Revista Ensayos Pedagógigos

Vol. XVII, Nº 1. Enero-junio, 2022
e-ISNN: 2215-3330 / ISSN: 1659-0104

URL: http://www.revistas.una.ac.cr/ensayospedagogicos

LICENCIA: (CC BY NC ND)


Saber, poder y justicia: una aproximación decolonial a la deconstrucción epistémica de la educación

Ricardo Sánchez Lara1

Universidad Católica Silva Henríquez

Chile

rsanchezl@ucsh.cl

Sofía Druker Ibáñez2

Universidad Católica Silva Henríquez

Chile

sdruker@ucsh.cl

Resumen

El presente ensayo propone un abordaje deconstructivo de las coordenadas estructurales que, ubicadas en la intersección de ser, saber y poder, se institucionalizan como dispositivos de gubernamentalidad que organizan relatos educativos de dominación. Estos relatos se sostienen en supuestos epistemológicos, objetivistas y reificantes que articulan construcciones hegemónicas del saber como condición para la actualización de sistemas de exclusión fundamentados en discursos y prácticas coloniales que producen y perpetúan la alteridad subalternizada. Al proponer la premisa de la realidad ontológica entre paréntesis, abordamos la relación entre ser, saber y poder como un problema de justicia educativa, focalizando en las dimensiones de distribución, reconocimiento y participación como ejes para el desplazamiento de escenarios educativos enclavados en entramados coloniales.

Palabras clave: Colonialidad, educación, justicia educativa.

Abstract

This essay proposes a deconstructive approach of structural coordinates that, situated at the intersection of being, knowledge and power, are institutionalized as governmentality devices that organize educational narratives of domination. These narratives are sustained by objectivist and reifying epistemological assumptions articulating hegemonic constructions of knowledge, as a condition for the updating of exclusion systems based on colonial discourses and practices that produce and perpetuate subalternized otherness. Putting the premise of ontological reality in parentheses, we address the relationship between being, knowledge and power as an educational justice issue, focusing on the dimensions of distribution, recognition and participation as axes for the displacement of educational scenarios embedded in colonial frameworks.

Keywords: coloniality, education, educational justice

1. Introducción

Preguntarse por el conocimiento y por sus hegemonías de ocurrencia, por las comunidades de validación del saber, por los entramados políticos y por las supuestas propiedades positivas de lo conocible, obliga a preguntarse por la relación entre el observador y la observación, más incluso, por los relatos de poder (y por las mecánicas de gubernamentalidad) de quienes legitiman el saber dentro de complejas redes de sujeción; por los ejes de dominación que se interceptan en las comunidades de uso y, esencialmente, por los fenómenos educativos que operacionalizan esta indivisible relación político-epistémica (en tanto axioma colonial).

En este contexto, nos proponemos relacionar las reglas políticas de actuación con ciertas dimensiones de violencia epistemológica que redundan en injusticias simbólicas. De manera específica, esperamos poner en diálogo dos grandes relatos que habitan en los discursos educativos: el de la realidad como unidad independiente a los sujetos y el de las prácticas de exclusión epistémica. En primera instancia, revisaremos la constitución colonial de la educación formal (como institución) y propondremos coordenadas críticas de revisión para la relación entre ser, saber y poder. En un segundo momento, analizamos dichas coordenadas desde la perspectiva de la justicia educativa como proyecto social, focalizando en los alcances de sus dimensiones distributivas, participativas y de reconocimiento.

2. Poder como gubernamentalidad: hacia la injusticia simbólica de los discursos educativos

La empresa foucaultiana, en palabras del mismo Foucault (1988, p. 3), “consistió en elaborar y problematizar los modos históricos de constitución de los sujetos” y, en consecuencia, su relación con los procesos de subjetivación dentro de innúmeros tejidos de poder. En su perspectiva, los sujetos estamos inmersos en complejas redes de sujeción que siempre especifican contextos sociohistóricos, premisas epistémicas, relaciones y prácticas de dominación, formas de resistencia y hegemonías de conocimiento.

