preparado, disponible, a mano hasta la extenuación a la que deben estar prestas las máquinas con órganos. Ser social, en la sociabilidad capitalista, requiere una disposición permanente para la parcelación unificada (sentido de todo organizado dentro de la ruptura) de la propia existencia, de la raíz que nos nutre y vincula con lo en cada quien no puede ser intercambiado, aquello que no se incorpora, y grita su exceso, su entusiasmo sin reservas. El recuerdo, la asunción de lo que cada amputación corta en mí, tiene un efecto (aparentemente) de letargo y contracción: espera sin tiempo porvenir y hundimiento en pozos. La idea que afirma que lo bajo o los abismos son la negación del futuro, entendido éste como búsqueda afirmativa de la esperanza, al ignorar el descenso se contenta con una noción de futuro como ruptura total, como olvido de lo acontecido y, fundamentalmente, cancela la posibilidad misma de una esperanza sincera al proponer un porvenir sin acantilados. El auténtico miedo es no descender, ni querer caer sin sentir la cercanía de algún suelo familiar y acogedor. Sentirse incluido en la legalidad de la productividad capitalista no supone sino la asunción definitiva del fetichismo de la mercancía.

Recordar señala un abismo, un pozo, un agujero y figuras cayendo. Ninguna expedición a la superficie podría sustituir la experiencia de lo bajo, de la penumbra con sus rombos, voces, animales veloces. Nadie se asoma a lo claro para saber. Para saber hay que abrir todas las puertas y caer. Dejar que la otra luz se apague y sentir la espesura de la tierra en la boca. Quien escucha se hunde, cae hasta resbalarse en las costras de los escombros de los relaciones cotidianas que, vistas desde la profundidad, muestran su monstruosidad. De la ilusión de la luz y la superficie pasamos a la profundidad y el incontenible fluir de sombras, al descanso espeluznante de la oscuridad, al tiempo sin medición estricta. Escuchar no faculta para encontrar un "plano despejado", abierto o las formas primordiales; por el contrario, quien escucha ingresa a una dimensión o territorio saturado de reclamos exigentes e invitaciones apocadas cuya contextura reclama la actividad.  Lo inolvidable: un mundo sin arreglo o, para ser más preciso, un espacio en el que todos los arreglos son acosados desde su interior sin posibilidad de reconciliarse consigo mismos. Lo dado en y por la voz son las manzanas de Cézanne. El ensamblaje de la materia incluso dentro del circuito de la muerte. Mientras el grito ahogado no es asumido puede parecer que no hay una calavera en el centro de la mesa. Muerte y éxtasis, placer y dolor; contigüidad tensa, inestable y maleable. Interrupción de las imágenes que hacen desaparecer la ambigüedad efectiva de las relaciones sociales.

La vida breve es reconocimiento de la lengua firme que interviene, del carácter tormentoso sí, pero no anómalo, de la mujer que, ensamblada, enjuicia lo que engulle el mundo; de la serpiente que ofrece sed y fatiga no vinculada a la lucha, insatisfacción que moviliza la hondura inabarcable de la carne. Subsiste la cuestión del tránsito entre la voz y la escritura, entre ambas hay una ausencia inolvidable. La escritura pertenece al mundo vigilante, intransigente, incólume, incapaz de sentirse a sí misma y sus condiciones de gestación y distribución. La voz humea al tiempo que el humo vocifera en su ondulación grisácea y elide su presencia en su aparecer. El humo, voz y ausencia, es lo inútil y la posibilidad de devorar. La escritura concentra premura geográfica, su lugar es la ciudad y su inscripción la inteligibilidad y edificación cívica. La escritura es una especialidad que, dentro de la división capitalista del trabajo, captura espacio, retiene tiempo y entretiene pero también excede el umbral de la frugalidad y la mímesis. Onetti intenta la escritura humo. La voz que se encarna en la escritura sin ser incorporada en ella; la escritura que se devora a sí misma. Retorcimiento, canibalismo, intemperie sin vestido, caída; sí, obturación del agustinianismo con el seno ausente y visceral rebelión que abdica de cerrarse a sí misma en la apremiante necesidad corporal[6] de un presente mínimo, privado de extensibilidad, suturada en su raíz por la altura de la ley. La voluntad de seguir existiendo no lo es sólo del cuerpo que siente hambre y sed; las condiciones físicas mínimas para la producción de excedente no agotan la carnalidad. Onetti logró desvincularse de la tendencia que identifica el cuerpo como el límite último y no traspasable. El cuerpo, retenido en el cuerpo social productivo[7], aparece como doble, intruso y perseguidor; no se posee un cuerpo. Todo esto no implica que la carne sea lo otro del cuerpo o su sublimación teológica  lo que supone es que la carne es la que posibilita que el cuerpo no sea un aparato de la máquina productiva. La carne es lo que desquicia la utilidad del cuerpo, su aparición como un todo compacto o simétrico (es necesario recordar que para la tradición cristiana la belleza o lo bello se identifica con la simetría), siempre preparado para funcionar, para dar todo de sí. Onetti, al mirar las actividades corporales desde una perspectiva carnal, puede desplazar su ubicación como cuerpo hacia zonas ambiguas que facultan una suerte de intraducibilidad doctrinal. El cuerpo, sus orificios, cavidades, secreciones, humedades, se torna disfuncional, anómalo. No por razón de énfasis inverosímiles sino por un tono de sincera rabia contra la relación trabajo-consumo.

Gertrudis, devenida depositaria de la ausencia, mantiene su diferencia “con esa asquerosa bestia del otro lado de una pared que parece de papel”[8], la bestia, la pared penetrable, orificios saturados y expansivos, láminas rasgadas por ondas y carnavales lejanos; la mujer, su voz, es bestial porque aunque lejana e invisible su locución toca, sin precisión quirúrgica, la aridez de quien escucha, señala su incapacidad de decir que algo se ha perdido irremediablemente, que el desgaste perpetuo no es una condición aleatoria y que es imprescindible cansarse: doblarse, retornar a las quebraduras que somos, sin fidelidad por el fetiche. Lo perdido, asumido en su hondura, no es olvido veloz sino lenta práctica de convivencia con todo lo arrasado y, sobretodo, con lo que se resiste a ser poseído. Convivencia sin propiedad, sin fingimiento que culpabiliza, sin cálculo y pruebas de amor.

        Lo bestial es una secuencia cuya matriz es la imposibilidad de negar comunidad con lo que, inesperadamente, se vuelca sobre uno como si fuese extraño. La bestia, al afectar la realidad, patentiza un espacio común, una lengua que con su movimiento instaura una relación de disenso cuyas condiciones de posibilidad no han sido escogidas, y por ello comunican. Aquí disenso debe ser asumido como ruptura unilateral de un contrato, anulación abrupta de la obligación de mantener en resguardo el carácter privado de la intimidad. Quien hurga, mientras raspa su piel contra la pared, inicia un movimiento cuya interrogación básica es acerca de la posibilidad de una intimidad social. ¿El seno cortado reitera con su ausencia la separación con lo nutricio, enfatiza la hegemonía del trabajo y la contabilidad del tiempo; la voz de la mujer incita pesadillas de la razón comercial? La vida breve no se escribe a partir del corte o por la constatación de que algo falta. La amputación torna inviable mantener la fantasía de la unidad de la totalidad, la existencia de la mujer. De esta forma lo que se pone en entredicho es la posibilidad de la sustitución o la cura en tanto restauración subyugante. En un primer nivel, el corte del pecho no cumple una función metafórica sino metonímica. Esto es así porque el seno es tomado como la expresión del todo; saliente, apuntando hacia el infinito, es todo lo bello, depurado, gustable y ordenado. La mujer sin seno no puede nutrir al niño y a la comunidad, se separa e inutiliza y, al mismo tiempo, pierde su capacidad de infligir mal. Ni María ni Lady Macbeth, lo que nos es entregado es la mirada del rey, su sordidez y superficialidad, su focalización inveterada en el seno como productor de mujeres. El fetiche que mata lo que sustituye.

