letras

Revista Letras

e-ISSN 2215-4094 • ISSN 1409-424X

Doi: http://dx.doi.org/10.15359/rl.2-66.1

Número 66. Julio-Diciembre 2019

Páginas de la 13 a la 45 del documento impreso

URL: www.revistas.una.ac.cr/index.php/letras



La novela, género literario1

(The Novel, Literary Genre)

Luis Beltrán Almería2

Universidad de Zaragoza, España

Resumen

La novela es un género literario especial. Nace con la sociedad abierta y su historia viene dada por las necesidades estéticas que plantea ese tipo de sociedad. Esas necesidades se expresan a tres niveles: la imagen del personaje, la imagen del mundo y la imagen de la palabra. Las personas de las sociedades abiertas tiene una imagen pública y una imagen para sí mismas. Suele suceder que esas imágenes no coincidan; incluso en la Modernidad, que el sujeto no se reconozca en su propia imagen pública. Los mundos de las sociedades abiertas son varios y dan lugar a imágenes abreviadas, símbolos, que Bajtín llamó cronotopos. Por último, la palabra de las sociedades abiertas se convierte en un registro estético de las posiciones de los interlocutores y de los cambios sociales. La novela funde esas tres imágenes y se convierte en un acontecimiento cultural de primer orden, especialmente en el mundo moderno. Esta concepción de la novela se basa en las ideas de Bajtín y pretende ir un paso más allá.

Abstract

The novel is a special literary genre. Born with the open society, its history is created by the aesthetic needs posed by this type of society. These needs are expressed at three levels: the image of the character, the image of the world and the image of the word. The people of open societies have a public image and an image for themselves. It often happens that these images do not coincide. Even in Modernity, the subject does not recognize himself in his own public image. The worlds of open societies are several and give rise to abbreviated images, symbols, which Bakhtin called chronotopes. Finally, the word of open societies becomes an aesthetic register of the positions of the speakers and social changes. The novel fuses these three images and becomes a cultural event of the first order, especially in the modern world. This conception of the novel is based on the ideas of Bakhtin and aims to go one step further.

Palabras clave: Novela, sociedad abierta, cronotopo, estética, Bajtín

Keywords: Novel, open society, chronotope, aesthetics, Bakhtin

Con ese mismo título —«La novela como género literario»— quiso encabezar Mijaíl Bajtín su ahora mundialmente conocida monografía sobre la novela, que la editorial rusa prefirió titular Problemas literarios y estéticos (Moscú,1975), aunque su versión española lleve el más acertado título de Teoría y estética de la novela (Madrid, 1989)3. Y es importante poner el acento en ese título porque la diferencia esencial entre la aproximación del pensador ruso a la novela y el resto de las teorías de la novela radica precisamente en que Bajtín entiende la novela como un género que tiene una personalidad distinta a los demás géneros literarios. Ese fue su reto y ese sigue siendo el reto de los que nos enfrentamos a la galaxia novela: comprender la lógica de un género que parece no tenerla. Pero solo lo parece.

Formas de aproximación a la novela

Las aproximaciones a la novela que hemos conocido desde el siglo xix a la actualidad parten todas, a pesar de su aparente diversidad y hasta de su conflictividad, de un principio común: comprenden la novela como un discurso verbal que consta de dos dimensiones: la forma y el contenido. Por forma se entiende el estilo o material verbal —en términos estructuralistas, el significante— y por contenido su significado, es decir, la parte de la realidad de la que da cuenta, mediante la expresión de valores y noticias de la realidad. Así se entiende hoy tanto la novela como los demás géneros verbales, literarios o no.

Esta concepción dual de la novela es característica de la edad moderna. Hoy se considera natural y muy pocos la cuestionan, a pesar de que los siglos premodernos conocieron otras versiones y polemizaron sobre ellas (sobre todo el dualismo materia - forma, en el que esos términos tuvieron interpretaciones contradictorias: materia fue para unos el material verbal y, para otros, el contenido; y forma fue para unos el estilo y, para otros, el contenido)4.

Pero a partir de 1800 ese polemismo decayó. Se produjo un rápido consenso sobre la concepción dual mencionada, que alcanzaba a todos los géneros verbales —literarios o no— y a todas las demás artes, que tendrían un estilo y un contenido ideológico.

En la esfera de los estudios literarios esa concepción ha determinado las formas de aproximación a la novela del siglo xx y de lo que llevamos del siglo xxi. De ahí provienen las dos grandes líneas de aproximación moderna a la novela —hoy ya caducas en sus resultados pero hegemónicas en su seguimiento—: el formalismo y el sociologismo.

La corriente formalista se ocupa prioritariamente del relato. Casi nunca puede contenerse en los límites del significante, porque el significante sin significado solo es posible en la gramática. Las etapas más representativas de esta línea de aproximación a la novela fueron el formalismo ruso, la estilística germánica e hispánica, la narratología o neorretórica (Genette, Mieke Bal …), el análisis del discurso (Martínez Bonati …). Hoy está orientación está decayendo a peso, pero cuenta todavía con seguidores. Se ha prestado esta orientación al esteticismo, esto es, a una concepción de las artes que valora más la retórica, el cromatismo, la innovación expresiva… que sus valores sociales. Ven la obra como monumento.

Por el contrario la corriente que se fija en el contenido —el sociologismo— goza hoy de la hegemonía en los estudios literarios. Esta corriente ha dado lugar a episodios como la tematología, la crítica marxista, la psicocrítica, la sociocrítica, la crítica cultural o, en la actualidad, los estudios culturales. Todas estas corrientes ven casi exclusivamente la dimensión ideológica en la novela —y en el resto de los géneros literarios y artísticos—. Ven la obra como documento de las contradicciones sociales, étnicas o sexuales. Su hegemonía actual es lógica porque el mundo moderno ve en las acciones culturales intereses materiales y lucha ideológica.

Pero esta descripción tan esquemática quedaría por completo insuficiente si no señaláramos la existencia de una tercera vía: el eclecticismo. Son muchos, la gran mayoría, los estudiosos que no ven la necesidad de someterse a un método. Abocados a la lectura de novelas concretas, creen que es preferible abordar las dos perspectivas, incluyendo las diversas opciones que pueden derivarse de ellas. Esa aproximación ecléctica pretende permitir la percepción de la totalidad de la obra, percepción falsa por completo. El eclecticismo goza de buen crédito entre la crítica, pues someterse a una vía determinada suele entenderse como limitación y resulta preferible la pluralidad de opciones, que se interpreta como libertad crítica. Sin embargo, el eclecticismo es el producto de la desconfianza en las ideas. Optar por la mixtificación es la opción predilecta de los mundos hipermercantilistas, que desprecian las ideas porque solo confían en los bienes materiales.

La crítica de la concepción dual de la literatura —forma y contenido— nos lleva a plantearnos una vía distinta: la aproximación estética, basada en el concepto de forma estética o forma interior. Este concepto de la forma interior fue desarrollado por el círculo de Jena (F. Schlegel y Novalis) hacia 1800. Unos años antes, F. Schiller había puesto las bases de la aproximación estética al afirmar que la forma estética no es una forma sensible, esto es, que no es aprehensible por los sentidos —como la forma externa— sino que exige un esfuerzo de inteligencia, un estudio o labor crítica5.

Esta idea, formulada hacia 1792, significa un giro trascendental en la aproximación a la poesía y a los demás géneros literarios, porque hasta la segunda mitad del siglo xviii el interés por la literatura era mera preceptiva, esto es, una colección de preceptos dirigidos a ayudar a los autores a componer sus obras. A partir de ese momento el estudio de la literatura tendrá un carácter crítico, esto es, irá dirigido a determinar la interpretación de la obra por el lector. Unos años después aparecería la hermenéutica de Friedrich Scheleiermacher. Esta es una disciplina de carácter filosófico que pretende comprender la obra mejor que el propio autor, gracias a la comprensión del mundo del autor y de su personalidad. El lector puede recrear ese mundo. Frente al punto de vista de este teólogo y filósofo alemán, nuestro tiempo suele sostener un principio opuesto: aplicar a las obras de otras épocas la agenda actual: la de los conflictos de clase, género y raza. Esto es, pretende leer los documentos de épocas pasadas a la luz de los retos de nuestro tiempo. Ambas posiciones requieren una crítica. Esa crítica suele fundarse en las lecciones de Martin Heidegger sobre esta cuestión. Heidegger explicó que la interpretación requería un círculo hermenéutico: es decir, que para poder entender un discurso ajeno necesitamos tener previamente prejuicios, esto es, categorías que permitan una traducción del sentido de esos textos. Y solo desde esas categorías podemos comprender el discurso ajeno, sobre todo, cuando se trata de discursos procedentes de culturas ajenas. Esta noción del círculo hermenéutico puede parecer compleja, pero todos hemos pasado por la experiencia de intentar comprender un documento o, incluso, un acontecimiento y no poder extraer su significado. Sin embargo, algún tiempo después, cuando ya hemos adquirido nuevas categorías, podemos interpretar el documento, discurso, texto o acontecimiento. La adquisición de esas categorías es lo que llamamos comúnmente conocimiento. Pues bien, comprender la novela requiere la adquisición de unas categorías o competencias que no son solo saber leer, tener unos conocimientos histórico-culturales y retórico-formales. Al conjunto de esas categorías y de las relaciones que establecen entre ellas lo llamamos estética o teoría de la novela.

