Revista Electrónica Educare (Educare Electronic Journal) EISSN: 1409-4258 Vol. 21(1) ENERO-ABRIL, 2017: 1-27

doi: http://dx.doi.org/10.15359/ree.21-1.21

URL: http://www.una.ac.cr/educare

CORREO: educare@una.cr

[Número publicado el 01 de enero del 2017]


¿Por qué ha costado tanto transformar las prácticas evaluativas del aprendizaje en el contexto educativo? Ensayo crítico sobre una patología pedagógica pendiente de tratamiento

Why Has It Been So Difficult to Transform Evaluation Practices of Learning in the Educational Context? A Critical Essay on a Pedagogical Pathology Still to Be Treated

Mario Hernández-Nodarse1

Universidad Estatal Península de Santa Elena

Santa Elena, Ecuador

mhernandeznodarse@gmail.com

Recibido 5 de noviembre de 2015 • Corregido 17 de octubre de 2016 • Aceptado 3 de diciembre de 2016

Resumen: En este trabajo se aborda el tema de la evaluación del aprendizaje, asumiéndose preceptos formativos por su valor ético, moral y educativo. Se tiene por objetivo compartir algunas ideas y reflexionar críticamente sobre la persistencia de las prácticas evaluativas de carácter tradicional, una especie de patología pedagógica que es recurrentemente objeto de numerosas críticas por estudios y especialistas. Se analizan ciertas causas, consecuencias y las posibles vías de solución a favor de una evaluación formativa. Se valoran cuestiones subyacentes que están asociadas a la relación entre las prácticas y las concepciones que las sustentan. Se concluye que el cambio educativo y de mentalidad necesario al respecto es decisivo para transformar las prácticas, lo que será posible si se replantean las políticas, las estrategias, implementaciones y acciones que permitan una mejor capacitación pedagógica de personal directivo y docente, para el logro de una mayor eficacia y un efecto formativo real.

Palabras claves: Cambio educativo; prácticas evaluativas; concepciones formativas.

Abstract: In this work, learning assessment is discussed, assuming educational precepts for their ethical, moral and educational value. The study aims to share some ideas and to critically reflect on the persistence of the traditional evaluation practices, a kind of pedagogical pathology that is recurrently and widely criticized by authors and specialists. Certain causes, consequences and possible solutions for an educational evaluation are analyzed. Underlying issues associated with the relationship between the practices and concepts that support them are evaluated. It is concluded that the change in education and mentality, needed in this regard, is crucial to transform practices; and this will be possible if policies, strategies, implementations and actions are reconsidered to allow better pedagogical training of administrative and teaching staff in order to achieve greater efficiency and a real educational effect.

Keywords: Educational change; assessment practices; training concepts.

Introducción

Intentando una aproximación al concepto de evaluación del aprendizaje sobre la base de algunos autores y autoras (Álvarez, 2007; González, 2000; Serrano, 2002), sin ceñirnos el enfoque constructivista, puede considerarse que se trata de una actividad que tiene como objetivo la valoración sistemática de los procesos y resultados del aprendizaje, a fin de emitir juicios de valor al respecto y efectuar los ajustes necesarios en la enseñanza, para contribuir, así, a las finalidades de formación.

A partir de ello, se asume que la evaluación es un componente didáctico del proceso de enseñanza-aprendizaje y, a la vez, una actividad reguladora imprescindible y una vía para mejorar el aprendizaje del estudiantado y contribuir a su desarrollo integral; aspecto este último, que está justamente contenido en varias partes del documento Avances y desafíos de la evaluación educativa (Colección Metas Educativas 2021), salido de las propuestas hechas en la Conferencia Iberoamericana de Ministros de Educación, efectuada en el 2013, donde se plantearon los avances y desafíos de la evaluación educativa (Martín y Martínez, 2013).

Como se reconoce en dicho documento (Martín y Martínez, 2013) y desde años antes por González (2000) en su libro Evaluación del aprendizaje en la enseñanza universitaria, la evaluación integral del aprendizaje posee aún numerosos desafíos y problemas pendientes de solución. Y es que a pesar de los numerosos esfuerzos y de ciertos progresos logrados, la evaluación sigue siendo un centro de debate, de polémicas e inconformidades, aún se observan, con frecuencia, manifestaciones de corte tradicional: impuesta; no compartida; restringida a la comprobación, a la medición, a los contenidos exclusivamente académicos (temáticos); con predominio de exámenes escritos y estandarizados, que desatienden las diferencias y la diversidad estudiantil, las preferencias y estilos de aprendizajes; se pone más atención a las cuestiones instrumentales, que a los principios éticos que la deben guiar y sustentar, entre otros rasgos.

Así mismo resultan debatible los diversos tipos de evaluación que regularmente son referidos en numerosos artículos. En este sentido, puede apreciarse una amplia gama de clasificaciones existentes que, en todo caso, están determinadas por las distintas corrientes y tendencias por las que ha transitado la pedagogía y la didáctica; tal es el caso de las denominadas evaluación auténtica, alternativa y la evaluación por competencias. Mientras que, por otro lado, se puede apreciar la tipificación hecha en términos de algunas de sus funciones: “diagnóstica”, “sumativa” y formativa”.

El análisis de las distintas clasificaciones nos permite, en todo caso, considerar que las tipologías existentes de la evaluación están determinadas por los distintos criterios a partir de los cuales se le reconozca (González, 2000). Ello deja claro cuán variado, difuso y debatible está el cuerpo teórico-metodológico de la evaluación, para el que se requiriere de la debida interpretación de criterios y tipos de evaluación, y tomar en cuenta las prioridades y esencialidades a que esté dirigida esta, en su condición de proceso educativo y de sus funciones más relevantes (González, 2000).

Sin embargo, el análisis de numerosos trabajos que abordan el tema de la evaluación, junto a observaciones efectuadas desde la investigación y el propio desempeño profesional (Hernández-Nodarse, 2010), deja ver un desequilibrio frecuente en las implementaciones de los distintos tipos. Así, por ejemplo, se observa muchas veces el predominio del carácter sumativo de la evaluación, desgarrándose el formativo.

Numerosas son las publicaciones en que se percibe una inconformidad marcada en relación con diversas problemáticas asociadas a la práctica evaluativa. Se ha llegado incluso a identificar diferentes problemas generales y particulares existentes en diferentes niveles del sistema educativo en distintas regiones y países, y queda en cuestionamiento su carácter y efecto formativo (Barberà, 2003; De Camilloni, Celman, Litwin y Palout, 1998; Earl y LeMahieu, 2003; Gort, 2008; Hernández-Nodarse, 2010).

Pareciera que es un mal epidémico y sin cura, algo sin solución, donde la persistencia de las prácticas evaluativas tradicionales hace pensar que es un hecho condenatorio, para lo cual las causas y los distintos factores influyentes no logran definirse con total claridad o, al menos, no logran ser ordenadas y sistematizadas para un ulterior accionar que resulte ser coherente, eficaz y formativo.