Dentro de las redes de sujeción, podríamos distinguir dos espacios donde los sujetos coexistimos: en primer lugar, espacios de control y dependencia (determinados como dominación entre sujetos e instituciones) y, en segundo término, espacios de sujeción a sí mismos (como consecuencia de múltiples disposiciones de subjetivación que coaptan los mecanismos y las prácticas de liberación). En el escenario propuesto, las dominaciones (como control de los cuerpos) y las sujeciones operan como mecánicas de opresión que actualizan dominios (en tanto técnicas y significados), además de sentidos del poder (en tanto relaciones entre los “qué”, “cómo” y “por qué” de la dominación), al configurar acciones de control, propósitos de autoridad, medios de vigilancia y formas de institucionalización (Foucault, 1961, 1988).

No obstante, y tal como propone Deleuze (1991), las formas de poder en términos disciplinarios han entrado en crisis y han desplazado las dinámicas factuales de dominación hacia complejos mecanismos de control simbólico. En efecto, el examen temporal de las actividades, la homogeneización de los cuerpos y de sus comportamientos, además de la organización jerárquica y espacial de las acciones (como características propias del panoptismo disciplinar), han dado paso a mecánicas de gubernamentalidad del poder que se cristalizan en prácticas y regulaciones biopolíticas de dominación y control (Sánchez, 2019). La violencia simbólica, entendida como el poder que impone significaciones como legítimas invisibilizando y naturalizando la fuerza en que se funda (Bourdieu y Passeron, 2018), opera como mecanismo de distinción que organiza el espacio social, distribuyendo posiciones en las que se articulan roles (como posibilidades de habilitación para decidir y actuar en dominios específicos) con modos particulares de atribución de legitimidad del conocimiento (Bourdieu, 1998, 2000; Bourdieu y Passeron, 2018).

Si aceptamos las premisas propuestas, es dable suponer que el objeto de la opresión ya no sea el cuerpo individual sino la multiplicidad de prácticas de lo que podríamos entender como un cuerpo plural; opresión que operaría sobre los intereses colectivos mediante entramados interseccionales que permean instituciones, discursos, relaciones y regulaciones. En este sentido, la educación, nunca escindida de su sustrato sociocultural, actualiza el control de los cuerpos plurales a través de disposiciones simbólicas que interceptan reglas políticas de acción y relatos epistémicos.

Específicamente, y pensando en la acción pedagógica que ocurre dentro de los límites de las instituciones de educación formal, estas disposiciones fundan espacios de violencia simbólica, por medio de la aplicación de categorías de percepción, en forma de juicios de valor, que excluyen (o castigan) el capital cultural de los estudiantes que pertenecen a grupos históricamente subalternizados. Con ello, la educación formal, y particularmente la escuela “mantiene el orden preexistente, es decir, la separación entre los alumnos dotados de cantidades desiguales –o de tipos diferentes- de capital cultural” (Bourdieu, 1998, p. 110), contribuyendo con ello a la reproducción del modelo socioeconómico imperante.

Precisamente para Fraser (2000, 2016), los mecanismos de opresión como invisibilización de minorías, inhabilitación de experiencias y generación de políticas de homogeneidad cultural, se transforman en coordenadas de injusticia simbólica que operan sobre sobre los cuerpos plurales; ejes temporo-espaciales que, además, dentro de los relatos educativos se han imbricado de manera estructural y han especificado problemáticas interculturales, decoloniales y epistémicas imposibles de leer fuera del poder como gubernamentalidad. De ahí que cualquier problema educativo sea, per se, un problema epistemológico y político: las prescripciones curriculares y sus intereses como especificación de aquello que Habermas denominara racionalidades técnicas (1965); los protocolos de acción y el control positivista de la relación entre observadores y observaciones (Bolaños, 2017; Obando et al., 2018), las regulaciones lingüísticas que contribuyen a perpetuar el mito explicativo del saber como superación de la ignorancia (Rancière, 2007; Sánchez, 2020b) y la propia violencia epistémica (Spivak, 2003; Du Plessis et al., 2013; Lam et al., 2020; Tubino, 2015; Santos, 2018), constituyen una red que, del modo que fuere, informa relaciones de poder y marcos de exclusión mediante prácticas sistemáticas de injusticia simbólica con las que se homogeneiza, invisibiliza e inhabilita.