Puede repetirse la pregunta, para explorar otro nivel ¿Qué es lo que se pierde con la “ablación de mama”? Ablación y oblación remiten a corte y pérdida, ha donación o gasto sin compensación; perdida, sí, de la capacidad de venta y pago. Tenemos un doble corte, una perdida extensiva, elemental puesto que enfatiza la lejanía, la precariedad del testigo: no hay comunión capaz de, con su debilidad o fortaleza, solventar la especificidad del dolor, la intraducibilidad de lo que en cada quien se quiebra y, pese ello, o por encima, como un peso infranqueable, la continuidad de la existencia propia, cierta inmunidad o máscara; lo que está encima, presionando para pulverizar es la marcha incontenible de una historia incapaz de detenerse: la promesa de felicidad que exige pasar por encima de la posibilidad de individuarse. Nada, ninguna oblación, puede contra el contundente silencio de Gertrudis y la soledad de sus vómitos nocturnos. Toda respuesta es una mentira. La voz se retira; no se desvanece en el aire, es transportada, empujada en él. No hay esfera protectora para ese ruido disonante que incluso desvanece el registro de la evanescencia: la mirada fría que atiende a la propia desintegración de su hábitat es ella misma puesta en cuestión hasta que sean destruidas todas las seguridades. Lo nuevo no proviene de una fuerza que tritura lo que existe sino del internamiento en esa fuerza y su relación con lo que existe. Onetti no asume la idea de que la escritura puede revelar lo enteramente otro, la diferencia suprema que opera una destrucción de lo constituido. La mirada fría que se hace presente para captar series de desvanecimientos supone cuerpos sanos, capacitados para estar presentes en el tiempo exacto en el que lo que era pura solidez compacta se deshace dejando sólo residuos desperdigados. Esa mirada, hiperveloz, saludable, atlética es precisamente la que Onetti interroga desde El pozo y lo hace no como negación de un cierto ideal de civilización sino como su confirmación. Civilización supone agilidad, expresión de apremio, espíritu de fiesta marcial y cierto desparpajo comedido; con él todo ello es llevado hasta el paroxismo, hasta el punto en que puede intuirse su condición de vida pura: obliteración de la enfermedad y la convalecencia, miedo a la vejez y la decrepitud, reclusión en la gloria venidera con futuros inviables. A la voluntad transparente que es supuesto indispensable de esta vida pura se accede desde la pregunta acerca de lo que esa voluntad tiene miedo de saber acerca de sí misma y nunca podrá saber enteramente. Tampoco quien inquiere podrá capturar ese resto; aquí está, importa mencionarlo, la conexión entre las intervenciones de Onetti y la tradición hebrea.[9] No en el desolado énfasis en la imposibilidad del cambio y en el retorno de lo mismo, aunque se sea capaz de decir que se vive a través o en el movimiento de las mercancías. No se afirma, efectivamente, que todo retorne y que por ello sean pueriles intentos de interrupción o desajuste. Lo que se afirma es que el intento de suturar los efectos de la violencia y la fragilidad con técnicas y edificaciones conduce a la cerrazón y brutalidad. El circuito fetichista, que impide incluso la tristeza, debe ser roto en su raíz, en cada quien, para hacer espacio y atemperar el tiempo para que las voces que inquietan puedan escucharse puesto que la escucha es carnal. El problema es, de esta manera, lo mismo que se copia a sí mismo y se ofrece como única alternativa. Onetti no pretende dar un paso al lado de esa oferta, por el contrario, se interna hasta sus entrañas para lanzar desde ahí señales y gemidos. Es el profeta hebreo que entra en las sutilezas teológicas del fetichismo para mostrar en sus trayectos las demoliciones irredentas que lo soporta y las entradas y salidas que intentan vulnerarlo, hacerla inhabitable. Incluso con sus curvas asfaltadas y resbalosas, lo importante es hacerse cargo de un mundo evasivo que se defiende de nosotros. No hay aquí voluntad didáctica o doctrinal, quizá un bloqueo en las válvulas de la acumulación originaria: despejar el camino del pecado original que nos deja en condición de indefensión ante nosotros mismos y total sumisión ante el cinismo. La acumulación originaria es eficaz, en buena medida, por la aureola mítica que la proyecta y hace inteligible. Si hay quienes se venden a sí mismos y otros ríen, gozan y explican que el calor de nuestra sangre nos hace salvajes es porque el pecado original sigue devorando nuestras costillas. La separación primordial, radical, es la que se hace en cada quien al declararlo culpable desde siempre. Desde esa separación se despliegan otras, cada vez más intensas, hasta que esa brecha es zurcida: quedamos unidos, como órganos, al capital. Los mitos no se secularizan o ceden su puesto explicativo, a pesar de retener su capacidad de fascinar, antes crecen, se confunden con racionalizaciones.

§ 2.       Santa María

“[...] Como manchas de ruidos antiguos que hubieran quedado en los rincones del cuarto”[10], ruidos, ensambles que reiteran, como bocanadas húmedas, las posibilidades abiertas por la insatisfacción. Desde ésta surge la voluntad de internarse en lo recóndito del movimiento pulverizador y hacerle frente. La imaginación no es evasiva sino intensiva: negarse a vivir rodeado de cadáveres a los que se les niega tiempo y espacio para dar de sí supone metamorfosearse, hasta donde ello sea posible, en otro cadáver. La metamorfosis no es sublimadora o ética; es la posibilidad de desencadenar reacciones, señas, protuberancias, violencias que hagan romperse el equilibrio que posibilita la expresión de lo humano, esto es el aplanamiento de lo excesivo y no encarnado. La metamorfosis se encuentra vinculada con la destrucción y no con el suicidio entendido como rendición o acatamiento de la soberanía de un creador que da la vida sin reparos. El suicidio en Onetti es siempre trágico, inconmensurable puesto que la vida nunca es un estorbo.

El problema no es sólo la muerte, también está en cuestión la salvación de los vivos, la inalterabilidad de su estancia; la sensación de seguridad y cohesión que permite sostener el ritmo de la utilidad. Sucede otra ciudad, Santa María, pero no como artefacto estabilizador u organizador de mundos que desde su nacimiento se apartan para perfeccionarse en la distancia. La nueva ciudad surge despoblada de artificios, enfatizando rasgos y multiplicando vacíos. Repetir la ciudad sin imitarla supone una constatación: la voluntad de imitar está intrincada con la idea según la cual el acto creativo posibilita la paliación; quien imita pretende subsumir un objeto previo despojo del terror que porta. La repetición doble practicada por Onetti (más que repetición podría hablarse de desdoblamientos en los que se cuestiona la idea del espectador imparcial) exacerba el odio y la desesperación familiares. La enfermedad, al menos su insinuación, es la que introduce y une personajes en la ciudad; un doctor y una mujer vinculados, puestos en marcha, por la profesión médica, esto es, por el predominio del cuerpo sin voz, sin carne. Esa forma de aproximación,  incapaz de sobresaltos, con “los ojos […] hartos hasta el fin de la vida de observar entrepiernas, pliegues, combas, blanduras, lugares comunes y anormalidades”[11], es la aproximación médica. Para Díaz Grey, existen cuerpos capturados y diseccionados que se sustraen y, también, afectan su propia estabilidad y limpieza. Santa María es la ciudad que asume sin ambages esta tensión dándole ritmo, tono y, sobretodo, un nombre propio, una circunscripción semántica. Este territorio no se reduce a ser una reminiscencia creada por el exilio y/o expresión de hartazgo. La ciudad no es castigo o moraleja; tampoco fundamento, monumento de lo que está llegando, de un mundo único coordinado por el cálculo profiláctico o la proliferación de edificaciones que logren cubrir con sus cimientos las ignoradas tristezas que se acumulan en jardines y tumbas acuáticas. Esta ciudad es la exageración en la que aparece el mecanismo dañado de la exigencia de producirse a sí mismo como agente.