En este sentido, es importante reconocer que la evaluación constituye un puente o eslabón fundamental entre la enseñanza y el aprendizaje; toda intervención o accionar en la evaluación repercute, en consecuencia, en estos. En palabras de Cardinel (1968, citado por Córdoba, 2006): “Abordar el problema de la evaluación supone necesariamente tocar todos los problemas fundamentales de la pedagogía” (p. 1). Desde esta premisa, adquiere relevancia el análisis de cualquier problemática asociada a la práctica evaluativa.

Estas cuestiones justamente, han sido la razón y estímulo para la elaboración de este trabajo que, a manera de ensayo crítico, brinda reflexiones sobre dicha situación siguiendo las pautas de la pedagogía crítica (McLaren y Kincheloe, 2008; Ramírez, 2008) y el enfoque histórico cultural (Celestrin y Piñeiro, 2005; Hernández, 2000; Hernández-Nodarse, 2010; Vygotski, 1987), ya que, desde sus particularidades, hay puntos esenciales coincidentes en el rechazo a las nociones y posturas positivistas de absolutizar el valor instrumental a favor de la linealidad, la racionalidad y estrechez, al asumir los procesos educativos, a la vez que concuerdan en la necesidad de concebir el acto educativo como un proceso que pone al centro al individuo que aprende, por lo que es importante indagar sobre aquellos conceptos y regularidades del conocimientos y prácticas anteriores, y cuestionarlos en función de las nuevas exigencias sociales y educativas, para así mejorar las situaciones pedagógicas que requiere el ser humano como ser social, educable y complejo.

Así mismo, se reconocen como válidas para este trabajo, las concepciones formativas de la evaluación que, en su evolución y aportes hechos por distintos estudios (Álvarez, 2006; House, 2000; Mateo, 2000; Tyler, 1950), permiten superar la estreches de los procesos evaluativos y el mero afán sumativo, comprobatorio y cuantificador de estos, introduciendo la opción de valorar integralmente los progreso del estudiantado y aportarle situaciones evaluativas que le ayuden a aprender y mejorar a partir de la propia evaluación, como se argumentará posteriormente en este trabajo.

Así, a partir de estos preceptos teóricos y otros trabajos analizados (Inclán, 2013; Paredes, 2004; Paredes, Murillo y Egido, 1997) podemos considerar, en principio, que la persistencia de las prácticas evaluativas tradicionales en el ámbito educativo está asociada regularmente a la resistencia al cambio educativo por una buena parte de docentes y personal directivo, como una especie de barrera. Al respecto, resulta imprescindible tomar una interrogante de partida: ¿por qué nos cuesta tanto cambiar algo en nuestras vidas? La respuesta nos permitirá comenzar a encontrar señales acerca del porqué ha costado tanto transformar las prácticas evaluativas del aprendizaje.

Sin duda, es esta una pregunta que a todas las personas nos involucra y sobre la cual reparamos poco. Ocurre que procuramos, ante todo, seguridad, tenerlo todo bajo control. Cambiar equivale a correr el riesgo de equivocarnos, que las cosas puedan salir mal, sufrir una pérdida, perder asentamiento, es por eso preferimos muchas veces mantener todo como está y, entonces, nos resistirnos al cambio.

Especialistas en el terreno de la psiconeuroinmunobiología, una ciencia que estudia la conexión entre el pensamiento, la palabra, la mentalidad y la fisiología del ser humano, plantean que son nuestros propios pensamientos y concepciones los que crean ese nuestro mundo interior y definen nuestras posturas. Según el Dr. Mario A. Puig, un prestigioso investigador de la inteligencia humana y el aprendizaje, es algo taxativo, pues se trata de “una conexión que desafía al paradigma tradicional” (Alonso-Puig, 2010, párr. 1).

Es esta una razón científica que nos ayuda a entender, en principio, cuán explicable es la tendencia del ser humano y en particular de profesionales de la docencia, de evitar romper la rutina, los esquemas incorporados durante años de labor, de manifestar una resistencia a cambiar su mentalidad, sus conceptos, sus creencias, puntos de vista, sus prácticas docentes y, en particular, las evaluativas, apegadas a un paradigma tradicional.

Si se consultan ciertos términos del campo de la psicología y la psiquiatría, podemos encontrarnos que las “ideas fijas”, entendidas como aquellas que persisten y ocupan un primer plano de la conciencia, pueden llegar a ser casi obsesivas, derivando en actitudes estereotipadas, constantes y recurrentes, que llegan a reconocerse clínicamente como un cuadro patológico que presenta el individuo (Rojo, 2006).

Desde esta consideración clínica, podríamos pensar que, así mismo, la persistencia de las prácticas evaluativas del aprendizaje responde a una causa patológica semejante, que llega a manifestarse como una especie de neurosis u obsesión en mucho personal directivo y docente, por querer mantenerse aferrado a cánones tradicionales, a resistirse a toda costa al cambio necesario en sus conceptos y en su praxis.

Para una gran cantidad, se trata de una actitud relativamente lógica, al considerar el equívoco de que se trata de cambiar hacia conceptos y prácticas relativamente nuevas, que han surgido en los últimos años y que su debida implementación representa una exigencia demasiado abrupta y drástica. Para otra parte, la responsabilidad y razones de las dificultades existentes recae casi exclusivamente en el personal docente y quedan al margen otros actores y ciertos factores influyentes; ambas cuestiones son parte, también, del análisis de este artículo.

El posicionamiento que se hace al efecto para dicho análisis parte de la oposición que se hace a las prácticas evaluativas tradicionales, generadas sobre la base de una enseñanza discursiva que procura un aprendizaje lineal y memorístico, que no reconoce la diversidad y parte de la reducción del propio concepto de aprendizaje (González, 2000).

Ante tales hechos y consideraciones, corresponde comenzar con algunos apuntes en torno a la evolución de la evaluación del aprendizaje y su posicionamiento actual.

Desarrollo

Evolución de la evaluación del aprendizaje. Apuntes y reflexiones

Son numerosos los trabajos publicados que analizan la evolución histórica de la evaluación del aprendizaje en el contexto escolar (Escudero, 2003; Fernández y Zavala, 2006; Guba y Lincoln, 1989; Hernández-Nodarse, 2006; Mateo, 2000; Stufflebeam y Shinkfield, 1987), lo que, lamentablemente, muchas veces no ha sido ni resulta ser un tema de estudio voluntario o en el contexto de las capacitaciones efectuadas.

El análisis de la evolución histórica de la evaluación nos deja ver que incluso ya desde la antigüedad, en China y Grecia, se hacía referencia a los juicios evaluativos y se efectuaban exámenes competitivos, acreditativos y clasificatorios para la selección de los funcionarios y funcionarias de gobierno, públicos y seres humanos de guerra.

Desde tales fines en su origen, la evaluación se trasladó luego al ámbito educativo, con las primeras evidencias al respecto en Roma y Grecia, en tiempos de Cicerón y Aristóteles, y con nuevos conceptos y propósitos.