Si aceptamos el involucramiento estructural de la educación en las coordenadas de injusticia levantadas por Fraser (2000, 2016) y la función reproductiva de la educación devenida de la naturalización de las dinámicas de poder que fundamentan la violencia simbólica y la injusticia epistémica imbricadas en su operar, cabe preguntarse: ¿es esto todo lo que la educación hace, o, mejor dicho, puede hacer? Para Bourdieu (1998, 2000), la respuesta es claramente afirmativa. Desde su punto de vista, si bien las instituciones educativas (y más específicamente la acción pedagógica) existen como espacios complejos donde se dan procesos de resistencia, de transformación y de producción nueva, la orientación global de estos procesos es tal que, en su conjunto, tienden siempre a la reproducción del modelo imperante, con la desigual distribución de saber/poder que lo sustenta. Por ello, democratizar la escuela, resulta un proyecto fútil. La máxima aspiración sería, desde esa perspectiva, “no reforzar la desigualdad, no redoblar, mediante su eficacia específica, esencialmente simbólica, las diferencias ya existentes entre los niños que le son confiados” (Bourdieu, 1998, p. 61).

Existe, para la misma pregunta, una avenida de respuesta diferente. Subvertir la desigualdad sería un proyecto de “responsabilidad por la justicia”, en palabras de Young (2011, p. 159), que exigiría problematizarla y deconstruirla epistémica y políticamente. Para que la educación pueda ser transformadora de la sociedad, se requiere entonces evaluar los mecanismos de operación de la propia educación y de sus instituciones. En este sentido, el espacio de la experiencia, y particularmente las interacciones que dan forma a esta experiencia, constituyen un lugar privilegiado para afectar el tipo de cambio que permita la apertura epistemológica y el reconocimiento político de la multiplicidad de experiencias que constituyen a los sujetos interactuantes. En su dimensión más concreta, ello requiere el despliegue de prácticas de interacción que no se estructuren desde la lógica escolarizada. Esto es: interacciones ortogonales al sistema en funcionamiento que, por su externalidad, constituyan perturbaciones capaces de gatillar cambios estructurales en sus componentes, potencialmente no confirmatorios del sistema en su totalidad (Maturana, 1990a).

El despliegue de este tipo de interacciones requiere, a su vez, transformaciones en los supuestos ontológicos, epistemológicos y políticos que informan la multiplicidad de decisiones cotidianas de quienes interactúan, especialmente de aquellos que detentan autoridad normativa en la producción de espacios para la experiencia educativa. En los siguientes numerales, exploramos dos ejes fundamentales para pensar caminos de subversión de las lógicas reproductivas de injusticia educativa: primero, atendemos a las posibilidades epistemológicas de la consideración de una ontología anclada en la experiencia, para, desde allí, discutir potenciales avenidas para transitar hacia la habilitación del sujeto complejo, desde el reconocimiento de su ser y su saber.

2.1. Justicia educativa como proyecto decolonial en el camino explicativo de la (objetividad)

El ámbito de la educación formal se ha caracterizado por la reproducción unívoca de ciertos valores, conocimientos y metodologías que son propios de los grupos hegemónicos (Ibáñez, 2015; Ibáñez y Druker, 2018; Tubino, 2015). Esta dinámica, que Santos (2018, p. 150) denomina “pensamiento abismal”, se cristaliza en sistemas nacionales de educación constituidos como espacios de exclusión, donde los saberes que no se corresponden con los modos de hacer y de ser de los grupos dominantes son sistemáticamente invisibilizados (Di Caudo, 2016; Ñanculef, 2016; Quilaqueo y San Martín, 2008). En América Latina, lo anterior se articula con dinámicas coloniales de poder que reproducen la hegemonía de un proyecto de modernidad caracterizado por la universalización de una manera particular se ser (emergida del ethos europeo colonizador) que acaba funcionando como “referente arquetípico civilizatorio para los pueblos sometidos” (Argüello, 2016, p. 432), en una relación que se establece en el momento colonial y que se mantiene transmutada hasta el presente.

La transmutación no implica aquí un cambio en la materia prima que configura la opresión de lo colonizado, es decir, y como antes señalábamos, en una suerte de control disciplinar sobre los cuerpos, sino más bien se concreta como cambios en los mecanismos de opresión que, contextualizados en las particularidades sociohistóricas del continente, actualizan modos de dominación remanentes de la sociedad disciplinaria y cristalizados en disposiciones biopolíticas de poder que actúan sobre la multiplicidad de ejes de diferencia (entiéndanse ciertos ejes lingüísticos, epistémicos, culturales y políticos).