El nombre propio indica que la santidad está implicada de lleno en la enfermedad, la perdida y la parodia; lo santo es lo excesivo que no puede excluir de su movimiento la excreción.  El nombre propio, la ciudad, retorna a un nudo expresado por Tertuliano (c. 160 – c. 225) en cuyo centro se encuentra un baño fecal que produce gozo y exaltación de la vergüenza. Este regocijo con lo inmundo, en cuyo corazón se encuentra una meditación sobre el nacimiento, es cercenado en el encuentro con la vagina, a la que se sueña seca y cerrada por siempre. El cristianismo abisal de Tertuliano asume sin reparo el carácter excrementicio de Dios siempre que se cancele, en su raíz, la carnalidad. Esto es, en tanto se asuma la carne sin densidad, sin voluntad, amputando la vulva. Con Onetti la virgen no desaparece pero está siempre ausente; con su presencia ausente entrega el cuerpo firme de lo no resuelto: la producción de mujeres que funcionan como explanadas para imaginar descansos y practicar transferencias. El nombre propio llama por su nombre la práctica de dar nombres, su condición de dispositivo en la economía de la carne. Santa María, un desdoblamiento duplicado, no presenta una limpieza del aire, puede que suponga un collage cuyos materiales son los residuos de la separación entre lo santo y lo horroroso. Todavía más. Esta suspensión de la separación abre una grieta, una arcada: pasaje y violencia sin atenuaciones.

En la oscilación entre ciudades sobresale la concentración en el dinamismo de la mercancía y en un lenguaje que desgasta la carne. Toda mercancía implica múltiples relaciones de subsunción, en su proceso de producción/circulación consume y subsume carne. La publicidad, considerada en la sección titulada “Miriam: Mami”,  expresa, en tanto escritura, una lengua mínima elaborada para posibilitar intercambios; para lograr instalar un automatismo mercantil. Es la lengua del agente y sus ofertas imposibles: la fuerza vendedora del minimalismo de neón. La escritura es entendida en este contexto como medio transaccional, por ello requiere no sólo legibilidad o traducibilidad, también negación de sí misma o, más precisamente, debe renegar de que es signo de lo que nada llena, de la obediencia sin límite. Legibilidad y comprensión aparecen como condiciones exasperantes; la comunicación desencadenada por la lengua publicitaria y sus residuos corta la voz. La oficina, saturada de cotidianas evasiones y silencios inadvertidos es puesta en tensión por la distribución del plano visual y sonoro. El habla abunda sin comunicar la interrupción producida por la voz y la ablación, es un habla culta, moderada, incipiente. Para que el circuito comunicativo de la mercancía, del agente, no se interrumpa es necesario despojar de intensidad y desasosiego la cotidianidad ya que es ahí, en los espacios inmediatos, cerrados, privatizados, educativos en los que se reproduce la disciplina del habla veloz de los negocios y la compulsión del entretenimiento. La mueca de un diálogo introduce la hegemonía visual de la mercancía, del tejido onírico en el que circula. Brausen se dice a sí mismo y, en parte, a Stein:

“Muy distinta de como estaba cuando te acostaste con ella en Montevideo”, pensé sin amargura, sintiendo que la Gertrudis de ahora era una desconocida para él. Recogí mi sombrero y volví a mirar el dibujo de la mujer en traje de baño que bebía sonriendo en la azotea – Está bien. Una operación peligrosa, pero ahora está bien. Ya hablaremos.”[12]

El pensamiento, que aquí es expresado como un ahogo privado y ensimismado, es una daga que se hunde en una herida abierta: el otro también está, como una cicatriz inmensa, en el cuerpo de la mujer. Si la falta del pecho abre también el pecho propio, la cicatriz de la presencia del otro clausura la sonoridad del pensamiento. Esta clausura se sigue de una noción de propiedad que encuentra su culminación en el cuerpo de la mujer. La posesión del cuerpo de la mujer, un placer privado garantizado por la estructura familiar, ofrece la ilusión de una cierta soberanía, de poder sobre un territorio demarcado. La destitución de la titularidad de ese territorio, de su peso como marca indispensable de identidad, es lo que flota como cuestión no hecha problema en este pensar ensimismado. Un vacío que se resiste a convertirse en tema es a lo que alude la ausencia de amargura, ese vacío no es una nueva identidad, una forma elevada de ser hombre, algún ascetismo purificador que se concentre en ejercicios de modificación personal. La vida breve lleva hasta sus últimas consecuencias la pregunta por la propiedad del cuerpo de la mujer. La escritura, entonces, no es un mecanismo del duelo sino una confrontación abierta con la muerte. Sin amargura, sí, puesto que ella implicaría un desborde de la sintaxis de la publicidad; sin el exceso o ruptura con la moderación pasional narcisista, núcleo fuerte de la economía política, crece el odio que se desparrama sin eficacia. Lo que bloquea la expresión de la amargura es la promesa de la sustitución: a través de una transacción sería posible cambiar un cuerpo por otro; una mujer que “ya no es la misma”, por su doble mejorado, sonriente, preparado para saciar porque ella ya está saciada. Si la publicidad tiene la capacidad de comunicarse es porque existen, se han desarrollado, códigos de recepción de su mensaje y éstos, a su vez,  se aglutinan y diseminan en un agente decodificador que puede leer y reconocer en esos mensajes algo que necesita o que puede satisfacerlo. Esa es la realidad. Todo fluye y se desvanece menos la estructura de acogida que provee la economía de la carne. La forma más desarrollada de la ignorancia y la brutalidad: la educación que faculta para leer el circuito publicitario y las obras instructivas que bloquean la irritación expresada como ilusión y entusiasmo. Educación para reconocerse en el amo, el maestro, el patrón y la sociedad; para negarse la ocasión de fracasar sin reparos y de darse otra forma de existencia.

El efecto inmediato de la creencia en la promesa de la sustitución es la verbalización de un acuerdo: el pensar nada puede y la carnalidad todo lo daña. Al explicitar este acuerdo le sigue una afirmación: todo aquello que resulte inexpresable, porque desborda el cálculo del dinero y la disposición  para la defensa de la sociedad, debe asumirse como estrictamente privado, irrelevante, pasado sin capacidad de afectar o ser afectado. La frase “ya hablaremos” implica la cancelación de una comunicación capaz de expresar amargura y frustración sin la necesidad de restauración. Esto es así porque, como afirma  un profesor saludable, la ausencia de espíritu marcial es la mutilación efectiva.