Después de estas etapas iniciales, apareció lo que pudiéramos considerar las primeras preocupaciones por el mejoramiento de la educación y las prácticas evaluativas de la época y los primeros aportes al respecto. Llega así la evaluación al siglo XX, necesitada de un cambio radical de orientación y finalidad. Antecedida por la docimología que tuvo lugar en Francia en la década del 20 del siglo XIX, es llevada a cabo “la Gran Reforma” por Tyler (1950), quien luego realizara varios trabajos y aportes, que constituyen el primer acercamiento a la llamada “evaluación formativa” (Joint Committee on Standards for Educational Evaluation, 1981).

Desde entonces, las concepciones formativas sobre la evaluación del aprendizaje han sido objeto de graduales y sucesivas adecuaciones, enriqueciéndose progresivamente con grandes esfuerzos su cuerpo teórico-metodológico a partir de varios aportes y experiencias desarrolladas por varios autores norteamericanos en principio, desde distintas ideas, enfoques y paradigmas (Chadwick, 1989; Eisner, 1998; Popham y Baker, 1970; Rutman y Mowbray, 1983; Scriven, 1967; Stake, 1976; Stufflebeam y Shinkfield, 1987).

Así mismo, se han efectuado aportes valiosos por varios estudios europeos y latinoamericanos (Álvarez, 2006, 2008; Barberà, 2003; De Camilloni, 2006; González, 2000; Mateo, 2000, 2006).

Es así como la evaluación formativa se reconceptualiza progresivamente, y se llega a reconocer como un proceso que, más allá de tener por objetivo la valoración del proceso y los resultados del aprendizaje de una forma sistemática, tiene como propósito la mejora y potenciación de estos desde una perspectiva integral, que considera tan importantes las habilidades, procedimientos, valores y actitudes, como los conocimientos conceptuales-temáticos. Se interesa, así, esencialmente, en propiciar y valorar los progresos y los requerimientos para la mejora sistemática de quienes aprenden desde una perspectiva amplia, estableciendo mecanismos para la retroalimentación necesaria.

Desde estos preceptos formativos, la evaluación se reconoce como una situación más de aprendizaje, donde el estudiantado experimente actividades relevantes y significativas, que le confieran sentido y utilidad real, permitiéndole mejorar sus métodos de estudio, y favorecer su autodesarrollo, su autonomía y autorregulación. En dos palabras: formar, educar.

En tal dirección, la práctica evaluativa ha de sustentarse esencialmente en principios éticos, deviniendo en un proceso abierto, transparente, democrático, flexible, participativo, desarrollador integral, todo lo cual la convierte en un proceso o actividad de valor ético, moral y formativo.

Así mismo se reconoce que los presupuestos formativos de la evaluación conducen a que el personal docente también aprenda, se cuestione, retroalimente y reflexione sobre sus propias prácticas, para poder tomar decisiones válidas, reajustar y mejorar su enseñanza, lo que la convierte en una herramienta de mejoramiento profesional permanente.

En Cuba, pueden encontrarse varios trabajos sustentados en dichos presupuestos y en los principios pedagógicos martianos, dirigidos hacia una formación y evaluación integral (Artiles, Mendosa y Tandrón, 2008; Castro, 1999; González, 2000; Gort, 2008; Molina, 2002; Sainz, 1999), lo que evidencia el reconocimiento y la importancia dada a estas en el ámbito educativo, y los esfuerzos hechos por la mejora de la evaluación. Sin embargo, no se ha logrado aún el nivel de generalización práctico deseado, ni la correspondencia con el carácter y los efectos formativos ansiados.

En esta evolución, ha constituido un elemento adicional y sustantivo el aporte de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), con sus recursos y ciertas herramientas incorporadas en los entornos virtuales (la web 2.0 y 3.0) aparecidas en el contexto educativo más reciente (Barberà, 2006; Dorrego, 2006; Rodríguez, 2005), las que han enriqueciendo aún más las posibilidades y alternativas de aplicación de la evaluación por la parte docente.

Las TIC son herramientas claves en la mejora del aprendizaje y su evaluación. Así, por ejemplo, posibilitan el trabajo interactivo, en equipo, la creación, la animación, simulación y modelación de hechos, fenómenos y situaciones de aprendizaje, dentro de las cuales pueden insertarse varias alternativas y recursos para la evaluación que pueden ser motivantes y posibilitar la atención diferenciada y no presencial, fuera de las dinámicas y los espacios habituales de las aulas.

Sin embargo, en la misma medida que ha evolucionado la evaluación del aprendizaje y se han logrado indiscutibles aportes y progresos, han quedado también varios problemas históricos pendientes de solución, a la vez que otros nuevos han aparecido antes las nuevas exigencias educativas. Por una parte, han persistido las prácticas con rasgos tradicionales, lo que ha venido de la mano de insuficiencias teórico-metodológicas de la enseñanza que aún perduran. Mientras que, por otra, ha sido insatisfactoria frecuentemente la atención dada a la capacitación y adiestramiento de varios actores implicados en los procesos educativos.

Así, por ejemplo, ocurre muchas veces que los recursos tecnológicos no están basados en un soporte teórico-conceptual apropiado que responda realmente a los requerimientos de la evaluación formativa. Muchas veces las personas que elaboran soportes y herramientas informáticas no poseen formación pedagógica, ni se establecen equipos multidisciplinares al efecto.

En consecuencia, el componente tecnológico queda desconectado del pedagógico y de una debida funcionalidad en el sentido formativo. Ello hace que, retomando ideas de Nunziatti, citado por Pozo y Monereo (2002) y ambos citados por Colmenares (2012), se descuide la lógica de quien aprende y siga en la evaluación del aprendizaje imponiéndose la lógica del personal experto que elabora las herramientas tecnológicas para dichos fines; lo que las hace ser, en tales casos, incoherente, no pertinentes y sin beneficios reales para el aprendizaje, para quien aprende y para la práctica evaluativa.

De esta manera, gran cantidad de docentes articula sus prácticas evaluativas a partir de un soporte tecnológico afuncional, donde ha quedado distorsionado el sustento conceptual de la evaluación, haciéndolo no pertinente. Mientras que otros casos no disponen de dichos recursos o no llegan a estar suficientemente adiestrados en su uso (Colmerares, 2012).

En un interesante artículo en que se analizan críticamente algunos aspectos teóricos- prácticos de la evaluación formativa (Martínez, 2012), se señala justamente cómo incluso la concepción más legítima de esta se ha distorsionado, llamándole formativa a lo que en verdad no es. Así, por ejemplo, observamos actualmente que hay muchas herramientas computarizadas que “no están bien alineadas con los objetivos de aprendizaje” (p. 861) ni se ajustan a las esencias funcionales de la evaluación formativa.

Al estudiar la evolución de la evaluación y contrastarla con las realidades actuales, se puede apreciar una inercia inquietante presente aún en otros aspectos de la evaluación. Resulta sorprendente, por ejemplo, que desde la primera mitad del siglo pasado, Benjamín Bloom aplicara el concepto de “formación” frente a la concepción sumativa, al interesarse desde esa época en el aprendizaje y los objetivos a dominar por el estudiantado (Bloom, Hastings y Madaus, 1971), y que aún hoy constituyan, ambos aspectos, un centro de polémicas y dificultades en la práctica docente y en la evaluativa en particular, con una persistencia por evaluar resultados en función de objetivos prefijados, estrechos y supuestamente cumplidos, y no interesar mucho la valoración del proceso de aprendizaje del estudiantado y los niveles de logros diferentes, por poner solo un ejemplo.