Lo que resulta de mayor relevancia para la argumentación de este ensayo, es que este modo particular de “ser” representa también un modo específico de “conocer”; modo fundado en la racionalidad científica ilustrada que configura el espacio de la ciencia positivista y que articula una racionalidad económica y ciudadana (Argüello, 2016; Ayora-Vázquez, 2013; Delgado, 2018; Hernández-Zamora, 2019). En este sentido, siguiendo a Argüello (2016, p. 431), “la hegemonía del poder/ saber/organización colonial-capitalista pervive por su carácter mimético: interviene en las distintas esferas de la vida humana y social como un dispositivo organizador”; este dispositivo, que Quijano (1992) articula como una matriz colonial del poder, opera sobre distinciones esenciales de identidad y alteridad que articulan concepciones modernas de raza, género, cultura y organización social y política (Ayora-Vázquez, 2013).

Como referíamos al inicio, los tejidos de subjetivación subsisten en concepciones epistémicas que, en tanto racionalidad cientificista, configuran la colonialidad del saber y se constituyen en el camino explicativo de la objetividad sin paréntesis. Para Maturana (2002), este camino explicativo se encuentra fundamentado en la creencia de que existe una realidad objetiva que informa sobre sus propiedades y que, por su carácter universal, es susceptible de ser asimilada del mismo modo por todas las personas. En este camino, el conocimiento que se produce en los espacios legitimados por occidente, para producir ciencia constituye “el saber hegemónico” (que se considera como directamente representativo de las propiedades positivas del universo). Por su parte, el conocimiento que se produce en espacios subalternizados se vincula con lo subjetivo, lo misterioso, lo local, considerándose, por cierto, menos representativo de la supuesta realidad objetiva.

Esta comprensión enmarca la configuración histórica que ha asumido el encuentro entre identidades divergentes en el marco de unos sistemas de educación formal que fragmentan y simplifican al sujeto que conoce (Sánchez, 2020a), reduciéndolo a un otro que la mismidad hegemónica puede siempre conocer y predecir (Skliar, 2017). Pero ¿cómo conocer y predecir la otredad? Desde la perspectiva de este trabajo, el conocimiento parcial del otro, (generalmente simplificado y disgregado en dinámicas de exclusión) sucede como control simbólico que opera institucionalizado en los discursos científicos y educativos, más incluso, que opera naturalizado como mecanismos de regulación biopolítica que constriñen la multiplicidad de prácticas sociales posibilitando, entre otras injusticias, la invisibilización de minorías (y de sus experiencias subalternizadas), la inhabilitación de relatos considerados menos legítimos (por estar distantes del saber hegemónico) y, finalmente, las políticas de homogeneización que permiten predecir cualidades y categorizar experiencias de acuerdo con parámetros coloniales (en tanto mecanismos de gubernamentalidad).

En el camino explicativo de la objetividad, como se desprende de las ideas anteriores, la “completitud” del sujeto que aprende su “aptitud” y “adecuación” es medible a partir de la mayor o menor coincidencia de sus declaraciones de conocimiento con respecto a lo que se considera son las propiedades objetivas de la realidad sobre la que aprende. Como resultado, esta mirada construye una normalidad arquetípica contra la cual se establece, etiqueta y clasifica la diversidad como característica del otro subalternizado, vale decir: quienes pueden representar la realidad tal como es, son normales; aquellos que divergen, expresan en esta divergencia la inadecuación o incompletitud que les impide aprehender el mundo externo correctamente. De esta manera, la normalidad arquetípica funciona como meta-representación que abarca todas las dimensiones conocidas – y categorizables- de lo humano, articulando relatos cognitivos, fisiológicos, lingüísticos, raciales, sociales, culturales, étnicos, políticos, sexuales y de género. Para cada categoría por separado, y para todas ellas en su conjunto, la divergencia con la identidad arquetípica implica alteridad deficitaria: mientras más aparente es esta diferencia, más radical es el déficit del otro.