Pero la novela es un fenómeno cultural. Ese fenómeno aparece como tal hace más de dos milenios en la antigua Grecia. Es un fenómeno complejo para una sociedad compleja. La Grecia clásica conoció el desarrollo de una sociedad abierta (quizás sería más preciso decir: parcialmente abierta). Y la novela es un género para sociedades abiertas. Las sociedades tribales, cuya cultura se basa exclusivamente en las tradiciones y en la oralidad, no pueden producir novelas. La novela es un género para la escritura, pero tiene fuertes lazos con la cultura oral. Solo puede nacer en sociedades que han escindido su cultura en dos niveles: el de la oralidad y el de la escritura. El mundo de la oralidad es el de la cultura popular, con sus tradiciones. El mundo de la escritura es el mundo de la cultura elevada, con las disciplinas y una fuerte estratificación social (castas y clases sociales). Como tal fenómeno cultural tardó mucho en recibir una conceptualización adecuada. En otras palabras, hubo novelas durante casi veinte siglos antes de que apareciera la categoría novela. Los antiguos llamaron a las novelas historia, drama, narración (diegéma, en griego) … Los medievales las llamaron libro; libros de caballerías, por ejemplo. Solo a partir de mediados del siglo xvi empieza a llamarse con cierta propiedad a estas obras novelas (romanzo, en italiano; novela, en español; roman, en francés; novel y romance, en inglés; Roman, en alemán; roman, en ruso…). Como se puede apreciar, al no haber una palabra precisa para el género, las lenguas europeas adoptaron dos términos: romance, que significa «lengua vulgar»; y novela, que significa «noticia, nueva». A partir de ese momento comienza un lento pero largo esfuerzo por comprender ese fenómeno cultural, que llega hasta hoy.

Los comienzos de ese proceso de reconocimiento de un género literario nuevo, que no suele emplear la poesía, son muy significativos de lo que suele pasar con lo culturalmente nuevo. Durante siglos, los orígenes de la teoría de la novela hay que buscarlos en las críticas y condenas de la novela. La novela, por su atractivo entre las masas populares y, en especial, entre las mujeres, suscitó repulsa en los poderes político y religioso. Suele decirse que la primera noción de novela aparece en una carta del emperador romano Juliano, el apóstata, en la que pide al Sumo Pontífice de la religión greco-latina en Constantinopla que prohíba a sus sacerdotes leer «narraciones de amores» (en griego erotikón diegéma). Juliano había visto en el cristianismo una amenaza para el Imperio y apostó por la recuperación de la religión greco-latina, para lo que precisaba que sus sacerdotes mantuvieran una conducta irreprochable. Entre los aspectos que debían mejorar figuraba la lectura de novelas. Que las novelas pervertían a los lectores, en especial a las mujeres jóvenes, es una acusación que el género ha sufrido hasta fechas muy recientes. Y, siempre, la acusación es la misma: inmoralidad y peligro para las mujeres. Pero esa línea de crítica tuvo su contrapartida: más o menos tarde suscitó defensas. La primera teoría de la novela la publicó Giovan Battista Giraldi Cynthius en 1554 para defender una novela en verso: el Orlando furioso de Ludovico Ariosto. Los críticos y teóricos del momento creyeron que el Orlando furioso era una epopeya, pero llena de defectos, porque no se adecuaba a las normas que ellos creían que debía tener la épica. Todavía muchos estudiosos siguen creyendo eso. Giraldi escribió un libro Discurso sobre las novelas, para demostrar que el Orlando era un romanzo, un género nuevo, que no debía someterse a las leyes de unidad de héroe y de acción. La defensa de una obra resultó la defensa de un género nuevo6. Tardó más de un siglo en aparecer la segunda defensa. En 1669 Pierre Daniel Huet, más conocido como el abad Huet, escribió su Carta sobre el origen de las novelas. Huet era un erudito eclesiástico —llegó a ser obispo— y frecuentaba el círculo del Barón de la Rochefoucault y Mme. de Lafayette (esta última, la mejor novelista francesa del siglo xvii). Eran un grupo de intelectuales partidarios de las novelas. Nicolas Boileau, el gran teórico francés del siglo xvii, contemporáneo de este grupo, ignoró las novelas en su poética. Para él no era un género digno de consideración. Esta dialéctica entre condenas y defensas de la novela constituye la primera etapa de la teoría de la novela. Un segundo momento en este proceso histórico lo encontramos dentro de las novelas mismas. Cervantes hizo una breve defensa de la «escritura desatada» en el capítulo xlvii de la primera parte del Quijote. Cervantes no llamó novela al Quijote, sino libro. Y en ese párrafo alega que «se puede escribir épica tanto en prosa como en verso». Llamó novelas a sus Novelas ejemplares. Son detalles de la confusión que, en su época, había sobre este asunto. En el siglo xviii hubo defensas de la novela insertas en las novelas de Fielding, de Rousseau o de Wieland, a veces como prólogos o epílogos. Y aparecieron también tratados, como los de Clara Reeve en Inglaterra (The Progress of Romance, 1788), Blanckenburg en Alemania (Versuch über den Roman, 1774) o el Marqués de Sade en Francia (Idée sur les romans, 1799). Son defensas de la novela. La expresión teoría de la novela aparece por vez primera a principios del siglo xix en un escrito de Friedrich Schlegel, titulado Carta sobre la novela. El siglo xix alumbra la mayoría de edad de la teoría de la novela. Aparece la historia de la novela (Dunlop, History of Fiction, 1814; Rohde, Der Griechische Roman und seine Vorläufer, 1876; Menéndez Pelayo, La novela entre los latinos, 1875) y, sobre todo, la novela pasa a un primer plano de la creación literaria. En numerosos tratados de poética o literatura general la novela aparece como un género más entre los géneros literarios. El interés académico por la novela en el siglo xix fue más histórico que teórico. Incluso hubo ataques filosóficos a la novela. El más importante fue el Friedrich Nietzsche. Nietzsche propone una teoría estética en El nacimiento de la tragedia (1870). Esa teoría viene a decir que hay dos grandes impulsos creadores del universo: el impulso apolíneo y el dionisiaco. El impulso apolíneo se expresa literariamente en la épica. El impulso dionisiaco aparece en la poesía satírica y burlesca. El impulso apolíneo es el del sueño, el de la individualidad. El impulso dionisiaco es el de la ebriedad, la suspensión de los límites individuales. Ambos impulsos son creadores. Y alcanzan su fusión en la tragedia griega. La tragedia griega es el género supremo de la literatura. Pero el socratismo, el pensamiento moral, la destruye. El socratismo se expresa en los diálogos socráticos (los de Platón y Jenofonte), que son el origen de la novela. La novela es, pues, el género del aburguesamiento de la literatura. Un amigo de Nietzsche, Erwin Rohde, publica seis años después el ya mencionado La novela griega y sus lecciones. Es, quizá, el mejor estudio sobre la novela del siglo xix. La tesis de Rohde es que la novela aparece como un género nuevo producto de la disolución de los géneros tradicionales.

En la mayoría de los casos apuntados, desde Giraldi a Nietzsche, domina una línea de pensamiento común: ven la novela como un género nuevo, independiente de los demás. Conviene notar que esta concepción nueva e independiente de la novela se ha enfrentado a otras dos: la de los que han visto la novela como una sucesora de la épica y la de los que han visto la novela como una extensión del relato. En la concepción épica de la novela destacan los nombres de Blanckenburg, Hegel y Lukács. La concepción narrativa o retórica de la novela ha sido frecuente entre escritores (en España desde Lope de Vega a Cela) y en el siglo xx ha dado lugar al desarrollo de la narratología.