A este hecho se ha referido justamente Marchesi (2013) al señalar que “El conflicto existente entre los objetivos de la educación y los objetivos de la evaluación afecta posiblemente a la mayoría de los debates que en la actualidad se manifiestan en este campo. A veces da la impresión de que las principales metas de la educación –conocer, convivir, hacer, ser– y [ciertas] competencias y valores asociados a ellas –innovación, creatividad, compasión, sensibilidad, justicia– apenas tienen que ver con los proyectos de evaluación” (p. 7).

Estado actual de la evaluación del aprendizaje. Análisis de las tendencias y de ciertos problemas pendientes de solución

Como se ha dejado entre ver en el apartado anterior, la evaluación en su evolución y a pesar de las diferentes problemáticas por resolver, se ha ido posicionando cada vez más en la concepción formativa. Así, de acuerdo con González (2000), el objeto de la evaluación como uno de sus aspectos más relevantes, al igual que sus funciones, han marcado ciertas tendencias y direcciones en los últimos tiempos, tales como:

En este sentido, resulta útil reflexionar críticamente en ciertos hechos y factores que reconocer por qué, no obstante dicho posicionamiento y tendencias generales, se evidencian determinados problemas asociados en la práctica evaluativa.

Los modelos y visiones curriculares, por ejemplo, marcan pautas a la hora de concebir y aplicar la evaluación como parte del proceso de enseñanza-aprendizaje. Hoy se aplican como tendencia los currículos por objetivos y por competencias, en donde no siempre hay suficiente claridad docente acerca de las diferencias y los matices existentes, lo que luego se ve reflejado en la evaluación. En este sentido, se abre un espacio para los debates y controversias desde la consideración de cuál de ellos es más pertinente, lo cual va de la mano de la filosofía y los enfoques educativos y socio-económicos de una sociedad.

Por otra parte, si bien es cierto que los objetivos constituyen una necesidad legítima y natural de ser humano de pautar las metas o propósitos a alcanzar, también es cierto que, en el contexto educativo, la pedagogía por objetivos y los modelos curriculares asociados han tenido efectos directos o colaterales muy nocivos en la justeza de la evaluación.

Y es que desde este tipo de pedagogía y modelos curriculares, proviene la tendencia aún prevaleciente, de centrar la atención casi exclusivamente en los resultados académicos, en su medición y cuantificación, en el afán por comprobar el logro de objetivos educativos prefijados y por demás inamovibles, mediante exámenes comúnmente estandarizados que permitan clasificar y comparar a los estudiantes y las estudiantes con base en una norma que, por demás, resulta muchas veces absurda, lo que ha derivado en el predominio de una evaluación sumativa sobre la formativa, donde a partir del interés por comprobar y cuantificar cuánto saben los aprendices, se descuida la atención a sus procesos de aprendizajes y, en consecuencia, la valoración de los logros y los tipos de ayuda que requieren estos.

Sin embargo, la solución de tal problemática no queda reducida hoy a llegar a declarar y establecer una práctica evaluativa formativa, pues para algunos análisis, su calificativo de “formativa”, adolece aún de ser mejor definida en sus descriptores, en sus contenidos y sus fines, dada la dispersión y ambigüedades existentes de ciertos términos y definiciones difusas (Dunn y Mulvenon, 2009; Leung y Mohan, 2004). Baste observar cómo algunos emplean el término “formativa”, en tanto otros la denominan “educativa”, lo que hace dudar si se trata de una simple cuestión etimológica, epistemológica y significados de fondo.

Lo señalado es una clara evidencia de cuán etérea, difusa y discutible es todavía la base teórica que puede encontrarse en muchas bibliografías y en criterios teóricos y prácticos de la docencia y la evaluación.

Así mismo, no es posible pensar que esta lamentable realidad está desconectada de lo que sucede en el proceso docente-educativo, pues sin duda, las tendencias y las posturas asumidas en la práctica evaluativa y la dispersión teórica existente no se circunscriben solo a la evaluación, sino, sobre todo, a las concepciones, prácticas y tendencias en la enseñanza, no siempre bien definidas, esclarecidas y en ocasiones distorsionadas.

De manera que, si se quiere encontrar una razón o explicación veraz en cuanto a por qué la evaluación ha estado permeada de problemas y matizada por rasgos tradicionales y hasta difusos aún en la actualidad, habrá que reflexionar y pedir cuentas a la manera en que se ha estado enseñando y a cómo ha sido reconocido el aprendizaje como proceso humano.

Ante esta realidad, no basta solo con leer sobre la evolución de la evaluación como una cuestión histórica, sino que es necesario reflexionar y buscar las respuestas a por qué han persistido durante tanto tiempo sus rasgos tradicionales.

La persistencia de las prácticas evaluativas tradicionales: Análisis de algunas causas y factores influyentes

El análisis parte de la inquietud por buscar respuestas ante un hecho que en principio parece contradictorio: por qué en tantos años de estudios, de planificar y recibir en muchos casos varios cursos para su superación pedagógica, del abordaje de temas didácticos en ciertas sesiones científicas y del elevado número de trabajos divulgados sobre el tema por la más avanzada, amplia y poderosa red de comunicación e información jamás soñada -la internet-, se sigue practicando una evaluación que, hoy como antes, refleja un conjunto de problemas sin superarse.

Entre estos, pueden señalarse: se evalúa casi exclusivamente al profesorado; los criterios, códigos o pautas para evaluar son impuestos o declarados sin ser negociados o compartidos previamente con el estudiantado; se aplica la misma evaluación para todos por igual (estandarizadas) sin considerar las diferencias individuales existentes y los niveles de logro alcanzados por los distintos grupos o estudiantes; las tareas evaluativas están más en función de comprobar y asignar calificaciones con criterio de cierre, que de indagar en las causas de los errores, las necesidades de ayuda y vías de solución requeridas; evaluaciones que llegan a ser recurrentemente estereotipadas, utilizándose técnicas muchas veces que no responden a lo que se ha propuesto evaluar (carentes de validez) y ambientes psicológicos nocivos generados en el proceso de enseñanza-aprendizaje, entre otros (Álvarez, 2007; Gort, 2008; Hernández-Nodarse, 2006, 2010; Santos, 2003).

De acuerdo con Frías y Banco (2010), “todavía son muchas las fallas, injusticias y desaciertos que a diario se cometen en la práctica evaluativa, a pesar de la existencia de lineamientos ya trazados” (p. 1), así como de resoluciones, de normativas y leyes existentes en educación.

En un interesante y agudo artículo, Astorga, Bazán, y González (2013, p. 4) reflexionan críticamente sobre el hecho de que los notables esfuerzos realizados y las numerosas reformas educativas que han sido establecidas para transformar todo lo que concierne a los procesos y ciertos aspectos escolares esenciales: los currículos, los objeticos educativos, los contenidos, programas docentes, planes de estudio, así como modalidades y metodologías de enseñanza, “parecen desdibujarse y perder fertilidad a la hora de abordar el problema de las prácticas evaluativas … en el aula”, lo que ha hecho llegar a creer que, “las reformas educativas apuntan a cambiarlo todo, menos la evaluación” (Astorga et al., 2013, p. 4).