Una deconstrucción crítica de esa mirada requiere el cuestionamiento de sus supuestos ontológicos y epistemológicos, a la vez, la problematización de sus agendas y consecuentes políticas de mantención. En relación con lo primero, el camino explicativo de la objetividad entre paréntesis, en adelante (objetividad) (Maturana, 1990b, 1995, 2002), posiciona al observador, la experiencia y la interacción como centro de la relación entre conocimiento y realidad, en el entendido de que la única realidad que es susceptible de ser conocida es aquella que el observador construye en su vivir (Maturana, 1995, 2002; Maturana y Varela, 2009; von Glasersfeld, 1994, 1995). El acto de conocimiento es, desde esta perspectiva, una acción de distinguir que el observador realiza en el presente de acuerdo con las posibilidades de su estructura, y que luego puede ser reformulada en explicaciones construidas, de un modo u otro, dependiendo de los criterios de legitimidad asociados a las membresías de las comunidades de práctica y de sentido en las que opera (Lave y Wenger, 1991).

Suspender la objetividad, o ponerla entre paréntesis, supone perder la vara de medida que representa la correspondencia entre declaración de conocimiento y realidad “tal como es”, y con ello la base epistemológica de una normalidad arquetípica que permita organizar la relación entre ser, saber y poder. Los estudios decoloniales, precisamente posicionados en la intersección entre epistemología y política, permiten abordar el problema en cuestión evidenciando el carácter histórico y contextual del conocimiento en general, y del conocimiento científico en particular, develando la construcción hegemónica de lo objetivo. Así las cosas, abordar el problema educativo desde la articulación de ambos enfoques (el camino explicativo de la (objetividad) y la mirada decolonial) obliga a reconocer (para subvertir) la violencia epistémica sobre saberes de grupos minoritarios que ha caracterizado a los espacios de educación formal.

Esta violencia se operacionaliza, por ejemplo, en un currículo hegemónico de corriente principal que solo reconoce como conocimiento el aporte de la ciencia eurocéntrica, naturalizando contenidos y procedimientos que están, en efecto, asentados sobre valores propios de los grupos sociales con más poder (Ames, 2013; García, 2018). Su mantención constituye uno de los obstáculos más importantes para el aseguramiento del derecho a la educación, entendido más allá del mero acceso, como derecho a participar de procesos de aprendizaje de calidad y con sentido (García, 2018).

Asegurar este derecho es, desde esta perspectiva, un problema de justicia social y educativa, cuyo abordaje requiere considerar las dimensiones de distribución, de reconocimiento y de participación (para democratizar, epistemológica y pragmáticamente, los espacios escolares), dejando entrar las construcciones de realidad que los estudiantes traen a la escuela desde sus comunidades de práctica y sentido. Una educación como esta, que se reorienta hacia la ciudadanía para la justicia social "demanda urgentemente asociar las políticas educativas con “giros” epistémicos" (Osorio, 2019, p. 26), particularmente a través de la democratización del saber “para atender las emergencias (epistémicas) del Sur Global, las otras formas de comprender y explicar la realidad” (Argüello, 2016, p. 432), con el propósito de fomentar una educación equitativa y crítica, posibilitadora de procesos de aprendizaje que favorezcan que las y los estudiantes que pertenecen a grupos subalternos puedan desarrollar también su agencia (Carneros et al., 2018; Hernández-Zamora, 2019).

2.2. El conocedor en su experiencia: perspectivas para la justicia

Pensar la relación entre conocimiento y educación en los términos decoloniales expuestos, supone pensar lo epistémico como violencia simbólica (o como mecánica gubernamental de poder). En ese escenario, parece pertinente recuperar dos tesis de Honneth (2006, 2007) que vertebran, a nuestro juicio, parte de esa relación: 1.-es imposible pensar las prácticas de exclusión escindidas de discursos ideológicos que especifican reconocimientos y, 2.- cualquier reconocimiento negado es un desprecio reificante. En torno a la primera tesis, resulta evidente que cualquier exclusión se sostiene en disposiciones ideológicas de negación, pero, menos evidente, aunque en latencia desde una perspectiva dialéctica hegeliana, es que la negación de un otro deviene de los reconocimientos otorgados por quienes detentan la posibilidad de negar.