El filosofo húngaro Gyorgy Lukács tituló su mejor trabajo sobre la novela «La novela como epopeya burguesa» (publicado en la Enciclopedia literaria, Moscú, 1934). La idea de este artículo no es original: la novela ocupa en el mundo moderno el lugar que en otra época ocupó la epopeya. Esa idea está en Blanckenburg y la repite Hegel. Y antecedente de esa idea es la corriente humanista italiana que se empeñaba en someter el romanzo a las supuestas leyes de la épica (Trissino, Torquato Tasso y otros). En su trayectoria moderna esta idea se ha basado en el papel del héroe. Se ve al personaje de la novela —cuando hay un personaje protagonista, que no siempre es así— como la continuidad del héroe clásico, aunque el héroe moderno sea poco heroico. La imagen de Leopold Bloom como un Ulises contemporáneo, en la novela homónima de James Joyce, ilustra esta noción. Pero esta es una idea extremadamente unilateral del género novelístico. La novela es siempre algo más que un personaje, aunque la imagen del personaje sea muy importante en la novela. Y ciertos géneros novelísticos no giran en torno a un personaje. Hay novelas que tienen docenas de personajes puestos a un mismo nivel. Hay también novelas familiares, del tipo Cien años de soledad. Lukács se fijo prioritariamente en las novelas con personaje: el Quijote, Robinson Crusoe, Wilhelm Meister… Ignoró prácticamente la novela de la Antigüedad y la de la Edad Media y desdeñó otras novelas modernas. Cometió además otro error no menos grave, idealizó la epopeya y su mundo, como lo habían hecho otros pensadores alemanes antes que él. La epopeya para Lukács es la representación de un cosmos, de una totalidad. La novela, en cambio, sería la representación del caos y de la lucha de clases. Por eso la ve como epopeya burguesa, siendo la burguesía una clase que, en algún momento del siglo xix, perdió su potencial revolucionario.

La corriente retórica ha visto la novela como un relato largo. Ha habido una larga polémica a cerca de los límites que separan el cuento de la novela y, en especial, de la novela corta. Se ha querido cuantificar esos límites sin encontrar solución. Sin embargo, el problema es cultural. El cuento es un género para la oralidad. En el mundo histórico, con la hegemonía de la escritura, el cuento se noveliza. La novela corta suele ser la expresión de la novelización del cuento. El cuento moderno oscila entre el canon oral y la novelización, que admite todo tipo de transgresiones del canon oral. Si la novela es algo más que el personaje también es algo más que el relato.

La novela es un género para el presente. Se nutre de la actualidad, incluso en la novela histórica, que siempre trasluce debates de su tiempo. La épica es un género para un pasado absoluto, que no tiene vínculos con el presente. El cuento se funda en un simbolismo tradicional. La novela busca un simbolismo renovador, abierto al futuro.

Orígenes de la novela y líneas de formación

Es difícil dar una definición formal de novela. La única definición posible es una definición cultural: por su papel en la historia de la cultura. Puede decirse que es una galaxia en plena expansión. Hoy es posible presentar como novela una confesión personal, una colección de documentos, de cartas o de facecias, incluso, un tratado (por ejemplo, Emilio o de la educación, de J. J. Rousseau). Pero, desde un punto de vista cultural, la novela desempeña un papel de puente entre la cultura popular y la cultura elevada, entre la oralidad y la escritura, aunque es un género para la escritura y, desde finales del siglo xv, para la imprenta.

La novela nace con la escritura alfabética. Al difundirse la escritura alfabética —las escrituras ideográficas o silábicas no permitían la novelización porque resultaban muy complejas y solo las podían manejar funcionarios-escribas, nunca un público amplio— algunos relatos complejos y coetáneos se pudieron desprender de sus tradiciones nacionales y se tradujeron. Es otro rasgo de la novela: su traslación; se puede traducir y se traduce. La consecuencia de esto es su carácter internacional. La epopeya era un producto nacional. No tenía sentido fuera de los límites nacionales. Al mismo tiempo que se producen esos cambios culturales ocurre que los géneros de la oralidad (canciones, cuentos, epopeyas, etc.) entran en descomposición, porque la cultura de la oralidad ha comenzado su decadencia, y surgen nuevas necesidades vinculadas no a la tradición sino a la actualidad. La novela es la respuesta literaria a las necesidades de la actualidad. Pongamos un ejemplo. Jenofonte es conocido como un historiador ateniense. Es un discípulo de Sócrates. Y va a escribir varias obras que se aproximan a la novela. Ha sido soldado mercenario y ha participado, como tal, en una expedición por el imperio persa. Escribe un testimonio de esa experiencia: la Anábasis. Ha sido discípulo de Sócrates y escribe sus Recuerdos de Sócrates. Y, por último, participa en un debate central en su tiempo sobre cuál es la forma idónea de gobierno. Frente a la democracia ateniense propone el imperio, al estilo persa. Por eso escribe la Ciropedia, una novela sobre el gobernante ejemplar, Ciro el grande, al que ni conoció ni pudo tener de él un conocimiento histórico. Le separaban de él siglo y medio y no disponía de medios de documentación sobre esa figura. Pero entiende que se precisa un personaje con esa talla para crear una nación. El horizonte de Jenofonte es la actualidad. No tiene nada que ver con los géneros de la oralidad que formaban el entorno de la épica. Su mundo ya no es el mundo de la épica. Unos siglos después de Jenofonte aparecen otras formas novelísticas muy diferentes a la suya: son las novelas de aventuras, conocidas como novelas griegas. Jenofonte, en la Ciropedia, tiene un propósito didáctico: es la novela de la formación de un príncipe.

Retornemos ahora a la cuestión de los orígenes de la novela. En un primer momento, los filólogos, desde Rohde, apostaron por uno o varios géneros orales en descomposición y la novela sería un resultado de un proceso de aglomeración de motivos procedentes de la deriva de los géneros orales. En un segundo momento, M. Bajtín apostó por dos procesos conectados. El primero es la aparición en el horizonte de la creación artística y verbal de la actualidad. Los géneros orales del entorno de la epopeya eran géneros que se mantenían en los límites del pasado absoluto, esto es, un pasado sin conexión con el presente. La sociedad histórica habría desplegado el horizonte del presente y abierto un proceso de creación literaria y artística vinculado al presente. A este proceso añade Bajtín otra explicación complementaria: el despliegue de un proceso de parodización y travestismo de los mitos épicos7. La aparición de nuevos procesos procedentes del campo de la risa habría posibilitado el nacimiento de nuevos géneros que convergerían en la novela (los diálogos socráticos, la menipea, la comedia, etc.). Ambos procesos tienen una raíz común: la debilidad de la tradición en un mundo nuevo, abierto, un mundo que se funda en la escritura y que busca mejorar el presente mirando hacia el futuro. El mundo de la epopeya y de la oralidad solo miraba hacia el pasado, hacia las tradiciones. En un tercer momento podemos contemplar nuestra teoría de la protonovela: esto es, la aparición de géneros vinculados a la experiencia personal o de relatos de otras tradiciones que se traducen y asimilan por otros dominios nacionales8. Es el caso, por ejemplo, del libro de Job en la Biblia. Job no es hebreo; es husita. Eso significa que el relato de Job fue traducido y asimilado por la cultura israelita. La razón de la asimilación es que Job es un hombre de bien, lo que en la cultura griega se llama un kalokagathós, un modelo (literalmente, kalokagathós significa «bello-bueno»). La protonovela es un fenómeno todavía vivo. Hoy sería más acertado llamarlo paranovela. Y es que las experiencias personales se relatan de forma novelizada y entran en el dominio de lo que consideramos novela. Fenómenos como lo que ahora llamamos autoficción son una expresión de este problema. También puede explicarse en otros términos. La novela es un género que no ha dejado de crecer y de expandirse. Crece y se expande porque es un género para recoger las experiencias, propuestas y arquetipos útiles para el presente, bien sea para publicitarlos o bien para criticarlos. También crece a costa de otros géneros literarios. El dominio literario ha entrado en ebullición con la novela. Nada puede permanecer estable. Los demás géneros literarios se ven atraídos y convertidos en satélites de la novela. Prueba esta satelización el hecho de que tienden a ser más libres, contagiados por el espíritu libre de la novela (la poesía se prosifica; el teatro se desprende de sus viejas leyes, las llamadas tres unidades y de sus limitaciones escenográficas; el tratado se convierte en ensayo, etc.).