El análisis efectuado de varias investigaciones pedagógicas y experiencias que han sido desarrolladas en Cuba, por ejemplo, en distintas etapas y centros educativos (Álvarez y Artiles, 2001; Castro, 1999; Gort, 2008; Hernández-Nodarse, 2010; Milán, Fuentes y Silva, 2004; Molina, 2004; Sainz, 1999), dirigidas a indagar en problemas existentes y perfeccionar las prácticas evaluativas, han revelado que muchos problemas en estas están asociadas a distintos eslabones de la evaluación, como son su planificación, el tener bien esclarecido para qué, por qué, qué y cómo evaluar, la manera de compartir la evaluación, a quién le sirve, a partir de qué criterios e indicadores calificar y los usos dados a los resultados evaluativos, entre otros.

Muchos es estos eslabones y los problemas asociados también se corresponden con los que regularmente han sido reconocidos en trabajos e investigaciones efectuadas en otros países (Álvarez, 2007; Barberà, 2003; Celman, 2005; De Camilloni et al., 1998; Earl y LeMahieu, 2003; Salcedo y Villarreal, 1999).

Así mismo, hay coincidencia en que muchos problemas prácticos en la evaluación derivan de la exclusión, reducción o simplificación a que esta ha sido sometida, en cuanto al qué evaluar: su objeto (el aprendizaje) y los tipos de contenidos a evaluar, así como sus funciones y fines más relevantes y trascendentes desde el punto de vista formativo, a la deflación hecha de las técnicas e instrumentos de evaluación, así como el uso dado a los resultados evaluativos, sin llegar a ser estos objeto de un análisis profundo, lo cual impide la retroalimentación necesaria para la corrección y reajuste del aprendizaje y la enseñanza practicada.

La manifestación de tales problemas suele asociarse, muchas veces, a la sobrecarga de clases de docentes, unido al desconocimiento frecuente sobre los fundamentos teóricos de la evaluación formativa, lo que hace lógicamente que gran parte opte por efectuar una evaluación simple, rápida y supuestamente objetiva, esto es, estereotipadas y estandarizadas, sin otras variantes, lo cual impide atender la diversidad y las particularidades grupales e individuales.

En tales casos, suelen predominar las preguntas de seleccionar opciones, de completar y de respuestas cortas, donde el razonamiento y los procesos mentales desplegados por el estudiantado no son cuestiones priorizadas.

A partir de lo señalado y de acuerdo con Astorga et al. (2013), da la fuerte impresión de que el enorme volumen de información que está disponible en internet, los nuevos y diferentes paradigmas, y las nuevas aportaciones científicas en el ámbito de la psicología educativa y las neurociencias (distintos enfoques cognitivos, trabajos sobre los estilos y las preferencias de aprendizajes, las predominancias hemisféricas, etc.), no llegan a ser debidamente estudiado, comprendido, clarificado, sistematizado ni asimilado por muchos de los entes directivos pedagógicos y docentes; lo cual genera tanto la sobreindividualización, como la hipergeneralización al evaluar el aprendizaje.

Una de las causas medulares que está en la base de muchas de las cuestiones antes referidas es la reducción hecha frecuentemente del concepto de aprendizaje, simplificado y limitado a la apropiación de los conocimientos teóricos o temáticos, desconociéndose todas las cualidades implícitas y desplegadas al aprender, los procedimientos y los valores.

En relación con el qué y el cómo evaluar, resulta imprescindible que el cuerpo docente estudie los nuevos avances de las neurociencias y su aplicación al campo de la educación, así como las diferentes teorías que explican cómo ocurre el aprendizaje humano (Galperin, 1986) y todo lo que abarca desde su complejidad (Hernández-Nodarse y Aguilar, 2008; Morin, 2000, 2007) y, en consecuencia, las diversas manifestaciones de la psique a través de sus componentes cognitivo, afectivo, volitivo y motriz. Sin estos conocimientos, un docente o una docente no tendrá la posibilidad de efectuar prácticas evaluativas que respondan a las cualidades reales de su objeto: el aprendizaje y, en tanto, tampoco al sujeto que aprende impidiendo indagar y desarrollar sus procesos mentales.

El modo en que son asumidas estas cuestiones, está también muchas veces asociado al enfoque asumido desde la propia enseñanza. En los últimos tiempos, han tomado un fuerte auge los preceptos constructivistas. Sin embargo, es conveniente saber que estos también han evolucionado y no siempre tienen semejantes orientaciones, tendencias y prioridades.

Vale como una anécdota ilustrativa y ejemplificadora al respecto, contar que en una ocasión en que fui invitado para desarrollar una capacitación didáctica en cierto centro educativo, me fue solicitado abordar y fundamentar la aplicación de un modelo didáctico que allí se aplicaba a la luz del denominado “constructivismo criollo”. Lo sorpresivo e inquietante fue descubrir que a pesar de llevar tiempo aplicándose allí este mismo, el claustro en su mayoría, no conocía los fundamentos ni la evolución del constructivismo como tal, de sus tendencias y sus enfoques más recientes.

Muchas veces se observa que ciertas instituciones o docentes en particular se acogen bien por fuerza o por “moda” a un modelo o enfoque, sin conocer a fondo sus sustentos, sus posibles traspolaciones, ni incorporar lo que otros enfoques le aporta. En este sentido es válido reflexionar que hoy el denominado constructivismo de corte social, por ejemplo, no es más que una versión del constructivismo nutrido del enfoque histórico cultural (Luria, 1979; Stetsenko y Arievitch, 2004; Vygotski, 1987), el que a su vez ha sido enriquecido por otros trabajos y estudios del constructivismo.

Esta última cuestión no siempre es reconocida y comprendida y, en algunos casos, se concibe que el enfoque histórico cultural es antagónico u opuesto totalmente al constructivismo. Al respecto es necesario aclarar, de acuerdo con Rodríguez (2013), que el primero pone al centro todo el desarrollo humano, considerando que “la forma que tome el desarrollo humano depende de las formas de educación” (p. 6) y asume el carácter social del aprendizaje. “Es [así] comprensible que el enfoque acoja [y se nutra de] modalidades educativas que se han asociado con el constructivismo socio-crítico y a la pedagogía crítica que lo sustenta” (Rodríguez, 2013, p. 7).

Estas realidades dejan la impronta de que muchas veces, por falta de documentación y desconocimiento sobre la amplitud y diversidad de enfoques existentes y sus conexiones, el personal docente se ciñe a una única opción de moda, en ocasiones distorsionada, por demás, lo cual se refleja luego en la práctica evaluativa. En esta dirección se tiende a seguir, al decir de Astorga et al. (2013), un “derrotero lineal positivista” en “ese aparente nuevo saber”, que es adquirido por docentes en las supuestas actualizaciones pedagógicas realizadas (p. 5).