Sobre este particular, y para varios autores (Marcone, 2009; de la Maza, 2010; Prada, 2015) la reflexión hegeliana respecto a la constitución de la identidad, lo intersubjetivo y la estructura de las relaciones sociales representa un discurso fundacional, pues, para Hegel (1966), las relaciones de reconocimiento subsisten en redes de dominación y sumisión donde se es sujeto en la medida que otro u otra autoconciencia libre logra reconocerse idéntico y, a la vez, distinto de otro u otra en quien reconoce las diferencias. Ya que uno reconoce la potencia absoluta del otro y el otro el miedo a desaparecer sin la autoconciencia que lo define será el trabajo o la acción de servidumbre aquello que, en definitiva, presente la singularidad como autoconciencia de ser puro para sí. Para Kojéve (1975), precisamente dada la premisa descrita, el fenómeno que releva la autoconciencia y transforma la singularización en reconocimiento es el deseo como negación y como acción.

Volvamos sobre la segunda tesis de Honneth (2007): cualquier reconocimiento negado es un desprecio reificante. Su lectura de la reificación implica una comprensión epistemológica del fenómeno dialéctico de reconocer-negar-reificar que tiene dos alcances argumentales: el primero, es que las experiencias son posteriores al conocimiento y, el segundo, es que el reconocer opera como consecuencia del conocer. Precisamente, en la doble afectación señalada se sustenta la reificación, es decir, en la presuposición de que la experiencia es un fenómeno independiente del conocer y que solo sería posible reconocer cualidades de la otredad cuando hay evidencia de su conocer el mundo (también en presuposición, como exponíamos desde la mirada de la objetividad, de una realidad existente en independencia de quien la observa).

¿Qué tiene que ver lo anterior con la relación entre poder y educación? Más allá de la evidente y documentada institucionalización del poder (también de las evidentes técnicas de docilización de los cuerpos), emerge una dimensión de sujeción situada en la construcción de significados mediante exclusiones simbólicas (injusticias, si se quiere) que operan como rechazo epistemológico de los saberes otros (o de las biografías otras que exponíamos en el numeral anterior). La mencionada gubernamentalidad del poder especifica disposiciones sofisticadas de dominio que surgen del reconocimiento dialéctico entre prescripciones didáctico-curriculares, discursos docentes, pluralización asimilacionista del estudiantado y experiencias socioculturales; reconocimientos que son afirmaciones y, a la vez, negaciones; reconocimientos que son mecánicas de acción y que, en definitiva, pueden sustentarse en los dos caminos epistémicos explorados.

En su dimensión más concreta, lo anterior se materializa en las diferencias que experimenta el estudiantado en su participación escolar (más o menos reconocida, más o menos parcializada) toda vez que pertenecen a grupos sociales ubicados en intersecciones que los acercan o los alejan de la identidad del poder. Desde el camino explicativo de la objetividad, la violencia simbólica parece ser constitutiva de la propia acción pedagógica por su vocación de distinción.

Si como antes argumentábamos, los discursos educativos subsisten en la premisa de una realidad que opera con independencia de los observadores, los reconocimientos devenidos de dicha postura definirán una afirmación del conocedor donde se negará la riqueza sociocultural que le constituye y, en consecuencia, su posibilidad construccional de realidad como acción legítima. Las acciones consideradas legítimas permiten especificar otras tres dimensiones latentes: el rol de los otros que reconocen, los juegos de verdad contenidos en los sistemas de validación del saber y las mecánicas de participación. Entonces, de manera preliminar, se podría decir que el reconocimiento es una categoría que, relacional y dialécticamente, identifica y afirma las cualidades de otro al mismo tiempo que lo habilita a participar de aquello en que es reconocido como mismidad y como diferencia, más incluso, se podría afirmar los reconocimientos se especifican en acciones y que operan en absoluta dependencia de principios participativos que adquieren legitimidad de acuerdo a sistemas de validación de experiencias en comunidades específicas de actuación (Sánchez y Druker, 2021).