Cabe preguntarse cómo se ha dado estéticamente el proceso de crecimiento de la novela. Ese proceso de crecimiento se ha ido dando en paralelo a las etapas de crecimiento de la sociedad abierta, histórica. Pero la conexión entre los cambios sociales y los cambios estéticos no es ni puede ser mecánica. La estética mantiene una autonomía relativa ante la sociedad. Quiere esto decir que los procesos estéticos siguen sus propias leyes, porque laboran con sus propios materiales (motivos, figuras, símbolos, géneros). Pero es también relativa porque la evolución de esos materiales y de los impulsos que los gobiernan son respuestas a las demandas socio-culturales de la etapa histórica en la que emergen.

La aparición de las experiencias, propuestas y arquetipos que dan lugar a la novela no es abstracta. Tiene unas vías concretas que se expresan en ciertas formas genéricas. Las más importantes de esas formas son la prueba, el relato de la vida, los recuerdos de otra persona, el idilio familiar, el caso, el juego, las peripecias, los dichos… Veamos muy brevemente los más relevantes de estos géneros.

La prueba es la forma más prolífica de la novela. También aparece en otros géneros (sobre todo en el teatro y en el cine, pero también en pintura). Su origen se remonta a los ritos de paso del folclore: la experiencia del paso de una etapa a otra de la vida, que se ritualiza y da lugar a una experiencia transformadora. La prueba novelística admite varias formas: la aventura, la prueba sentimental, la prueba mística, etc. Sus variantes y su proliferación se deben a que es la forma más elemental de simbolizar el cambio. Es tan elemental que apenas representa cambios del personaje y la relación del personaje con el mundo es mínima. El mundo es solo un decorado para el personaje. Con todo, no es lo mismo la prueba de la aventura que la prueba heroica barroca o, menos aún, la prueba moderna. Cuanto más nos acercamos a la Modernidad más evidentes son las huellas que la prueba deja en los personajes. El personaje de la prueba suele tener algo de héroe, al menos hasta la Modernidad. Esto ha sido una de las causas que han favorecido la interpretación épica de la novela. Sin embargo, hay una línea roja que separa al héroe épico del héroe histórico. El héroe épico se toma ya hecho de la tradición. El aedo o bardo no puede modificar el carácter del héroe épico. En cambio, el héroe del periodo histórico es una criatura fabulada. Le pertenece por completo al autor. Y su carácter puede moldearse y cambiar. La prueba conoce varios tipos de personaje: el aventurero, el o la amante, el viajero, el caballero andante, el curioso, el buscador de la verdad o de la virtud … La prueba se materializa en un desvío de lo que parece ser la vida prevista para el personaje. Esos desvíos pueden ser más o menos accidentales. Son frecuentes las huidas de los amantes: Leucipa y Clitofonte, Persiles y Sigismunda, Phileas Fogg y Aouda (La vuelta al mundo en ochenta días). El mundo de la prueba suele ser un mundo ajeno para el personaje y para el lector. El exotismo es frecuente en la prueba. Leucipa y Clitofonte huyen a Egipto. Persiles y Sigismunda recorren el septentrión y el mundo conocido —desde Lisboa a Roma, pasando por España—. Fogg da la vuelta al mundo y rescata a Aouda en la India para seguir viaje hacia América y, finalmente, regresar a Londres. El discurso de la novela de pruebas es un lenguaje convencional, aunque en la novela de pruebas sentimental se puede acercar al lenguaje cotidiano. Ese convencionalismo es la causa de que la novela de pruebas no sea un género renovador sino muy conservador. Los best sellers de hoy suelen ser novelas de pruebas, en las que entran varios tipos de prueba, unidos por el convencionalismo.

Las vidas son otra forma de entender la novela. Dan lugar a la novela biográfica y a la novela biográfico-familiar. El personaje se construye con el relato de su vida. También el origen de la vida es folclórico. En el mundo de las tradiciones los relatos de la vida pueden incluir sucesos maravillosos. En el mundo histórico no es así. Una dimensión muy importante del relato de las vidas son las historias familiares: las sagas. En un sentido amplio, además de las sagas nórdicas, podemos encontrar sagas en otros entornos culturales, por ejemplo, el bíblico. La saga de Abraham, Isaac y Jacob constituye la espina dorsal del Génesis. La saga de Saúl y David es la materia del Libro de Samuel. En la protonovela aparecen vidas como las de Esopo y Ahikar, que han tenido gran trascendencia en la literatura universal. La historia de Ahikar tuvo versiones en más de una docena de lenguas, del siriaco y hebreo al griego y el árabe. La novela biográfica presenta el guion opuesto a la novela de pruebas. El argumento consiste en el relato del curso normal de una vida. Ese curso suele seguir las etapas vitales: el personaje se comporta como un niño, como un joven más o menos alocado, como un adulto y como un anciano. Aunque los personajes no suelen ser gente corriente, sus vidas siguen esquemas habituales. Todo entra en el curso previsible de su vida. En la novela biográfico-familiar todo transcurre en el pequeño mundo familiar: la casa, la finca familiar… Todo apunta a la intimidad de los personajes y de la familia. Y, aunque la crítica no lo suele señalar, también hay en esta forma de novela un vestigio de la épica, porque la épica es la representación de un mundo familiar. Todo gira en torno a la familia y a sus disputas. Aunque, naturalmente, lo que hemos señalado del personaje de la prueba y de su mundo se puede aplicar también al personaje y al mundo biográficos. Nada tienen que ver con el héroe épico y su mundo.

Una forma especial de novela familiar es la novela idílica. Esta forma novelística tiene sus orígenes en leyendas como la de Rut, recogida en la Biblia. Se trata de relatos de la formación de la pareja, al estilo de la griega Dafnis y Cloe, de Longo, que tienen como fondo la tierra natal del autor. Esta novela es un canto a la tierra natal. En la Modernidad la tierra natal puede sustituirse por la tierra en la que se conoce el amor. Otro rasgo de la Modernidad es que escenifica la destrucción de esa tierra natal o espacio familiar. Variantes de la novela idílica son la novela pastoril de los siglos xvi y xvii o la novela regional moderna. En la literatura latinoamericana, la novela de la tierra —normalmente, de la destrucción de la tierra— pertenece a este género novelístico. La que quizá sea la mejor novela china, La familia de Ba Jin, es el relato de la crisis de la tradicional familia patriarcal china.

Los recuerdos de otra persona, un maestro o un santo, son otro de los modos de acceso a la novela. Los diálogos socráticos son la versión más célebre de este género. También los Evangelios, canónicos y apócrifos, pertenecen a esta modalidad, en su versión más popular. Los apócrifos Hechos de Pablo, que contiene la novela de Pablo y Tecla, fueron escritos por un presbítero, denunciado por falsedad —¡había escrito una novela!— por Tertuliano, pero en el siglo II no se reconocía el derecho a novelar sobre material sensible. Concede este género más interés a los facta et dicta, esto es, hechos y dichos del personaje, que a su ciclo vital y vida privada. Como formas novelísticas encontramos la serie de Hechos apócrifos de los apóstoles. El Barlaam y Josafat, una novela didáctica medieval española, contiene la historia de Buda en versión cristianizada. La orientación a la predicación del personaje puede facilitar una interpretación religiosa o filosófica de la novela-memoria (por ejemplo, Así habló Zaratustra). Una versión reciente de este género es El evangelio según Jesucristo, de Saramago. La Modernidad permite sustituir recuerdos por fabulación.

El caso es una forma muy prolífica en la novela. Su origen es un género del relato oral. Se trata de un juicio a una persona que suele resolverse de manera más bien mágica. Mi discípula Céline Magnéché Ndé, que nació en la nación bansoa, en el Camerún, me relató uno de los casos de su tío Pére Michel. Michel había sido acusado falsamente de robar un saco de café. En el juicio pusieron unos granos de café al rojo vivo en su mano y no se quemó. En cambio los acusadores se quemaron con los granos ardientes. El caso es un género tradicional que permite una gran libertad de fabulación. Quizá por eso se adapta tan bien a la novela. Sobre todo, esa libertad de fabulación hace del caso un embrión de novela cómica. Novelas de este tipo como el Satiricón de Petronio, Till Eulenspiegel (novela popular alemana del siglo xvi) o el Lazarillo español son casos o están llenas de casos. También en la Modernidad es muy prolífico el caso. Incluso da lugar a géneros nuevos como la novela policiaca, la novela gótica o la novela de misterio. Rojo y Negro, de Stendhal, Crimen y castigo, Los demonios y Los hermanos Karamázov, de Dostoievski, o Resurrección, de Tolstói, se fundan en casos e, incluso, contienen juicios. El caso requiere rasgos especiales en su relato. Son muy importantes los detalles escénicos, las circunstancias, los aspectos técnicos, los actos de habla, etc.9

Arquitectura de la novela

La crítica suele fijarse en las categorías compositivas de la novela: la narración, el diálogo, la descripción, la información socio-histórica, el discurso del autor o del narrador… Han pasado a ser marcas del género. Otras categorías compositivas pueden ser específicas de ciertos tipos de novela. Por ejemplo, las novelas que se presentan como una colección de cartas han dado lugar al género de la novela epistolar. Los diarios han dado lugar a otra variedad de novelas con apariencia de diario10. La confesión también ha marcado cierto género, el de las novelas de la rendición de cuentas (recuérdese Las confesiones de J. J. Rousseau). Estas categorías tienen su origen en otros géneros, pero en su adaptación a la novela adquieren una dimensión convencional, difuminando sus atributos originales.