Las prácticas evaluativas: Una manifestación de la cultura, el carácter y el espíritu de una sociedad. Cuestiones a replantearse

La cultura, el carácter y el espíritu de una sociedad o contexto son otros factores que condicionan, influyen y subyacen de forma imperceptible en el carácter de las prácticas educativas y, por tanto, en las evaluativas, lo cual nos permite comprender que no siempre son los cuerpos docentes los responsables de las problemáticas asociadas a la evaluación.

Todavía hoy, en el siglo XXI, cuando se orienta por los organismos mundiales la práctica de una educación para la paz, con el fin de luchar por el pleno desarrollo de la personalidad de los individuos, por la solución de sus conflictos y por el fortalecimiento del respeto a los derechos y las libertades fundamentales, sobre la base de la comprensión, la tolerancia, el respeto a la diversidad, la buena convivencia y las relaciones de cordialidad entre todas las naciones, los grupos étnicos o religiosos, y todas las personas en definitiva (Unesco, 2012), es frecuente percibir ciertas manifestaciones de una violencia silenciosa, que no pocas veces se manifiesta en las prácticas evaluativas que emana del modelo de sociedad a la que sirve y al espíritu del contexto educativo en cuestión (Santos, 1996).

Así mismo, el carácter comprobatorio y cuestionador que toman frecuentemente las evaluaciones, interesadas más por juzgar que por impulsar el aprendizaje, por indagar y valorar las debilidades y niveles de ayuda que requiere el estudiantado, son rasgos de una práctica evaluativa que más que formar, intimida, reprime y genera rechazo, algo que dice mucho del tipo de cultura y sociedad de la cual forma parte el contexto educativo.

Se trata de una práctica que, de forma involuntaria o sediciosa, se desentiende de la flexibilidad, de ciertos principios éticos y de una cultura de paz, deviniendo en una actividad punitiva que atenta contra los ambientes de aprendizaje, los de evaluación y el equilibrio emocional del estudiantado (Molina, 2004).

Sus manifestaciones son diversas. Así, por ejemplo, la agitada dinámica y propulsión que establecen habitualmente los procesos escolares -el exceso de tareas, de evaluaciones, de aspirar y exigir progresos inmediatos en el aprendizaje- son factores que condicionan de una manera sensible los ambientes de aprendizaje y los de evaluación, generando tensiones y desequilibrios emocionales en el estudiantado, lo cual es reforzado por las exigencias de las altas calificaciones a que está sometido este por la familia y la sociedad; todo lo cual genera efectos nocivos, haciendo que los fines legítimos de la evaluación se tuerzan y se conviertan en procesos y aplicaciones neurotizantes, represivas y rechazadas por estos (Hernández-Nodarse, 2006; Molina, 2004).

En tal sentido, Fariñas y de la Torre (2001) han señalado que “la necesidad de constatar logros tangibles en el comportamiento de los estudiantes de manera francamente inmediata, ... compulsa a muchos maestros a simplificar las soluciones que dan a los problemas que se presentan en la práctica del día a día” (pp. 24-25).

Con tal premura por la constatación de resultados académicos, la práctica evaluativa llega a convertirse en un proceso generador de tensiones en el profesorado y el estudiantado; este último con mayor grado de afectación, toda vez que tal realidad deriva por lo regular en procesos evaluativos poco valorativos y convulsos, donde se pierde su carácter formativo.

Lo referido concuerda con valoraciones hechas por Carranza (citado por Sanjurjo, 1994), al considerar que tales hechos demuestran que las prácticas evaluativas no son una problemática aséptica o neutra, sino materializaciones de esquemas ideológicos, lo que nos llama a reflexionar en torno a otro enfoque del asunto y las relaciones sociedad-educación y a considerar sus conexiones, otros factores subyacentes y efectos asociados.

En esta dirección de los análisis, resulta interesante preguntarse: ¿por qué es frecuente que algunos sectores directivos educativos y de gobiernos se refieran y vitoreen los resultados académicos y de promoción, sin llegar a interesarse mucho en valorar los procesos y las metodologías de donde estos se derivan?, ¿cómo explicamos, además, que a pesar de los numerosos problemas que revelan las investigaciones efectuadas sobre la evaluación, estos no sean percibidos o pasen inadvertidos en los análisis de los procesos docentes?, ¿por qué no se cuestiona casi nunca el carácter y la calidad formativa de las prácticas evaluativas y no se corrijen las visiones, las metodologías y políticas al respecto?

Resulta casi imposible meditar al respecto, sin suponer una causa política de fondo, lo que puede estar asociado a ciertos intereses que aseguren la conveniente inamovilidad del estatus, condición y posición que ostentan cierto personal directivo educativo y de gobierno. No indagar demasiado en realidades que subyacen o no esforzarse en resolver los problemas existentes en la evaluación puede ser una manera de impedir que salgan a relucir diferentes deficiencias o debilidades en el modelo o proceso educativo existente, puesto que la evaluación como proceso indagatorio y valorativo constituye una actividad reveladora de las cualidades y las insuficiencias de dichos procesos.

Al respecto, puede considerarse que las dinámicas formales y nocivas que mueven los procesos educativos y de evaluación, junto a la falta de interés frecuente de ahondar en las cualidades de estos mismos dejan ver una cultura simplista, autoritaria y conformista, asociada, no pocas veces, al carácter social y a la política educativa a partir de la cual son conducidas.

Retomando ideas de Mateo (2000, quien cita a House, 1981), las transformaciones en las prácticas evaluativas parten de “la perspectiva política en innovación educativa”, lo que, por principio ético, “implica el ejercicio y negociación del poder y de la autoridad y la competencia de intereses entre diferentes grupos” (p. 62).

Así mismo Mateo (2000) añade: “hemos de reconocer que la evaluación implica actos de poder y que los modelos alternativos propuestos suponen ceder y compartir parte del mismo” (p. 62).

La necesidad de un cambio de mentalidad y acciones eficaces: Las concepciones como sustento de las prácticas

Cuando meditamos sobre las cuestiones y problemáticas antes referidas, apoyándonos en numerosos trabajos que abordan este tema y desde la propia experiencia vivida como docente, es evidente reconocer que las acciones y estrategias que hasta ahora se han estado implementando al respecto no han producido los resultados ni los efectos formativos que se han deseado a partir de las prácticas evaluativas habituales.

Si bien es cierto que se han desarrollado esfuerzos por transformar y perfeccionar las prácticas evaluativas, resulta obvio que ha faltado algo decisivo, que no es posible lograr con inmediatez: un cambio de mentalidad en mucho personal directivo pedagógico y docente. Es sabido que ello conlleva a cambiar esquemas, creencias, prejuicios, pensamientos y actitudes que están fuertemente enraizadas en los seres humanos, lo cual se refuerza de modo curioso en docentes e intelectuales en general. La resistencia al cambio es, de hecho, la manifestación más evidente en todo proceso transformador

Vencer dicha resistencia ante lo nuevo y lograr un cambio de mentalidad constituye un proceso paciente, persuasivo, pensado, donde debe quedar fuera el enjuiciamiento y la crítica destructiva o acusadora, dando espacio a la reflexión, al aprender de conjunto, entre todos, a la fundamentación y argumentación de las falencias y los beneficios que aportan al proceso educativo las transformaciones en cuestión.