Pero un cobarde, un hombre incapaz de defenderse o vengarse a sí mismo, adolece de una de las más esenciales partes del carácter de un hombre. Él está tan mutilado en su mente como otro hombre puede estarlo corporalmente, ya sea porque ha sido privado o ha perdido la capacidad de usar alguno de sus miembros esenciales. El cobarde es evidentemente el más         condenado y miserable de los dos; porque miseria y sabiduría, al radicar ambas en la mente,         deben depender fundamentalmente del estado saludable o enfermo, mutilado o completo de la         mente más que del estado del cuerpo.[13]

El cobarde, para no mutilarse a sí mismo, para no infligir un daño irreversible a la sociedad, a la que se debe enteramente, debe cancelar en su raíz toda confesión de perdida irreemplazable, aunque, o precisamente porque, sea confesión de su arraigo a un fetiche, o prepararse para luchar a muerte para así alcanzar su condición de hombre. El espíritu marcial se opone ferozmente a la tristeza, a la abulia y al desacato; su oposición, no obstante, es un proceso acumulativo e intransigente de gobierno letrado. La defensa y la venganza desde luego requieren interiorizar el espíritu de guerra convertido en amor sin reservas por la sociedad civilizada. Toda guerra es guerra contra la carne del pueblo; ninguna guerra, si se quiere proteger los tesoros de civilización, puede terminar; debe ser localizada de nuevo. La guerra para ser económica ha de ser constantemente ejecutada contra la necesidad de mutilar lo que en cada quien hace viable el ser social. El cobarde es Brausen, el mutilado mental, el que no puede vengar la violación de su propiedad, el que, quizá, extraña la seguridad que provee el espíritu marcial. La falta de amargura puede leerse no como la afirmación del fetiche de la propiedad mas como una interrogación acerca de una  vida desprovista de espíritu marcial. Coexisten en tensión la promesa de la sustitución y la cobardía como mutilación. La alegría seca del creyente en la propaganda y la extraterritorialidad del pusilánime no se contradicen, antes parecen remitirse una a la otra. La represión ignorante e ignorada de la recriminación, de la acusación y del enfrentamiento es la respuesta esperada al interior del fetichismo publicitario cuya lógica en aumentar la intimidad fetichista. La cobardía, entendida como mutilación mental, reafirma, desde otro costado, el fetichismo. La cobardía opone en su raíz cuerpo y mente; capacidad de planificación y diseño de ejecución y gasto de fuerza física. Brausen escribe, de acuerdo a esta perspectiva, desde una condición mutilada; su escritura es la marca de su condición de enfermo terminal, bestial. La unidad de la mente, la arquitectónica de la razón, depende inexorablemente de que la razón esté dispuesta siempre a matar y sacrificar la carne, el cuerpo incluso. Las funciones de la razón quedan delimitadas a sus operaciones defensivas: creación de retenes de seguridad y diversiones bárbaras para que fluya el comercio.

La vida breve opone a esta comprensión de razón varias preguntas. La fundamental es, quizá, la que se despliega como procedimiento narrativo: el viaje.  Hay viajes como los de “Mami” y Stein que expresan el sentido básico del escape y la inviabilidad de la retirada de la sombra del dinero. No se trata de un rechazo del dinero sino un esfuerzo de comprensión de su carácter poderoso, proveedor y sublimador. Este viaje no constituye un desplazamiento puesto que el territorio del dinero nunca es abandonado; es él quien provee de sentido y finalidad la relación y sus rupturas. Incluso cuando se intenta crear un código de comunicación que no sea cooptado por el sonido del dinero, la comunicabilidad de este código, su fuerza expresiva, depende de la presencia del dinero para dejarse comprar y venderse. Irse en este caso es un gesto de cansancio que no sabe dar razón de su incomodidad y frustración, es un salto con paracaídas a un lugar que es el mismo lugar del que se parte.         Que el lugar sea París es indicativo de una postura: sin lograr traspasar la lógica del dinero la borrasca no desaparece ni con museos y monumentos, con la cercanía con la civilización. La vida salvaje del que recorre las calles parisinas, con sus orgías y alucinógenos, no rompe, porque no la intuye, con eso que se dice en Stein: “Me gusta sentir que tengo mucho dinero, que no hay límites”.[14] El regreso de ese viaje confirma y enfatiza que sin la mediación del dinero, sin el poder que provee a los cobardes y dulces despojados de la ciudad, y sin el cuerpo prostituido de una mujer no hay relación posible y ni siquiera deseable. El remanente de esta situación es el balbuceo de palabras que vinculan el fondo ensoñador de la mujer consigo misma, a través de la palabra, Miriam se hace espacio para sí, para recordarse que hay otra distinta a la que compra un hombre, una sombra con su perfil lleno de humo. El dinero es el límite de sí mismo, no puede ser para otros, su lógica es concentrarse, retraerse sobre sí mientras circula. Pero el caso es que existen límites que se experimentan en las relaciones cotidianas y, aunque puedan ser empujados, su condición liminar  no cede.

El dinero crea la ilusión de lo infinito inmanente: la acumulación de dinero, cuya materia prima es la carne muerta, el usufructo de ilusiones y los atropellos. No hay aquí un juicio moral acerca del dinero, tenemos en su lugar una propuesta acerca de su funcionamiento delirante: el dinero, aún en el caso de una relación de supuesta intimidad, separa hasta que la única relación efectiva, profunda es con él mismo. La sociabilidad mediada, forzada, soñada por el dinero no tiene como propósito la despersonalización de nuestras relaciones o, mucho menos, producir sensaciones de fragmentación o ruptura. En tanto se mueve y reproduce, mientras pasa de cuerpo a cuerpo, transmutando, tomando los lugares que antes no podían ser ocupados, que estaban guardados para lo desconocido, lo que se manifestaba ausente para que lucháramos con su incertidumbre, el dinero hace funciones, unidades básicas y compactas que no atinan más que a reconocerse como personas. Integridad asegura por la omnipresencia del dinero, por su multiplicidad, y por el acatamiento de sus reglas básicas de funcionamiento. En la superficie nada se deshace con la circulación y mutación del dinero; todo fluye y se desplaza según el curso de los espíritus depurados, sin límites. El dinero arrastra consigo, en su darse para el manoseo, personas que se adhieren a la carne  para hacer uno. La posesión es una acción en su sentido más radicalizado: poseer, comprar, salir al mercado, es ser, al mismo tiempo, poseído por la fantasía de la propiedad y de ser libre propietario o vendedor. Propiedad señala, en este caso, control total de un objeto. El objeto que se controla en las relaciones sometidas por el dinero es la sustancia plasmática de lo abyecto. Onetti no pretende realizar una escritura de lo abyecto, no lo asume, por ello, como lugar donde se expresa una absoluta exterioridad con respecto al delirio personalizador del dinero y sus derivaciones narcisistas. El “hombre abyecto”, esa creación de la inteligencia delirante, posee una dimensión que requiere ser explorada: el disfrute excesivo, no calculado, parece despellejar el material de la persona, de la agencia que otorga, hasta el punto en el que la abyección da con la vacuidad o pestilencia de lo que no puede proveer nada. El “hombre abyecto” es quien, inmerso por entero en su persona, muestra un hueco, la interrupción de una secuencia, los límites de lo ilimitado. En ese borde se hace necesario y posible indagar por otras formas de desplegarse sin ignorar la tensión creada por los límites que aparecen en el movimiento mismo de ensanchar el mundo. El “hombre abyecto”, asumido fuera de este borde, permanece como función de la política de la vida creada por un gran director de la naturaleza. En esta política que toma la vida como asunto, la soledad aparece como la marca de la bestia (Frankenstein).  

§. 3.      Noche

La sección IV, titulada “La salvación” propone una comprensión de la soledad como esfuerzo por separarse en el acto de hundirse en lo que produce terror, la idea de salvación que aparece en este caso se opone al viaje a un mundo mejor o a la experiencia más intensa del mundo del entretenimiento. La soledad entrevista en esta sección no enfatiza una diferencia cultural o idiosincrasia, un mundo constituido según unas normas que escapan, por su exotismo caluroso, el garfio colonizador. Tampoco hay una metafísica de la soledad, desvinculada de conflictos e intimidades fetichistas, se trata de una soledad colectiva o exigida por la comunión posible que se hace presente en las penurias de la voz de la mujer. La escritura desencaja, lesiona, lástima porque no permite la protección de los ruidos que provienen no de los grandes centros interactivos, reciclados, de entretenimiento sino de la propia interioridad. Teñida, como está, con la pus de la legibilidad de los objetos intercambiables por dinero. Es decir, por el propio cuerpo que trabaja o se endeuda para no quedar afuera del espectáculo.