Mayor trascendencia tienen las categorías arquitectónicas: la imagen del personaje, la imagen del mundo y la imagen de la palabra. Han recibido, en cambio, mucha menos atención de la crítica. Las tres han sido estudiadas, sobre todo, por Mijaíl Bajtín. Se trata de categorías que sustentan la novela. Las tres responden a las nuevas condiciones sociales que emanan de la sociedad abierta, esto es, de la sociedad del periodo histórico. Las analizaremos muy brevemente.

La imagen del personaje aparece como problema cuando el personaje deja de coincidir consigo mismo. Los personajes de la epopeya siempre son iguales a sí mismos. La imaginación tradicional no puede innovar. Debe atenerse al carácter que la tradición primordial ha atribuido al personaje. Aquiles será siempre un tipo colérico. Ulises, astuto. Ayax, un loco. Y Héctor, un hombre justo y cabal. Sin embargo, en la sociedad abierta el ser humano tiene una imagen pública y otra privada. Esa dualidad permite que aparezcan diferencias entre el ser para sí y el ser para otros. Y la dimensión estética explota precisamente esas diferencias entre la imagen para sí mismo y la imagen que tienen los demás del personaje. Con la Modernidad aparece otra dimensión de este problema: el personaje que no está conforme consigo mismo. Esto supone que la presión del discurso ajeno es tan grande en el mundo moderno que se ha interiorizado. Pero hay otra dimensión todavía más importante en la cuestión de la imagen del personaje. Y es que hay dos tipos de personaje según su identidad: el que tiene un carácter estable, fijo y el que tiene un carácter móvil, progresivo. Estos tipos de carácter responden a dos formas de comprender la identidad: la forma elevada y la forma popular. La forma elevada ofrece tipos heroicos. Su origen está en el personaje de la etapa heroica —la etapa que se suele identificar con la épica y que se corresponde con lo que los historiadores llaman edad de los metales—. Ese personaje tiene un origen principesco o nobiliario. Debe ser superior a su entorno. Y es un tipo de personaje premoderno. Aparece en novelas de pruebas, en novelas biográficas y en novelas de viajes. Sus cambios son mínimos. No está preparado para la evolución. El segundo carácter tiene un concepto de la identidad opuesto. Se adapta a las circunstancias. Puede aprender. Establece una relación determinante con su mundo, que es un mundo popular. Esa relación le lleva a cambiar. Y los cambios pueden ser milagrosos o progresivos. Los cambios milagrosos pueden ser mágicos (metamorfosis) o simbólicos. Estos personajes aparecen en la novela humorística y en la novela simbólica, esto es, en novelas de costumbres, alegóricas, satíricas, paródicas… y, sobre todo, en la novela de educación. En la Modernidad todos los personajes pertenecen, en último término, a este segundo tipo, aunque muchos pueden mantener rasgos del primer tipo —aventureros, tipos biográficos raros … —.

La imagen del mundo es un asunto que se vincula habitualmente con la categoría de cronotopo, propuesta por Bajtín. Como es sabido, cronotopo es un neologismo que significa tiempo-espacio. El tiempo y el espacio son las coordenadas del mundo. Bajtín explica que los géneros épicos tradicionales carecen de diversidad cronotópica. Pertenecen a un gran cronotopo que es el de la tradición nacional. Por eso esos géneros son intraducibles en las condiciones de la oralidad. Se traducen en la escritura, cuando han perdido su esencia nacional. Solo cuando aparece la diversidad de mundos —es decir, la sociedad internacional— pueden aparecer los cronotopos, que son imágenes particulares del mundo. Que sean imágenes significa que tienen una entidad simbólica. En su ensayo «Formas del tiempo y del cronotopo en la novela», Bajtín analizó los cronotopos de la novela griega (de aventuras), de la novela latina (de aventuras y costumbres), de la biografía antigua, del folclore antiguo, de la novela de caballerías, vertical o enciclopédico, de la plaza pública (con las figuras del pícaro, del bufón y del loco), el grotesco (rabelesiano) y el idílico. A estos, añadió los cronotopos modernos del camino, del castillo (la novela histórica), del salón (la gran novela realista), de la ciudad provinciana, del umbral (simbólico) y biográfico-familiar. Su propósito inicial fue explicar las raíces antiguas de la novela. Por eso el primer grupo de cronotopos traza el mapa de la novela en la Antigüedad y en la Edad Media, y debía culminar en el grotesco y el idilio humanistas. Esto lo escribió entre 1937 y 1938, pero en 1973 añadió el capítulo de los cronotopos modernos. La concepción tempo-espacial de estos símbolos mundanos es un obstáculo para la comprensión de las líneas de la novela en las que domina su carácter didáctico: la novela confesional (Historia calamitatum mearum, de Pedro Abelardo, o Las confesiones de Rousseau), la novela didáctica (De oratore, de Cicerón, y El cortesano, de Castiglione) o la novela hermética (El criticón, de Gracián, o Hiperión, de Hölderlin). Representan un vacío del cuadro cronotópico bajtiniano. Pero es un vacío subsanable si ampliamos el mundo de la representación de la conciencia, que ocupa un papel mínimo en la explicación bajtiniana de los cronotopos de la biografía antigua. También queda fuera de este ensayo la novela sentimental, analizada por el mismo Bajtín en su ensayo «La palabra en la novela» y que solo aparece en el ensayo sobre el cronotopo en el cruce con la novela idílica, lo que Bajtín denomina «novela rousseauniana».

Las imágenes del mundo son representaciones simbólicas de la diversidad de la sociedad abierta. En la etapa que va desde la aparición de la sociedad histórica a la Modernidad (es decir, hasta 1800 aproximadamente) estas imágenes suelen ser simples, y tienen un desarrollo paralelo. Pero en la Modernidad tienden a cruzarse, formando asociaciones que dificultan su reconocimiento y análisis.

En cuanto tienen una realidad simbólica, los cronotopos se pueden rastrear en otros géneros literarios e incluso extraliterarios (en la música, en la pintura, en la arquitectura y, por supuesto, en el cine).

La imagen de la palabra es el dominio más transitado de los tres por la crítica (en la estilística). Pero, como señaló Bajtín, la estilística habitual (se pueden incluir aquí formas algo más actuales de la estilística, como la semiótica textual) se funda en una concepción aristotélica de la literatura, que no tiene en cuenta el impacto de la irrupción de la novela en el ámbito literario. Para la estilística el lenguaje literario es el lenguaje poético y el lenguaje novelístico y la prosa, en general— son discursos extra-artísticos. En cambio, Bajtín propone ver en la prosa artística —y, por tanto, en la novela— los valores estéticos que permiten la diferencia de discursos sociales —la heteroglosia— y la diferencia de lenguajes nacionales —la pluridiscursividad—. Estos fenómenos permiten una dimensión valorativa y reflexiva que hace superior a la prosa respecto a los discursos poéticos, que aspiran a la cohesión lingüística y, por tanto, limitan las posibilidades expresivas. Esa es la causa de que la poesía solo admita unos pocos temas y reutilice continuamente la misma fraseología. Por supuesto, esto es válido para la poesía premoderna. La poesía moderna trata de liberarse de esas ataduras y, en esa medida, se prosifica. La aparición de la heteroglosia y de la pluridiscursividad abre la puerta de la prosa a la risa. Bajtín lo llama proceso de parodización y travestismo. Las diferencias de discurso sociales y nacionales introducen las variedades populares y relativizan la palabra autoritaria. Las posibilidades de la refracción entre discursos permiten tres grandes niveles de confrontación de discursos: la estilización, la variación y la parodia. La estilización es una forma de imitación que adopta una posición reverencial ante el modelo. La variación es también una forma imitativa que introduce una intencionalidad distinta de la del modelo. Esa intencionalidad deja pequeñas, casi minúsculas, marcas en el nuevo enunciado de diferencia respecto al modelo. La parodia, en cambio, imita introduciendo una intencionalidad opuesta en el discurso del modelo, con lo que lo ridiculiza.