Todo ello deberá ir asociado a un sistema de acciones eficaces y progresivas, sobre la base de una visión estratégica, racional y objetiva, dentro de lo cual el trabajo científico-metodológico ha de constituir la forma concreta de alcanzar los propósitos transformadores.

Muchos y muchas docentes desean que sus prácticas evaluativas sean formativas, efectivas y pertinentes, pero no siempre reciben el tratamiento debido, las orientaciones, las capacitaciones y los niveles de ayuda requeridos ni la capacitación respectiva.

Se requiere de una mejor planificación, de una mayor concertación y coordinación, de facilitar espacios y encuentros que permitan el debate, el replanteamiento teórico y práctico, la concientización; el establecer articulaciones de un modo coherente y consensuado, donde sea posible la realización de capacitaciones docentes verdaderamente efectivas, el análisis e intercambio de experiencias que posibilite la reconfiguración de concepciones, estrategias, acciones y procedimientos que permitan la materialización real de los cambios necesarios a favor de una evaluación verdaderamente formativa.

En este sentido, son varios los estudios que, con sobrados fundamentos, han señalado que todo accionar dirigido a la transformación de las prácticas evaluativas debe partir de transformar las concepciones sobre las cuales se sustentan las primeras (Guío, 2011; Moreno y Rochera, 2015; Prieto y Contreras, 2008; Ruiz y Pachano, 2005; Turpo-Gebera, 2012).

La información científica sobre el tema es muy amplia, pero a la vez y como se ha señalado antes, es compleja, muy difusa y en ocasiones contradictoria, lo cual hace que sea indispensable el esclarecimiento, la sistematización y el replanteamiento de las bases teóricas que sustentan la praxis evaluativa.

De acuerdo con Frías y Banco (2010), es indiscutible que “durante mucho tiempo se ha manejado la evaluación sin que se conozcan a fondo las concepciones evaluativas” (p. 2), lo que revela la falta de eficacia de las políticas y orientaciones seguidas al respecto.

Y ciertamente, durante mucho tiempo, la evaluación se ha venido practicando de una manera esencialmente empírica, de la mano de una enseñanza tradicional y esquemática que ha sido heredada y transmitida de generación en generación, sin que se hayan logrado los cambios de mentalidad y de concepciones necesarios, así como tampoco la sensibilidad, la preocupación y las acciones debidas para corregirla y buscar cómo hacerlo, desde un debate internacional, nacional y contextual más efectivo, abierto y productivo.

Y es que, en este laberinto atropellado de diversos conceptos e ideas, los referentes y los enfoques que llegan desde diversas fuentes, países y paradigmas existentes, no siempre son objeto de la debida actualización, interpretación y comprensión.

De acuerdo con Santos (2003) y Turpo-Gebera (2013), en las interpretaciones hechas de las cuestiones y situaciones evaluativas, junto a algunas disertaciones académicas difusas, se hacen muy evidentes las confusiones conceptuales-metodológicas y ciertas patologías existentes al evaluar, lo que impide la realización de un ejercicio pedagógico coherente y acertado.

Tal situación es sumamente grave, si se comprende que la evaluación formativa no solo tributa a la mejora del aprendizaje, sino que dentro de sus funciones y objetivos está el proporcionar información respecto al nivel y la calidad del aprendizaje del estudiantado, y brindar, además, importantes indicios, resultados empíricos y evidencias acerca de la calidad y la eficacia de la enseñanza (Jackson 2002).

Según Prieto y Contreras (2008), si se analizaran, se debatieran y se explicitaran las concepciones que sustentan la enseñanza y su relación didáctica con las evaluativas, el profesorado podría entender, concientizar, explicitar y reajustar mejor sus conceptos y hacer más coherentes y efectivas sus prácticas evaluativas.

De acuerdo con los referidos autores, es cierto que en los últimos tiempos se ha observado un mayor reconocimiento e interés por conocer cuáles son las creencias y los pensamientos de los profesores y las profesoras en relación con la evaluación, puesto que estos representan el modo en qué estos grupos estructuran y configuran sus ideas y concepciones, a partir de lo cual desarrollan sus prácticas pedagógicas, lo que ha permitido esclarecer y determinar muchas cuestiones que antes eran poco conocidas y prever, así, sus efectos en el estudiantado y cómo este reacciona ante la evaluación (Hernández-Nodarse, 2006, Marcelo 2002; Moreno y Azcárate 2003). Pero lamentablemente, estas cuestiones, junto a la concientización respecto de la correlación existente entre teoría y práctica, no ha llegado a niveles de generalización suficientes.

Al reflexionar críticamente sobre este cúmulo de cuestiones, no quedan dudas de que muchas prácticas evaluativas desarrolladas por el personal docente carecen del carácter y el efecto formativo debido, no a causa de falta de responsabilidad, de interés o deseos de superar esta realidad.

En todo caso, la mayor responsabilidad recae en los grupos directivos pedagógicos a nivel de país, organismos y contextos educativos, toda vez que a ellos está dada la tarea y el deber de orientar, de dirigir y propiciar actividades donde el personal docente logre concientizar sus falencias, las necesidades de superación y de adquirir los conocimientos necesarios, a partir de la comprensión de las realidades evaluativas y de sus propias prácticas.

En este sentido es importante comprender que los conocimientos son un reflejo de la conciencia, de cómo es interpretada la realidad, y que esta proviene, muchas veces, de la práctica y las experiencia empíricas que, en la consideración de Marx (1978), son el criterio valorativo de la verdad; se reconoce, a la vez, que dichas prácticas responden a las concepciones, las creencias, sentimientos y vivencias anteriores del personal docente, y que deben ser reflexionadas, comprendidas y concientizadas.

De esta manera, tales prácticas se presentan como objeto de estudio y análisis para corregir prejuicios, creencias y concepciones, cuestión que resulta, por lo general, difícil, debido a la tendencia de la resistencia al cambio, por el fuerte apego a cánones y esquemas tradicionales bajo los cuales se ha instruido y formado al personal docente.

Turpo-Gebera (2013) se ha referido precisamente al respecto, añadiendo que muchas veces “los docentes expresan en sus modelaciones y prácticas, “sus marcos interpretativos sobre la evaluación del aprendizaje” provenientes de sus concepciones epistémicas y sus didácticas “tradicionales”, lo que es propiciado por el “escaso efecto de las capacitaciones, que, por el contrario, generan una confusión terminológica sobre el quehacer evaluativo”. (p. 130).

Ciertamente, con frecuencia se planifican y se desarrollan capacitaciones docentes que no llegan a cambiar y ni transformar sustancialmente las concepciones y el desempeño práctico profesional del profesorado, “patentizadas en la falta de claridad e inadecuado conocimiento pedagógico” (Arroyo, 2007, citado por Turpo-Gebera, 2013. p. 130).