Examinar la educación como justicia es pensarla, de esta manera, como relación indefectible entre reconocimientos, participaciones y distribuciones. Si bien es evidente que la injusticia y la exclusión tienen complejos significantes materiales que permiten visualizarlas como marginaciones geográficas, carencias de bienes, dificultades de acceso, brechas de género, distribución inequitativa de riquezas, concentración, centralismo o negaciones jurídicas; también es evidente la imposibilidad teórica, ética y política de pensar dichos significantes en ausencia de relatos simbólicos coloniales de exclusión, fuertemente determinados por coordenadas estructurales y sistemáticas que refieren a las condiciones institucionales donde la negación de las riquezas socioculturales opera como premisa legítima que moviliza, entre otras dimensiones, aquello que Young (2000) distingue como explotación, marginación cultural, ausencia deliberativa e imperialismo cultural.

La perspectiva simbólica obliga a problematizar lo distribuido ya no en términos de bienes, servicios, accesos y capitales económicos, sino, más bien, en términos de las capacidades para deliberar respecto al bien común, reflexionar sobre los marcos de desigualdad y problematizar la ciudadanía desde una perspectiva de inclusión y exclusión (Nussbaum, 2010). Asimismo, obliga a pensar la participación como fenómeno de deliberación paritaria en contextos determinados estructuralmente por opresiones y negaciones de acción (Young, 2011), pero, sobre todo, obliga a pensar el reconocimiento cultural de las diferencias (epistemológicamente constitutivas) como articulación de dinámicas de participación y redistribución (Fraser, 2008).

En la rearticulación de lo expuesto, podríamos señalar que la relación entre ser, saber y poder corresponder a una concurrencia que, institucionalizada en los relatos educativos, reproduce dinámicas de dominación asociadas al reconocimiento de la otredad, a mecánicas de participación y a distribución de capacidades para el desarrollo agencial. En el centro de la relación, recursiva por cierto, habita la intersección de discursos epistémicos y políticos que configuran un entramado colonial donde es posible advertir, preliminarmente: valores, métodos y conocimientos que representan posiciones hegemónicas; mecanismos de legitimación de explicaciones de experiencias que validan aquellos relatos más cercanos al presupuesto de un universo estable y regulado por propiedades positivas, y, esencialmente, donde es posible advertir una perspectiva de la objetividad (en tanto realidad) como variable independiente del observador.

A partir de las coordenadas descritas, y amparados en la premisa de que ellas reproducen injusticias simbólicas que se normalizan en las instituciones como dispositivos de gubernamentalidad, juzgamos relevante posicionar las prácticas de reconocimiento, participación y distribución como ejes críticos de cualquier aproximación epistémico-política a los fenómenos educativos. En este orden de cosas, si, por ejemplo, se reconoce en los observadores la incapacidad de significar desde la objetividad entre paréntesis, es decir, desde su experiencia constructiva de realidad, es dable que imperen las lógicas del déficit subalternizador; si, por el contrario, se reconoce la experiencia como único mecanismo de conocimiento (mediante distinciones estructuralmente determinadas), sería dable esperar que las dinámicas de colonialidad sean superadas en el ejercicio dialéctico de aceptar que ninguna experiencia es posterior al conocer (como si ocurrencia y conocimiento operaran en independencia) y que ningún reconocimiento puede subordinarse a las supuestas propiedades positivas de la realidad.

La complejización del reconocimiento, según nuestra perspectiva, conmina a repensar las dinámicas de participación, asimismo, el rol de los otros que reconocen y los juegos de verdad contenidos en los sistemas de validación del saber. Participar desde la experiencia y desde la legitimidad de las explicaciones en tanto reformulaciones (siempre diversas) de distinciones, al menos en el camino explorado de la realidad entre paréntesis, obliga a pensar la relación didáctico-curricular no ya desde un lugar de enunciación hegemónico ni homogéneo, sino, por el contrario, desde un espacio múltiple de significación donde el control no existiría como medida de los cuerpos múltiples, sino como espacio relacional de poder situado en la agencia deliberativa de las comunidades de uso del saber.