Se enfatiza, entonces, que la sustitución y la intimidad fetichista refuerzan y expanden focos fantasiosos que han sido puestos en cuestión por la intervención de la voz de Queca, la prostituta que, también en su ausencia exige la asunción del silencio. Lo salvífico es una noche que se abre para enfrentarse a una serie: la ausencia de Queca, la inminente llegada de Gertudris y la posibilidad de escribir. El primer componente de la serie ha desencadenado la desagregación que facilitó identificar como fetiches las marcas que parecían íntimas, esenciales, naturales. Ha descuajado la unidad de la persona, ha dejado a la vista heridas que no habían sido reconocidas y que no podían serlo debido a que la forma de mirar del agente anula la crisis al ofrecer mujeres sedientas. Extrañeza llevaba al límite puesto que trae consigo un rebajamiento del entramado general que permite la interacción cotidiana; exigencia de otras formas de hacerse presente para sí y para los otros. El grito nocturno deja en la oscuridad y la afectividad  que ya no puede ser acomodada en el circuito fetichista y patriarcal quiere lo que aún no conoce del todo. “Mundo loco” dice que hay lo que no puede ser absorbido del todo; lo dice una razón aquejada, adolorida, pero no incapaz de dar cuenta de su situación. La voz de la locura es señala por Queca, la de ella es la voz que renuncia a la locura y quiere hacerse entender aunque sin poseer un lenguaje digital. Hacer hablar la locura, hacerla confesar ante el escritor, ejecutar el interrogatorio terapéutico, practicar la requisa policial es clausurar la voz; despojar de verdad y hacerla cautiva de las interpretaciones expertas que reconocen en ella sólo ser síntoma de un padecimiento. La voz no es principio de vida[15]; crea, eso sí, las ramificaciones que harán insoportable una forma de vida que se corporiza en el modo en que se atiende a la mujer rota, Gertrudis. Es viaje hasta los límites de esa vida, de su funcionamiento, mandil que captura y sofoca al tiempo que da treguas y falsos puntos de fuga.

Si Gertrudis ya no tiene espacio, si la casa, es decir el mecanismo que entiende lo otro, se cierra ante esa presencia figurada es porque ya no hay lenguaje que pueda contenerla, hablar, trazarla: “demasiado chica para contener, además, las sacudidas sin esperanza”[16]. Ahora, en este nivel, lo que es sentido es el bloqueo de una intimidad imaginada, experimentada en lo recóndito, que está bloqueada por las “sonrisas planeadas largamente”. La sonrisa, desde luego, es un componente de la sentimentalidad, que sea planeada implica en este caso que cumple una función que distrae e, incluso, abductora: en la sonrisa planeada ya está supuesta la división que sirve el propósito de postergar hasta el infinito la asunción de que la otra exija que sean relevados, desde su suelo, los acuerdos tácitos de la compañía. Lo terrorífico es lo usual que, cortado y ausente, reclama que es necesario detenerse y hace sentir que seguir adelante, siempre que lo que mueva es la violencia de la sonrisa, solamente puede extender el fetichismo.

Tener la noche, pensar que es posible vincular oscuridad y salvación, introduce, si se piensa desde las observaciones anteriores, dos cuestiones de importancia. -  La vida breve expresa que la familiaridad posibilitada por el fetichismo de la mercancía debe ser pensada; es necesario acceder al contenido racional y efectivo de las relaciones cotidianas. Este acceso debe prescindir y luchar contra la luz de neón que únicamente da para pensar sus múltiples costados. Estar en la oscuridad, combinación de incertidumbre y dolor, opera una extensión del espacio que permite repasar, ensoñar, traspasar, con gestos furiosos y lentos, la localización de fantasías y el delirio del disfrute. Pensar en lo representado, sin hacer del pensar una fortaleza infranqueable, requiere acordar que la actividad de pensar es comunicación, ensamble, afección y respuesta. Es la voz de la otra, contenida en paredes, humo y piel la que trae consigo las tinieblas; da lo que no ha sido planificado, lo que no se puede producir desde uno mismo en tanto fuerza de trabajo o deudor. Es la relación intempestiva y afectiva, la sustancia del pensar, al tiempo que esta relación es ella misma relación de relaciones, activación de lo que cada elemento puede comunicar desde su modo de existencia. Las habitaciones, la ciudad, las decoraciones inadvertidas se ensamblan con otras producciones hasta que se logra hacer un tránsito: ya no se interroga la producción de “objetos” sino que se asume la materialidad carnal que es, en sí misma, el quiebre con el fetichismo de la mercancía.

Se piensa porque hay en juego, en peligro, afectos a los que no renunciamos y que queremos que resuenen para que otros también puedan hacer parte de ellos. Pensar es un abrazo que quiere decir su larga filiación, comunicar su historia y sus pérdidas. El abrazo es ya el pensamiento carnalizado que quiere salir de la comunión de dos para hacerse patente como posibilidad para todos los que también se individualizan en la expresión de sus pasiones. Pensar es una respuesta que, en el caso de Onetti, implica descender capas y capas de luminosas certezas hasta poder excluirse.  La posibilidad de la respuesta, del pensar, es evitar ser saturado por el sonido liquidador, que repite que no hay límites, que siempre hay sustitutos, formas nuevas de ponerse en venta, olvidos insoslayables. Asimilación, en fin, del carácter fetichista de la vida cotidiana y de sus variados encadenamientos e institucionalizaciones.  La respuesta se hace contra la promesa de paz y seguridad que se sostiene por el miedo y la desesperación de ser expulsado de la comunidad humana. - Pensar desde la oscuridad marca una diferencia con la filosofía: mientras que el filósofo[17] admite que es el miedo a la muerte lo que moviliza su imaginación humana desde aquí decimos que el pensar oscuro es movilizado por la amenaza del asesinato, por la persecución, desaparición y violación sistemática que flota, muy pegada a nuestra piel, adornada como simpatía, orden y fiesta. Se puede comer sin conocer la anatomía del estómago pero no se puede pensar sin saber que también respondemos a muchas ejecuciones y amenazas. También contra la filosofía de la indecencia es menester reiterar la indecencia de la filosofía: tener hambre, aquella imposible de saciar o comprar, se constituye como ámbito de lo que en Onetti toma forma de espacio específico: pozo desde el que se puede tomar por la cintura la maraña de objetos sólidos que cohesionan al mundo y lastiman la carne. La vida breve conoce, y esto no cancela lo dicho anteriormente, que la oscuridad es traspasada por la luz, oscuridad clareada, agujereada si se quiere, por aquello que la acosa. De lo que se trata aquí es de ponerse a la altura de la eliminación. El tránsito que he enfatizado aquí es la caída, salir a la intemperie en virtud del removimiento producido por la voz. Empujar hasta su ahogamiento fantasías y fetiches es el conducto por el que la escritura se desborda a sí misma para hacer referencia a sus condiciones de producción. Una vez llevada la tensión hasta su límite, lo oscuro no apaga o elimina la luz, no obstante está deja de ser la misma después de su paso por las tinieblas. El pensar oscuro retiene dentro de sí cicatrices que colocan la salvación como invectiva contra ella misma.