El diseño de dichos cursos debe partir de identificar a fondo las necesidades y cuáles son las causas de las dificultades existentes en la práctica evaluativa, y asegurar las acciones que, desde el método científico, permitan indagar y transformar la realidad.

Así mismo, será importante, tener en cuenta las experiencias pedagógicas del personal docente, sus vivencias, posturas y disposición al cambio, atendiendo las necesidades generales e individuales.

El cuerpo docente que se seleccione para impartir cursos y capacitaciones debe poseer conocimientos pedagógicos actualizados y ser especialistas en el tema evaluación, para lograr promover con maestría y acierto el cambio de mentalidad y conceptual necesario, como una premisa del cambio en las implementaciones prácticas. Esclarecer, discutir y trabajar sobre los principios éticos de la evaluación es una de las cuestiones que resultan esenciales, ya que estos constituyen una guía moral para la práctica educativa y el mejoramiento profesional necesario.

La calidad de las capacitaciones efectuadas trasciende el aspecto teórico, pues como bien señala Mateo (s. f., “3. La evaluación es”, párr. 3), “con [una mala] evaluación podemos dañar gravemente a personas e instituciones… Una evaluación llevada a acabo de forma poco ética acaba no evaluando sino devaluando, y nunca incorporará a los sujetos a una culturización educativa”.

También ciertas políticas educativas y la subordinación de los procesos evaluativos a determinados intereses y afanes de promoción, de certificación y de acreditación en función de supuestos patrones o estándares de calidad son cuestionables desde lo moral y lo ético. Esto, por demás, vicia y desvirtúa la legitimidad de la evaluación y su carácter formativo.

Cuando se observen tales manifestaciones, no solo será cuestionable la evaluación, sino el proceso de enseñanza-aprendizaje todo, pues el primero es parte consustancial del segundo, lo cual valida la máxima de “dime cómo evalúas y te diré cómo enseñas”.

Cuando los procesos de evaluación son superficiales, la calidad de los aprendizajes y el proceso de formación quedan cuestionados y, en consecuencia, la responsabilidad de los centros educativos ante la sociedad pierde su valor real.

La coexistencia e interrelación entre ambos procesos y efecto tipo dominó entre ellos ha sido referido claramente por Bolívar (2011), al señalar que “…mejorar la enseñanza conlleva mejorar la evaluación, asunto obvio”; pero también “al revés: mejorar la evaluación supone incidir previamente en lo que se enseña y cómo se hace” … No deja, por tanto, de ser un “parche” abordarlo de modo separado (por ejemplo, una nueva técnica de evaluación). Es preciso inscribirla en el contexto total de la enseñanza” (párr. 1).

Sin duda, en palabras de Perronoud (1996, citado por Bolívar, 2011): “La evaluación está en el corazón del sistema didáctico. Tocar la evaluación es tocar otras muchas piezas del sistema” (párr. 1).

Otra de las direcciones de trabajo imprescindibles, a fin de potenciar la transformación de manera científica de las concepciones y prácticas evaluativas de docentes y mejorar sus resultados, es, indiscutiblemente, la investigación científica (Hernández-Nodarse, 2010). Nada es más apropiado y necesario que lograr elevar el conocimiento docente desde el quehacer investigativo, y desarrollar su cualidad dual de profesores y profesoras, y personas investigadoras de sus propias prácticas (Carr y Kemmis, 1986; Ceniceros, 2003; Elliot, 2000).

Ello permitirá mejorar las teorías (concepciones) y las propias prácticas, a partir del estudio de la realidad objetiva, y fomentar que sean estas más coherentes y conecten mejor con dicha realidad, a la vez que retroalimentan al profesorado y enriquezcan el cuerpo teórico-metodológico de la evaluación. Es realmente incomprensible, como se ha constatado (Hernández-Nodarse, 2010), la escases de proyectos e investigaciones transformadoras que se desarrollan sobre el tema evaluación y que lleguen a ofrecer experiencias y resultados científicos concretos.

No puede esperarse, tampoco, que las transformaciones y lo logros en este sentido sean fáciles, inmediatos o a corto plazo. La evaluación y las concepciones que la sustentan son parte de la cultura, no solo pedagógica y educativa, sino también social; están asociadas a la mentalidad, los preceptos, la idiosincrasia y a la filosofía con que los seres humanos y la sociedad, asume la vida dentro y fuera del contexto escolar.

Se trata, pues, de un proceso complejo y progresivo, donde no puede faltar nunca la acción dinamizadora, bien pensada, organizada y sistemática del personal directivo y de todos los actores del proceso docente-educativo, donde los esfuerzos y las acciones que se tomen vayan de la mano de una misma visión, estrategia y respondan a fines comunes.

Conclusiones

La persistencia de las prácticas evaluativas tradicionales está determinada por un conjunto de causas, dentro de las cuales sobresalen la subvaloración y desconocimiento de las funciones formativas de la evaluación, la resistencia al cambio de actitud y de mentalidad por una parte del personal directivo educativo y gran cantidad de docentes. Estas, a su vez, son una consecuencia, generalmente, del insuficiente estudio de las tendencias y las concepciones actuales en la educación contemporánea, y carecen, por tanto, de los argumentos para la concientización debida.

En ello han tenido mucho efecto las desacertadas políticas y estrategias establecidas, el desarrollo insuficiente o ineficacia de las capacitaciones y adiestramientos efectuados, la escases de investigaciones transformadoras sobre la práctica evaluativa, así como la frecuente tendencia al formalismo y a la rutina, de la mano de ciertos esquemas y modos de actuación.

Las prácticas evaluativas son una expresión de la enseñanza que se practica y de las concepciones que las sustentan. Pero estas últimas pueden ser replanteadas, enriquecidas o corregidas, a la vez, a partir de las propias prácticas, cuestión que se justifica por la natural e indisoluble unidad dialéctica entre teoría-praxis.

Toda estrategia o acciones que se desarrollen en función de la transformación y la mejora de la evaluación del aprendizaje es de hecho, un accionar que implicará, conllevará y exigirá, a la vez, la trasformación de la enseñanza.

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1 Doctor en Ciencias Pedagógicas, Máster en la Enseñanza de las Ciencias en la Educación Superior: Mención Química, Titulado en la Universidad de la Habana, CEPES y Facultad de Química. Especialista en Evaluación del Aprendizaje. Asesor Metodológico de la Vicerrectoría Académica de la Universidad de las Ciencias de la Cultura Física y el Deporte. Actualmente ejerce como profesor de Química y Bioquímica en la Universidad Estatal Península de Santa Elena, Ecuador. Posee 33 años de experiencia pedagógica. Fue profesor principal de la disciplina Ciencias Biológicas y Bioquímica en la Escuela Internacional de Educación Física y Deporte. Profesor adjunto de maestrías en Ciencias de la Educación, Instituto Superior Pedagógico “Enrique José. Varona”. Profesor del Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas “V. I. Lenin”, jefe de la Cátedra de Química y entrenador de concursantes a nivel nacional e internacional. Ha ejercido en varios países de Latinoamérica. Es miembro de la Asociación Nacional de Pedagogos de Cuba. Tiene publicado un libro y numerosos artículos en revistas nacionales e internacionales de alto impacto.


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