Las tres dimensiones de la imaginación —las imágenes del personaje, del mundo y de la palabra— son imprescindibles para llevar el estudio de la novela más allá del sociologismo y del formalismo; es decir, del superficial estudio de la ideología y del estilo del autor. Esas dimensiones de la imaginación conllevan la ventaja de hacer de la aproximación a la novela una tarea que afecta a los vínculos de generaciones distintas, a veces, muy lejanas entre sí. Eso supone superar el planteamiento individualista de estudio de un autor por su ideología o por su estilo. La novela es un fenómeno estético y el sentido de estos fenómenos consiste en organizar diálogos entre generaciones, tarea para la que la novela es muy eficiente. Que tal o cual individuo se exprese es una cuestión de segundo orden, por muy interesante que parezca lo que relata.

Novela moderna

La Modernidad introduce una nueva dimensión en la novela. La novela se convierte en la era moderna en el género hegemónico del campo literario. Y ese cambio jerárquico se acompaña de otros cambios orgánicos. Su dominio se ensancha —sobre todo, en la asimilación de géneros del mundo del ensimismamiento (la intimidad)—. Estos cambios son posibles porque la sociedad abierta ha conocido una revolución: es la revolución del individualismo. Tal revolución supone poner al individuo en el centro del universo, desplazando a los dioses («Dios ha muerto»). El horizonte del individualismo consiste en alcanzar la plenitud del desarrollo de las facultades individuales y, para ello, es necesario levantar las barreras sociales (las castas y las razas) y nacionales (la sociedad abierta es una sociedad internacional, sin fronteras). Este horizonte crea una doble tendencia universal a la igualdad y a la libertad11. La novela expresa esta doble tendencia. El objetivo es alcanzar la unificación de la humanidad para gobernar el mundo (y, más tarde, el universo). La humanidad aspira a ocupar el papel de los dioses en la cultura premoderna. Se ha llamado a este proceso la construcción del homo-deus12.

Para cumplir estas tareas Occidente se ha dotado de un instrumento cultural: la cultura de masas. La cultura de masas refunde la cultura elevada y la cultura popular (es interclasista), supera las fronteras nacionales (es internacional) y reduce todo tipo de distancias culturales. También tiene sus defectos: lo popular y lo elevado se vulgarizan y mercantilizan. Es el resultado de la masificación13.

Lógicamente estos cambios sociales y culturales tienen su traducción estética. La dimensión estética se apresta a colaborar en la gran tarea unificadora de la humanidad. La estética moderna es invasiva: todo se estiliza. En las sociedades premodernas se estilizan los ámbitos cortesanos pero los estratos populares quedan al margen de los procesos de estilización. Esos procesos constituyen formas de confusión, pues confunden la estilización con la estetización. Confunden la belleza con la forma estética. Esta es la cara negativa de la estética moderna. Al igual que la cultura de masas, genera confusión. Pero las dimensiones positivas compensan esa confusión.

Las dimensiones positivas pueden resumirse en tres rasgos: el humorismo, el hermetismo y el ensimismamiento. La estética moderna funde las estéticas históricas —es decir, la seriedad y la risa—. Asimismo, las estéticas históricas se tiñen de estéticas primitivas (el folclore es revitalizado y asimilado). El objetivo es concentrar todas las fuerzas posibles para afrontar los grandes retos modernos. Esa fusión entre primitivismo e historicismo se concreta en la fusión de oralidad y escritura que vio McLuhan en las nuevas tecnologías. Si la cultura primitiva es oral y la cultura premoderna es escrita (y desprecia la cultura oral popular), la nueva cultura es un producto de fusión. Las consecuencias de esta doble fusión son la expansión del humorismo y del hermetismo, rasgos de la estética prehistórica. Todo fenómeno estético moderno tiene —más o menos a la vista— su dimensión alegre y su dimensión trascendente. La seriedad premoderna era un producto provisional de la sociedad cortesana. Hoy las sociedades cortesanas siguen existiendo, pero están sometidas al dictado de la opinión pública. No pueden imponer sus leyes —ni siquiera económicas, las de las altas finanzas—. Todo se rige por los movimientos de masas. Esa es la razón del triunfo de lo seriocómico. Ya en la sociedad premoderna lo seriocómico fue la expresión de la excelencia estética en la literatura (Dante, Shakespeare, Cervantes, Montaigne, Goethe…), en la pintura (Brueghel, El Bosco, Velázquez, Rembrandt…) o en la música (Bach, Mozart, Beethoven…). En la Modernidad lo seriocómico no es una opción. Es una imposición del espíritu de la época. El espíritu moderno precisa de la alegría para sobrevivir. La tarea que se ha impuesto es demasiado grande. Esa tarea comporta el dominio del universo y, para eso, es necesario reunir todas las fuerzas de la imaginación —entendida en su sentido más amplio, que no es el habitual—. La plenitud del gran tiempo y del gran espacio deben reunirse para librar la gran batalla contra sí misma, que es el reto moderno. Como han advertido los espíritus más clarividentes desde Esquilo, el principal enemigo del ser humano es el propio ser humano. Y eso, en estética, se ha traducido como la lucha entre el bien y el mal, los dos oponentes del hermetismo. Por eso en la Modernidad todo es lucha, conflicto, rupturas. Dostoievski lo expresó muy bien en el diálogo que sostienen Mefistófeles e Iván Karamázov. El ideal de la igualdad y la libertad produce confusión porque desregula todo y, predice el diablo, «se tardará mil años en volver a imponer un orden». Por eso, el hermetismo, lejos de extinguirse, se ha enseñoreado de los dominios estéticos. Es también una consecuencia del regreso del pensamiento mágico primitivo. La recuperación de la estética primitiva —como producto de la invasión moderna de los espacios primitivos— permite una recuperación del simbolismo ancestral en una forma renovada, que es el simbolismo moderno.

A estos fenómenos culturales de fusión —el humorismo y el hermetismo— hay que sumar un tercer aspecto novedoso: el ensimismamiento. El ensimismamiento es una consecuencia del proceso de individualización. Otros le han llamado «de aislamiento» del individuo. Ese proceso de ensimismamiento puede describirse como un giro de la imaginación desde lo exterior puro (la tradición, que está fuera del mundo del autor) a lo interior puro (el yo, la experiencia personal). Los autores clásicos no cuentan nada de sí mismos en sus obras. Nada puede deducirse de la vida de Virgilio con la lectura de la Eneida. Ya Dante da un giro a esta cuestión, introduciendo en sus obras su experiencia personal (sus personajes coetáneos, en la Comedia; sus más íntimas reflexiones, en el Convivio). Pero todavía en las obras de Shakespeare y Cervantes podemos encontrar muy poco de su propia vida (salvo en los Sonetos de Shakespeare y los prólogos de Cervantes). Sin embargo, la literatura moderna se sostiene casi por completo de la experiencia personal. En la obra de Turguéniev podemos ver el testimonio más o menos velado de sus experiencias familiares y sentimentales (sobre todo en Primer amor). Es un precedente de lo que ahora se llama autoficción. En el siglo xx esa tendencia se ha acentuado. Muchas veces la experiencia personal está sometida a un proceso de simbolización que dificulta su reconocimiento. Por ejemplo, la figura del hombre inútil suele ser una proyección del autor, aunque el escenario y los rasgos de ese inútil no coincidan con los del autor.

Las tres dimensiones de la estética moderna —humorismo, hermetismo y ensimismamiento— confluyen en una revolución simbólica. Es la segunda mixtificación. La primera mixtificación tuvo lugar en la transición del mundo de las tradiciones a la sociedad abierta —es decir, del mundo de las castas al mundo de los estamentos o el tránsito de la Prehistoria a la Historia—. La segunda mixtificación produce símbolos complejos. La Modernidad alumbra una sociedad compleja y precisa de símbolos más poderosos para orientarse en el gran caos que produce la complejidad. Para crear estos símbolos necesita transformar símbolos preexistentes dotándolos de trascendencia. La humanidad moderna es relativamente consciente de que se juega su destino. Sabe que las humanidades anteriores —neanderthal, denisova y otras— fracasaron y su proyecto, pese a los avances alcanzados, es enormemente destructivo y esa dimensión destructora puede suponer su fracaso. La humanidad no es solo el conjunto de las generaciones —las pasadas y las futuras—. Es también la naturaleza: su cuerpo inorgánico. Y ese cuerpo inorgánico ha sufrido un brutal desgaste que, a día de hoy, no parece posible revertir. De ahí que deba dotarse de instrumentos simbólicos poderosos para llegar a dominar su deriva actual.