Y ella [Gertrudis], a pesar del llanto en el alba, acabaría por dormirse, para descubrir, por la mañana, mientras se le desprendían precipitados los sueños, que las palabras de consuelo no habían estado desbordando su pecho durante la noche; que no habían brotado en su pecho, que no se habían amontonado, sólidas, elásticas y victoriosas, para formar la mama que faltaba.[18]

Retorna el procedimiento de la representación que oculta sus propias concentraciones. Quien espera el retorno de la mujer completa, a pesar de que lucha contra esa fantasía, coloca en ella su propia mirada y pretende que en esa transferencia se selle su propia falta. Ella sufre más y lo hará por siempre, esa parece ser la respuesta que  incluso insinúa perdón. La palabra, en este caso, es incapaz de solventar la destrucción de la mujer. Esta forma de desplazamiento, cuya pretensión es volver inoperante el propio recorrido de interrogación con respecto a uno mismo y los anclajes que lo afirman en su fantasía, es clausurada en la imaginación carnal de Brausen. La palabra, sobretodo esa que se desdobla,  crece dentro y contra un flujo inicial, no hace crecer ninguna vía de fuga o refugio; por el contrario, lo que incita es a hundirse y repetir, ahora con más intensidad y sin salvamentos, todo lo que hasta ahora ha pasado por ser corolario de la propia voluntad, mancha en la naturaleza y efervescencia de la culpa. Nadie bajará del retrato para remover el estorbo que supone el ingreso abrupto de la mujer mutilada en el espacio fantasioso.

El grito “Todo está perdido”[19] ha de entenderse como síntesis de cuatro aspectos: a) la salvación no proviene de la palabra aunque la voz específica de una mujer es capaz de poner en cuestión la constelación completa de las ofertas de salvación. Siempre que la salvación sea considera como una adecuación o progreso del mundo constituido, que desde luego incluye fantasías y su fluir social, todo está perdido. Lo está porque esta comprensión de salvación supone y exige negar e ignorar las perdidas efectivas, dolorosas, violentas, continuas que son residuos de la fuerza salvífica de los ídolos; b) la palabra no da salvación porque ella aparece, en La vida breve, como la que alarga el tiempo de un mundo que se ha quedado sin tiempo. Al alargar el tiempo reduce la intensidad del conflicto que debería explotar en la consideración desmesurada de las encarnaciones de la razón desquiciada que devora, en sus ritos festivos, las condiciones mínimas requeridas para no continuar un proceso de racionalización que desemboca en hacerse culpable y, por ello, lesionan lo inepto para rehabilitarlo. La palabra no acepta silencio o enfermedad, su surgimiento es un reclamo de encarnación: mantenerse firmemente arraigado, reasumir si es necesario, en la carne y contra ella el silencio de la voz; c)  la escritura tiene propósito: comunicar el paso por los falsos caminos de la salvación imposible. Salvarse, cuanto todo está perdido, es rehusar la salvación que anuncia con prisa y sonrisa la llegada de la claridad, la mañana que hace olvidar todo. Todo está perdido menos quien escucha, en su recuerdo, la voz, que es siempre muchas, crece y desaparece. No obstante, el paso por los falsos caminos afecta la capacidad de escucha y reconocimiento de lo que aprisiona y alienta comportarse como agente que racionaliza de la propia muerte. Permanecer ileso, acercarse a todo sin ser tocado por sus filos, corresponde al imaginario del todopoderoso que tiene acceso a objetos que no pueden, por su calidad de cosas, ni siquiera dar con él. El grito “todo está perdido” no afirma poder sobre todo, mas la necesidad, exigida por un proceso arduo, de traspaso. Esta necesidad, expresada en la negación radical, no garantiza una ulterior reconciliación ni la manifestación del individuo como sustancia. Todo está perdido, sin embargo permanece la fe, la estancia en las tinieblas, la espera, que es, en sí misma, varios procesos. La admisión de la necesidad, señalada por la voz, es el centro del “todo está perdido”; d) Por último, después del grito viene la frase “repetía sin convencerme” quien dice esto es el juez que juzga al agente.[20] Este juicio tiene como cometido la encarnación del agente en la sociedad para que disfrute y trabaje, aunque ambos procesos estén enfrentados. El juez desintegra las causas de ese enfrentamiento y sentencia, torna obligación para ser preciso, disfrutar.

En La vida breve aparece un tercero múltiple, ensambles, que suspenden el miedo del agente y la prepotencia del juez o, al menos, muestran sus operaciones distintivas. Según un modelo filosófico el yo (I) tiene la potencia de dividirse en dos; el primer yo, el agente, es la persona que crea y accede al juicio de un sí mismo que unifica la razón de la naturaleza. Solipsismo autoritario y vengador que resume, en su falsa ingenuidad, lo que significa pensar por uno mismo en el ámbito del amo: desplazado un Dios personal es necesario un sustituto, con poderes semejantes pero sin trascendencia, que restituye, cotidianamente, lo que desborda o puede hacerlo los límites, siempre heterónomos, de la virtud y la obligación. El segundo yo es el archivo social desde el que se cohesionan los ámbitos aparentemente separados de la moral, estética, religión y economía: el saber que hace surgir y modula el movimiento de la sentimentalidad. Este saber, que no procura ser estrictamente punitivo, aunque en su movimiento expansivo puede aniquilar al salvaje, quiere asentarse como única referencia normativa, disfrazarse de razón autónoma, cuando es razón del Capital.

Esta razón no dice obedece, paga, obedece, dice, por el contrario, eres libre de juzgarte según los preceptos de la razón, puedes elegir, moverte según tu gusto. Disfruta tu libertad. El imperio de la razón del yo juez o espectador, con su  ignoto volcarse sobre sí mismo, se impone cual razón sin más, pública, abierta, garante de lo social. La vida breve dice lo que esta relación entre yoes no puede decir sobre sí misma: la división que, desde la fantasía, ocurre en el agente es la expresión de una tesis política, aunque esté recubierta como psicología o gnoseología, hay que crear la vida, lo que en ella puede ser vivido, y partirla en miles de trozos vinculados subterráneamente por la luz que, mientras ilumina el patíbulo, facilita la asunción de una vida sosegada que acepta con control de si la producción social de la mortalidad. El tercero múltiple, lo que el pensamiento claro y frugal denominó los estratos bajos, brutalizados, empobrecidos, nunca dominados enteramente, crea el espacio de espacios para no obedecer. Esto significa que no se reconocen a sí mismos en las representaciones que provienen de caballeros, salones e instituciones que los han arrojado a las fieras, de la circulación gaseosa del dinero. La filosofía siempre ha tratado de cambiar el mundo, moldearlo a la imagen de sus amos, la tarea que tenemos es comprender eso y hacerle frente. Si alguien canta mientras es torturado no es porque ame la muerte, canta porque no se rinde y dice su dolor desde sus entrañas, con los muchos que lo habitan y a los cuales les deja un mensaje que el viento y los rayos transportarán. El amo, mientras tortura o instruye, pretende capturar la carne y, cuando no lo logra, escribe opúsculos para humillar cadáveres. Siente terror cuando intuye que algo del silencio o las canciones de los torturados fueran anuncios de su fracaso.

En otro nivel, la frase “repetía sin convencerme” atestigua el miedo ya no a la voz inefable y omnisapiente del yo juez pero el miedo carnal que produce el traspaso de límites, la aventura riesgosa y liminar que está contenida en el darse, con muchos y como propuesta para todos, formas alternativas de existir. Este es un miedo que de suyo sobrepasa el horror que inmoviliza y hace que se reciban incluso con agradecimiento, cuando las hay, muestras de caridad o reconocimientos por buen comportamiento. La preservación de todos comporta una ruptura que puede producir dolor intenso precisamente porque hace que nos enfrentemos, sin tregua y sin concesiones, a lo que nos asigna un nombre y funciones inexpugnables. Negar el miedo, este miedo específico, que se experimenta diversamente sería negar la posibilidad de lo que desde nuestras relaciones, fracturado, acosado y acusado, nos convoca a lo abierto. Este posicionamiento sabe que en su ir sabiendo no siempre avanza o acumula progresiones, entiende que la vulnerabilidad no es un desvalor ni una grieta que hay que soldar con más intensidad y cansancio. Hay una reserva de impedimentos, fracasos puntuales o de época que no podemos descontar o pasar por encima. Aquí no pensamos después de una catástrofe sino dentro de muchas de ellas, la mayor parte absorbidas como momentos necesarios del desarrollo histórico, lo que ha hecho que nos veamos, muchas veces, como víctimas, no como quienes sufren y son capaces de júbilo y rebelión, rebelión jubilosa, que se expresa en dar precisión a las catástrofes que aún no tienen la oportunidad de decir su propia historia y la historia de sus mutuas relaciones. Onetti sabe de esto, aunque para él cada quien, si tiene lucidez, es decir, rabia, pasión y rigor, se hará cargo de que nadie olvide que caminamos porque muchas fueron descuartizadas y violadas.