En este punto, se torna inevitable relacionar el reconocimiento y la participación con la distribución como dimensión de justicia. Si reconocer la experiencia múltiple como mecanismo de distinciones (o de producción de conocimiento) habilita a participar desde las riquezas biográficas, siempre diversas y situadas en marcos socioculturales, lo distribuido para su funcionamiento (al menos en el campo pedagógico) ha de subvertirse y desplazarse hacia prácticas políticas que releven la experiencia, legitimen las explicaciones no necesariamente cercanas a relatos hegemónicos, habiliten las riquezas socioculturales y posicionen la agencialidad de los conocedores en el centro de la discusión didáctico-metodológica. Esta superación de lo distribuido para perpetuar el orden colonial no es solo una redistribución del carácter divisorio del poder, sino, de fondo, es una redistribución de las hegemonías del conocimiento, de los roles de participación y de las mecánicas simbólicas de reconocimiento habilitante. Redistribuir para participar en paridad en las prácticas del saber supondrá, según lo expuesto, construir espacios de expresión que validen los saberes no considerados parte de las supuestas propiedades positivas y romper con las premisas de homogeneidad en tanto sujeción cultural; sobre todo, romper con la regulación de acciones que especifican el dominio simbólico en la aceptación cabal de que la experiencia está siempre situada en ejes de poder.

3. Conclusiones

Como decíamos en la introducción, las disposiciones de poder que resuenan en los espacios educativos formales se han transformado en mecánicas de gubernamentalidad que se cristalizan en prácticas y regulaciones biopolíticas de dominación y control simbólico; más incluso, se cristalizan en la multiplicidad de prácticas que operan sobre intereses colectivos a través de redes interseccionales que invisibilizan minorías, inhabilitan las experiencias y generan políticas de homogeneidad cultural. Entendiendo lo anterior, y agregando la dimensión epistémica de estas regulaciones de poder, estamos en posición de afirmar que, en el seno de la discusión educativa, emerge la justicia como problemática epistemológica de reconocimiento, distribución y participación en escenarios fuertemente marcados por relatos de dominación; relatos en sí mismos coloniales que niegan una experiencia otra situada en la supuesta periferia del conocimiento.

Dado lo anterior, pensamos que la relación entre injusticia y educación se materializa en las acciones dialécticas de reconocimiento como especificación de control simbólico, y que, en consecuencia, cualquier fenómeno educativo requiere ser examinado en la intersección de sus relatos de poder, sus premisas epistemológicas y sus condiciones políticas de acción y legitimación. Así las cosas, sostenemos la relevancia de tres coordenadas que permiten pensar lo educativo en su contexto colonial y, al mismo tiempo, evaluar la posibilidad de su subversión para la justicia social desde el seno de la justicia educativa: en primer término, posicionamos el reconocimiento de la otredad (y de sus acciones) desde la aceptación de su condición de dependencia (en los fenómenos de observación) y, más incluso, desde su condición de múltiple en diversos ejes de diferencia donde, en definitiva, quien conoce construye una realidad en la cual no existen propiedades positivas universales que informen su conocer o distinguir. Consecuentemente, las participaciones habilitadas en la complejización del reconocimiento que exponemos supondrán acciones que hagan legítimas las experiencias y su multiplicidad de posibilidades explicativas, así mismo, que hagan legítimas las pertenencias socioculturales negando la presuposición de un espacio hegemónico para ser, estar y conocer. En la reunión de ambos principios (reconocimiento y participación), emerge la necesidad de redistribuir las disposiciones políticas de acción, a fin de propiciar escenarios no ya de reproducción colonial, sino más bien, escenarios de legitimidad que permitan deliberar el bien común, subvertir las relaciones gubernamentales del saber-poder y, en suma, democratizar la construcción de nuevos saberes que sitúen al observador en el centro de los debates sobre justicia y educación.

Referencias

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Recibido: 9 de abril de 2021. Aprobado: 15 de noviembre de 2021

http://doi.org/10.15359/rep.17-1.4

1 Profesor de Castellano y Magíster en Educación (Universidad Católica Silva Henríquez, Chile), Doctor © en Educación (Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, Chile). El autor agradece al Programa de Doctorado en Educación de la UMCE (Chile) y el apoyo recibido por la beca interna de estudios doctorales. Además, agradece el apoyo del proyecto FONDECYT Regular 1190517 "Origen y formación de la crónica periodística chilena en el siglo XIX" (2019-2022), donde participa como tesista de doctorado. https://orcid.org/0000-0003-3223-6555

2 Antropóloga (Universidad Austral de Chile, Chile), Magíster en Antropología Cultural y Doctora © en Educación (Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, Chile). La autora agradece al Programa de Doctorado en Educación de la UMCE (Chile) y el apoyo recibido por la beca interna de estudios doctorales. https://orcid.org/0000-0002-0934-4825

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