Los símbolos modernos más relevantes son la aventura (Moby Dick), la infancia (Pinocho, Peter Pan), la educación (Wilhelm Meister), el viaje (El viaje al final de la noche, Céline), la ciudad (La peste, Camus), la destrucción de la tierra y el drama familiar (Pedro Páramo, Cien años de soledad), la nueva mujer (La tía Tula, Unamuno), el andrógino (Endymion, Keats; Orlando, Woolf), el hombre inútil y la mujer fatal … Los repasaremos muy brevemente. Todos pueden cumplir dos papeles: arquitectónico —los que configuran el conjunto de la novela— o compositivo —cuando son un momento secundario en la novela—.

La aventura experimenta un giro respecto a sus versiones premodernas. En estas versiones la aventura tiene una dimensión privada, intrascendente. Con la Modernidad la aventura desarrolla su dimensión pública, trascendente, dramática. El aventurero se arriesga a la fatalidad. Su destino es una advertencia para la humanidad. Se puede decir que la aventura moderna apuesta por dos direcciones divergentes. En una sigue en el ámbito de la comedia, con sus finales felices. Es la dirección que sigue la aventura popular, dirigida a un público joven. La otra es la dimensión dramática, con una orientación hermética. Cargada de propagandismo, alerta de los peligros que corre la era moderna mediante representaciones de la lucha entre el bien y el mal. No pocas veces, las dos orientaciones se funden. James Bond es un ejemplo. El nuevo impulso del género de la aventura permite la recuperación de los ciclos o series (James Bond, Tarzán…).

La infancia es uno de los grandes descubrimientos de la era moderna. La salida del género humano de «su autoculpable minoría de edad» (Kant) conlleva el rescate de la edad infantil. La Modernidad alumbra los derechos del niño. Y a los derechos les sigue toda una oferta cultural: desde la medicina infantil a la literatura y el cine para niños. Alicia, Pinocho, Peter Pan y Wendy inauguran una línea novelística que va más allá del tablado de marionetas. La literatura infantil combina su carácter de comedia con un simbolismo hermético: el mundo del subsuelo, el país del Nunca Jamás, la metamorfosis del muñeco de madera. Es el mundo de los sueños, que adopta formas celestes o subterráneas.

La educación es el símbolo de continuidad de la infancia. No es posible sobrevivir en el mundo moderno sin la educación. La era moderna exige un desarrollo cultural para alcanzar una vida digna. De ahí que pasemos de la educación de príncipes premoderna a la educación obligatoria para todos. Su expresión estética más acabada es la novela de educación. Para que pueda florecer la novela de educación la imagen del personaje en desarrollo tiene que llegar a su estadio superior. No sirven ya los cambios mágicos ni simbólicos. Es necesario representar un proceso de interacción entre el personaje y su mundo que permitir percibir el progreso de conciencia, superando estados anteriores. Según Bajtín, el mundo idóneo para ese progreso de conciencia son los momentos de grandes cambios históricos. El personaje se sitúa en el tránsito entre dos épocas: la Premodernidad y la Modernidad. Así ocurre con W. Meister (Los años de aprendizaje de W. Meister). Otros se sitúan en momentos de transición menos trascendentes. Son momentos de transición de alcance nacional. Así ocurre con el Pereira de Tabucchi (Sostiene Pereira). Una variante de la novela de educación es la novela de educación histórica. Esta variante ofrece importantes lecciones históricas. A este tipo pertenecen Historia de dos ciudades, de Dickens, y los Episodios Nacionales, de Galdós.

El viaje es un símbolo extraordinariamente fértil en la literatura moderna (también en cine y en otras artes). No es solo el camino, en el que se dan los encuentros. El viaje suele dar lugar a un salto en el estado de conciencia. No es un proceso educativo —que suele ser más progresivo— sino un salto, un cambio brusco y provocado accidentalmente. El personaje no busca ese salto. Se le impone. Este es un símbolo que puede aparecer subordinado a otros o puede ser el símbolo hegemónico de la obra. El símbolo del viaje es versátil. Puede vincularse a la educación (Viaje al final de la noche), a la aventura (La vuelta al mundo en ochenta días) a las costumbres (Pedro Saputo), a la sátira (Reina de Cáncer, de Landolfi). La sociabilidad de este símbolo es su principal característica, esto es, su capacidad de asociarse y establecer un diálogo con otros símbolos.

La ciudad es otro de los nuevos símbolos modernos de perfil hermético. También puede aparecer subordinado a otros símbolos o ser el centro de la novela. En este papel central encontramos novelas como Petersburg (Biely), Manhattan Transfer (Dos Passos), Berlín Alexanderplatz (Döblin), La colmena (Cela), La peste (Camus)… entre otras. En estas novelas la ciudad aparece como un infierno, en el que no es posible alcanzar una vida digna o sana. Pero no es menos importante el papel secundario de la ciudad. El final de Papá Goriot (Balzac) es una vista panorámica de París desde la cima de Montmartre. Entonces el estudiante Rastignac pronuncia su sentencia: «Volveré y ajustaremos cuentas». La ciudad es la imagen de la degradación y del mal.

La destrucción de la tierra y el drama familiar son la versión moderna de la novela idílica y de la biográfico-familiar. Estas dos formas novelísticas han confluido en la novela rousseauniana. Y la Modernidad extiende su dimensión hermética —fatal— al mundo familiar y a la pervivencia de la tierra natal. En vez de presentar paraísos idílicos de poetas-pastores, la Modernidad nos presenta dramas familiares e infiernos en la tierra natal. Los hermanos Karamazov, Anna Karénina, Pedro Páramo, Cien años de soledad, La familia (de Ba Jin) son ejemplos de ruinas familiares y de espacios arruinados. A veces encontramos variantes algo más positivas. Es el caso de La tía Tula. La familia se rompe por la muerte de Rosa, hermana de Tula, y el caso del cuñado y la criada, pero Tula consigue que su ejemplo perviva gracias a la joven que no lleva su sangre, por ser hija de su cuñado y de la criada. En esta novela se da un cruce entre la destrucción familiar y la educación.

También alumbra la Modernidad nuevas figuras —arquetipos de personaje—. Las más importantes son la mujer, el hombre inútil, la mujer fatal y el andrógino. La era moderna asume el reto de la igualdad de los géneros. Esto supone la era de la emancipación de la mujer, que en los tiempos premodernos se ve sometida a una situación de sumisión. La mujer consigue plenos derechos políticos y sociales y da lugar a una revolución en las relaciones sociales. El impacto de este cambio social en la literatura y en las artes es mayúsculo. Uno de los primeros testimonios de este cambio es «Confesiones de un alma bella», la novela interpolada en Años de aprendizaje de W. Meister. En esta obra, una mujer joven que está a punto de casarse se ve repudiada por su novio porque se ha atrevido a intervenir en un círculo intelectual de hombres. Después encontrará consuelo en la vida intelectual y religiosa. Es una precursora. Las mujeres de la literatura moderna suelen ser personajes activos con capacidades de liderazgo. Así es, por ejemplo, Tula. Todos los hombres tiemblan ante la fuerza de Tula. Ella presenta la contradicción de una concepción muy tradicional de la vida y de la religión. Esa contradicción le impide salir de su círculo familiar. Sus iniciativas no van más allá de su familia. Y esto la lleva a la soledad. Pero su fuerza la hace superior a su hermana Rosa, que es bella y débil. Es, como ya he dicho, una imagen de ese choque entre el drama idílico y la educación. La contrapartida de la mujer moderna es la mujer fatal, una belle dame sans merci. Esta figura es un elemento hermético y su origen es folclórico: la Pandora de Hesiodo, una mujer que es un castigo para la humanidad.

Frente a esa imagen fuerte y activa de la mujer, la imagen del varón es lo contrario: un ser débil, indeciso, fracasado, que se condena a la soledad y a la inacción. Es el hombre inútil, expresión que utilizó Turguéniev y tras él, otros como Nietzsche. La figura del hombre inútil admite múltiples variaciones —más o menos cómicas o dramáticas— y es tan frecuente que la crítica —salvo excepciones— la ignora, suponiendo que es lo natural. Sí que se ha fijado la crítica en rasgos parciales de la inutilidad —abulia, ataraxia, aislamiento, tedio, aburrimiento, decadentismo …—. El hombre inútil busca su salvación en la mujer activa. Así es en uno de los personajes que han sido tenidos por modélicos del hombre inútil, Oblómov de la novela homónima de Goncharov14.