Si el miedo es una expresión de la ruptura es porque ella ha calado hondo y no ha dejado nada a mano más que la voz de voces que se ha colado hasta tocar las fibras que impiden desplegar en múltiples violencias núcleos fantasiosos y amar fetiches. Si el militarismo cumple una función básica en la acumulación de capital es, principalmente, porque acumula o coopta la matriz pasional. El militarismo no actúa únicamente como máquina destructora que permite la extensión del imperio del capital; también o como parte intrínseca de esa expansión, como productor de identificaciones, ilusiones y como aglutina el sentido de lo auténticamente nacional y civilizado. Dentro de esta productividad, siempre cambiante y expansiva, sobresale la imagen del militar como una fuerza avasalladora que no puede sino celebrar el sonido de la espada, regocijarse en el chorro de sangre y derramar lágrimas de ternura por los cuerpos amontonados como sacrificio a la derrota del miedo. Ya que éste interrumpe el ritmo viril del progreso y su parafernalia; derrotar el miedo, arrinconarlo con tamborines, sables, uniformes y poesía bobalicona en la que se añora la muerte en el campo de batalla. Arrancar de la tierra, con jilgueros firmes en las manos, de una vez y para siempre el culto al miedo. El hombre de espada, metáfora primordial de la técnica de matar, no tiene miedo porque se esconde de la interpelación, evita pensar, aunque hace discursos y convoca con sus palabras, está entregado a sus propios balbuceos estéticos. El culto al miedo es distinto al miedo que produce negarse al culto de la obscenidad de las armas.

“La Queca me despertó a la madrugada, riendo y sofocándose en el teléfono” [21] la mujer trae con su sonrisa, en la oscuridad y sin arrepentimiento, una forma de lucidez que se manifiesta en forma de alegría no calculada. Si el trabajo y la deuda aparecen para como leyes sociales el júbilo parece crear condiciones para interrogar la ley. La intervención de Onetti establece, como problemáticas, las dos opciones que parecen reducir el horizonte de posibilidades del agente: debe trabajar, consumir sus noches, sueño y tristeza para poder producir y consumir dinero. Si, en cambio, la fuerza para trabajar es interrumpida por el descenso y la oscuridad, la  inoperancia del cuerpo y la ensoñación hacen necesaria la deuda.[22] En este contexto ser deudor no implica únicamente tener que vender más fuerza de trabajo en el futuro, planificación infinita que niega la muerte o la enfermedad, también supone adjuntarse al fetichismo. Una deuda no se paga con dinero, es decir con trabajo o más deuda, sino con carne. El deudor pone como garantía, en la transacción crediticia, la implacable negación de su carnalidad: regirse, hasta el límite, sin discernimiento, por leyes, condensadas en instituciones y procesos, que aparecen siempre como exteriores a su propia existencia. Prometer una vida saludable, días largos, buen ánimo, fervor y sustitutos que hunden en la luz las propias resquebrajaduras. Sacrificio, usura, subsunción que se opera contra uno mismo para mantenerse como agente independiente de producción. La deuda es una operación de la razón, una expresión de la racionalidad calculadora, y esto no supone que todo cálculo deba ser sobrepasado, cuyo cálculo es delirante: esta deuda no puede ser pagada. El dinero tiene corta duración, pero sus efectos, cuando su circulación no es atendida, se extienden hasta los huesos. Para que haya trabajo y deuda tiene que suponerse, siempre, un agente racional. La vida breve insiste en mostrar la historia de la categoría de agente, en tanto que produce la totalidad social que lo hace posible, y con ello hace que el agente tome como suyo el proceso de entender su propia historia, determinaciones y límites. Pero, como la mujer que conmueve es otra, comparte un suelo común, pared con pared, es necesario ir hacia ella, conocerla. Esto se realiza, en secciones posteriores, sin desvincularse por completo de las fantasías y fetiches con las que combate. No hay apaciguamiento de la lucha, por el contrario, y como he mencionado antes, caída: forma radical de acceso a la materialidad de la existencia. Aquí no hay tristeza por el paraíso pero indagación latente sobre su concepción y operaciones.

No poder escribir[23], lo que significa no poder olvidar, no poder del poder otorgado por la transacción y el entretenimiento implica no poder salvarse, no regresar a la vida breve. La tristeza, sentida en lo hondo, surge, en el precipicio donde se toca la solidez social de los trámites cotidianos, resulta firmeza para el enfrentamiento. No se trata de una tristeza que faculte para las grandes obras que exaltan, mientras golpean, sus condiciones de gestación. Se trata, eso sí, de un temple anímico, siempre con raíces relacionales, que trata de, en su hundimiento, crear otras condiciones para calificar su estar viviendo. Contrario a la tristeza que faculta para sobresalir en el mundo, la tristeza presentada aquí no es una reserva espiritual que permite destacar en medio de lo que hiere; si hay algo de divino en esta tristeza es porque niega la intervención de los dioses como dadores de condiciones o estados. El triste no se aísla para crear su propio territorio contenido e insulso; se arroja hacia ese mundo que lo hace agente para sentirlo con intensidad.  No para encontrar lo que haya de poético en él pero para no estar a salvo de la rebeldía, para, entonces, no aceptar lo que le es dado como naturaleza y sociedad. Desde esta perspectiva es posible seguir la lectura de La vida breve.

§. 4.        Horas

Algo caracteriza las primeras secciones de La vida breve: la insistencia en que si hay brevedad, si se despachurra el tiempo, no es porque ello viene de su naturaleza. El tiempo social, siempre agresivo con el tiempo biológico, resulta de la coordinación del tiempo necesario para el proceso totalizante de producción, consumo y distribución. El carácter de la administración del tiempo, en el capitalismo, que es siempre el compilado tenso de varias tradiciones, abrevia el tiempo necesario para sabotajes, ofrece a cambio sonrisas planeadas, obscenidad desinfectada y desiertos atestados de cadáveres. Que la vida individual se estime como breve o fútil, por este tipo de coordinación del tiempo social, es, también, seña de una ensoñación que contiene elementos que indican que son posibles y necesarias otras formas de temporalización. Trabajo, mercancías y fantasías, cohesionan el tiempo, y reducen el espacio para la escucha, interpelación y reclamo que viene de la carne de la prostituta. Su cuerpo, sus genitales exclusivamente,  es considerada una mercancía pero su carne, condensada en su voz, no puede ser tocado con el dinero. Lo que ella da se sustrae de toda transacción y eso, sin paradojas, causa una crisis del agente comprador, acostumbrado a acercarse a todo lo existente como productos que pueden ser cambiados por dinero o deuda. Especialmente si se trata de bestias que son puro cuerpo con orificios, desechables, mierda. Esta forma de acercarse a Queca no implica una anomalía antes expresa el espíritu del fetichismo de la mercancía: todo es accesible si se es portador de dinero. La mujer, en su aparición sonora, no se identifica, deja de ser prostituta o mujer, exige otro acceso, otra relación. Los nombres que son asignados a ella intentan capturarla, darle nombre, para evitar el abismo de su presencia. El cálculo que hace equivaler un cuerpo por una suma de dinero, horas de trabajo, pierde su eficacia organizadora. También desaparece, en tanto mujer, Gertrudis. En su desaparición hemos leído la quiebra de la mirada del rey: la mujer, identificada como seno que nutre y seduce, se desvanece o pierde su naturaleza en y por el corte. Lo que viene con esto es la pregunta sobre los modos de mirar, sobre su surgimiento y diseminación social. Esto lo que el corte en el cuerpo de la mujer muestra acerca del andamiaje del conocer y poseer de un específico modo de miramientos.