Por último, el andrógino es un símbolo que está cobrando gran importancia en la Modernidad. Responde a la utopía moderna de la superación de la frontera entre los dos sexos o, en otras palabras, que la condición sexual no se traduzca automáticamente en una división de tareas. Como símbolo tiene un carácter hermético. El Orlando de Virginia Wolf es un andrógino, pues cambia de sexo repentinamente en el curso de la novela. También es un andrógino el personaje fabulado por la enferma que protagoniza Pubis angelical de Manuel Puig.

Estas figuras —imágenes de tipos humanos— están presentes en la novela moderna y constituyen sus señas de identidad. Se combinan con una secuencia temporal característica de la cultura moderna. Esta secuencia supone tres niveles temporales novelísticos: la novela histórica, la novela de la actualidad y la novela simbolista.

La novela histórica se ha convertido en un reducto de la lectura popular. El interés por el pasado, pero no por cualquier pasado sino por el pasado que deja huellas en el presente y que quizás pueda ser determinante en el futuro, es una característica moderna. La Premodernidad se había interesado por la materia histórica, pero en calidad de leyenda nacional o local y, por tanto, distanciada del presente. El interés histórico es propio de la Modernidad, que crea la Historia como disciplina y eje de las disciplinas culturales. La novela histórica se nutre de ese interés y fabula la historia. Al fabularla introduce en ella las preocupaciones y retos del presente. La actualiza. Esa actualización está presente también en la historia como disciplina, pero ahí es un defecto, una limitación hermenéutica: el historiador no puede dejar de contaminar el pasado con sus intereses, con los puntos de vista de la actualidad. En la novela histórica esa contaminación deja de ser un problema porque es un objetivo: proyectar en el pasado la agenda del presente. Esta línea novelística es tan demandada por la Modernidad que tal vez represente el dominio que más lectores atrae a la novela. Muchos best sellers se presentan como novelas históricas. Tuvo su primer momento de esplendor en el siglo xix con novelas ambientadas en la Edad Media. Después vinieron otras épocas: la Antigüedad, la piratería, los descubrimientos, la historia reciente y, finalmente, incluso la Prehistoria (la serie Los hijos de la tierra de Jean M. Auel).

La novela de la actualidad introduce otra gran dimensión de la novela moderna: el realismo. Esta línea novelística explora los aspectos ocultos de la actualidad (las conspiraciones, los secretos de alcoba, el lado oculto de los negocios y de los pactos políticos…). Es lo que se ha venido llamando desde Balzac «historia oculta de las naciones». Alcanzó su máximo exponente en el siglo xix con «el gran realismo burgués» —Stendhal, Balzac, Flaubert—, pero ha tenido continuidad en el siglo xx e, incluso, ha dado lugar a subgéneros (novela política, novela de espionaje…). Sus momentos más interesantes van ligados a los grandes acontecimientos históricos. Ya hemos mencionado antes la novela de educación histórica, que es quizá su principal legado.

La novela simbolista es la línea novelística que se orienta decididamente al futuro. No es necesario que sea una novela futurista (del tipo de la novela de ciencia ficción o la de catástrofes futuras). Basta con que difumine sus coordenadas espaciales y temporales. O, incluso, que se ambiente en el pasado, dejando de lado los imperativos estrictamente históricos. Este ámbito simbolista abarca desde la novela infantil y juvenil —sobre todo, cuando prevalece su orientación mágica— a todas las formas novelísticas en las que prevalece una orientación hacia el futuro y el carácter simbólico-metafórico que le otorga la preeminencia de alguno de los símbolos modernos descritos. Pensemos en La tía Tula. Nada se dice de la ciudad en la que habita la familia, ni de las fechas en las que vive. Lo mismo puede decirse de las novelas de Landolfi. En la gran novela moderna —la de Dostoievski, Kafka, García Márquez, entre otros— es habitual esa indeterminación tempo-espacial, porque el acento está puesto en lo simbólico y metafórico.

La muerte de la novela

El siglo xx alumbró el debate sobre la muerte de la novela. La decadencia de la novela realista —ya la observó Ortega en 1912 con su «Meditación primera», también titulada «La agonía de la novela»— produjo confusión en la crítica. Esa confusión proviene de la creencia en que el realismo es la meta final del arte y que no cabe esperar ninguna otra meta superior. La preeminencia de formas simbolistas de novela sobre la novela de la actualidad conllevó una pérdida de masa lectora. Y los dos fenómenos juntos —la pérdida de lectores y el abandono del realismo— conllevaron un estado de opinión que apuntaba a la decadencia de la novela. Este estado de opinión fue espoleado por la exploación de nuevos valores literarios —por ejemplo, Italo Calvino y sus Six memos for the next millenium— y por la aparición, seguida de teorización, de formas literarias ligadas a las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación. Sin embargo, no han faltado las voces, sobre todo de novelistas, que han censurado el discurso sobre la agonía de la novela.

La conclusión de esta lección es que la novela es la forma literaria de exposición de los problemas de imagen del ser humano en las sociedades abiertas (y, todavía más, en las sociedades complejas), de las concepciones del mundo y de las oscilaciones históricas de la palabra. En consecuencia habrá novela más allá del realismo —ya la hay— y en tanto subsistan las sociedades abiertas, es decir, el reto de la unificación de la humanidad en libertad.


1 Recibido: 20 de diciembre de 2018; aceptado: 26 de julio de 2019.

2 Correo electrónico: lbeltran@unizar.es

3 La editorial cubana Arte y Literatura tradujo este libro con el mismo título que la editorial rusa en 1986.

4 No se trata solo de una cuestión de nomenclatura. La crítica premoderna entiende la obra como una cosa. Las cosas tienen materia y forma. En cambio, la Modernidad entiende la obra como una idea: las ideas tienen forma y contenido.

5 Friedrich Schiller, Sobre la gracia y la dignidad. Sobre poesía ingenua y poesía sentimental (Barcelona, Icaria, 1986).

6 Luis Beltrán Almería, «La teoría de la novela de G. B. Giraldi Cinthio», Romanische Forschungen 108, 1-2 (1996): 23-49.

7 Esta explicación la desarrolla en sus ensayos «La palabra en la novela» y «De la prehistoria del discurso novelístico», incluidos en su libro de teoría de la novela mencionado al principio de este artículo.

8 Luis Beltrán Almería, Genus. Genealogía de la imaginación literaria (Barcelona: Calambur, 2017) 131-132.

9 Luis Beltrán Almería, «El caso: de la oralidad a la escritura», Revista de Literaturas Populares VIII, 1 (2008): 77-101.

10 Luis Beltrán Almería, «Novela y diario», El diario como forma de escritura y pensamiento en el mundo contemporáneo. L. P. Rodríguez y D. Pérez Chico, eds. (Zaragoza: Institución Fernando el Católico, 2011) 9-20.

11 Esa doble tendencia fue apunta por Alexis de Tocqueville como una característica de la Modernidad en su obra La democracia en América.

12 La bibliografía sobre el problema del homo-deus empieza a ser amplia. Destacaré solo dos publicaciones recientes y de gran impacto: las monografías de Yuval Noah Harari, De animales a dioses y Homo-Deus, publicadas en español por la editorial Debate en 2014 y 2017 respectivamente.

13 Sobre esta cuestión pueden verse mis artículos «Apuntes para una teoría de la cultura popular moderna». Tradición e Interculturalidad. Las relaciones entre lo culto y lo popular (Siglos XIX-XX). Dolores Thion, L. Belrán, Solange Hibbs y Marisa Sotelo, eds. (Zaragoza: IFC-CSIC, 2013) 61-67; y «De nuevo sobre la cuestión de la cultura popular moderna». Diálogos en la frontera. De la cultura popular a la cultura de masas en la era moderna. Luis Beltrán Almería, Rosa de Diego, Marisa Sotelo Vázquez y Dolores Thion Soriano-Mollá, coords. (Zaragoza: Institución Fernando el Católico-CSIC, 2016) 75-81.

14 Luis Beltrán Almería, «El hombre inútil en la novela española moderna», Hispanismos del mundo. Diálogos y debates en (y desde) el Sur. Sección III. Leonardo Funes, coord. (Buenos Aires: Miño y Dávila, 2016) 25-32.


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