En La vida breve aparecen tres tipos de escritura: la escritura que quiere ocultarse y se resiste  aparecer como intervención, comunicación, grito. En este ámbito se encuentra lo que puede ser ponderado por quien interviene directamente en la escritura. Esta ponderación, no obstante,  es ya, ante la intervención escrita, un diálogo, una polémica, que ronda la intervención escrita acaso con una doble urgencia. Primero, hacer valer algún derecho de propiedad o arraigo que está vinculado a la fijación de un sentido estricto o nuclear en la intervención escrita. En este caso la intervención escrita comienza a cerrarse sobre sí y dejar de ser voz que se esparce u onda que genera sobresaltos imprevistos. Segundo, puede que se reclame en lugar de una propiedad o paternidad la negación del anonimato vinculado a la idea del arrebato genial de un individuo. La negativa a guarecerse en la inconmensurabilidad de lo escrito introduce a una política de la escritura: quien interviene no explica su intervención tal y como ha quedado parcialmente fijada pero da razón de lo que ha dado lugar a esta forma particular de recibir y salir al encuentro de lo que lo ha interpelado. Lo que ha plasmado en la escritura lo interpela ya no en su unidad como producto acabado pero en la forma en que es recibido: la intervención nunca cesa, inclusive en el sueño, se hace, toma, valora; hay modalidades de intervenir, todas ellas relacionadas, no únicamente con la vida específica de un creador sino con lo que, en esa vida, es ya nudo con las vidas de su vida.

La otra escritura es la que es reclamada por la totalidad productiva: se escribe, produce, para consumir y distribuir. La escritura es trabajo que se vende para sobrevivir, energía degradada que en su límite podrá, quizá, entretener o majar la tristeza. Esta escritura es la puesta en cuestión de la función de autor, su interrogación inmanente. Esta tensión no se resuelve, o no pretende ser resuelta, antes quiere salir a flote y permanecer en la superficie para hacerse problema. Así, si se quiere, pretende acorralar la idea del hombre de letras; colocarlo como una forma específica de exprimir la intervención escrita. Este segundo tipo de escritura impide borrar los rastros del autor en tanto éste sea entendido como individuo que, desde su excepcional capacidad, comprende el mundo y lo representa en ficción para vivir en el papel lo que no puede en su carne. Lo que no entienden los que propagan esta forma de comprensión es que  la carne siempre está en el papel, lo que corresponde es dar cuenta de esa presencia. Por eso en la relación de estos dos tipos de escritura se haya la refutación de la fantasía que concibe las intervenciones escritas como divididas, separadas, ensimismadas en formatos estrictos.

El tercer tipo de escritura es la caída, modo expreso de negarse a la idea de la escritura como mercancía para el entretenimiento. Al asumir este posicionamiento toma en su radicalidad las constricciones, desarraigo, cortes, fantasías que son levemente sentidas y pensadas en el mundo real. No se niega que este mundo de mundos sea real, se va hasta su fondo como forma de desencarnarse; se piensa que si la encarnación ha sido entendida como asunción del mundo debería ser tensada por la carnalidad: recuperación de nuestro trabajo y sueños para tornarlos, en un proceso abierto y arduo, nuestros. Sin suponer que el espacio en el que hemos sido arrojados, que nos precede y conforma, no puede ser escandalizado. Cuando incluso los perros son convictos no debe entenderse que hemos alcanzado la universalidad humana. La creación de una ciudad instaura, a modo de magma, una tensión entre movilidad y sedentarismo; unas leyes implícitas y explícitas, la instauración de esquemas que permiten comprender qué es población, cómo protegerla y hace qué objetivos se orientan sus múltiples entramados y cómo se relacionan con otros modos de habitar.

Este tipo de escritura abre cuestiones que deben tornarse problemas. Si la densidad del fetichismo y los focos fantasiosos parece cooptar todo resulta decisivo dar cuenta del gesto que pretende explicar su propia situación fantasiosa y someterla a indagación. Es necesario explicitar el mecanismo que permite echar mano de ese resquicio lúcido y herido que reconoce sus propias precariedades al tiempo que se adentra en ellas para contener su fluir. En toda indagación, incluso tan radical como la propuesta por La vida breve, sobreviene sobre el tercero múltiple, la voz del juez, el eco de sus discursos, la oscuridad clareada: enfrentarse a lo real en su terreno, lo cual supone una forma de desamparo fuerte, no conduce, necesariamente, al despliegue del tiempo capturado y a la hechura de un espacio liberándose. Quien escucha la voz de la mujer no deja de ser el que instaura la noción de mujer como completud inmaculada y rechaza, porque lo afecta, la ablación. En trabajos posteriores quizá sea posible discutir con mayor detenimiento algo de esto.

Referencias bibliográficas 

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[1]Thomas Chalmers, Christian and Civic Economy of Large Towns. Glasgow: For Chalmers & Collins, 1821.

[2]Juan Carlos Onetti, “ La vida breve” en Obras Completas I: Novelas I (1939-1954). Edición de Hortensia Campanella. Preámbulo de Dolly Onetti. Prólogo de Juan Villoro. Madrid: Círculo de lectores/Galaxia Gutemberg, 2005, 423.

[3]Ibid., 424.

[4]La vida breve, 425.

[5]David Hume, An Inquiry Concerning Human Understanding. And other Essays. Edited by Stephen Buckle. (New York: Cambridge University Press, 2007 [1748]), 8.

[6]G.W.F. Hegel, Elements of the Philosophy of Right. Translated by H. B. Nisbet, Edited by Allen W. Wood. New York: Cambridge University Press, 2007, 155, §127-128.

[7]Karl Marx, Grundisse. Foundations of the Critique of Political Economy (Rough Draft). Translated with a Foreword by Martin Nicholaus. London: Penguin Books/New Left Review, 1993.

[8]La vida breve, 427-428.

[9]“Onetti en el tiempo del cometa” en Juan Carlos Onetti, Obras Completas III: Cuentos, artículos y miscelánea. Edición de Hortensia Campanella, prólogo de Pablo Rocca. Madrid: Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, 2005, 909.

[10]Ibid., 428.

[11]Ibid., 434.

[12]La vida breve, 437.

[13]Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of The Wealth of Nations. Edited and with an Introduction, Notes, Marginal Summary, and Index by Edwin Cannan. With a new Preface by George J. Stigler. Chicago: The University of Chicago Press, 1976 [1776], Vol II, Book V, Chapter I, 308.

[14]La vida breve, 441.

[15]Josefina Ludmer, Onetti: Los procesos de construcción del relato. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1977, 29.

[16]La vida breve, 445.

[17]Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments. Edited by D.D. Raphael and A.L Macfie. Indianapolis: Liberty Fund, 1976 [1790].

[18]La vida breve, 446.

[19]Ibid., 449.

[20]Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments, 113.

[21]La vida breve, 449.

[22]Ibid., 441. Brausen solicita contraer una deuda monetaria con Stein y, con ello, hace explícita el contenido social de la deuda.

[23]Ibid., 449. “No había podido escribir el argumento de cine para Stein; tal vez no podría nunca salvarme con el dibujo de la larga frase inicial que bastaría para devolverme nuevamente a la vida”.